Published febrero 06, 2017 by

Doña Terracita

Terracita de la cafetería. Media mañana. Un calor de no te menees que te quemas. Del cielo caía una canícula luminiscente que abrasaba a todo hijo de vecino que osara asomar las narices a la calle. Uno de esos días que me pude permitir el «lujo» de costearme una cervecita bien fría. En ocasiones, sentirse agasajado por los tentáculos mágicos del placentero sosiego del refrigerio milenario de una cerveza trae a la mesa el picoteo del placer de vivir. Aquello siempre llevaba el insistente efecto secundario de mi abstinencia, que arañaba en lo más profundo y excitaba el deseo infame de fumarme un cigarrillo. «Es lo único que resta para que este momento sea perfecto», me susurraba el jirón desprendido en mi conciencia. 

Apareció ella, casi parecía deslizarse desde calle Cárcer hasta sentarse tres mesas más allá, a mi derecha; la cadencia rítmica de sus pies se detuvo como colofón a una conclusa y exitosa sinfonía. Era una chica de aspecto caucásico, de acentuado aire nórdico y melena de pelo corto, entre blondo y nieve, que irradiaba luz. Caminaba erguida y segura de sí misma. Llamaron mi atención aquellos ojos celestes, como dos perlas llovidas del cielo azul descollando de su nacarado rostro. Pidió una caña y algo de tapeo al camarero, que casi se da de bruces por asomarse a hurtadillas al abismo de su generoso escote. Acto seguido se encendió un cigarrillo. Cada vez que se lo acercaba a esos pétalos rizados que emulaban sus labios, notaba en mis carnes cómo el aroma que aspiraba de la brasa que coronaba ese cigarrillo penetraba en mis pulmones y me estremecía. Apenas llevaba unos meses sin fumar y me abrasaba el síndrome de abstinencia. Sentí el suave toque de sus dedos estirados como si los estuviese pasando por el cogote. Dando ya sus últimas caladas se percató que la miraba mientras fumaba. Me devolvió la mirada como contrariada, entre ruborizada y molesta por mi descaro. Volví a mi ansiada cerveza, esa quemazón que me consumía dentro se calmó, y la vida entonces careció de sentido entre los cendales de humo que liberó la chica de ojos perlas azuladas.

Sentado en la terraza de esa cafetería sospechaba ya lo que significan lugares como ese. Me llaman por teléfono y solo tuve que pronunciar el nombre del bar para que el interlocutor pudiera localizarme en el acto. Es el punto de encuentro. Siempre me ha gustado asomarme a la vida como aquel día, disfrutar de sus sinfonías en ese maravilloso teatro de los sueños, porque los sueños, sueños son: humo de un cigarrillo, que aparece y desaparece.

De aquel momento pasaron diez años y esa cafetería sigue siendo lo que es y poco ha cambiado, según cuentan los más asiduos del lugar, desde hace cuarenta años. Al margen de generar puestos de trabajo y actividad económica lucrativa, esa cafetería, molde de tantas otras derramadas por la geografía nacional, ofrece un gran servicio a la comunidad, una labor social impagable. En un mundo encaminado hacia la deshumanización, donde todo se ejecuta a través del smartphone, con sus WhatsApps, sus Facebooks, Twitters, Snapchats  y demás parafernalias, que más que unirnos nos separan, esas cafeterías están a disposición de todo el mundo para la libertad, para conciliar la vida. Porque su propósito involuntario es que esa brasa profunda capaz de consumirnos en un instante sea como la colilla que machaca, que aplasta en el cenicero de Doña Terracita, la quemazón de todos los sinsabores que nos queman.

En los últimos tiempos, suelo acudir con mayor frecuencia a esa cafetería tan conocida del casco histórico de Málaga. Observando su aspecto, su mobiliario, lo destartalado de sus instalaciones, la verdad es que no podría decirse que sea la cafetería más acogedora de la galaxia. Sabes que te acercas cuando atisbas una terraza abotagada de un mar de mesas y sillas desiguales bajo la protección de parasoles gigantes, como si de un enjambre de veleros se tratase. No es un lugar predominante por las tapas, ni por la cocina (que no puede decirse que técnicamente la tenga), ni alberga nada especial que la diferencie gastronómicamente del resto de cafeterías. Café, pan, bollería industrial, zumos, churros, chocolate, algún campero que otro y poco más.

