Published febrero 27, 2017 by

A vueltas con la 'posverdad'

No es la primera vez que lo comento ni creo que sea la última. Este es un país de robagallinas. Sí, un país de listillos pasados de rosca, de chulitos sin fronteras, de vividores sin escrúpulos. Lo ha sido desde que España es España. No tenemos la exclusiva, es cierto, aunque somos precursores. No me sorprende. Lo llevamos en los genes y quienes se mueven de ese estatus tienen en las instituciones cómplices que participan de sus prebendas. Por supuesto, tienen el amparo del poder judicial, porque suelen ser elegidos a dedo por aquéllos que cada cuatro años elegimos los ciudadanos para que nos representen. Esto que parece una obviedad no lo es tanto y tiene una explicación que viene de lejos y parece más evidente de lo que parece. 

Hace unos años tuve la oportunidad de leer un libro muy elocuente y que arroja luz de forma inflexiva sobre lo susodicho. Fuego y ceniza: éxito y fracaso en la política, de Michael Ignatieff (Taurus, 2014). El canadiense dejó su cátedra en la Universidad de Harvard. Acudió a la llamada para liderar el Partido Liberal canadiense y optó a la presidencia como primer ministro. Fue en busca del fuego del poder; por pura curiosidad, por la experiencia, y no por puro afán de servir a la ciudadanía, de servir a la comunidad, de liderar un país y llevarlo en las espaldas. Finalmente acabó desintegrado por ese fuego y contó toda su experiencia vital desde sus cenizas en ese libro.

De las cosas que más penalizaron su descalabro, como «nuevo» modelo de política, fueron las declaraciones sin medida. Ese tipo de opiniones que cualquiera te comprende en la barra de un bar o con un café como testigo, pero que con los altavoces de la opinión pública y la prensa es un arma de doble filo. Eso en España tiene coste cero. En cualquier país civilizado y con ciertos niveles educacionales tiene consecuencias para quien abre la boca sin prejuicios. En política, cualquier declaración pública siempre es interpretada del peor modo posible, nunca hay opción al optimismo. Claro está, que cuando digo «política» me refiero a la de aquí. Las declaraciones más pueriles las aprovechan los contrarios para sacar punta hasta que se agota el lápiz. Estos réditos que en cualquier otro país resultarían inapelables para el político de turno y lo sentenciarían a la decapitación, en esta España nuestra solo te desplazan de lugar, hasta que olviden lo dicho. En ocasiones ni tan siquiera eso.

Retumba en la conciencia de los que tenemos memoria las declaraciones memorables del pistolero del hemiciclo, cuando esputó sin pudor que «algunos se han acordado de sus padres, parece ser, cuando había subvenciones para encontrarlos»; se refería, obviamente, a la ley de memoria histórica. Otro ejemplo, el alcalde de una localidad catalana, conocido a nivel nacional por sus habituales e incendiarias declaraciones de tintes fascistas, decide unilateralmente prohibir el rezo en plena calle como prólogo de los venideros días de Ramadán, pateando la constitución a golpe de balón y con la connivencia de un gobierno central que encima le ríe la gracieta. Un tercero escribe en una conversación por WhatsApp que a una conocida presentadora de televisión «la azotaría hasta que sangre». El simple hecho de pensarlo supone una connotación tan repugnante que me da grima colocar aquí siquiera un símil. Son sólo mínimos ejemplos de lo gratuito que lee uno prácticamente a diario en la prensa. 

Se ha convertido (y es probable que se acomode en un futuro próximo) en un mal endémico de una sociedad hastiada, cada vez más polarizada y acostumbrada ya a insultar y vilipendiar al adversario sin coste alguno. Utilizar la mentira como arma arrojadiza contra el «enemigo» (lenguaje bélico que ha comenzado a sembrar de discordia la ultraderecha en toda Europa), que es como decir contra los que opinen de manera diferente. Es la sopa de todos los días. 

En los últimos tiempos se ha dado a conocer algo a lo que ya apuntaba Ignatieff en la narración de su experiencia política. Eso que conocemos como posverdad. Ese palabro que el diccionario Oxford eligió como palabra del año y que ha traspasado fronteras, también la nuestra. Se define como lo «relativo o referido a circunstancias en las que los hechos objetivos son menos influyentes en la opinión pública que las emociones y las creencias». Tenemos el patio inundado de frases propagandísticas que manipulan la realidad de manera populista para apelar a las emociones del individuo, a lo más primitivo de nuestro arraigo. De ahí, por ejemplo, el éxito de los del diccionario, y comprobarán que será aún mayor con el paso de los años. Esta hecatombe de fantasía ha aupado a la presidencia del gobierno estadounidense a un loco megalómano con tendencia irrefrenable a la corrupción o manipulación de la ley para beneficio propio; así como también a una creciente ultraderecha fascista con aspiraciones de reeditar los grandes éxitos del nazismo en Europa, que acopia votos suficientes como para liderar sus respectivos países o gobernarlos (Francia, Alemania, Austria, Holanda, Inglaterra, Hungría…,). Hay que ser muy cazurro para otorgarle un mínimo de confianza a calaña más repugnante, pero para gustos colores. 

Hay una larga lista de inmoralidades nacionales e internacionales que andan auspiciadas o amparadas por ese palabro, por el sentimiento profundo, por la emoción mas primitiva e irracional humana: el instinto de conservación, de propiedad. Se trata, ni más ni menos, de populismo. Moldear la realidad existente y aprovechar la coyuntura para distorsionarla, apelando a ese instinto irracional. Y ese es el problema. Uno no sólo ve cómo todo se magnifica y se distorsiona y se acrecienta, además hay que soportar esos eccemas en la piel de la sociedad en forma de escándalos judiciales. Letrados y jueces manipulados para versionar la realidad al antojo del ínclito de turno. Hechos que se enmascaran con el objetivo de esconder la verdad. Se visten de piel de cordero para presentarse con candidez y ocultan la ferocidad del lobo hambriento, que encuentra en su manada la mejor concupiscencia para justificar cualquier acto, por depravado que sea. Y así hemos regresado a esos extremos que reaccionan por emociones y no por reflexiones. 

