Published enero 31, 2017 by

Vergüenza y declive de Europa

Lo que son las cosas. Hubo un tiempo en que la prensa fue para mí un icónico adalid de libertad de expresión. El cuarto poder lo han llamado siempre. La efervescencia del minuto y resultado cada segundo nos empuja de forma involuntaria a masticar información en todo momento y de forma compulsiva, sin cocer, y dando por hecho la obligación a ser crudiveganos de la información. El resultado son muy malas digestiones y una falta de perspectiva real de las cosas acojonante. Más que información, yo lo llamo complacencia (con quien les paga, o con quién gobierna, o ambas a la vez). Y es que el abajo firmante echa de menos ese periodismo de pluma y papel, el de currarse la información y dudar de todo y de todos, el de cuestionarse los porqués disponibles y que escribe sin el yunque sobre la cabeza de una palabra mal dicha o escrita que cercene el cabo que la sustenta. El periodismo de cortar cabezas, caiga quien caiga. De no ser así, no hubiese sido considerado cuarto poder. Es más que evidente que hoy ya no lo es. 

Verán. No sé si conocen el prólogo que escribió George Orwel en su Rebelión en la granja. Lo tituló «Libertad de prensa». Más parece un manifiesto con el que arremetió contra los que defendían una postura comunista y proteccionista. Aceptar una mentira afectaba, no solo a las novelas o ensayos que hablaban de política directa o indirectamente (querámoslo o no, la política está presente en cada idea), sino también a quienes cargan las plumas de reflexión y opinión independiente. La genuflexión reverencial hacia el poder, anulando cualquier posibilidad de razonamiento, significa congraciarse con aquellos que solicitan ese sacrificio a cambio del ensalzamiento de una idea enmascarada de verdad que nada tiene que ver con la realidad. Eso se llama totalitarismo. Y los que no se sumaron a los tentáculos de los totalitarismos, acabada la Segunda Guerra Mundial, acababan mal mirados o sentenciados. Esto es historia reciente. Tan reciente que la volvemos a revivir en estos tiempos modernos, casi copiada con papel de calco celestial. Palabrita del niño Jesús.

Llevo algo así como varias semanas leyendo y viendo titulares de la prensa de todo el mundo escandalizados por el muro que pretende construir el ínclito, despótico y (por qué no decirlo) subversivo antisistema Donald Trump. No solo por ese muro, sino por otras órdenes ejecutivas. No solo ha suspendido el Programa de Admisión de Refugiados durante ciento veinte días, también lo ha hecho con la entrada de ciudadanos de Irak, Siria y los países del llamado «área de preocupación» (Sudán, Irán, Libia, Somalia y Yemen) durante tres meses, apostillando que tendrán prioridad aquellos que profesen la religión cristiana. Éstas y otras tantas órdenes ejecutivas que escandalizan a la vieja Europa, parece que obliga a sus dirigentes a tomar posiciones al respecto. De algunos, con el presidente del reino de España a la cabeza, esperaba algo así: «todavía no ha hecho nada contra nuestro país, así que hay que dejarle trabajar». Los más hipócritas, como el ejemplificador Hollande como cabecilla de la troupe, comenta que «Europa debe responder. Europa no es proteccionista, Europa no es cerrada, tiene valores y principios». E incluso el alcalde de Berlín, en un ejercicio de cinismo, declara que «no podemos permitir que el señor Trump construya muros que separen. Nosotros los Berlineses sabemos de muros y lo que supone para los ciudadanos». Con esto y un bizcocho, hasta mañana a las ocho.

