Published enero 23, 2017 by

Somos como el ciervo

Sin que sirva de precedente, hoy me entretendrá unos pocos detalles del discurso del Jefe Indio Joseph ante toda la plebe de estirados usurpadores de territorio que gobernaban los incipientes EE. UU. Corría el año 1789. A lo largo de su exposición, con un vocabulario sencillo, honesto y directo, el Jefe Joseph, alias al que respondía el gran jefe indio Inmatuyalatket (Trueno que retumba en las montañas), de la banda Wallamwatkin de los Chutepalu (más conocidos entre los blancos como «Nez Perces»), expuso el desvarío sanguinario y embustero que aplicaron a su pueblo para expulsarlos de su territorio. Apelaba contra la base de mentiras y palabrería banal, edulcorada por el vocabulario legislativo inventado a su conveniencia por el hombre blanco, y la necedad que cegaba a quienes ponen de su parte la razón y martirizan todo aquello que les incomoda. Pareciese a bote pronto que sojuzgo con el nivel de conciencia actual las vicisitudes de los patriotas de los que poco después serían los iuesei. Sin embargo, teniendo en cuenta el nivel de reflexión de aquel «salvaje», bien merece una reseña a vuelapluma.

El gran jefe Joseph concluía en una de sus muchas elucubraciones: «Nosotros éramos como el ciervo; ellos eran como osos pardos. Nosotros teníamos un territorio pequeño. Su territorio era grande. Nosotros estábamos contentos dejando que las cosas permanecieran como el Gran Espíritu las creó. Ellos no, y cambiaban los ríos y las montañas cuando no les gustaban...» (Ed. José J. de Olañeta, 2006). 

No tenía intención de escribir sobre este tema porque me produce cierta urticaria donde la espalda pierde su respetable nombre y, además, suele sacar lo peor de cada casa, muy en especial de quienes son acólitos partidistas. Fíjese que no digo partidarios. Porque cada cual se vuelve sectario en cuanto limita su capacidad de raciocinio a los preceptos de una determinada ideología. Hay una gran diferencia entre creer y pensar y, por desgracia, está cada vez más en boga la creencia y la fe ciega, desplazando el pensamiento crítico al vacío del desuso. Ni estoy ni a favor de unos ni de los otros. Ni de izquierdas ni de derechas ni de centros. Ni de quienes sujetan por el cuello la libertad de expresarse para patear la dignidad de la ética, la moral y el respeto por el entorno (aunque este le sea reprobable, o repulsivo, o desdeñable, o condenable por el sentido común). Ni tampoco de quienes pretenden amordazar aquella con las armas de la ambigüedad legal para decidir qué es lo que conviene y qué no conviene ser permitido decir, escribir u opinar a través de los muchos medios de los que dispone el españolito de a pie para expresarse. 

Para mí basta tener la referencia de la Declaración Universal de los Derechos Humanos para posicionarme: Artículo 19: «Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión"». Pero no resulta tan fácil. Porque la constitución también recoge de un modo generalizado este axioma en su artículo 20. Y además recoge algo fundamental que es el derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen (artículo 18.1). Y aquí se inicia la controversia.

En los últimos tiempos hemos podido observar, no solo que el cantante de un grupo musical es condenado a un año de prisión por unos tuits que, al parecer, hacen apología del terrorismo; un concejal procesado por otros tantos tuits de hace ya la tira de años por una serie de chistes de humor negro que denigraban, según auto de la fiscalía, a las víctimas del terrorismo; así como también varios procesados por tuits ofensivos contra el rey, Carrero Blanco, o diversos personajes públicos. Quizá el paradigma de toda suerte de estupidez la encontramos en unos profesores que protestan contra una serie de recortes en la comunidad de Castilla La Mancha y, al parecer, piden cuatro años de prisión para ellos. Por el contrario, también hemos visto otra serie de personas (cientos) que ni siquiera han sido investigadas por las autoridades al desear literalmente la muerte con maravillosas bombas a miles de personas que estaban congregadas en una manifestación (Madrid), ni tampoco una miserable investigación a esos que insultan permanentemente por los mismos medios (Twitter y Facebook) a un líder político acusándole de drogodependiente y camello. Como ven, evito en la medida de lo posible utilizar nombres y referencias para focalizar la estupidez más rancia en toda su esencia y no en los actores en concreto.

Esta controversia se acaba si cada uno de nosotros mantiene esa postura de civismo, ética y moral de respetar a aquellas personas que la rodean, tanto si les son agradables como si no. Pero como no es el caso, cada españolito cree tener la razón en todo cuanto emprende y el ADN español y mucho español se cree valedor y velador de la verdad. Cuánto daño ha hecho aquella chulería de «la calle es mía»…

Así que habría que dejar de poner la voz en grito en nombre del estado de derecho o de la ley universal del derecho a expresarse libremente, aunque eso conlleve en un agravio hacia el honor y la propia imagen de otra persona. La propia constitución avala y protege a estos últimos (artículo 18.1). No obstante, como la cuestión es mucho más compleja, apelo al momento en el que vivimos, que resulta ser el siglo XXI: internet, tecnología, redes sociales, WhatsApp, smartphones... Vivimos de otra manera a como lo hacíamos en el siglo XX. El derecho a expresarse NUNCA debería ser excusa para vituperar de ningún modo (ni a persona ni a entidad alguna) por poco agradable que nos parezca, o por mucho que aborrezca a determinados personajes. Aunque tampoco se puede cercenar el derecho a expresar una opinión por contraria que pueda parecer al estado, a persona, a entidad alguna, a cosa o a animal incluso. El límite lo marca el respeto, sobre todo la educación. Si la falta de respeto estuviese depauperada y mal mirada, probablemente nadie se alimentaría de ellas. Ni siquiera se premiarían los zascas, los improperios y las salidas de tono. 