El problema de fondo tal vez sea, al menos aquí, educacional. De otro modo ni permitiríamos ni ampararíamos la impunidad de ningún robagallinas, ni de listillos pasados de rosca ni de chulitos sin fronteras o vividores sin escrúpulos… Esos que copan las portadas de todos los escándalos habidos y por haber y que continúan campando a sus anchas con impunidad.

Los que lo ven aspiran a editar y reeditar esos éxitos, a ser listillos como ellos, artistas de lo ajeno en mayor o menor medida. Quienes los amparan, protegen, defienden o perdonan, suspiran con apuntar hacia sus miras y siempre queda en el aire ese hálito en el subconsciente colectivo: si yo estuviese en su lugar también lo haría. Porque las emociones que enmascaran la distorsión de la realidad supura ignorancia, adormece el raciocinio, entumece la reflexión y al final sólo respondemos al instinto primitivo que venden con su ejemplo. ¿Creen que aquellos ejemplos que cité anteriormente pagaron algún precio político o social, o acaso esos otros muchos que crecen como champiñones siguiendo ese patrón en lo más sombrío del terreno de juego sufren algún tipo de consecuencia? En modo alguno. No solo campan a sus anchas, sino que sus aspiraciones fueron y son renovadas, tanto por sus secuaces como por sus hooligans. Son instrumentos en sus distintos aparatos políticos o sociales de la glotonería a la que está sometida esa invención malevolente que manipula la realidad de manera populista para apelar a las emociones más básicas e irracionales del individuo.

La posverdad, ese monstruo infame, insaciable, cuyo estómago carece de límites, tiene su talón de Aquiles en nosotros mismos, en nuestra capacidad de reflexión. Que la permitamos y fomentemos solo aviva la llama de la ultraderecha y el caciquismo que basa su forma de hacer política en el descrédito y la mentira. Somos nosotros, a nivel individual y por ende a nivel colectivo, los únicos capaces de poner freno a este disparate. Somos el fuego que puede incendiar y reducir a cenizas a los que practican ese juego absurdo al que cada vez se abonan más acólitos, y tras las bambalinas se frotan las manos la sombra del neofascismo, porque ese es el medio en el que mejor se desenvuelve. Solo resta que cada individuo, cada ser con criterio y reflexión, sea capaz de borrar el prefijo de ese palabro y dejar en evidencia la única palabra que lo desenmascare todo: verdad. Sin prefijos. Así lo dejó grabado a fuego en el tiempo el propio Platón: «Hay que tener el valor de decir la verdad, sobre todo cuando se habla de la verdad».








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Published febrero 22, 2017 by

Tiempo perdido

El primer regalo que recibí de sus manos fue un magnífico reloj de pulsera: «para que me recuerdes todo el tiempo», me dijo. Con aquel presente he contado los minutos vividos desde que me dejó para siempre, hasta que conocí a Marta. Apenas conversamos unos minutos donde comprendimos que necesitábamos algo más que palabras. Al cabo de treinta y dos ya me encontraba en su casa semidesnudo. Hicimos el amor desaforadamente casi hasta el amanecer. Nos despedimos sin más y no pensé en ella hasta que miré la hora. Olvidé el reloj en su mesita de noche. 

Hasta aquel día fui acumulando retrasos en mi vida por prestar atención al tiempo dedicado a mi ex y ahogaba las penas en uno de esos bares donde te dejan envenenar los recuerdos para que mueran cuanto antes, un antro donde me fustigaba rememorando el pasado. Fue allí donde Marta surgió de la nada. Todo se detuvo entonces, y la hiel se transformó en miel, en el ron miel que bebimos hasta perder la noción del tiempo.

Confieso que carecer de ese objeto durante unos días me ayudó a olvidar a mi ex. Y quizá lo mejor es que siento la necesidad de volver a quedar con Marta y hacer el amor desaforadamente con ella, aunque tan sólo sea para recuperar mi reloj y el tiempo perdido.





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Published febrero 20, 2017 by

Las sombras de la caverna



Hay un grabado del manierista Jan Pieterszoon Saenredam que muestra muy gráficamente la disertación que escribió Platón en el libro VII de La República sobre lo que algunos llaman equívocamente «el mito de la caverna», y que en realidad es una alegoría. Mi intención es proyectar la atención, como si de un grabado se tratase, hacia la realidad que existe tras el muro que separa las sombras publicitarias de la realidad con la que se ha de afrontar la vida. Las creemos o adoptamos como verdad y, más allá de lo visible, la realidad adquiere en ocasiones tintes abigarrados. Esas sombras de la china las hemos aceptado sin más y asumimos como parte de nuestra idiosincrasia. No significa esto que vayamos a ser capaces de «asesinar» a quien quiera mostrarnos la verdad. Aunque suele suceder que hablar de estos hechos siempre conlleva que alguien intimide al portador de la antorcha de manera despectiva y comentarios harto consabidos: «ya está aquí el anticapitalista», «otro más que no está conforme con nada», «vaya, el amargado que quiere sacarle punta al lápiz...». El listado es extenso.

Esos prestidigitadores que hacen de la realidad algo mágico, en los últimos tiempos han logrado convertir un mero escaparate comercial en una necesidad emocional. Apelan a nuestra sensibilidad para ponernos en la mano un producto que se antoja prescindible en necesario. El objeto principal es prolongar el beneplácito de las emociones de manera constante, creando necesidad sobre lo más íntimo, y que sin esos productos sería harto improbable sentirnos así. No es de extrañar que la literatura más desgarradora y crítica con la sociedad que hemos permitido construir haya reflejado esto en muchas de sus formas: «Desempeñas trabajos que odias para comprar cosas que no necesitas». (El Club de la Lucha - Chuck Palahniuk, 1996); «Además de tratarse de una economía del exceso y los desechos, el consumismo es también, y justamente por esa razón, una economía del engaño. Apuesta a la irracionalidad de los consumidores, y no a sus decisiones bien informadas tomadas en frío; apuesta a despertar la emoción consumista, y no a cultivar la razón». (Vida de consumo - Zygmunt Bauman, 2007); «Investimos los objetos intelectual y emocionalmente, les damos significados y cualidades sentimentales, los ponemos en baúles de deseo o los envolvemos en cubiertas repelentes, los situamos en sistemas de relaciones, los insertamos en historias que contamos sobre nosotros mismos o los demás». (La vida de las cosas - Remo Bodei, 2013)...

