Published marzo 13, 2017 by

Deuda de sangre

El pasado lunes (6/3/17) resulta que el consejero de estado para la UE, otrora asesor del presidente del Gobierno Español para la Unión Europea, un tal Jorge Toledo, se refiere a los que huyen de las guerras y las pésimas gestiones de los estados fallidos de donde proceden como «los que se tiran al mar»; como si se tratase de un ejercicio placentero de fusión entre deporte y cultura. Y aquí paz y en el cielo gloria. Se quedó tan pancho, oiga. Como era de esperar, lluvia de peticiones de dimisión por parte de todas las ONG habidas y por haber.

 Como ya dije por aquí no hace mucho, las declaraciones de los ínclitos que nos gobiernan o pretenden gobernarnos suelen ser gratuitas, en todos los sentidos, procedan de donde procedan. Aquí parece tener, además, coste cero; premios y bonificaciones incluidos. Pero la vida devuelve el daño antes o después así pasen cien doscientos años. Y en esta ocasión nosotros, los ciudadanos europeos, tenemos una deuda de sangre para con esos seres humanos que vienen de los continentes vecinos. Hay un hecho claro en todo este embrollo que todavía ni he sugerido.

Los migrantes del otro lado del Mediterráneo, ese mar que la vieja Europa usa como frontera profunda y abisal, deciden arriesgar sus vidas (lo único que tienen y, por ende, lo más valioso). Huyen de terribles conflictos, hambrunas, exterminios sistemáticos, asesinatos... Huyen de sus guerras que son un mucho nuestras, de sus golpes de estado que también son un mucho nuestros, de sus hambrunas que son derivadas de nuestra avaricia y del exacerbado consumismo casi compulsivo, de sus exterminios étnicos que fueron provocados por la idiosincrasia de unos pocos de los nuestros trazando a lápiz fronteras y reparto territorial a capricho de tal o cual terrateniente… y un largo etcétera de circunstancias que obligan a esos hijos de la tierra, que también es nuestra, emigrar a otro continente para intentar ponerse a buen recaudo, aunque se les vaya la vida en ello. Es manifiesto el hecho de que «no se tiran al mar a hacer deporte, ni para competir», como bien respondió Eduardo Madina al consejero de estado para la Unión Europea, quien dejó entrever a las claras, aún pidiendo perdón a destiempo, cuál era la postura del gobierno y de toda la caterva de irresponsables que pasean sus mejores galas por el parlamento europeo, como si la cosa no fuera con ellos, al tiempo que delinean con muros, concertinas y burocracia (no sé cuál es peor) esas fronteras de sangre.

Los hoy países punteros de la Unión Europea, cuando antaño andaban enfrascados en la revolución industrial, ardían en deseos de expandir su política económica. Pusieron sus ojos en África, con la ambición capitalista como bandera y el crecimiento económico por definición de estado. Bélgica, Francia, Inglaterra, Alemania, Portugal y (por poco, pero también) España se pusieron manos a la obra para la ocupación y reparto del territorio africano. Un capítulo histórico al que habría que echarle una ojeada con atención para darnos cuenta de por qué aquellos que cruzan «el mar de todos» vienen a reclamar en cierto modo todo cuanto Europa se agenció. Todo cuanto los abuelos de los abuelos perdieron, todo cuanto les sustrajeron. 

Es la historia la que habla en los rostros de esos náufragos. Vienen a reclamar la vida que les negamos, privamos, robamos, vilipendiamos o sesgamos. Da igual que vengan de cualquiera de los veinticinco países donde existen conflictos candentes y que dejan asolados poblados, etnias, familias, vida… o del resto de decenas de conflictos por Oriente Medio. Tal vez la persistencia de no informarnos como es debido sea procurar que dirijamos nuestra atención hacia otro lado, que pongamos nuestro punto de mira en el invasor como un enemigo. 

Esas personas que arriesgan sus vidas por cruzar la frontera del Mediterráneo huyen de guerras civiles y hambrunas (Somalia, Chad, Nigeria, Sudán del Sur, Libia...), de secuestros y genocidios propiciados por las condiciones de desestabilización (Boko Haram, Darfur), todos ellos y otros muchos más recientes, como el foco volcánico sirio, con ciudades enteras arrasadas y reducidas a ruinas o exterminadas. Creo que sobran las palabras si hablamos ya del Sahara, asunto que da de lleno en el cogote al gobierno de este país, sea del color que sea, porque acostumbra a mirar para otro lado. 

