Published febrero 20, 2017 by

Las sombras de la caverna



Hay un grabado del manierista Jan Pieterszoon Saenredam que muestra muy gráficamente la disertación que escribió Platón en el libro VII de La República sobre lo que algunos llaman equívocamente «el mito de la caverna», y que en realidad es una alegoría. Mi intención es proyectar la atención, como si de un grabado se tratase, hacia la realidad que existe tras el muro que separa las sombras publicitarias de la realidad con la que se ha de afrontar la vida. Las creemos o adoptamos como verdad y, más allá de lo visible, la realidad adquiere en ocasiones tintes abigarrados. Esas sombras de la china las hemos aceptado sin más y asumimos como parte de nuestra idiosincrasia. No significa esto que vayamos a ser capaces de «asesinar» a quien quiera mostrarnos la verdad. Aunque suele suceder que hablar de estos hechos siempre conlleva que alguien intimide al portador de la antorcha de manera despectiva y comentarios harto consabidos: «ya está aquí el anticapitalista», «otro más que no está conforme con nada», «vaya, el amargado que quiere sacarle punta al lápiz...». El listado es extenso.

Esos prestidigitadores que hacen de la realidad algo mágico, en los últimos tiempos han logrado convertir un mero escaparate comercial en una necesidad emocional. Apelan a nuestra sensibilidad para ponernos en la mano un producto que se antoja prescindible en necesario. El objeto principal es prolongar el beneplácito de las emociones de manera constante, creando necesidad sobre lo más íntimo, y que sin esos productos sería harto improbable sentirnos así. No es de extrañar que la literatura más desgarradora y crítica con la sociedad que hemos permitido construir haya reflejado esto en muchas de sus formas: «Desempeñas trabajos que odias para comprar cosas que no necesitas». (El Club de la Lucha - Chuck Palahniuk, 1996); «Además de tratarse de una economía del exceso y los desechos, el consumismo es también, y justamente por esa razón, una economía del engaño. Apuesta a la irracionalidad de los consumidores, y no a sus decisiones bien informadas tomadas en frío; apuesta a despertar la emoción consumista, y no a cultivar la razón». (Vida de consumo - Zygmunt Bauman, 2007); «Investimos los objetos intelectual y emocionalmente, les damos significados y cualidades sentimentales, los ponemos en baúles de deseo o los envolvemos en cubiertas repelentes, los situamos en sistemas de relaciones, los insertamos en historias que contamos sobre nosotros mismos o los demás». (La vida de las cosas - Remo Bodei, 2013)...

A mí lo que me parece peligroso es hacia dónde apuntan. Ya no se trata del mero hecho de consumir, sino del valor de educar y de cómo aceptamos ciertas premisas que de manera explícita rechazaríamos de plano. Si bien no es algo nuevo, y la constante sigue siendo la auto autocomplacencia y el egocentrismo, progresivamente la publicidad se vuelve cada vez más agresiva, dispara con mayor descaro hacia las emociones. El objetivo se centra en los más peques de la casa: seres que de un modo u otro gobiernan el ritmo de vida emocional de cualquier hogar.

Si uno se detiene y presta atención con espíritu crítico, parece más que evidente que la sociedad anda tan sumergida en un mar de consumo indiscriminado que hasta permitimos que manipulen nuestras emociones, a tenor de la predisposición que los consumidores potenciales tienen al consentir ciertos mensajes denigrantes, inapropiados, machistas, irreverentes o maleducados. Discursos que se ven a posteriori reflejados en el comportamiento social colectivo. El problema no es ya que la publicidad manipula la realidad para convencerle de una verdad idealizada. Ese juego de sombras que se agita y nos emociona como una única realidad es un armazón con mecanismos a prueba de bombas. De ahí que si alguien pretende arrojar luz e iluminar las sombras, ese corre el riesgo de ser finiquitado emocionalmente de la faz de la cueva (aun así correré el riesgo). El problema es, en realidad, la manipulación de la luz con el objetivo de proyectar sombras que alteren la percepción de valores éticos y morales.