A mí lo que me parece peligroso es hacia dónde apuntan. Ya no se trata del mero hecho de consumir, sino del valor de educar y de cómo aceptamos ciertas premisas que de manera explícita rechazaríamos de plano. Si bien no es algo nuevo, y la constante sigue siendo la auto autocomplacencia y el egocentrismo, progresivamente la publicidad se vuelve cada vez más agresiva, dispara con mayor descaro hacia las emociones. El objetivo se centra en los más peques de la casa: seres que de un modo u otro gobiernan el ritmo de vida emocional de cualquier hogar.

Si uno se detiene y presta atención con espíritu crítico, parece más que evidente que la sociedad anda tan sumergida en un mar de consumo indiscriminado que hasta permitimos que manipulen nuestras emociones, a tenor de la predisposición que los consumidores potenciales tienen al consentir ciertos mensajes denigrantes, inapropiados, machistas, irreverentes o maleducados. Discursos que se ven a posteriori reflejados en el comportamiento social colectivo. El problema no es ya que la publicidad manipula la realidad para convencerle de una verdad idealizada. Ese juego de sombras que se agita y nos emociona como una única realidad es un armazón con mecanismos a prueba de bombas. De ahí que si alguien pretende arrojar luz e iluminar las sombras, ese corre el riesgo de ser finiquitado emocionalmente de la faz de la cueva (aun así correré el riesgo). El problema es, en realidad, la manipulación de la luz con el objetivo de proyectar sombras que alteren la percepción de valores éticos y morales.

Verá. Suelo prestar bastsnte atención a los spots publicitarios que se emiten por cualquier medio audiovisual; en especial las pocas veces que tengo oportunidad de ver televisión. No me centro en radiografiar la veracidad de los beneficios que aportan los productos publicitados, sino en captar los mensajes implícitos en los que se basan ciertas campañas para convencernos emocionalmente de la garantía de felicidad que ofrecen. En efecto, no es por lo que ofrecen, sino por cómo lo ofrecen y en qué elementos sociales, educacionales y emocionales se apoyan. Estos mensajes nos martillean de manera constante desde tiempo inmemorial. Su influencia va lloviznando sibilinamente como un sirimiri y permea hasta que sentimos la humedad incrustada en el tuétano como algo natural, como parte de nosotros, nuestra cultura, nuestra idiosincrasia. La reacción para ponernos a buen recaudo, cuando abrimos los ojos, es ya demasiado tarde, y los valores éticos, morales y sociales se han corrompido: la neumonía está servida y el remedio para paliarla llega tarde.

Una famosa marca de automóviles plantea la retórica si el protagonista merece o no el vehículo, lo encarna un prometedor y aventajado muchachote, bien parecido y seguro de sí mismo. La situación que termina por convencer al propietario del vehículo, quien duda de merecerlo, es porque soporta la estúpida candidez de su chica, que gimotea frente a lo que se supone una escena romántica de final feliz de lo que parece una película de clara orientación femenina. Él parece haberse visto forzado a acompañarla. Él, tan machote y tan abnegado y ella tan frágil y tan ñoña. La propaganda de explícito tufillo machista, aparte de la conveniente y habitual carga de egocentrismo. «¿Me lo merezco? ¡¡Síiii!!». Lo repugnante es el modo en que se presenta. Se ciñe con los clichés de chico listo, que se hastía de lo cotidiano y entre esa cotidianidad está la de soportar la ñoñería o cursilería de su chica, quien asimismo cumple con esos estándares femeninos de chica sumisa y endeble, necesitada de la comprensión y el proteccionismo de su compañero ante una película para chicas (¿?). Y ahí está él, resignado a tener que soportar esas burbujas rosáceas de la fémina y necesitado de su auto cómo vía de escape a todas esas situaciones de estrés, película para chicas incluida. Más parece un spot del siglo pasado cuando el hombre trabajaba y la mujer esperaba en  y le recibía con una copa de Soberano como recompensa por du arduo día laborable.

Una gran franquicia de clínicas dentales, cuyos parámetros para coligar su crédito de confianza y el compromiso con el cliente de que cumplen con sus promesas son lamentables. Para ello se vale de la imagen de una madre y su preciosa hija, quien al pasar frente al escaparate de una tienda de juguetes se queda prendada de un huskey de peluche. La madre, para su cumpleaños, le regala uno de , presentado en una caja de regalo con lacito y todo. Esta escena enternecedora, edulcorada con una banda sonora emotiva, cala fácilmente por su carga emocional. Cosa que en cierta manera nubla la otra parte del cerebro, la racional. Un perrito no es un juguete del que se pueda uno desprender cuando se haya cansado de él y abandonarlo en el cajón de los trastos viejos. Se aprecia flagrante falta de responsabilidad, porque además de incentivar la compra de animales como un juguete cualquiera, la marca debiera saber que el efecto que pretende conseguir es el contrario, el de desconfianza.

Más repugnantes aún son las campañas orientadas a los más pequeños de la casa con mensajes denigrantes. Inculcan comportamientos reprobables, tildados incluso con los gestos más que dudosos de los ídolos del deporte, quienes (aprovecho para hacer un guiño desde aquí) debieran pensar muy mucho qué hacen y qué transmiten con su imagen pública, porque suelen ser espejo de millares de niños que suspiran a ser como ellos. Un muñecajo, irreverente, dicharachero y bravucón, se encuentra que carece de calzoncillos que cubra sus vergüenzas y, cuando se da cuenta, decide «sacar a pasear la aldaba» (lo dice literalmente), que pendulea con total desvergüenza y cuyos atributos se aprecian pixelados de manera «graciosa». «Comienza la fiesta», dice, y se tira de cabeza hacia el cuenco lleno de leche. Entre la emulación del gesto de celebración que suele hacer Cristiano Ronaldo y el descaro justificado de salpicar y esputar barbaridades irreverentes y maleducadas, carcajadas grotescas y demás síntomas de «verdadera locura», uno termina por llevarse las manos a la cabeza porque es incomprensible cómo pueden permitir anuncios de esa guisa y en horarios infantiles. Las gracietas de un muñecajo simpático que se desenvuelve con desparpajo incitan a los más pequeños de la casa a la irreverencia, a lo grotesco, a lo bizarro. Una vez entra en el campo de visión de los más pequeños de la casa, con la connivencia de los papás, todo parece estar justificado. ¿Cómo luchan unos padres contra la voluntad de un crío que decida un domingo cualquiera «que toca sacar la aldaba a pasear» delante de sus amigas, y lo adorne con ese «siiuuuu» estúpido del ídolo del fútbol? Lo peor es que a los papás les resultan gracioso y con ello siembran en esas esponjas que son las cabecitas núbiles de los mocosos que esa irreverente bravuconería, falta de respeto y educación está justificada y son inocentes y graciosos.