La «Europa no proteccionista, no cerrada, con sus valores y principios», permitió (y sigue permitiendo) el cierre de las fronteras por el llamado corredor de los Balcanes. No fue un decreto de tres meses ni de ciento veinte días de bloqueo: el tema lleva ya demorándose durante años. El instigador: Austria y la permisividad de Alemania y del resto de países dominantes de la vetusta Europa, que incluso amenazaron a Grecia con suspender el espacio Schengen que, por otro lado, se pasan por el forro todos los países con el beneplácito de Merkel, Hollande, y la madre que los parió. Sumamos las devoluciones y bloqueos por parte de Macedonia, Serbia, Croacia, Eslovenia, Hungría, Bulgaria, Austria... Y la guinda de las declaraciones del ministro de inmigración griego: «no vamos a permitir que nos conviertan en el Líbano europeo». Así que en tierra de nadie (que es como decir Grecia) permanecen a día de hoy más de doscientas mil personas (la mayoría de ellos mujeres y niños) en campos de concentración modernos (los mal denominados campos de refugiados), muriendo de frío, hambre, sed, enfermedades (una epidemia acabaría con ellos como chinches). Dentro de apenas un par de años serán millones… Seres humanos que desafían a la muerte porque huyen de ella en sus respectivos países de origen, y no porque quieran echarse en brazos del capitalismo, como proclaman los ultranacionalistas. 

Ambos muros, el de EEUU y el de Europa, también el de Berlín (y el que separa Israel de Palestina, el que separa Ceuta y Melilla de Marruecos...) son ilegales según La Corte Internacional de Justicia (CIJ), según los Derechos Humanos, según el sentido común. Ya quisiera yo que los dignísimos ciudadanos europeos, jaleados por la prensa, saliesen a la calle a protestar y a manifestarse como lo hacen los ciudadanos estadounidenses, apoyados y mimados por el periodismo de allí. En modo alguno esto significa que aliente a abrir las puertas de par en par. Sin embargo, existen mecanismos (administrativos, políticos, estructurales...) de control que podrían regular y escenificar un parapeto que conforme una regularización de la inmigración; sírvase como ejemplo Suiza y verá las dificultades que encuentra para trabajar y permanecer allí el tiempo que le sea necesario.

Europa mira hacia EEUU con beligerancia ante una muy deplorable actitud de su mandamás. Vuelve a traer al presente el espacio ideológico y moral que dividió Alemania en dos y que se indigna ante las barras y estrellas como de un muro que ni siquiera es comparable al muro de la vergüenza que separa el este de Europa del Oriente próximo. Europa, la que «no es proteccionista, que no es cerrada, con sus valores y principios», la que sostiene una prensa inmediata que se acomoda al dictamen de las grandes corporaciones y casi inconscientemente da pábulo a todos esos totalitarismos modernos que se abren paso. 

La prensa en general (siempre hay honrosas excepciones) olvida cual su labor fundamental: informar sobre la verdad al desnudo, sin máscaras ni artimañas que adornen la realidad. Una verdad bien dicha. Informar sobre la realidad. Denunciarla. Una prensa que desvía la atención con complacencia hacia donde no debe y deja en el haber un déficit de refugiados de miles de millares. ¿Habrá peor muro que evitar decirle a la gente aquello que no quiere oír o leer y desviar la atención, sin una miserable reflexión, hacia lo que de verdad nos interesa o afecta?  Los bulos informativos, la intoxicación mediática, la normalización de la posverdad, las verdades a medias… muros infranqueables para individuos que creen navegar en yates lujosos y apenas si llegan a pateras sin salvavidas.

Aprovechar el despotismo de un cani vestido a medida con sedas y flequillo blondo de diseño hortera, no es un parabién que represente a la vieja Europa. Por una vez Rajoy, ése ínclito (y presuntamente corrupto) gobernante del reino de España, con su rígido cuello y sus problemas de logopedia, habla con sentido aunque nunca se le entienda bien del todo: «todavía no ha hecho nada contra nuestro país, así que dejémosle trabajar». Con el sentido que debe hablar un cobarde que prefiere mirar para otro lado, como bien tiene aprendida la lección que imparte la vieja Europa sobre los refugiados a todos sus dignatarios. Una Europa que parece no haber aprendido nada cuando acabó teñida de sangre y sufrió la vejación de un demente, que llegó al poder amparado bajo un discurso similar al del flequillo blondo, y que ni es capaz de enfrentar el nuevo despotismo iletrado de un bocazas sin fronteras, que despotrica contra el club de socios económicos que es la Unión Europea conjuntamente a su homóloga (también en lo despótico iletrada), la domadora del circo Brexit. Luego llegarán los lloriqueos cuando resurja la extrema derecha neofascista por los rincones.

