Published marzo 06, 2017 by

Poderoso caballero

Corrían aquellos años ochenta en los que un niño con un billete de cien pesetas en el bolsillo era cuasi rico por un día. Los autobuses eran ruidosos y destartalados como cafeteras. Interminables partidas de dominó o de parchís surgían en cada esquina de cada barrio. La música electro-popera flotaba en el aire compartiendo espacio con burbujas de los últimos éxitos de Los Chichos o Tijeritas. El cincel de los futbolines martilleaba en los intestinos de cada bar. Los adolescentes empapelaban con pegatinas de sus ídolos del Superpop las carpetas y libros del instituto. Y qué decir de la magia de cine de verano... 

Era uno de esos días insospechados en que la ociosidad se hacía cargo de ocupar un tiempo que no fuese la lectura. Así que me dirigí camino de la biblioteca municipal, y a kedio camino, junto a la iglesia de Cristo Rey, la diosa fortuna me bendijo y me obligó a inclinar la cabeza para que me fijara en un maravilloso billete marrón de cien pesetas que dormitaba en el suelo. Veinte duros, como quien dice y quien lo conoció. La primera vez en mi vida que encontraba dinero en la calle; y más aún, la primera vez que poseí una cantidad tan grande en manos tan pequeñas. Salí corriendo hacia ninguna parte, como electrificado. Los espasmos musculares ni me dejaban articular piernas y brazos como es debido, embargado de una sensación esquizofrénica entre emotiva y pavorosa.

Cada vez que oigo esa frase en ocasiones vuelve a traerme a la cabeza aquella sensación privilegiada de emoción única: «Estás mahara, tío». Qué tontería, ¿no? Confieso que pertenezco a la raza de esa rara avis que cree en la diversidad como algo tan impredecible como imprescindible; cuanta mayor es la diversidad, mayores los fundamentos de tolerancia y respeto… Y cuando no es así, aparecen los caudillos vendiendo pan y seguridad a cambio de tu alma.

Llegados hasta aquí paree que he mezclado muchas cosas en un batiburrillo que apenas se sostiene en pie, pero prosigo en mis disquisiciones. Sea como fuere no cejaré nunca en el empeño de interconectar cuanto sucede, porque ningún cabo queda suelto en un navío y mucho menos si ese navío transita por el mar de la vida. Como decía, aquel timbre despectivo llama a la puerta del recuerdo con asiduidad y me trae cierto aroma añejo de pasado carcomido y telarañoso. Y es que… verán. En una absurda conversación en torno a la figura de Terrence Mallick y su Árbol de la vida, la cosa redirecciona hacia la serie Perdidos: extraordinaria trama, magnífica historia y puesta en escena en sus primeras tres temporadas, pero un fiasco absoluto de despropósito existencial en las tres siguientes. Defendiendo esto entre quienes abogaban por que es una serie fuera de órbita, un orgiástico maremagnum de preceptos con axiomas de corte pseudoreligiosos, me encasillaban como un walking dead de andar por casa. «Y si tuvieras que verte obligado a estar en una isla desierta, ¿qué te llevarías?» Maldita pregunta. «Pues las obras completas de Sheakespeare, Cervantes y Allan Poe, la filmografía de Stanley Kubrick, Woody Allen y Sam Pekimpah y la discografía de los Beatles y los Rollings… y, por supuesto, soportes donde reproducirlos con su consecuente alimentación eléctrica», se me ocurrió decir. «Pues no pides tú nada, majete... Estás majara, tío», sentenciaron a bote pronto. «Vamos a tomarnos un par de birras que yo invito», dijo el portador de la llave a los recuerdos; que no es en sí por lo dicho, sino el tono, la vibración, como lo dijo. Finalmente ahogamos las controversias en un par de cervezas y unas risas en La Tranka, lugar a simple vista un tanto infame, pero apenas ubicado en su escaso espacio resulta tan acogedor que abraza las risas, cosquillea las cervezas y no te deja escapar.

A veces hasta me sorprendo a mí mismo por llegar a conclusiones tan inverosímiles. La controversia, la disparidad de criterios, las diferencias de objetividad, el lugar en el que se desarrollan…, nos empujan sin querer al debate (al sano debate de escuchar y ser escuchado sin pretensiones de convencer o imponer a tu interlocutor), que suele acabar en conclusiones personales que antes ni se imaginaban; y ya se sabe: si puede imaginarse, puede hacerse.

Le conté lo sucedido a mi amigo Tomás, con quien me topé poco después de encontrar los veinte duros, lo sucedido. «Qué potra, tío. Invitarás a algo, ¿no? ¿Qué vas a hacer con los veinte pavos?». «Pues ir al cine y comprarme un libro (Los hijos del Capitán Grant, en el rastrillo de los domingos y de segunda mano; aún lo conservo)», respondí. «Tú estás mahara, tío», me responde. «Venga, hombre, que hay para dos entradas, una para ti y otra para mí, y para el libro», le repliqué… Sentencia que acató de buen grado y saltos de júbilo.

Siempre he pensado que el debate, por breve que sea, trae consigo conclusiones inimaginables, siempre y cuando se produce escuchando y siendo escuchado. Para situaciones excepcionales, medidas excepcionales. Uno aprende desde pequeño que nada tiene mayor poder de convencimiento que el dinero o lo que puede conseguirse con él. Tomás me respondió: «Joder, niño. Qué grande eres, je, je, je…». Pues sí, habiendo poderío económico de por medio, se acaban todas las disputas. Quizá por eso, después de dos cervezas free, ya no me parecieron tan desastrosas las últimas temporadas de Perdidos, tan solo pésimas. Uno se da cuenta entonces de lo poco que valen en ocasiones los criterios y hasta nuestras pequeñas verdades efímeras. Un par de cervezas bastan para suavizar o matizar opiniones... y si así lo hicieran en ocasiones los mandamases del mundo, las posiciones encontradas estarían menos encontradas. Sólo sería cuestión de quien invita primero.








© Daniel Moscugat, 2017.
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