Esas «sombras» que presenciamos en nuestras casas, nuestras cuevas, acaban siendo el reflejo de la realidad que nos hacen creer que son verdad. Sin embargo, la realidad es muy distinta y cada uno, en su propia reflexión, debiera ser consciente del riesgo que conlleva la permisividad sobre aspectos tan fundamentales y que denigran los valores por los que han luchado tantas heroínas, tantos sufridores abnegados, tanta sangre derramada. Solo es cuestión de abrir los ojos y salir de la cueva; de arriesgarse a ver la luz del día a pesar de que los otros «reos» te amenacen o acusen de que sufres locura, que estás viendo espejismos donde solo hay sombras, porque esas sombras ficticias son la verdad.

La sociedad acepta esas lecciones amorales como algo justificado, que pertenece a una realidad construida con sombras. Forma parte de una educación errónea que se dibuja con siluetas amorfas, deformes, planas, sin profundidad, oasis de un solo tono y sin color. Hasta tal punto es así que cualquiera que pretenda inmiscuirse para aleccionar o derribar esos ideales ficticios acaba reciclado. Un riesgo inofensivo, sutil, que pasa desapercibido, pero cuya prevención siempre llega demasiado tarde. Porque mientras los mensajes implícitos estén alentando el machismo, el desprecio del mundo animal o la carencia de respeto y educación desde la infancia, seguirá existiendo la economía del engaño, la irracionalidad del consumidor y su apuesta por la ignorancia, con todo lo que eso conlleva para el bolsillo de cada día, del tesoro en valores éticos y morales que dilapidamos por cada campaña publicitaria que falsea la realidad. Y sobre todo lo que se dilapida es la libertad de ver las cosas fuera de la cueva, la realidad, la reflexión, el color, las formas reales que sostienen la vida real. 

A final acabamos pagándolo todos, de un modo u otro. En modo alguno es mi pretensión sentar cátedra con esta parrafada. Con que abran los ojos los esclavos que adoran esas sombras que anulan la verdadera libertad de razonar, de reflexionar, de saber elegir, me doy por satisfecho. Sea responsable. Necesitamos más lectura de Platón y menos gurús de la publicidad. Nos evitará creer en las sombras y lamentar que la sociedad continúe por una vía  en permanente descenso, que anda al borde de ser devorada por su propia idiosincrasia, por sus propias sombras. Es el único modo de salir de la cueva. 







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Published febrero 13, 2017 by

Un problema educacional

La idiosincrasia hispánica pasó por ser retratada con audacia supina en El Lazarillo de Tormes. Esta manifiesta realidad, sin embargo, ha servido casi de excusa (y, según leernos y oímos declaraciones políticas, también de refugio) para que una manada de sinvergüenzas, chorizos y mangantes varios hayan dilapidado el bienestar, futuro y estabilidad de este país y lo hayan sumido en una crisis económica mucho más profunda de lo que ha heredado del otro lado del charco. Peor aún es la crisis moral y ética que ha sobrepasado a toda la sociedad occidental. Esto es, en síntesis, un problema educacional. Nace en el fondo de cada hogar, en el modo de afrontar la vida desde la perspectiva individual de cada sujeto.

El vórtice cíclico en el que trasegamos por la vida me otorga el beneplácito de observar el proceder de la plebe, viendo cómo se repite como un bucle hasta que se quiebra, y da paso a otro regenerado o nuevo, distinto, porque ya logramos aprender del anterior. Un par de ejemplos espaciados en el tiempo, pero que sostienen en el pedestal de la realidad este prólogo, dan buena cuenta de la vileza y crueldad del carácter, picaresco, chabacano, rastrero, propio de catervas con reducida materia gris, que ha caracterizado la desventura de la sociedad que ha manejado los hilos de este país.

Nunca me canso de apostillar que, cuando se tuercen las cosas y la conversación toma derivas turbias y neblinosas, las respuestas siempre las hallaremos en los pequeños detalles...

Hace ya unos meses esperaba mi turno con la paciencia de un santo en una cola que aumentaba tras de mí a medida que transcurrían los minutos. Sólo quedaba por delante la señora que atendían en la ventanilla uno. Bstón en ristre, pelo enmarañado de ceniza, calzando zapatillas de andar por casa, y algún lamparón que otro en el blusón ajado que sopesaba el devenir de una falda de colores indescifrables del que resaltaban flores elefantiásticas. Por sus gestos y el modo de desenvolverse arrastraba consigo cierto grado de analfabetismo y una manifiesta torpeza para explicarse en términos formales. La operadora soplaba y resoplaba, impaciente, cualquiera diría que trataba de apagar las velas de un eterno cumpleaños. Cada poco miraba por encima de las gafas al resto del público, intentando encontrar algún gesto de complicidad para sentirse amparada y comprendida. Por momentos perdía la paciencia. Un gesto con el cuerpo de la adorable señora mayor, acomodándolo para sustentarse sobre el mostrador, me permitió ver en su totalidad el resto de la operación.

Aquella señora mantenía en gran medida cierto lustre de encanto del que, a buen seguro, hizo gala en su juventud. Era rica en humildad y se disculpaba constantemente, sabedora de que sus limitaciones e insistencia hacían perder el precioso tiempo de la agente, quien, aún así, no cejaba en sus continuos desmanes y verborrea técnica que dudo mucho que alguno de los que allí esperábamos comprendía. En última instancia, aquella señora mayor facilitaba a la señorita Rottenmeier la cantidad a ingresar. Y, tras contar y recontar manualmente el dinero, hizo un gesto que me pareció un tanto extraño, dada la costumbre del siglo XXI de ingresar los billetes en una caja aséptica que contiene una especie buzón que aspira el montante que se le ordena y devuelve el cambio probable por su rendija hermana. No cabe error posible y se elimina así el factor humano. El gesto: guardar en una esquina bajo el mostrador el dinero entregado por la señora, fuera del alcance de miradas indiscretas y en las antípodas de los cajones donde habitualmente guardan otros muchos fajos. Imposible percatarse del detalle a cierta distancia, y en modo alguno alguien desconfiaría de la «honradez» de una operadora de caja de una entidad bancaria que presume de no cobrar comisiones a sus clientes, «facilitándoles» así la vida. El ingreso se hizo efectivo, quedó reflejado en la libreta de ahorros y santas pascuas. La señora se despidió con toda la educación del mundo, agradecida por todo cuanto se hizo por ella. Y allá que salió por la puerta con dificultad al caminar y apoyándose en su bastón.