Llegados aquí, quizás habría que hacérselo mirar a la propia prensa por difundir mensajes vertidos en redes sociales como noticias de prensa. La mayoría de los mensajes que se vierten en las redes sociales tienen como principal interés la réplica sarcástica, o el improperio ingenioso..., los mal llamados zascas. A mí me parece repugnante que la prensa escrita y electrónica utilice estos chascarrillos y los eleve a categoría de noticia, y en ocasiones de primera plana. Es la relegación de una prensa que antaño era seria al amarillismo más rancio y casposo del siglo veinte.

Un estado de derecho no puede permitir que una serie de personas sean condenadas por unos chistes de mal gusto o unas opiniones contrarias a los estamentos nacionales porque incurriría en una falta grave de censura, recordando muy mucho a todo aquello que dejamos atrás hace más bien pocos años. Pero tampoco puede permitir que cada cual vitupere al vecino como le venga en gana teniendo hoy en día como tiene el altavoz de la prensa al acecho, con ese afán de captar unos pocos cientos de clics que traducirá en dinero al instante. Porque otrora se hablaba mal de alguien y quedaba en el vecindario, pero ahora pones un tuit y puede que te lean los vecinos de Ushuaia, o los paisanos de Camberra, o la colonia de españoles de Suiza, o todos a la vez; incluso los hispanohablantes de cualquier punto del planeta. El peligro es ese altavoz en el vacío legislativo del que dispone internet y todas sus plataformas; sobre todo en la nula capacidad crítica de quien lee que, sea verdad o mentira, lo que entiende es que le favorece a los suyos.

Si las gilipolleces narrativas, las chanzas de mal gusto o las opiniones agresivas, ácidas o tiznadas de negro, con ese humor idiota y sin sentido contra los mecanismos del estado, son objeto de sentencia penal con privación de libertad, algo no funciona bien. El sentido común de las víctimas del terrorismo (Eduardo Madina, Irene Villa...), habla conforme a la verdadera actitud de quién tiene dos dedos de frente y vergüenza torera, y de camino dejan en evidencia a todos aquellos que vituperaron de algún modo su imagen, su honestidad, su discreción y su honor. Pero del mismo modo que se han condenado aquellas actitudes, debería el estado replantearse, a través de los cuerpos y fuerzas de seguridad y de todos los mecanismos fiscales y jurídicos disponibles, perseguir a todos aquellos que delinquen en faltas o delitos (mal llamados) de odio (artículo 510 del código penal), como aquellos incautos y estrechos de miras de animar a colocar bombas en una concentración de personas con vocación de manifestantes. Todo se desvirtúa de tal manera que nadie sabe realmente cuál es el límite legal, el de la desvergüenza y el de la gilipollez, porque las líneas las acaba marcando la politización de la justicia (o la judicialización de la política; tanto monta, monta tanto).

Tomo prestadas las palabras de Evelin Beatrice Hall, atribuidas erróneamente a Voltaire, para dibujar lo que debiera ser la democracia y el derecho a la libertad de expresión. «No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a poder decirlo». El matiz de respetar el honor y la dignidad de cuanto quiera uno opinar y expresar basta para poder hacer con total libertad todo cuanto uno quiera expresar. No podemos permitir como ciudadanos que la maquinaria de la censura actúe como un oso pardo y que su territorio se haga cada vez más grande, y que la tribu, la plebe, seamos como el ciervo y tengamos que vernos abocados a silenciar nuestras bocas y apagar la luz de nuestros pensamientos, a vivir con el miedo a poder estar en desacuerdo con lo que nos dé la real gana. «Nosotros éramos como el ciervo; ellos eran como osos pardos. Nosotros teníamos un territorio pequeño. Su territorio era grande. Nosotros estábamos contentos dejando que las cosas permanecieran como el Gran Espíritu las creó. Ellos no, y cambiaban los ríos y las montañas cuando no les gustaban...». Esa es la línea que el Estado debe evitar cruzar, y se excede cada vez más. El límite de censurar y penalizar todo cuanto le disguste y a su antojo. Es el Estado de derecho el que debe evitar ser como el oso pardo. Es el Estado de derecho el que debe permitirnos ser como el ciervo y campar libremente por el pequeño territorio de la libertad de expresión. Clama al cielo el sentido común como un «Trueno que retumba en las montañas»





© Daniel Moscugat, 2017.
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