Todos se esconden tras los titulares de la prensa, de una prensa que ondea al viento las breves palabras que más venden y más adeptos sean capaces de conseguir. Hablan a través de aquella, de su escudo protector. Y todo quedará, como siempre, en agua de borrajas, porque la prensa se ha acomodado bajo el paraguas de la noticia exprés, el titular que vende, el escándalo que le reporte más y mayores visitas. Cuando la prensa se percate de que los trajes de seda y la verborrea falaz de Trump no den réditos, a otra cosa mariposa. El tío Gilito sabe cómo dar de comer a las gallinas para que los cacareos resuenen en todo el mundo: márquetin digital moderno. Entonces, los de la vieja Europa, terminarán ciscándose encima y se mojarán los pantalones mientras miran para otro lado, o esconderán las cabezas bajo el suelo a la menor declaración altisonante que puedan turbarle en sus acomodados sillones de piel que presiden sus maravillosos escritorios de caoba, creyendo que nadie les ve porque no vieron nada. Porque en el fondo saben que no pueden enfrentarse a alguien que habla el mismo idioma.

Pero todo esto, y aquí meto a todos en el mismo saco (prensa, dignatarios, falderos, incautos, besamanos, abrazafarolas con aspiraciones borreguiles, buenísimos sin igual, indignados del mundo; sí, todos) acabarán pidiendo clemencia por el panorama desolador que está por venir. Porque esto de mirar para otro lado nunca le sale gratis a nadie. Hay dos motivos fundamentales por las que unas civilizaciones invadieron a las de su entorno: el fanatismo de lo divino (la religión) y la escasez de recursos (el hambre). Tarde o temprano, esos países masacrados por las escaseces de recursos fundamentales (agua, trigo, arroz…) acabarán por organizarse e invadirán todo aquello que les han negado,  o sustraído. Y lo peor es que son ejércitos individuales, sin miedo a perder nada porque ya lo han perdido todo. Y cuando a ese uno se le priva de dignidad y hasta su miedo muere de hambre, ese no conoce fronteras que puedan separarle de lo que le corresponde, ni espesos y altos muros capaces de pararle. Así ha sucedido en todas las épocas de la historia y así sucede en estos tiempos modernos, cuyo inicio de la debacle comenzó con el pistolero de Connecticut (George W. Bush) y su empeño por erigirse en una especie de nuevo Cristóbal Colón, con sus pretensiones de democratizar a base de bombas y metralletas camufladas bajo las cruces del buenismo cristiano como si descubriese tras el muro islámico un nuevo mundo para Occidente. Aunque el auténtico fin de la invasión fuese reponer con barriles de petróleo todo lo que perdió manejando las empresas de papá. El fin más que probable lo está construyendo el cani de la nueva política, el que se proclama a bombo y platillo como el adalid de un nuevo tiempo para la política, llamado por Dios para crear más puestos de trabajo que nadie sobre la tierra... probablemente para cavar tumbas y construir cementerios (y no hablo de manera metafórica). Va a hacer falta mucha mano de obra para limpiar el polvorín que va a levantar el abanderado de otros muchos borregos que van de la mano hacia la autodestrucción y que ese maniqueísmo que profesan no les va a amparar ante la debacle, porque hablan el mismo idioma.

Conclusión: «quien se ríe del mal del vecino, el suyo viene de camino». La prensa, por su parte, también ha de sentirse obligada a denunciar y presionar sobre lo que no se hace bien y mucho menos dejarse amedrentar por el totalitarismo de pacotilla, tan casposo como las películas de Torrente, que tanto me hace recordar al tío Gilito. Han de hacerlo por respeto a la profesión, por puro amor a la verdad, para contar las cosas como son y no con el único y claro objetivo de vender titulares por segundo para captar adeptos. Nunca ha sido tan peligroso para el periodismo la autocensura como en los tiempos en que vivimos.