El espacio útil del interior del local se reduce a unos pocos metros cuadrados, con cuatro o cinco mesas donde apenas cuatro tazas de café y un servilletero se reparten el escueto espacio. Una máquina de tabaco a la entrada. Un televisor led de  14'' sobre el soporte destartalado que antaño sostenía un armatoste de rayos catódicos. Una barra donde apenas una persona puede moverse con alegría y en ocasiones trabajan hasta cuatro. Una estantería de bebidas que recuerdan los cafés frecuentados en blanco y negro por Paco Martínez Soria, Tony Leblanc o Fernando Fernán Gómez. Lo más insólito: una ristra de obras pictóricas de artistas locales colgadas de los pocos centímetros cuadrados de pared desnuda que los acogían; dan cierto lustre añejo al local. Cuando el penitente cruza el dintel, penetra por una especie de puerta interdimensional del tiempo que le teletransporta a los años 60, sobre todo cuando ha de hacer uso del excusado tamaño Pin y Pon.

Sin embargo, el verdadero valor de esa cafetería son sus clientes, los asiduos, fieles y peregrinos que hasta se desplazan una decena de kilómetros para disfrutar del café y la tostada. Esa terracita ofrece una labor social irremplazable. Debería estar subvencionado habilitar y dar vida lugares de encuentro de semejante utilidad. Entre su clientela se encuentran fieles acólitos que llevan tomando café por las mañanas desde hace más de cuatro décadas. Poco importa si el café no es el mejor, ni el pan el más fresco. Cada cual conoce al vecino, se saludan, se abrazan; también los hay que tienen recelo de los de aquella otra mesa, pero en el fondo se necesitan para continuar la conversación que iniciaron ni se sabe cuándo. Casi todas mujeres, casi todas enviudadas demasiado pronto y solas para casi todo. No hay gripe que las separe de sus amigas de toda la vida, de sus hermanas, de sus confidentes. Saben todo lo que hay que saber sobre todo lo que concierne a la cafetería, sus alrededores, y sus gentes, sobre todo a sus vidas. Cuentan siempre con la complicidad de los camareros, cuyo trato personalizado casi más parece el de un pariente cercano que el de un trabajador ajeno a sus vidas. Unos camareros que han de lidiar con «la leche un poco más calentita», o «un poquito más fría», con el «tráeme un vasito de agua para la pastilla», con el «niño, no me tuestes mucho el pan, pero que esté calentito», o con el «niño, tráeme tres o cuatro churros más que viene mi yerno y mi nieto»... Santos varones de paciencia infinitesimal, cuya memoria recuerda sus nombres, los de sus familiares, los de sus amistades y todo cuanto pida el cliente de una atacada.

Contra viento y marea, todo el mundo acude sin siquiera citarse a diario que saben que se encontrarán allí cada mañana y cada tarde en torno a un café y un pitufo* con aceite, unos churros o alguna delicatesen de confitería; incluso las hay aventuradas que se piden su chocolate bien caliente para acompañar a esos churros. Y qué decir de la plausible permisividad del terrateniente del local, cuando esos grupos de adeptos vienen con la bandeja de suculenta pastelería para acompañar al cafelito de media tarde... Horas interminables de charla y entretenimiento. Cuando alguien se ausenta, del entorno o fuera de él, ya tienen conversación más allá de las compras diarias, los achaques de la edad, las medicinas o los sinsabores de la soledad. Si se corre el rumor de que hay alguien enfermo, no se le deja abandonado a su suerte y acuden en su ayuda o se mantendrán en contacto continuamente por teléfono. En cambio, si alguien ha dejado su asiento huérfano porque su corazón ya no dio más de sí, entonces a ese alguien le convierten en ángel custodio del paraíso; desde el sueño de París, el último ya vigila sonriente. Y el punto de encuentro entre este mundo y el otro sigue siendo la cafetería.