Tras un tejemaneje de tiras y aflojas en torno a unos ingresos y reintegros, además de unas comisiones que me han resultado siempre incomprensibles, la misma operadora Rottenmeier guarda el dinero de un caballero anciano, bastón en ristre, boina negra e impecable traje azul. El pobre hombre se da por vencido y asiente con el resultado. Mismo modus operandi que con la señora anterior. Quizá pueda ya pude intuir el porqué de la triquiñuela. La verdad, poco podía hacer yo ante la tesitura de una sospecha más que razonable, puesto que no podía acusar de nada ni podía prestarme para llamar la atención, en un momento en el que no parecía haber nadie, en apariencia, por la sucursal. 

Mi turno. Realicé mis operaciones como mandan los cánones, sin ningún problema... y, como venía siendo habitual, mi dinero fue a parar al buzón, al monstruo que deglute el efectivo, capaz de dar devoluciones en papel con la exactitud de un escalpelo. Salí a la calle con cierta mezcla de pesadumbre y rabia por la indignación. Actos semejantes son de una crueldad repugnante y dan buena cuenta de todos aquellos actos vandálicos de los que jugaban con el poder como si fuesen intocables, seres divinos e inalcanzables, con derecho a hacer y deshacer a su antojo sobre las vidas del resto de seres humanos, sin importarles el cómo afectarían tal o cual decisión (en realidad debería decir vilipendio o vandalismo moral) a sus vidas.

Cuando salí de allí, en el primer caso, me encontré, en las inmediaciones del mercado de Atarazanas, a aquella señora mayor de pelo enmarañado de ceniza. Se la veía visiblemente sofocada, al borde del desmayo, sentada en una silla que algún alma caritativa se aventuró a tomar prestado del bar de la esquina frente al mercado. Se le «extraviaron» cincuenta euracos del monedero. Un dinero que sólo había sacado para ingresar en el banco y del que ahora ya no disponía para comprar. No hacía más que repetir que suponía el cincuenta por ciento de sus esperanzas para sobrellevar el mes.

Vi a lo lejos, a los pocos minutos al señor que tuvo problemas con la Rottenmeier. Lo encontré al final de calle Atarazanas, parecía que hablaba animosamente con un conocido o familiar. No sé por qué, intuí qué es lo que hablaban. Ni corto ni perezoso, en un acto de absoluto atrevimiento por mi parte, debido a la sempiterna timidez y prudencia que suelo llevar en la mochila siempre, les abordé y expliqué un poco el asunto grosso modo. Abrió los ojos de par en par, sorprendido. Comenzó a transpirar con profusión y unos goterones de sudor comenzaron a resbalar por la frente. La tez se tiñó en un instante de un preocupante color rojo avinado. Le insté a su yerno, con quien hablaba, que fuesen en busca del director o de algún responsable y le narraran lo sucedido. Deshaciéndose en miles de agradecimientos, se fueron diligentes hacia la sucursal, con el objetivo de recuperar esos cuarenta euros que, al parecer, habían desaparecido de su cartera... del mismo modo que desaparecieron cincuenta a la señora del pelo enmarañado de ceniza.

La muy espabilada señorita Rottenmeier aprovechaba la ignorancia o la reducida comprensión de algunos clientes «especiales» para sacarse un sobresueldo, procurándose una treta concisa y dejando reposar el dinero con el «extra» a buen recaudo, hasta que ningún ojo indiscreto pudiera controlarla y apropiarse entonces del líquido sobrante. Si esto sucede a niveles domésticos, el lector puede imaginar el porqué esa manada de chorizos de camisa blanca, mangantes de corbatas clonadas y sinvergüenzas de pacotilla (imitadores todos de magnates multimillonarios con aspiraciones a capitular en sus vidas las de aquellos), se han permitido sisar del erario público todo cuanto han querido, sin escrúpulos, ajenos a lo que ocurrirá con las vidas de los más desfavorecidos, los indefensos, los que necesitan de la protección del estado para poder sobrevivir en estos tiempos de miseria y desgracia. Si estos ejemplos cotidianos, y del que he sido testigo en numerosas ocasiones, y sobre multitud de comercios, se suceden las puñaladas, pueden imaginar qué han podido y pueden manejar esos maleantes de guante blanco.

Lo peor de todo es que los resortes del estado y la democracia les favorecen de un modo u otro. Se sienten liberados y ajenos a la gran cornada y capean con todo lujo de detalles el entuerto en el que estamos sumidos. Son expertos en el toro de las crisis económicas. Y hay tras estas actitudes un problema estructural y coyuntural que no le es ajeno a nadie. Un gran problema que sostiene esta actitud en todos los aspectos de la vida: la educación; o, mejor dicho, la escasez de ella. Que incluye una flagrante falta de respeto por las vidas ajenas, una ausencia de valores que determinan el devenir de cada individuo: es lo que se aprende en cada casa. El lazarillo de Tormes sigue más vigente que nunca, y la picaresca, la pillería, eso que fecunda el carácter de los de aquí desde el principio de los tiempos, es un lastre que condiciona, directa o indirectamente, a las vidas de quienes anteponen sus intereses al bien común, al respeto al prójimo, al derecho a vivir dignamente. 