La cobardía y la hipocresía de Europa pasarán factura antes o después. Y ni que decir tiene que aquello que inició el pistolero de Connecticut y acabará el cani del flequillo blondo de diseño hortera lo lamentará toda la civilización acomodada, que ahora le critica y condena con sus buenas intenciones, con su insultante desmemoria histórica y su despotismo iletrado. La libertad de prensa es la libertad de expresión. Pero ya lo dije antes. Esta efervescencia del minuto y resultado cada segundo, masticando información constantemente y de forma compulsiva, sin cocer,  que nos obliga a ser crudiveganos de la información, da como resultado muy malas digestiones y una falta de perspectiva real de las cosas acojonante. «Y si la libertad significa algo, será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente aquello que no quiere oír», sentencia Orwell. Esto es lo que echo en falta. Y también que el mundo comience a mirar hacia el humanismo con la única bandera que nos represente: la solidaridad.






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Published enero 23, 2017 by

Somos como el ciervo

Sin que sirva de precedente, hoy me entretendrá unos pocos detalles del discurso del Jefe Indio Joseph ante toda la plebe de estirados usurpadores de territorio que gobernaban los incipientes EE. UU. Corría el año 1789. A lo largo de su exposición, con un vocabulario sencillo, honesto y directo, el Jefe Joseph, alias al que respondía el gran jefe indio Inmatuyalatket (Trueno que retumba en las montañas), de la banda Wallamwatkin de los Chutepalu (más conocidos entre los blancos como «Nez Perces»), expuso el desvarío sanguinario y embustero que aplicaron a su pueblo para expulsarlos de su territorio. Apelaba contra la base de mentiras y palabrería banal, edulcorada por el vocabulario legislativo inventado a su conveniencia por el hombre blanco, y la necedad que cegaba a quienes ponen de su parte la razón y martirizan todo aquello que les incomoda. Pareciese a bote pronto que sojuzgo con el nivel de conciencia actual las vicisitudes de los patriotas de los que poco después serían los iuesei. Sin embargo, teniendo en cuenta el nivel de reflexión de aquel «salvaje», bien merece una reseña a vuelapluma.

El gran jefe Joseph concluía en una de sus muchas elucubraciones: «Nosotros éramos como el ciervo; ellos eran como osos pardos. Nosotros teníamos un territorio pequeño. Su territorio era grande. Nosotros estábamos contentos dejando que las cosas permanecieran como el Gran Espíritu las creó. Ellos no, y cambiaban los ríos y las montañas cuando no les gustaban...» (Ed. José J. de Olañeta, 2006). 

No tenía intención de escribir sobre este tema porque me produce cierta urticaria donde la espalda pierde su respetable nombre y, además, suele sacar lo peor de cada casa, muy en especial de quienes son acólitos partidistas. Fíjese que no digo partidarios. Porque cada cual se vuelve sectario en cuanto limita su capacidad de raciocinio a los preceptos de una determinada ideología. Hay una gran diferencia entre creer y pensar y, por desgracia, está cada vez más en boga la creencia y la fe ciega, desplazando el pensamiento crítico al vacío del desuso. Ni estoy ni a favor de unos ni de los otros. Ni de izquierdas ni de derechas ni de centros. Ni de quienes sujetan por el cuello la libertad de expresarse para patear la dignidad de la ética, la moral y el respeto por el entorno (aunque este le sea reprobable, o repulsivo, o desdeñable, o condenable por el sentido común). Ni tampoco de quienes pretenden amordazar aquella con las armas de la ambigüedad legal para decidir qué es lo que conviene y qué no conviene ser permitido decir, escribir u opinar a través de los muchos medios de los que dispone el españolito de a pie para expresarse. 

Para mí basta tener la referencia de la Declaración Universal de los Derechos Humanos para posicionarme: Artículo 19: «Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión"». Pero no resulta tan fácil. Porque la constitución también recoge de un modo generalizado este axioma en su artículo 20. Y además recoge algo fundamental que es el derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen (artículo 18.1). Y aquí se inicia la controversia.