Verá. Suelo prestar bastsnte atención a los spots publicitarios que se emiten por cualquier medio audiovisual; en especial las pocas veces que tengo oportunidad de ver televisión. No me centro en radiografiar la veracidad de los beneficios que aportan los productos publicitados, sino en captar los mensajes implícitos en los que se basan ciertas campañas para convencernos emocionalmente de la garantía de felicidad que ofrecen. En efecto, no es por lo que ofrecen, sino por cómo lo ofrecen y en qué elementos sociales, educacionales y emocionales se apoyan. Estos mensajes nos martillean de manera constante desde tiempo inmemorial. Su influencia va lloviznando sibilinamente como un sirimiri y permea hasta que sentimos la humedad incrustada en el tuétano como algo natural, como parte de nosotros, nuestra cultura, nuestra idiosincrasia. La reacción para ponernos a buen recaudo, cuando abrimos los ojos, es ya demasiado tarde, y los valores éticos, morales y sociales se han corrompido: la neumonía está servida y el remedio para paliarla llega tarde.

Una famosa marca de automóviles plantea la retórica si el protagonista merece o no el vehículo, lo encarna un prometedor y aventajado muchachote, bien parecido y seguro de sí mismo. La situación que termina por convencer al propietario del vehículo, quien duda de merecerlo, es porque soporta la estúpida candidez de su chica, que gimotea frente a lo que se supone una escena romántica de final feliz de lo que parece una película de clara orientación femenina. Él parece haberse visto forzado a acompañarla. Él, tan machote y tan abnegado y ella tan frágil y tan ñoña. La propaganda de explícito tufillo machista, aparte de la conveniente y habitual carga de egocentrismo. «¿Me lo merezco? ¡¡Síiii!!». Lo repugnante es el modo en que se presenta. Se ciñe con los clichés de chico listo, que se hastía de lo cotidiano y entre esa cotidianidad está la de soportar la ñoñería o cursilería de su chica, quien asimismo cumple con esos estándares femeninos de chica sumisa y endeble, necesitada de la comprensión y el proteccionismo de su compañero ante una película para chicas (¿?). Y ahí está él, resignado a tener que soportar esas burbujas rosáceas de la fémina y necesitado de su auto cómo vía de escape a todas esas situaciones de estrés, película para chicas incluida. Más parece un spot del siglo pasado cuando el hombre trabajaba y la mujer esperaba en  y le recibía con una copa de Soberano como recompensa por du arduo día laborable.

Una gran franquicia de clínicas dentales, cuyos parámetros para coligar su crédito de confianza y el compromiso con el cliente de que cumplen con sus promesas son lamentables. Para ello se vale de la imagen de una madre y su preciosa hija, quien al pasar frente al escaparate de una tienda de juguetes se queda prendada de un huskey de peluche. La madre, para su cumpleaños, le regala uno de , presentado en una caja de regalo con lacito y todo. Esta escena enternecedora, edulcorada con una banda sonora emotiva, cala fácilmente por su carga emocional. Cosa que en cierta manera nubla la otra parte del cerebro, la racional. Un perrito no es un juguete del que se pueda uno desprender cuando se haya cansado de él y abandonarlo en el cajón de los trastos viejos. Se aprecia flagrante falta de responsabilidad, porque además de incentivar la compra de animales como un juguete cualquiera, la marca debiera saber que el efecto que pretende conseguir es el contrario, el de desconfianza.