Desde Europa se fomenta el derecho a construir muros en las fronteras (físicos, legales e intelectuales) y un infierno en el mar por miedo, un certero miedo justificado. Un abismo de más de cinco mil muertes en dos mil dieciséis y superando los tres mil recién iniciado el 2017. Los tecnócratas del neoliberalismo europeo en pleno auge, coronado de alambradas en sus fronteras, se apresuran a vociferar despectivamente que igualdad significa lo mismo para todos, la aberración de ser iguales en cuanto a derechos y libertades, y que compartamos toda riqueza, aludiendo así a ese concepto pasado de rosca del comunismo norcoreano, rancio, retrógrado y orweliano. En realidad, igualdad no es la búsqueda de posesiones y vida común, es el concepto de acceder a la posibilidad de aspirar a tener las mismas oportunidades u oportunidades equitativas. Y ese ideario exportado desde el corazón de la Unión Europea hacia los países miembros y gracias a secretarios de estado como el que sufrimos en España gobierne quien gobierne, se transforma en realidad impostada y aplaudida por millones de borregos. Uno se da cuenta de repente de todo. La buena voluntad de la Unión Europea es tan falsa como la compostura de su palabrería.

El gran problema que ha de afrontar la vieja Europa no son los refugiados. Lo cierto es que seguirán llegando, porque reclaman ni más ni menos que lo que les pertenece, lo que les quitaron. El único modo de solventar este problema irreversible es y será reponer todo cuanto se saqueó en el continente africano. Reparar el daño de tantos regímenes nefastos provocados por la nefasta gestión europea en todos los sentidos. No podía salir gratis devorar la semilla de la vida, y donde brotó la riqueza del florecimiento de la revolución industrial del viejo continente, que quiere cercar sus dominios a todos esos nietos de los nietos que llegan ahora en cáscaras de nueces. Nada de lo que devastaron en las colonias alemanas, francesas, belgas, portuguesas, inglesas y, también, españolas podía pasar de largo, ni pasará de largo.

El reclamo de la parte del pastel en forma de futuro, bienestar, o simplemente comida caliente y techo donde dormir seguirá goteando en el mar a través de esas mafias que aprendieron bien la lección de la vieja Europa sobre cómo tratar a sus congéneres y de dónde sacar provecho de ellos. El gran problema real de Europa es la pérdida de identidad; también la falta de memoria, que en este caso significan la misma cosa. Es, además, el miedo a no saber responder «quién soy» lo que provoca que ciertas alimañas, con vocación de medrar a base de dentelladas en la conciencia de la falsa unión de Europa, salgan a la palestra con complejos de inferioridad y síntomas claros de Alzheimer, con la intención meridiana de devorar la poca dignidad que les quedan; emulan conceptos goebbelianos para reseñar la excusa de preservar la raza, la cultura y la tradición.

Aquí en España se ha aprendido bien esa lección, apenas «los pico mil, no sé, los dos o cinco pico mil», como recuerda bien poco y mal (ni conoce las cifras para poder rebatir otros puntos de vista en un debate) el susodicho ínclito del gobierno para la Unión Europea. Se apela a la desmemoria, al olvido. A aprovechar los tumultos de otros conflictos para desviar la atención. Aquí se forma tumulto y se fomenta la discordia donde no la hay para que personajes como este o como otros muchos pasen desapercibidos. Para que los más de cinco mil ahogados en dos mil dieciséis queden en el olvido. Para que los gestos y las acciones queden silenciadas. Para aprovechar el estatus de poder legislativo y decretar a dedo con el objetivo claro de cerrar aún más las fronteras y penalizar a quienes pretendan hacerlo por su cuenta y riesgo. Nada queda impune, y tarde o temprano los herederos de aquellos que perdieron su estatus e identidad como pueblo terminarán por conquistar aquí un bienestar que les pertenece por derecho. Es una deuda de sangre que antes o después tendremos que pagar y el único modo de recuperar la dignidad humana, la memoria, es ayudar a enmendar esos abusos del pasado, restañar el daño causado y producir riqueza allí para que nadie tenga necesidad de migrar a vida o muerte.

 






© Daniel Moscugat, 2017.
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