En los últimos tiempos hemos podido observar, no solo que el cantante de un grupo musical es condenado a un año de prisión por unos tuits que, al parecer, hacen apología del terrorismo; un concejal procesado por otros tantos tuits de hace ya la tira de años por una serie de chistes de humor negro que denigraban, según auto de la fiscalía, a las víctimas del terrorismo; así como también varios procesados por tuits ofensivos contra el rey, Carrero Blanco, o diversos personajes públicos. Quizá el paradigma de toda suerte de estupidez la encontramos en unos profesores que protestan contra una serie de recortes en la comunidad de Castilla La Mancha y, al parecer, piden cuatro años de prisión para ellos. Por el contrario, también hemos visto otra serie de personas (cientos) que ni siquiera han sido investigadas por las autoridades al desear literalmente la muerte con maravillosas bombas a miles de personas que estaban congregadas en una manifestación (Madrid), ni tampoco una miserable investigación a esos que insultan permanentemente por los mismos medios (Twitter y Facebook) a un líder político acusándole de drogodependiente y camello. Como ven, evito en la medida de lo posible utilizar nombres y referencias para focalizar la estupidez más rancia en toda su esencia y no en los actores en concreto.

Esta controversia se acaba si cada uno de nosotros mantiene esa postura de civismo, ética y moral de respetar a aquellas personas que la rodean, tanto si les son agradables como si no. Pero como no es el caso, cada españolito cree tener la razón en todo cuanto emprende y el ADN español y mucho español se cree valedor y velador de la verdad. Cuánto daño ha hecho aquella chulería de «la calle es mía»…

Así que habría que dejar de poner la voz en grito en nombre del estado de derecho o de la ley universal del derecho a expresarse libremente, aunque eso conlleve en un agravio hacia el honor y la propia imagen de otra persona. La propia constitución avala y protege a estos últimos (artículo 18.1). No obstante, como la cuestión es mucho más compleja, apelo al momento en el que vivimos, que resulta ser el siglo XXI: internet, tecnología, redes sociales, WhatsApp, smartphones... Vivimos de otra manera a como lo hacíamos en el siglo XX. El derecho a expresarse NUNCA debería ser excusa para vituperar de ningún modo (ni a persona ni a entidad alguna) por poco agradable que nos parezca, o por mucho que aborrezca a determinados personajes. Aunque tampoco se puede cercenar el derecho a expresar una opinión por contraria que pueda parecer al estado, a persona, a entidad alguna, a cosa o a animal incluso. El límite lo marca el respeto, sobre todo la educación. Si la falta de respeto estuviese depauperada y mal mirada, probablemente nadie se alimentaría de ellas. Ni siquiera se premiarían los zascas, los improperios y las salidas de tono. 

Llegados aquí, quizás habría que hacérselo mirar a la propia prensa por difundir mensajes vertidos en redes sociales como noticias de prensa. La mayoría de los mensajes que se vierten en las redes sociales tienen como principal interés la réplica sarcástica, o el improperio ingenioso..., los mal llamados zascas. A mí me parece repugnante que la prensa escrita y electrónica utilice estos chascarrillos y los eleve a categoría de noticia, y en ocasiones de primera plana. Es la relegación de una prensa que antaño era seria al amarillismo más rancio y casposo del siglo veinte.

Un estado de derecho no puede permitir que una serie de personas sean condenadas por unos chistes de mal gusto o unas opiniones contrarias a los estamentos nacionales porque incurriría en una falta grave de censura, recordando muy mucho a todo aquello que dejamos atrás hace más bien pocos años. Pero tampoco puede permitir que cada cual vitupere al vecino como le venga en gana teniendo hoy en día como tiene el altavoz de la prensa al acecho, con ese afán de captar unos pocos cientos de clics que traducirá en dinero al instante. Porque otrora se hablaba mal de alguien y quedaba en el vecindario, pero ahora pones un tuit y puede que te lean los vecinos de Ushuaia, o los paisanos de Camberra, o la colonia de españoles de Suiza, o todos a la vez; incluso los hispanohablantes de cualquier punto del planeta. El peligro es ese altavoz en el vacío legislativo del que dispone internet y todas sus plataformas; sobre todo en la nula capacidad crítica de quien lee que, sea verdad o mentira, lo que entiende es que le favorece a los suyos.

