Published marzo 21, 2017 by

La sangre del tiempo perdido

Regresaba de un templo que para mí era algo más que mi casa. El sol caía generoso, derramaba vapor del averno con toda su saña estival en forma de terral. Iniciado el verano, me hallaba liberado de los grilletes del colegio y gastaba los primeros días de julio. La biblioteca era algo así como mi templo, mi refugio, adonde me dirigía habitualmente para rendir pleitesía a todos esos ancestros, tutores, padres y educadores. En aquel espacio diáfano tenía a mi alcance, y gratis, clásicos de la literatura universal y todo el basto conocimiento sobre la vida y sus maravillas. Aquel día me entretuve leyendo alguno de esos relatos de Allan Poe con los que tanto disfrutaba. Se me fue el santo al cielo. El tiempo en ocasiones se escurre de entre los dedos como el agua que fluye en un riachuelo, que se escapa sin apenas percibir su corriente. Y Aquel día debí marchar antes porque esperaba mi madre en casa para que fuera a comprar billetes de autobús, eso que ahora llamamos bonobús. Si no se adquirían en horario de oficina y en los aparcamientos destinados a las cafeteras que hacían las veces de transporte urbano, no había manera de poder conseguirlos en ningún otro lugar ni tiempo.

Iba ensimismado por el camino imaginando aquel goticismo de lobreguez plasmado por la atormentada mente de Allan, ebrio de palabras y de sueños que sólo despertaba y despejaba con su botella de bourbon a la luz del candil. El camino siempre se hace eterno cuando los minutos corren río abajo, inundados de desaliento por la sordidez del tumulto de los rápidos y esperanzado en que una sola rama pueda retenerlos hasta conseguir darles alcance. Pero aquel no fue el día, y aunque lo hubiese sido, el tiempo que se lleva la corriente al final va a parar a la mar. Llegué tarde y la hora de cierre de las oficinas se acomodó en la misma desembocadura del río. Vi salir, justo cuando llegaba a las puertas, a la encarnación del espíritu de la señorita Rottenmeier, de corta estatura, talle generoso, sonrisa afilada, bajita y llena de volutas, y a quien supliqué que me facilitara un talonario de billetes que amablemente se negó. Por más que supliqué, más tajantes fueron sus negativas. «El horario de cierre fue hace cinco minutos —y sentenció:—. Haber llegado antes». La tormentosa admonición que recibí al regresar a casa fue de órdago. Palabras de desdichas e insinuaciones hacia lo grotesco, desvelando que no podía haber cosa más importante en el mundo que comprar esos billetes de autobús ni cosa más insignificante que mi presencia en aquella casa.

Llegó la tarde y tocaba ir a los entrenamientos (carrerita y estiramientos, además de la charla técnica y del partidillo habitual) sobre el albero de Segalerva (por aquellos años de mediados de los 80 era todo un símbolo para los que aspirábamos a jugar algún día en el C.D. Málaga). Era otro templo, aunque sólo para mi desahogo y esparcimiento; nunca pude llegar más lejos porque desde casa nunca hubo predisposición a que prosperase como futbolista. Para otros era una religión verdadera, pero para mí sólo un simple medio posible para conseguir otros objetivos, que tampoco pudieron cumplirse cuando al final me reventé las narices contra ese frontispicio bucólico y mordaz que es la realidad.

De regreso, ya casi en la alborada declinatoria del sol en busca de su descanso, me percaté de que debía comprar sin falta esos billetes de autobús para mi padre. Significaría mi crucifixión si fallaba. Por el camino de regreso me encontré con un compañero de fatigas futbolísticas, que estaba siendo acosado por ciertos numantinos que se reían de su aspecto. Comenzaron a empujarle y a atacarle. A riesgo de sufrir las mismas consecuencias, me metí por medio. Sabía que el tiempo volvía a correr río abajo, con destino a la mar, el mismo destino que sospechaba iba a tener como consecuencia de perder un sólo minuto más. Un tiempo que de un modo u otro nunca es perdido. Entre zarandeos y empujones, conseguimos zafarnos de las garras de aquellos miserables que sólo pretendían divertirse un rato a cuentas de un pequeño indefenso. Dándome las gracias casi de pasada, salió corriendo y desapareció cual alma huye del demonio. En cuanto a mi, yo debía correr aún más si cabía la posibilidad de hacerlo puesto que la hora límite de las oficinas que dispensaban los billetes de autobús estaba por cumplir, y ya había comprobado cómo las gastaba la versión de Botero de la señorita Rottenmeier.

