Published abril 03, 2017 by

Cassandra y el caballo de Troya


Hace no muchas fechas me molesté en escribir una parrafada de esas que a veces me recriminan por demagogo (Somos como el ciervo). La traigo ahora a colación porque volvemos a remover (por enésima vez;  créanme que no será la última) esa argamasa en la que se fundamenta la democracia: libertad de expresión. Remarqué que está muy bien ese axioma, pero que no todo vale ni de cualquier manera. Así que me propongo promover esa deliberación para hacer un nuevo ejercicio de funambulismo con el objetivo de intentar al menos abrir los ojos a tanto ciego indocumentado que puebla esta España nuestra. No sé por qué me meto en camisa de once varas, la verdad, porque viendo las cosas con la distancia y el desafecto justo, con el que debieran verse siempre las cosas, es exponerme, por el contra, al tiro al blanco.

Recordando al gran Umberto Eco, a modo de guiño elocuente, en la recepción del doctorado honoris causa por la Universidad de Turín, comentó algo que tenía todos los visos de ser una realidad (cada día más candente y palpable, y que irá in crescendo a medida que todos los medios, sin excepción, va otorgando protagonismo progresivamente a tontosdelhaba con parné y sabelotodos con faltas de ortografía), pero que nadie se atrevía por entonces a decir en voz alta: «Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que en principio hablaban solo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los idiotas». Sin paños calientes. Las redes sociales están minadas de legiones de idiotas que escriben mal y piensan peor, y lo más sorprendente es que se visten de aparente sapiencia como para confirmarse reyes de los idiotas, encumbrados por idiotas más ignorantes aún.

A vueltas con la libertad de expresión, insisto: no todo vale. Aunque habría que introducir en otro debate el nivel o cuantía de las sanciones que habría que aplicar a esta caterva de gilipollas sin fronteras que ocupan lugar y espacio en todas las redes sociales habidas y por haber, y que incluso se organizan para acosar y derribar al objetivo que les contradiga: pensar diferente o aportar una crítica constructiva es motivo de oprobio y persecución encarnizada, como si en la democracia solo cupiesen los que piensen como ellos; alejados totalmente de cualquier debate constructivo que aporte argumentos sólidos y creíbles. Y resulta del todo ambiguo, casi luctuoso, azogar con saña a una serie de incautos que tienen un pésimo gusto para el humor y dejar escapar a una serie de acervos que denigran con total impunidad, e incluso minimalismo, a personajes públicos por el simple desacuerdo de sus opiniones, porque simplemente les cae mal, porque hayan orinado un poco fuera del tiesto o incluso por el fallecimiento de un familiar en un momento poco propicio (sic); cualquier singladura es válida para rememorar la inquisición del siglo XXI. Los abismos de lo penal, las delimitaciones del humor, la permisividad a las distintas apologías vejatorias que a diario siembran de vómito las redes sociales…, una larga lista de asuntos inconclusos que bascula entre lo absurdo y lo esencial y que con cierta cotidianidad roza el ridículo. Hoy se congregan todos estos aspectos al unísono en un burdo maniqueismo que califica bien la idiosincrasia esperpéntica de nuestro reino.

El caso que ha hecho saltar, como polichinelas de feria, los resortes de la mezquindad de este país es el de Cassandra Vera; no es ni será el único ni el último. Ésta es una chica que ha adquirido fama recientemente por sus tuits incendiarios desde que tenía quince años. Cierto es que su dudoso sentido del humor sale por la tangente de la estulticia, pero la interpretación del humor es un capricho que depende en buena medida, al parecer, del magistrado que toma las riendas del tribunal de turno y no del público al que va dirigido. El delito de Cassandra es no haber hecho un par de mohines graciosos justo después de cada frase, acompañados por un redoble seco de percusión. Me vienen a la cabeza ahora las decenas de chistes, gracietas y demás alusiones claramente machistas que reproducen semanalmente un conocido programa donde la entrevista se desarrolla entre famosos al amparo de los fogones, cobijando con frecuencia ciertos aires retrógrados de humor casposo que suelen rozar las lindes de la incitación a la violencia de género, así como lindezas similares que denigran la figura de la mujer; incluso se silencia simplemente porque esto es España y aquí es que «somos mu graciosos y le sacamos punta a to». Si eso no les vale, tenemos también a todo un portavoz del grupo popular que se atrevió a decir, de un modo irónicamente chistoso, que a los familiares de las víctimas del franquismo que aún permanecen en las cunetas sólo les interesan por las subvenciones. A mi juicio, uno de los chistes malos más detestables y escabrosos que se haya emitido jamás por televisión en nuestro país. Oiga, y ahí sigue, cual navajero cani de barrio marginal pululando a su antojo por el hemiciclo, capaz incluso hasta de agredir a cualquiera de sus señorías en los pasillos por el simple hecho de disentir en sus sentires… y así nos irá en el futuro dando ese ejemplo de intransigencia pseudogolpista (recuérdenmelo dentro de unos años). La lista de estos energúmenos y casposos retrógrados sin fronteras que aprovechan la libertad de expresión para horadar en la herida de los débiles podría ser interminable...