¡Ah!, por cierto. Lejos de ser despedida, la señorita Rottenmeier ocupa otra ventanilla en otra sucursal de la capital, donde coincidí casualmente hace muy pocos días. Al igual que ella, el premio por vilipendiar y dilapidar las arcas del estado nunca es la cárcel, ni siquiera el paro. Y cuando, pese a las dificultades y los daños colaterales, llega a serlo, la magia del tribunal desde el palco de autoridades les libra de la cornada. Y así, la pescadilla se muerde la cola y los que vienen de camino aspiran a chorizos de camisa blanca, a mangantes de corbatas clonadas o a sinvergüenzas de pacotilla, imitadores de magnates multimillonarios con aspiraciones a capitular en sus vidas las de los demás. «Si roban esos, ¿por qué no puedo hacerlo yo también?».






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Published febrero 08, 2017 by

Atragantarse

Con esta pequeña anécdota quiero emprender un camino un tanto serpenteante y con toda seguridad complejo. En estos tiempos en los que salen a la palestra verdaderos caudillos de los versos y profetas de la rima, casi resultará inane cualquier sobreesfuerzo en aclarar, o mejor dicho aportar, la más infame nimiedad. Por mi parte, la única pretensión al respecto es (será) la de inmiscuirme en algunos recovecos que parece caminar en tierra de nadie y que indefectiblemente está al alcance de todo aquel que escarba un poco por su cuenta o, en su defecto, simplemente rememorar algunas de las motivaciones que me llevaron a la creación poética.

No hace muchas fechas subí un poema que escribí hace unos 22 años. En aquéllos tempestuosos años me dedicaba a profundizar en la historia de la literatura española, más allá de los clásicos. Cuando lo escribí me ceñí a un modo particular de métrica y rima. Siempre creí, o así lo entendí desde que tuve uso de razón poética, que la poesía es algo vivo, ya sea si se pretende la métrica o el verso libre. Y en mi modesto entender y, sobre todo, desde el respeto y el especial cuidado que hay que gastar manejando formas nuevas o evolucionadas de poesía.

He aquí que presento unos versos heptasílabos no estróficos. Los versos heptasílabos deben su nacimiento allá por el siglo XII y tendría como origen la Provenza francesa. Un tipo de lírica vinculada a la corte y que solía ser cultivada por los trovadores. En las composiciones se daba mucha importancia a la forma, la rima, el ritmo... Y esta fue la primera motivación de crear la composición del poema que me trae ahora aquí. 

La primera vez que podría decirse que aparece este tipo de métrica es en un texto anónimo: el 'auto de los Reyes Magos'. Texto encontrado en un códice del cabildo catedralicio de Toledo y que por sus rasgos hacen pensar que quien escribió el texto probablemente provenía de Francia, un escrito polimétrico compuesto desigualmente con versos alejandrinos, eneasílabos y heptasílabos. A lo largo del siglo XII se fue haciendo popular esta forma estructural.

Aunque desapareció durante unos siglos, volvió a revivir con fuerza allá por el renacimiento, pero ya no serían versos pensados para ser cantados por los trovadores ni tampoco sería de uso exclusivo de la corte y la iglesia. Los poetas del barroco, Lope o Góngora, lo adoptan en los denominados romancillos. También se conocieron como "barquillas" las composiciones de este estilo firmadas por Lope de Vega, concretamente gracias al primer verso de este "romancillo":

    ¡Pobre barquilla mía
entre peñascos rota,
sin velas desvelada
y entre las olas sola!
    ¿Adóde vas perdida,
adónde, di, te engolfas,
que no hay deseos cuerdos
con esperanzas locas?
(Lope de Vega)

A pesar de que a posteriori fue cayendo en desuso, el florecimiento de estos versos tiene lugar durante el romanticismo y de la mano, entre otros, de Becquer:

    Discreta y casta luna,
copudos y altos olmos,
paredes de su casa,
umbrales de su pórtico
callad, y que el secreto
no salga de vosotros.
Callad; que por mi parte
lo he olvidado todo.

Por último, respecto al aspecto técnico de esta tipología de composiciones poéticas, la rima suele concentrarse asonántica en los versos pares, son poemas no estróficos y los versos más afamados, como comenté con anterioridad solían ser los denominados Romancillos. Vaya por último este extracto de García Lorca:

A una ciudad lejana
ha llegado don Pedro.
Una ciudad lejana
entre un bosque de cedros.
¿Es Belén? Por el aire
yerbaluisa y romero.
Brillan las azoteas
y las nubes. Don Pedro
pasa por arcos rotos. (...)

Si ahondamos un poquitín más podría decirse que un tipo de composiciones con esta estructura recibían el nombre de Endechas, cuando éstas trataban de un asunto luctuoso y estaban construidas con Heptasílabos o Hexasílabos; otros Romancillos contaban con hasta Pentasílabos, aunque han sido más inusuales.

De este modo casi podría declarar justificada la métrica del poema 'Atragantarse', que escribí hace unos 22 años y al que anteriormente hice referencia. Si bien pudiera parecer que hierra en la métrica de algunos versos, las licencias establecidas para el conteo de las sílabas permiten que todos los versos cuenten como heptasílabos. Les dejo con el poema.


ATRAGANTARSE

En la garganta un nudo,         
el deseo me arroba,            
la ilusión un vacío             
y en la cumbre la meta.         
Todos los pensamientos       
fluctúan en la raíz,            
caen o cuelgan de un árbol     
y del otro se aleja;                  
subiendo la montaña
a veces desespera
porque no hay final de un
estruendo que condena
de una rampa escarpada,
leñosa e inconexa.
Lo delicioso es fluir,
compensar la condena
al sol con cobardía;
el cielo abierto espera
en la cumbre, soñando 
con regalar la estela
lunar de un carnaval.
Por la noche la tregua
de días y silencios,
y el vacío que apremia
es quimera y deseo.
Ese nudo se quema
y parte en dos mitades
aquella vieja cuerda:
queda solo un suspiro,
y ya atisbas la meta;
la noche te acompaña
el abismo que sueñas.



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© Daniel Moscugat, 1995.
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Published febrero 06, 2017 by

Doña Terracita

Terracita de la cafetería. Media mañana. Un calor de no te menees que te quemas. Del cielo caía una canícula luminiscente que abrasaba a todo hijo de vecino que osara asomar las narices a la calle. Uno de esos días que me pude permitir el «lujo» de costearme una cervecita bien fría. En ocasiones, sentirse agasajado por los tentáculos mágicos del placentero sosiego del refrigerio milenario de una cerveza trae a la mesa el picoteo del placer de vivir. Aquello siempre llevaba el insistente efecto secundario de mi abstinencia, que arañaba en lo más profundo y excitaba el deseo infame de fumarme un cigarrillo. «Es lo único que resta para que este momento sea perfecto», me susurraba el jirón desprendido en mi conciencia. 