Pero no crea que esto solo atañe a esas personas que ya han cumplido edad para peinar canas y cobrar una pensión. Allí se congregan otrora miembros de Diputación y de partidos políticos, abogados, economistas, turistas nacionales, reputados periodistas venidos a menos y a más, listillos, sabelotodos, sabios enciclopédicos de los entresijos e historia de la provincia, guiris, trabajadores de la ONCE, celebridades del cine español… Gente de todos los ámbitos peregrinan hasta allí y encontrarse en torno a una mesa con unos cafés, o unas cañas y unas aceitunas, con algún que otro gintonic; con las respectivas bolsas de la compra, o las agendas sobre la mesa, o la lectura profunda de la crónica del partido del pasado fin de semana del Málaga C.F., o una revista de crítica literaria... Allí se han gestado acuerdos rubricados más tarde en el consistorio y pactos de campañas electorales. También se sentó a tomar café un tal John Malcovich u otro yal Antonio Banderas como uno más, como tantos otros dioses perfumados de humanidad con suficiente humildad como para bajar a la tierra a departir un poco con los mortales. Hasta resulta extraño entrar en el maremágnum de mesas y sillas y no toparse con algún que otro carrito de bebé, esos que probablemente serán los futuros inquilinos de la plaza.

Si en algún momento desaparece todo y queda reducido a la nada, o en otra cosa, todas esas personas quedarían huérfanas. Dispersarían la ubicuidad de su soledad por el laberinto errabundo de la conciencia y quedaría despedazada como se despedaza el amor cuando se quiebra como cristal; por más que la melancolía una esos pedazos ya nada vuelve a ser lo mismo. Esas cafeterías son lo que son y respiran lo que respiran porque sus adeptos, peregrinos, penitentes o acólitos son el aliento de la misma vida de la que se retroalimentan, la bocanada placentera de la última calada antes de cercenar la colilla. Como la brasa que aligera el camino de cenizas que deja tras de sí el calor del fuego, así se consumiría la vida de todas esas almas. Vagarían  perdidas, huérfanas de su rosa de los vientos que las guíe, de un lugar de peregrinación. Huérfanas de ubicuidad, ya pasen dos días o pasen dos años o pasen diez. Las ciudades y los pueblos necesitan de ese cónclave de peregrinaje obligado para todo vecino que sienta el más mínimo arraigo de su gente, de su entorno, de su ciudad, de la vida...

Diez años después, delante de un pitufo con aceite y un café solo, desayunaba plácidamente. Una de esas veces que se puede permitir uno el «lujo» de pagarse un pequeño ágape por el simple placer de contemplar la vida de cerca. Llevo más de diez años sin fumar y aún me llega el aliento abrasador de la abstinencia. Mi acompañante aquella mañana se encendió un cigarrillo. Los pétalos rizados que suplantan sus labios lo sostenían con garbo, absorbe una calada profunda y por último se retrepa en el asiento para acomodar el humo en sus pulmones. Notaba en mis carnes cómo el aroma que aspiraba de la brasa que coronaba ese cigarrillo penetraba en los míos y me estremecía. Lo que me quedaba del café calentito me ayudó a espantar el rubor del deseo por una calada. Unos minutos después llegó la clientela habitual, buscando acomodo y compañía al calor del desayuno cotidiano. Un inicio de charla, continua y repetitiva como el día de la marmota para Bill Murray, con ciertos lunares excéntricos por las novedades que adornaban las frases que conformaban un circunloquio vestido de faralaes. A lo lejos vi acercarse una mujer de aspecto caucásico y de acentuado aire nórdico, madura y de un extraño color de pelo entre blondo y blanco. Caminaba de forma especial y me llamó poderosamente la atención aquellos ojos celestes, casi como dos perlas. En efecto, era ella, visiblemente distinta, un tanto echada a perder y unas patas de gallo que ornamentaban la orilla de sus ojos. Acudía a su cita con el tiempo, penitente que no puede eludir una cita con el lugar que conoce... Diez años después sigue penando hasta una mesa de la cafetería, irrenunciable punto de encuentro. Ése es el lugar donde se concilia todo, donde se congrega la vida y la costumbre de vivirla, un lugar donde cumplo con la penitencia de asomarme a ella como aquel día de hace diez años, como todos aquellos que consciente o inconscientemente acuden a disfrutar de las sinfonías en el maravilloso teatro de los sueños de la vida; porque los sueños, sueños son: humo de un cigarrillo, que aparece y desaparece; como el de mi acompañante, que lo apaga en el cenicero y deja en el aire la bocanada de aliento que hace, de repente, que todo cuanto sucede, todo, tenga sentido.


(Un año después de escribir esta parrafada, la cafetería cerró sus puertas y dejó huérfanos a todos sus peregrinos. Y aquella hermandad donde todos se conocían, dejó de ser una congregación para ser un desierto de penitencias, confesiones, soporte, cariño..., amistad. )


*En Málaga, bollo pequeño de pan blanco






© Daniel Moscugat, 2017.
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