Published enero 09, 2017 by

Medio lleno, medio vacío

Kiko Veneno, para el abajo firmante, es el puto amo, el jefe. Con todos mis respetos para los fans de Bruce Springsteen, Kiko es el boss, el de verdad, el auténtico. Andaba escuchando hoy una de sus canciones en Radio 3, Reír y llorar, mientras bicheaba por la red las cada vez más infaustas noticias políticas: «La Coca-Cola / siempre es igual / pero yo no». Una de esas frases lapidarias de la casa, verdad verdadera derramada sobre la calle como filosofía de vida. Aunque la verdad nunca podrá ser posesión de un solo mortal, ni siquiera del boss, porque dependiendo de la óptica, del prisma con el que se miran las cosas, puede parecer razonable o no

Uno de los grandes placeres de la vida cotidiana es plantarme en cualquier lugar y penetrar en los detalles nimios que antes o después cobran un sentido dentro del puzle de vivir. Cada día que amanece nos regala numerosos matices que, aun a la vista de todos, parecen ocultarse en cada esquina precisamente por su cotidianidad. Cada silencio, cada camino, cada cielo... 

Me vi caminando por calle Marqués de Larios, siete de la tarde, el verano pasado. Un mimo en su pose pétrea de figura de feldespato, vestido de ejecutivo, con maletín incorporado de serie, emulaba lucha contra el viento. Alguien parecía haber abierto la puerta del infierno, porque el abrasador aliento del mismísimo demonio acariciaba a todo bicho viviente en forma de terral. Viendo al mimo capear la canícula con un par, como si alguien hubiera pulsado el botón de pausa, bien merecería una buena propina, un chapuzón en la playita, y un mojito a la sombra de una tumbona.

Los transeúntes paseaban por doquier asombrados a pesar de haber visto al ejecutivo en otras ocasiones. Una joven familia se detuvo a contemplarle en uno de los bancos que flanquean la calle. Mamá empujaba el carrito del bebé y le dice a papá, que le mece con suavidad en los brazos, que le retire la tetina de los labios. Pero si está medio lleno todavía, responde. No acertaría con exactitud la medida del líquido que contenía el biberón, pero una señora mayor, ni corta ni perezosa, salta sobre ese charco sin que la hubieran invitado: «que zí iho, zi no quea na, que lo va a embushá». Ni siquiera le pudo dar tiempo a ver el tamaño de la tetina antes de abrir la boca. La pareja se sonríe y mamá emplazó a papá a retirársela, quien le retribuye con una sonrisa de resignación.

No hace muchas fechas, todo un ministro de exteriores se lanza a vociferar en el mismísimo parlamento que los jóvenes que tienen que escapar de la hoguera, que su pequeño paraíso deben construirlo fuera de su tierra natal; se encuentran sin esperanza ni posibilidades y escapar de ello en modo alguno se supone una tragedia, porque todo son beneficios intelectuales, morales y educacionales para el emancipado emprendedor: «enriquece, abre la mente y fortalece las habilidades sociales», dice. No es baladí toda esta sarta de coherencia. El resultado de emprender el camino a un exilio laboral tiene como resultado todas y cada una de las prebendas de las que se beneficia el emancipado. No obstante, unos pequeños matices hacen que el biberón lo veamos medio lleno o medio vacío.

Es bastante fácil vislumbrar las soluciones de todo cuanto sucede a tu alrededor desde la lejanía, tal y como imaginó ver la tetina la anciana dicharachera. Por supuesto, cuando uno dispone de un sueldo como embajador de algo mas de veintiún mil euros mensuales (hasta sesenta y cinco mil como embajador permanente del reino España ante la unión europea), sin las molestias que acarrean costearse la residencia en el país que te den como destino, el servicio doméstico, la luz, el agua, el teléfono, el transporte o los gastos de desplazamientos, y un largo etcétera, es más que lógico que un padre pueda emancipar a sus retoños (niño y niña) allá donde se les antoje (y no donde se sientan obligados sin otra elección que la supervivencia), con todos los gastos pagados de los estudios que les plazcan, que logren alcanzar la capacidad de hablar varios idiomas y que se nutran de las culturas extranjeras allá donde vayan; e incluso consigan un trabajo digno ganando un miserable sueldo al mes que alcanza el salario base interprofesional de cualquier hijo de vecino al año, sin olvidar, ojo, que el estado costea el 60% de los gastos de escolarización de los hijos de embajadores. Creo que un biberón suficientemente lleno para una familia.