Si las gilipolleces narrativas, las chanzas de mal gusto o las opiniones agresivas, ácidas o tiznadas de negro, con ese humor idiota y sin sentido contra los mecanismos del estado, son objeto de sentencia penal con privación de libertad, algo no funciona bien. El sentido común de las víctimas del terrorismo (Eduardo Madina, Irene Villa...), habla conforme a la verdadera actitud de quién tiene dos dedos de frente y vergüenza torera, y de camino dejan en evidencia a todos aquellos que vituperaron de algún modo su imagen, su honestidad, su discreción y su honor. Pero del mismo modo que se han condenado aquellas actitudes, debería el estado replantearse, a través de los cuerpos y fuerzas de seguridad y de todos los mecanismos fiscales y jurídicos disponibles, perseguir a todos aquellos que delinquen en faltas o delitos (mal llamados) de odio (artículo 510 del código penal), como aquellos incautos y estrechos de miras de animar a colocar bombas en una concentración de personas con vocación de manifestantes. Todo se desvirtúa de tal manera que nadie sabe realmente cuál es el límite legal, el de la desvergüenza y el de la gilipollez, porque las líneas las acaba marcando la politización de la justicia (o la judicialización de la política; tanto monta, monta tanto).

Tomo prestadas las palabras de Evelin Beatrice Hall, atribuidas erróneamente a Voltaire, para dibujar lo que debiera ser la democracia y el derecho a la libertad de expresión. «No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a poder decirlo». El matiz de respetar el honor y la dignidad de cuanto quiera uno opinar y expresar basta para poder hacer con total libertad todo cuanto uno quiera expresar. No podemos permitir como ciudadanos que la maquinaria de la censura actúe como un oso pardo y que su territorio se haga cada vez más grande, y que la tribu, la plebe, seamos como el ciervo y tengamos que vernos abocados a silenciar nuestras bocas y apagar la luz de nuestros pensamientos, a vivir con el miedo a poder estar en desacuerdo con lo que nos dé la real gana. «Nosotros éramos como el ciervo; ellos eran como osos pardos. Nosotros teníamos un territorio pequeño. Su territorio era grande. Nosotros estábamos contentos dejando que las cosas permanecieran como el Gran Espíritu las creó. Ellos no, y cambiaban los ríos y las montañas cuando no les gustaban...». Esa es la línea que el Estado debe evitar cruzar, y se excede cada vez más. El límite de censurar y penalizar todo cuanto le disguste y a su antojo. Es el Estado de derecho el que debe evitar ser como el oso pardo. Es el Estado de derecho el que debe permitirnos ser como el ciervo y campar libremente por el pequeño territorio de la libertad de expresión. Clama al cielo el sentido común como un «Trueno que retumba en las montañas»





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Published enero 20, 2017 by

15 de enero

Guardaba en mi corazón
un cenicero sobrado de malos augurios.
Dormitaban esperando digna inhumación
las cenizas que fumé durante gélidos océanos de invierno
abotagados de indiferencia,
incombustibles en la chimenea de un olvido;
abrasadoras caladas de veranos sin lunas
al recaudo de sombrillas rencorosas
en una playa de melancolías maleducadas;
encendidas primaveras de un paraíso arduo y peliagudo
que me aislaba tras un cristal de silencios;
brasas abandonadas en el ahogo de otoños
que dormitaban bajo árboles inermes,
huérfanos de abrazos olvidados por el sol.

Por eso, cuando te vi, amor,
en ese paraíso de sueños imposibles
con el cigarrillo que besaste para mí
dejé de fumar malos recuerdos
para apropiarme del que rozaste con los labios,
así que fui a darle sepultura a las viejas cenizas
en el embarcadero del olvido.

Ese cenicero que conservo
abraza ahora tus inviernos,
tus primaveras y tus otoños y tus estíos,
hasta que las cenizas que ahora encarno
vivan siempre abrazadas a la memoria
de los besos que sellas en cada calada.