Más repugnantes aún son las campañas orientadas a los más pequeños de la casa con mensajes denigrantes. Inculcan comportamientos reprobables, tildados incluso con los gestos más que dudosos de los ídolos del deporte, quienes (aprovecho para hacer un guiño desde aquí) debieran pensar muy mucho qué hacen y qué transmiten con su imagen pública, porque suelen ser espejo de millares de niños que suspiran a ser como ellos. Un muñecajo, irreverente, dicharachero y bravucón, se encuentra que carece de calzoncillos que cubra sus vergüenzas y, cuando se da cuenta, decide «sacar a pasear la aldaba» (lo dice literalmente), que pendulea con total desvergüenza y cuyos atributos se aprecian pixelados de manera «graciosa». «Comienza la fiesta», dice, y se tira de cabeza hacia el cuenco lleno de leche. Entre la emulación del gesto de celebración que suele hacer Cristiano Ronaldo y el descaro justificado de salpicar y esputar barbaridades irreverentes y maleducadas, carcajadas grotescas y demás síntomas de «verdadera locura», uno termina por llevarse las manos a la cabeza porque es incomprensible cómo pueden permitir anuncios de esa guisa y en horarios infantiles. Las gracietas de un muñecajo simpático que se desenvuelve con desparpajo incitan a los más pequeños de la casa a la irreverencia, a lo grotesco, a lo bizarro. Una vez entra en el campo de visión de los más pequeños de la casa, con la connivencia de los papás, todo parece estar justificado. ¿Cómo luchan unos padres contra la voluntad de un crío que decida un domingo cualquiera «que toca sacar la aldaba a pasear» delante de sus amigas, y lo adorne con ese «siiuuuu» estúpido del ídolo del fútbol? Lo peor es que a los papás les resultan gracioso y con ello siembran en esas esponjas que son las cabecitas núbiles de los mocosos que esa irreverente bravuconería, falta de respeto y educación está justificada y son inocentes y graciosos.

Esas «sombras» que presenciamos en nuestras casas, nuestras cuevas, acaban siendo el reflejo de la realidad que nos hacen creer que son verdad. Sin embargo, la realidad es muy distinta y cada uno, en su propia reflexión, debiera ser consciente del riesgo que conlleva la permisividad sobre aspectos tan fundamentales y que denigran los valores por los que han luchado tantas heroínas, tantos sufridores abnegados, tanta sangre derramada. Solo es cuestión de abrir los ojos y salir de la cueva; de arriesgarse a ver la luz del día a pesar de que los otros «reos» te amenacen o acusen de que sufres locura, que estás viendo espejismos donde solo hay sombras, porque esas sombras ficticias son la verdad.

La sociedad acepta esas lecciones amorales como algo justificado, que pertenece a una realidad construida con sombras. Forma parte de una educación errónea que se dibuja con siluetas amorfas, deformes, planas, sin profundidad, oasis de un solo tono y sin color. Hasta tal punto es así que cualquiera que pretenda inmiscuirse para aleccionar o derribar esos ideales ficticios acaba reciclado. Un riesgo inofensivo, sutil, que pasa desapercibido, pero cuya prevención siempre llega demasiado tarde. Porque mientras los mensajes implícitos estén alentando el machismo, el desprecio del mundo animal o la carencia de respeto y educación desde la infancia, seguirá existiendo la economía del engaño, la irracionalidad del consumidor y su apuesta por la ignorancia, con todo lo que eso conlleva para el bolsillo de cada día, del tesoro en valores éticos y morales que dilapidamos por cada campaña publicitaria que falsea la realidad. Y sobre todo lo que se dilapida es la libertad de ver las cosas fuera de la cueva, la realidad, la reflexión, el color, las formas reales que sostienen la vida real. 

A final acabamos pagándolo todos, de un modo u otro. En modo alguno es mi pretensión sentar cátedra con esta parrafada. Con que abran los ojos los esclavos que adoran esas sombras que anulan la verdadera libertad de razonar, de reflexionar, de saber elegir, me doy por satisfecho. Sea responsable. Necesitamos más lectura de Platón y menos gurús de la publicidad. Nos evitará creer en las sombras y lamentar que la sociedad continúe por una vía  en permanente descenso, que anda al borde de ser devorada por su propia idiosincrasia, por sus propias sombras. Es el único modo de salir de la cueva. 







© Daniel Moscugat, 2017.
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