La verdad siempre se percibe de forma distinta según desde qué lado del prisma se mira la realidad. La tragedia no es emanciparse y abandonar el nido, que esa es la trampa de las desafortunadas declaraciones. Es ley de vida que antes o después suceda. Es muy triste despedir a tus hijos después de sufrir para que acaben una carrera, un doctorado e incluso un par de másteres, con todos los sacrificios que supone eso para una familia de tiempo, dinero, esfuerzo y lágrimas. Y la alternativa fuera de sus fronteras ni siquiera es mejor que la de aquí: deslomarse en un restaurante de comida rápida o un bar más allá de los Pirineos y que apenas les llegue el dinero para pagar un alquiler. No es demasiado halagüeño después de dejar atrás a una familia que mal que bien no dispone de los mecanismos del estado para que costee siquiera los viajes de ida y vuelta por navidad.

No voy tampoco a hurgar en la herida de los que ni siquiera optaron a estudios universitarios y tienen que verse más que obligados a salir del país, porque sus necesidades apremian con urgencias que van más allá de la supervivencia, o a lo peor se ven obligados a arrastrar a la familia porque sólo hay esperanzas más allá de los Pirineos. Tal vez ese mimo que simula ser un trozo de feldespato que lucha por su subsistencia, viniendo como venía de tierras etruscas, llorará de emoción al sentirse identificado por lo refrescante que resulta depender de unas monedas de la solidaridad de los demás para poder comer. Pero, ¿y lo que enriquece, abre la mente y fortalece las habilidades sociales verte en tierra ajena sobreviviendo de manera precaria?

En efecto, no somos iguales, pero la Coca-Cola siempre. Ese es el peligro y, al mismo tiempo, la contradicción. Desde el neoliberalismo se desprecia que tengamos que ser iguales y tener las mismas cosas, los mismos derechos y las mismas oportunidades, porque somos seres distintos (dicen) y luchamos por cosas distintas, según nuestros esfuerzos y capacidades (quedan incluidos los cuñadismos, los amiguismos, y los compadrismos). Total, que eso significa poco menos que doblegarse al marxismo-leninismo. Sin embargo, meternos a todos por igual en el mismo saco y ser medidos por el mismo rasero, ya sea que uno gane veintiún mil euros o gane cuatrocientos, como fórmula única cual Coca-Cola, eso es, aludiendo a otra militante de la luz de gas, «movilidad exterior»; nuevo sinónimo para la RAE de la palabra emigrar. Lo peor es que otras ancianas desdentadas, sin haber visto bien la jugada ni calibrado con objetividad las palabras que contenían la tetina que sostenía en la boca el ministro, asentían y sobre sus cabezas flotaban los bocadillos donde podían leerse visualmente los pensamientos generalizados: «zi, iho, que zi». Y claro, siempre los hay complacientes que ceden ante la mayoría, porque es preferible ver la botella medio llena que medio vacía.

El prisma desde donde apreciamos las cosas suele distorsionar la realidad apenas movamos la cabeza hacia según qué perspectiva. De ahí que mirar las cosas desde una perspectiva diferente hace cambiar la óptica y la realidad. Cada del prisma es único, distinto: esa es una de las cosas que hace de la vida algo maravilloso y diverso. Solo existe una sola verdad: la vida misma (y también la Coca-Cola, que siempre es igual, lo dice el boss). Pero quién sabe si esto que llamamos galaxia no es más que una micropartícula dentro del biberón de un recién nacido y de la decisión de retirarle la tetina de la boca del bebé depende que nuestra galaxia siga conviviendo en paz unos pocos millones de años más o no... Vivir es aprender. Y aprender, mis ilustres ignorantes, es reír y llorar. Ya lo dice el boss... Todo depende siempre si la Coca-Cola está medio vacía o medio llena. Pero lo que está claro es que somos nosotros los que bebemos Coca-Cola, señor Dastis, no somos Coca-Cola. 
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© Daniel Moscugat, 2017.
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