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Published enero 09, 2017 by

Medio lleno, medio vacío

Kiko Veneno, para el abajo firmante, es el puto amo, el jefe. Con todos mis respetos para los fans de Bruce Springsteen, Kiko es el boss, el de verdad, el auténtico. Andaba escuchando hoy una de sus canciones en Radio 3, Reír y llorar, mientras bicheaba por la red las cada vez más infaustas noticias políticas: «La Coca-Cola / siempre es igual / pero yo no». Una de esas frases lapidarias de la casa, verdad verdadera derramada sobre la calle como filosofía de vida. Aunque la verdad nunca podrá ser posesión de un solo mortal, ni siquiera del boss, porque dependiendo de la óptica, del prisma con el que se miran las cosas, puede parecer razonable o no

Uno de los grandes placeres de la vida cotidiana es plantarme en cualquier lugar y penetrar en los detalles nimios que antes o después cobran un sentido dentro del puzle de vivir. Cada día que amanece nos regala numerosos matices que, aun a la vista de todos, parecen ocultarse en cada esquina precisamente por su cotidianidad. Cada silencio, cada camino, cada cielo... 

Me vi caminando por calle Marqués de Larios, siete de la tarde, el verano pasado. Un mimo en su pose pétrea de figura de feldespato, vestido de ejecutivo, con maletín incorporado de serie, emulaba lucha contra el viento. Alguien parecía haber abierto la puerta del infierno, porque el abrasador aliento del mismísimo demonio acariciaba a todo bicho viviente en forma de terral. Viendo al mimo capear la canícula con un par, como si alguien hubiera pulsado el botón de pausa, bien merecería una buena propina, un chapuzón en la playita, y un mojito a la sombra de una tumbona.

Los transeúntes paseaban por doquier asombrados a pesar de haber visto al ejecutivo en otras ocasiones. Una joven familia se detuvo a contemplarle en uno de los bancos que flanquean la calle. Mamá empujaba el carrito del bebé y le dice a papá, que le mece con suavidad en los brazos, que le retire la tetina de los labios. Pero si está medio lleno todavía, responde. No acertaría con exactitud la medida del líquido que contenía el biberón, pero una señora mayor, ni corta ni perezosa, salta sobre ese charco sin que la hubieran invitado: «que zí iho, zi no quea na, que lo va a embushá». Ni siquiera le pudo dar tiempo a ver el tamaño de la tetina antes de abrir la boca. La pareja se sonríe y mamá emplazó a papá a retirársela, quien le retribuye con una sonrisa de resignación.

No hace muchas fechas, todo un ministro de exteriores se lanza a vociferar en el mismísimo parlamento que los jóvenes que tienen que escapar de la hoguera, que su pequeño paraíso deben construirlo fuera de su tierra natal; se encuentran sin esperanza ni posibilidades y escapar de ello en modo alguno se supone una tragedia, porque todo son beneficios intelectuales, morales y educacionales para el emancipado emprendedor: «enriquece, abre la mente y fortalece las habilidades sociales», dice. No es baladí toda esta sarta de coherencia. El resultado de emprender el camino a un exilio laboral tiene como resultado todas y cada una de las prebendas de las que se beneficia el emancipado. No obstante, unos pequeños matices hacen que el biberón lo veamos medio lleno o medio vacío.

Es bastante fácil vislumbrar las soluciones de todo cuanto sucede a tu alrededor desde la lejanía, tal y como imaginó ver la tetina la anciana dicharachera. Por supuesto, cuando uno dispone de un sueldo como embajador de algo mas de veintiún mil euros mensuales (hasta sesenta y cinco mil como embajador permanente del reino España ante la unión europea), sin las molestias que acarrean costearse la residencia en el país que te den como destino, el servicio doméstico, la luz, el agua, el teléfono, el transporte o los gastos de desplazamientos, y un largo etcétera, es más que lógico que un padre pueda emancipar a sus retoños (niño y niña) allá donde se les antoje (y no donde se sientan obligados sin otra elección que la supervivencia), con todos los gastos pagados de los estudios que les plazcan, que logren alcanzar la capacidad de hablar varios idiomas y que se nutran de las culturas extranjeras allá donde vayan; e incluso consigan un trabajo digno ganando un miserable sueldo al mes que alcanza el salario base interprofesional de cualquier hijo de vecino al año, sin olvidar, ojo, que el estado costea el 60% de los gastos de escolarización de los hijos de embajadores. Creo que un biberón suficientemente lleno para una familia.