Apareció ella, casi parecía deslizarse desde calle Cárcer hasta sentarse tres mesas más allá, a mi derecha; la cadencia rítmica de sus pies se detuvo como colofón a una conclusa y exitosa sinfonía. Era una chica de aspecto caucásico, de acentuado aire nórdico y melena de pelo corto, entre blondo y nieve, que irradiaba luz. Caminaba erguida y segura de sí misma. Llamaron mi atención aquellos ojos celestes, como dos perlas llovidas del cielo azul descollando de su nacarado rostro. Pidió una caña y algo de tapeo al camarero, que casi se da de bruces por asomarse a hurtadillas al abismo de su generoso escote. Acto seguido se encendió un cigarrillo. Cada vez que se lo acercaba a esos pétalos rizados que emulaban sus labios, notaba en mis carnes cómo el aroma que aspiraba de la brasa que coronaba ese cigarrillo penetraba en mis pulmones y me estremecía. Apenas llevaba unos meses sin fumar y me abrasaba el síndrome de abstinencia. Sentí el suave toque de sus dedos estirados como si los estuviese pasando por el cogote. Dando ya sus últimas caladas se percató que la miraba mientras fumaba. Me devolvió la mirada como contrariada, entre ruborizada y molesta por mi descaro. Volví a mi ansiada cerveza, esa quemazón que me consumía dentro se calmó, y la vida entonces careció de sentido entre los cendales de humo que liberó la chica de ojos perlas azuladas.

Sentado en la terraza de esa cafetería sospechaba ya lo que significan lugares como ese. Me llaman por teléfono y solo tuve que pronunciar el nombre del bar para que el interlocutor pudiera localizarme en el acto. Es el punto de encuentro. Siempre me ha gustado asomarme a la vida como aquel día, disfrutar de sus sinfonías en ese maravilloso teatro de los sueños, porque los sueños, sueños son: humo de un cigarrillo, que aparece y desaparece.

De aquel momento pasaron diez años y esa cafetería sigue siendo lo que es y poco ha cambiado, según cuentan los más asiduos del lugar, desde hace cuarenta años. Al margen de generar puestos de trabajo y actividad económica lucrativa, esa cafetería, molde de tantas otras derramadas por la geografía nacional, ofrece un gran servicio a la comunidad, una labor social impagable. En un mundo encaminado hacia la deshumanización, donde todo se ejecuta a través del smartphone, con sus WhatsApps, sus Facebooks, Twitters, Snapchats  y demás parafernalias, que más que unirnos nos separan, esas cafeterías están a disposición de todo el mundo para la libertad, para conciliar la vida. Porque su propósito involuntario es que esa brasa profunda capaz de consumirnos en un instante sea como la colilla que machaca, que aplasta en el cenicero de Doña Terracita, la quemazón de todos los sinsabores que nos queman.

En los últimos tiempos, suelo acudir con mayor frecuencia a esa cafetería tan conocida del casco histórico de Málaga. Observando su aspecto, su mobiliario, lo destartalado de sus instalaciones, la verdad es que no podría decirse que sea la cafetería más acogedora de la galaxia. Sabes que te acercas cuando atisbas una terraza abotagada de un mar de mesas y sillas desiguales bajo la protección de parasoles gigantes, como si de un enjambre de veleros se tratase. No es un lugar predominante por las tapas, ni por la cocina (que no puede decirse que técnicamente la tenga), ni alberga nada especial que la diferencie gastronómicamente del resto de cafeterías. Café, pan, bollería industrial, zumos, churros, chocolate, algún campero que otro y poco más.

El espacio útil del interior del local se reduce a unos pocos metros cuadrados, con cuatro o cinco mesas donde apenas cuatro tazas de café y un servilletero se reparten el escueto espacio. Una máquina de tabaco a la entrada. Un televisor led de  14'' sobre el soporte destartalado que antaño sostenía un armatoste de rayos catódicos. Una barra donde apenas una persona puede moverse con alegría y en ocasiones trabajan hasta cuatro. Una estantería de bebidas que recuerdan los cafés frecuentados en blanco y negro por Paco Martínez Soria, Tony Leblanc o Fernando Fernán Gómez. Lo más insólito: una ristra de obras pictóricas de artistas locales colgadas de los pocos centímetros cuadrados de pared desnuda que los acogían; dan cierto lustre añejo al local. Cuando el penitente cruza el dintel, penetra por una especie de puerta interdimensional del tiempo que le teletransporta a los años 60, sobre todo cuando ha de hacer uso del excusado tamaño Pin y Pon.

Sin embargo, el verdadero valor de esa cafetería son sus clientes, los asiduos, fieles y peregrinos que hasta se desplazan una decena de kilómetros para disfrutar del café y la tostada. Esa terracita ofrece una labor social irremplazable. Debería estar subvencionado habilitar y dar vida lugares de encuentro de semejante utilidad. Entre su clientela se encuentran fieles acólitos que llevan tomando café por las mañanas desde hace más de cuatro décadas. Poco importa si el café no es el mejor, ni el pan el más fresco. Cada cual conoce al vecino, se saludan, se abrazan; también los hay que tienen recelo de los de aquella otra mesa, pero en el fondo se necesitan para continuar la conversación que iniciaron ni se sabe cuándo. Casi todas mujeres, casi todas enviudadas demasiado pronto y solas para casi todo. No hay gripe que las separe de sus amigas de toda la vida, de sus hermanas, de sus confidentes. Saben todo lo que hay que saber sobre todo lo que concierne a la cafetería, sus alrededores, y sus gentes, sobre todo a sus vidas. Cuentan siempre con la complicidad de los camareros, cuyo trato personalizado casi más parece el de un pariente cercano que el de un trabajador ajeno a sus vidas. Unos camareros que han de lidiar con «la leche un poco más calentita», o «un poquito más fría», con el «tráeme un vasito de agua para la pastilla», con el «niño, no me tuestes mucho el pan, pero que esté calentito», o con el «niño, tráeme tres o cuatro churros más que viene mi yerno y mi nieto»... Santos varones de paciencia infinitesimal, cuya memoria recuerda sus nombres, los de sus familiares, los de sus amistades y todo cuanto pida el cliente de una atacada.