Corrí como si pudiese tomar un atajo a la corriente del río, pretendiendo pescar los minutos que volví a perder en otra alegoría más que la vida me imponía en el camino y el mismo día. Sin percatarme de nada, en el transcurso de esa carrera, al parecer debí pisar el agujero de un avispero, y casi llegando a casa me picaron una multitud de avispas: en los brazos, en la pierna izquierda, en el muslo derecho, en el cogote… Subí con rapidez a casa. Me esperaban para que fuese a la carrera por los billetes, estaba en el límite del cierre y comencé a vomitar y a sentirme mal. Me subió la fiebre y sentí los primeros síntomas de lo que más adelante supe que era un shock anafiláctico. Al final no fui a por los billetes de bus (obvio) y me cayó la del pulpo. La visceralidad de un padre que no comprendía nada más allá que aquello que transcurría entre el autobús y su puesto de trabajo, me dejó marcadas las espaldas y me reventó la nariz con la hebilla del cinturón. Los entremeses los obviaré para no soliviantar a las masas pero al final acabó la cosa en la prohibición de pisar la biblioteca y mucho menos seguir entrenando, sin descontar el brote de sangre que no se cortaba ni a la de tres. Afortunadamente no tuve que lamentar una rotura nasal, pero lo cierto es que me reventé las narices contra ese frontispicio bucólico y mordaz que es la realidad..., y las espaldas marcadas como los latigazos de un Cristo cualquiera. 

La vida no consiste en sortear la dificultad que se presenta o alcanzar las metas o las anacronías que en ella habitan. La vida consiste en discrepar y saber leer entre líneas. El ingenio suele brotar de la dificultad y nadie me prohibió pisar el bibliobús, un autobús habilitado como biblioteca ambulante que paseaba un extracto de los sueños imposibles que dormitan en el sagrado templo de los libros a la espera de ser despertados en las conciencias de los que abren sus corazones. Nunca podré agradecer lo suficiente lo que supuso este invento para mi vida. Me hice socio y allí habilité mis incipientes correrías literarias sacando libros a escondidas y leyendo a la luz de una linterna en mi habitación cuando todos dormían. Lamentablemente nunca más pude volver a entrenar. Pero como solía decir mi madre, teta y sopa no caben en la boca. Más tarde volví al fútbol, pero era eso mismo, tarde, y formó parte de uno de mis hobbys y no de la proyección de una profesión. 

Pocos años después de aquel infausto día, caminaba ensimismado en mis soledades y meditando sobre esa doble vida que debía acabar ya, cuando unos individuos, que ocupaban los asientos de un destartalado Renault 5 Copa Turbo, hicieron detener el vehículo y bajaron del mismo como creyendo haber encontrado en mí al bastardo que había abusado de la inocencia de un jovenzuelo que también iba en aquel coche. Coincidía con la descripción que al parecer había facilitado. Me increpaban como si hubiera sido yo el culpable de algo que parecía haber hecho alguien que se me parecía, y esperaba ya una paliza gratuita entre cuatro veinteañeros. Me preparaba para lo peor cuando vi salir de la puerta trasera al pequeño mindundi que años atrás salvé de unos envalentonados mocetones que querían algo más que unas risas, tal vez un par de bofetones y algunas refriegas por el suelo. Les convenció de que no era yo el que buscaban para apalizarle. Milagrosamente salí indemne de aquella tunda de palos que me esperaba. A veces el río se bifurca y la corriente hace coincidir en el trayecto, para bien o para mal, con otras corrientes que creíste perdidas para siempre...

Fue un gran aprendizaje para años posteriores. Uno ha de vivir pequeñas muertes que hagan recapacitar, reflexionar y tomar rumbos de nuevas esperanzas y perspectivas. Esas pequeñas muertes te hacen despertar la conciencia, pero aniquilan ese matiz de inocencia que ya nunca más volverá. A veces no van a buen puerto, a veces cambian los vientos y te ves obligado a virar hacia otros destinos para no perder comba en la trayectoria vital. Pero nunca ha de perderse la perspectiva, aunque se ha de tener claro que a lo largo de la vida siempre hay un sacrificio por cada meta. Nunca cabe todo en el mismo coche. Cuando uno viaja en un Renault 5 Copa Turbo y ve que el tiempo nunca se bifurca en diferentes vías sobre el mismo plano, al final ha de elegir un camino y ese es en el que ha de viajar, aunque tome otras salidas para incorporarse a otras vías, incluso aunque incurra en el error. Sólo cabe ocupar un camino. En otro momento tal vez exista una salida, otra corriente, otra carretera que te lleve a parar al camino que debiste seguir. La sangre del tiempo perdido es la sustancia de la que uno aprende a sobrevivir con el dolor y, sobre todo, a aprender de él. Y el tiempo que se escapa de las manos y se lleva el riachuelo, por mucho que uno se apresure a recuperarlo, por mucho que acelere, al final una apasionada lectura, los aguijones de unas avispas o la solidaridad hacia el prójimo te hacen tropezar con la vida, y caes en la cuenta de que todo momento que uno vive, por doloroso que sea, es el momento.








© Daniel Moscugat, 2017.
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