La verdad siempre se percibe de forma distinta según desde qué lado del prisma se mira la realidad. La tragedia no es emanciparse y abandonar el nido, que esa es la trampa de las desafortunadas declaraciones. Es ley de vida que antes o después suceda. Es muy triste despedir a tus hijos después de sufrir para que acaben una carrera, un doctorado e incluso un par de másteres, con todos los sacrificios que supone eso para una familia de tiempo, dinero, esfuerzo y lágrimas. Y la alternativa fuera de sus fronteras ni siquiera es mejor que la de aquí: deslomarse en un restaurante de comida rápida o un bar más allá de los Pirineos y que apenas les llegue el dinero para pagar un alquiler. No es demasiado halagüeño después de dejar atrás a una familia que mal que bien no dispone de los mecanismos del estado para que costee siquiera los viajes de ida y vuelta por navidad.

No voy tampoco a hurgar en la herida de los que ni siquiera optaron a estudios universitarios y tienen que verse más que obligados a salir del país, porque sus necesidades apremian con urgencias que van más allá de la supervivencia, o a lo peor se ven obligados a arrastrar a la familia porque sólo hay esperanzas más allá de los Pirineos. Tal vez ese mimo que simula ser un trozo de feldespato que lucha por su subsistencia, viniendo como venía de tierras etruscas, llorará de emoción al sentirse identificado por lo refrescante que resulta depender de unas monedas de la solidaridad de los demás para poder comer. Pero, ¿y lo que enriquece, abre la mente y fortalece las habilidades sociales verte en tierra ajena sobreviviendo de manera precaria?

En efecto, no somos iguales, pero la Coca-Cola siempre. Ese es el peligro y, al mismo tiempo, la contradicción. Desde el neoliberalismo se desprecia que tengamos que ser iguales y tener las mismas cosas, los mismos derechos y las mismas oportunidades, porque somos seres distintos (dicen) y luchamos por cosas distintas, según nuestros esfuerzos y capacidades (quedan incluidos los cuñadismos, los amiguismos, y los compadrismos). Total, que eso significa poco menos que doblegarse al marxismo-leninismo. Sin embargo, meternos a todos por igual en el mismo saco y ser medidos por el mismo rasero, ya sea que uno gane veintiún mil euros o gane cuatrocientos, como fórmula única cual Coca-Cola, eso es, aludiendo a otra militante de la luz de gas, «movilidad exterior»; nuevo sinónimo para la RAE de la palabra emigrar. Lo peor es que otras ancianas desdentadas, sin haber visto bien la jugada ni calibrado con objetividad las palabras que contenían la tetina que sostenía en la boca el ministro, asentían y sobre sus cabezas flotaban los bocadillos donde podían leerse visualmente los pensamientos generalizados: «zi, iho, que zi». Y claro, siempre los hay complacientes que ceden ante la mayoría, porque es preferible ver la botella medio llena que medio vacía.

El prisma desde donde apreciamos las cosas suele distorsionar la realidad apenas movamos la cabeza hacia según qué perspectiva. De ahí que mirar las cosas desde una perspectiva diferente hace cambiar la óptica y la realidad. Cada del prisma es único, distinto: esa es una de las cosas que hace de la vida algo maravilloso y diverso. Solo existe una sola verdad: la vida misma (y también la Coca-Cola, que siempre es igual, lo dice el boss). Pero quién sabe si esto que llamamos galaxia no es más que una micropartícula dentro del biberón de un recién nacido y de la decisión de retirarle la tetina de la boca del bebé depende que nuestra galaxia siga conviviendo en paz unos pocos millones de años más o no... Vivir es aprender. Y aprender, mis ilustres ignorantes, es reír y llorar. Ya lo dice el boss... Todo depende siempre si la Coca-Cola está medio vacía o medio llena. Pero lo que está claro es que somos nosotros los que bebemos Coca-Cola, señor Dastis, no somos Coca-Cola. 
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