Contra viento y marea, todo el mundo acude sin siquiera citarse a diario que saben que se encontrarán allí cada mañana y cada tarde en torno a un café y un pitufo* con aceite, unos churros o alguna delicatesen de confitería; incluso las hay aventuradas que se piden su chocolate bien caliente para acompañar a esos churros. Y qué decir de la plausible permisividad del terrateniente del local, cuando esos grupos de adeptos vienen con la bandeja de suculenta pastelería para acompañar al cafelito de media tarde... Horas interminables de charla y entretenimiento. Cuando alguien se ausenta, del entorno o fuera de él, ya tienen conversación más allá de las compras diarias, los achaques de la edad, las medicinas o los sinsabores de la soledad. Si se corre el rumor de que hay alguien enfermo, no se le deja abandonado a su suerte y acuden en su ayuda o se mantendrán en contacto continuamente por teléfono. En cambio, si alguien ha dejado su asiento huérfano porque su corazón ya no dio más de sí, entonces a ese alguien le convierten en ángel custodio del paraíso; desde el sueño de París, el último ya vigila sonriente. Y el punto de encuentro entre este mundo y el otro sigue siendo la cafetería.

Pero no crea que esto solo atañe a esas personas que ya han cumplido edad para peinar canas y cobrar una pensión. Allí se congregan otrora miembros de Diputación y de partidos políticos, abogados, economistas, turistas nacionales, reputados periodistas venidos a menos y a más, listillos, sabelotodos, sabios enciclopédicos de los entresijos e historia de la provincia, guiris, trabajadores de la ONCE, celebridades del cine español… Gente de todos los ámbitos peregrinan hasta allí y encontrarse en torno a una mesa con unos cafés, o unas cañas y unas aceitunas, con algún que otro gintonic; con las respectivas bolsas de la compra, o las agendas sobre la mesa, o la lectura profunda de la crónica del partido del pasado fin de semana del Málaga C.F., o una revista de crítica literaria... Allí se han gestado acuerdos rubricados más tarde en el consistorio y pactos de campañas electorales. También se sentó a tomar café un tal John Malcovich u otro yal Antonio Banderas como uno más, como tantos otros dioses perfumados de humanidad con suficiente humildad como para bajar a la tierra a departir un poco con los mortales. Hasta resulta extraño entrar en el maremágnum de mesas y sillas y no toparse con algún que otro carrito de bebé, esos que probablemente serán los futuros inquilinos de la plaza.

Si en algún momento desaparece todo y queda reducido a la nada, o en otra cosa, todas esas personas quedarían huérfanas. Dispersarían la ubicuidad de su soledad por el laberinto errabundo de la conciencia y quedaría despedazada como se despedaza el amor cuando se quiebra como cristal; por más que la melancolía una esos pedazos ya nada vuelve a ser lo mismo. Esas cafeterías son lo que son y respiran lo que respiran porque sus adeptos, peregrinos, penitentes o acólitos son el aliento de la misma vida de la que se retroalimentan, la bocanada placentera de la última calada antes de cercenar la colilla. Como la brasa que aligera el camino de cenizas que deja tras de sí el calor del fuego, así se consumiría la vida de todas esas almas. Vagarían  perdidas, huérfanas de su rosa de los vientos que las guíe, de un lugar de peregrinación. Huérfanas de ubicuidad, ya pasen dos días o pasen dos años o pasen diez. Las ciudades y los pueblos necesitan de ese cónclave de peregrinaje obligado para todo vecino que sienta el más mínimo arraigo de su gente, de su entorno, de su ciudad, de la vida...

Diez años después, delante de un pitufo con aceite y un café solo, desayunaba plácidamente. Una de esas veces que se puede permitir uno el «lujo» de pagarse un pequeño ágape por el simple placer de contemplar la vida de cerca. Llevo más de diez años sin fumar y aún me llega el aliento abrasador de la abstinencia. Mi acompañante aquella mañana se encendió un cigarrillo. Los pétalos rizados que suplantan sus labios lo sostenían con garbo, absorbe una calada profunda y por último se retrepa en el asiento para acomodar el humo en sus pulmones. Notaba en mis carnes cómo el aroma que aspiraba de la brasa que coronaba ese cigarrillo penetraba en los míos y me estremecía. Lo que me quedaba del café calentito me ayudó a espantar el rubor del deseo por una calada. Unos minutos después llegó la clientela habitual, buscando acomodo y compañía al calor del desayuno cotidiano. Un inicio de charla, continua y repetitiva como el día de la marmota para Bill Murray, con ciertos lunares excéntricos por las novedades que adornaban las frases que conformaban un circunloquio vestido de faralaes. A lo lejos vi acercarse una mujer de aspecto caucásico y de acentuado aire nórdico, madura y de un extraño color de pelo entre blondo y blanco. Caminaba de forma especial y me llamó poderosamente la atención aquellos ojos celestes, casi como dos perlas. En efecto, era ella, visiblemente distinta, un tanto echada a perder y unas patas de gallo que ornamentaban la orilla de sus ojos. Acudía a su cita con el tiempo, penitente que no puede eludir una cita con el lugar que conoce... Diez años después sigue penando hasta una mesa de la cafetería, irrenunciable punto de encuentro. Ése es el lugar donde se concilia todo, donde se congrega la vida y la costumbre de vivirla, un lugar donde cumplo con la penitencia de asomarme a ella como aquel día de hace diez años, como todos aquellos que consciente o inconscientemente acuden a disfrutar de las sinfonías en el maravilloso teatro de los sueños de la vida; porque los sueños, sueños son: humo de un cigarrillo, que aparece y desaparece; como el de mi acompañante, que lo apaga en el cenicero y deja en el aire la bocanada de aliento que hace, de repente, que todo cuanto sucede, todo, tenga sentido.


(Un año después de escribir esta parrafada, la cafetería cerró sus puertas y dejó huérfanos a todos sus peregrinos. Y aquella hermandad donde todos se conocían, dejó de ser una congregación para ser un desierto de penitencias, confesiones, soporte, cariño..., amistad. )


*En Málaga, bollo pequeño de pan blanco






© Daniel Moscugat, 2017.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
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