Dicho lo cual, vayamos a lo mollar. La gravedad del asunto Casandra viene dado por un agravio comparativo: a Carrero Blanco se le considera víctima del terrorismo. ¡Ahí es nada! Usted no me ve, pero puede imaginarme llevándome las manos a la cabeza de puro espanto. Y este es, para mí, el quid principal de la cuestión. Primero, que la fiscalía presupone víctima del terrorismo a un sanguinario dictador. Segundo, que los chistes de mal gusto, pero chistes al fin y al cabo, acaben en condena de prisión. Como anexo, que las víctimas del terrorismo no hayan elevado la voz en contra de esta sentencia (que sugiere meter en el mismo saco a todos esos que murieron defendiendo la democracia junto al susodicho dictador) me parece algo más que sintomático.

Se ha recordado hasta la saciedad ese chiste que el diccionario del dúo cómico Tip y Coll en el que calificaba a Carrero Blanco: «de todos mis ascensos, el último ha sido el más rápido», o como cuando el Bombazo mix salió a la venta con una caricatura de la foto del presidente José María Aznar tras haber sufrido un ataque terrorista de ETA. Jocosidades más o menos del tamaño de esos tuits de la pobre infeliz de Cassandra, y que a fecha de hoy, y por el rasero que estamos percibiendo desde las instituciones judiciales, les hubiera llevado directos al trullo. Que ahora se denoste y destroce la vida de esta chiquilla por una ley que es interpretada de distinto modo según la sala de la audiencia que la lleve y la ideología política del magistrado de turno, significa que algo no funciona bien en la justicia, en particular, y en las instituciones, en general; y que el retroceso en cuanto a libertades se refiere es superlativo. Si en el año 84 o en el 95 chistes de ese calibre resultaban a todas luces inofensivos y ahora no, es que hay algo sintomático que provoca que no funcione del todo bien los resortes de esas libertades y, sobre todo, de la justicia. O quizá, y esta es una de mis teorías favoritas, es que estamos empapados de una ola de gilipollez que irá en aumento cuanto más protagonismo adquieran las redes sociales en nuestras vidas.

Cabe recordar un par de cosillas más. La ley también ampara el derecho a la dignidad de las personas y queda protegida por la Constitución, en primerísima instancia, y el código penal por defecto. Es curioso ver cómo a diario esputan y estallan ante nuestros ojos cientos de miles de tuits contra personajes públicos de todas las índoles, vilipendiados por el insulto a sus personas, familiares y entornos, sin contabilizar las amenazas de muerte, y ni siquiera hay voluntad por parte de la fiscalía para que actúe de oficio y haga lo que tenga que hacer, es decir, lo mismo que está haciendo contra la cabeza de turco de la tuitera Cassandra. Esa dignidad parece que importa poco.

La segunda cosa a reseñar es que ya la ley de amnistía de 1977 resolvió conmutar o exonerar las posibles penas a quienes perpetraron la barbarie del atentado contra Carrero Blanco, los de ambos bandos, mientras que no se diga lo contrario y a pesar de que esa ley sirvió para que una panda de criminales saliesen indemnes y con medallas remuneradas, y a pesar, también, de que esa amnistía debería aplicar a delitos de índole político y no de sangre. Resulta pues que cuarenta años después se sigue disculpando todo lo que tenga que ver con el régimen, en detrimento de aquellas personas que defienden o hacen uso de la libertad de elegir el humor como expresión de su libertad. Y me asalta entonces esta reflexión: ¿Significa todo esto, entonces, que los atentados de la resistencia francesa, por ejemplo, contra los nazis deben ser considerados actos de terrorismo? ¿Por qué se considera un acto de terrorismo el atentado contra Carrero Blanco, si en realidad, independientemente del ideario político que hubiese detrás, suponía más bien un acto de resistencia política? Este es, fundamentalmente, el doble rasero de los jueces de la Audiencia Nacional. Admitir a trámite y sentenciar por ello los hechos separados del contexto. Porque todo viene precedido de un contexto. O de dos: el que por el cual se produjo el atentado al dictador; y el de esos tuits que han prevalecido al parecer. Y me refiero a los tuits de Cassandra cuando apenas tenía 15 o 16 años. Un precedente de, como lo habría dicho el propio Umberto, de idiota púber e inconsciente al llevar a conversación universal, a través de Twitter, lo que debería haberse quedado en comentarios chistosos a la hora del bocata entre clases del instituto.

Recuerdo otra historia paralela que traigo a colación ahora para concluir. La sacerdotisa de Apolo, que también se llamaba Casandra; quien, si no recuerdo mal, a cambio de una noche carnal pedía el don de profetizar. Pero cuando se vio con ese don de la adivinación, decidió que a tomar vientos, Apolo, a meneársela se ha dicho, ni que fuese una cualquiera… En fin, que Apolo la maldijo escupiéndole a la boca y en ella llevaría la maldición de seguir poseyendo su don, pero sin poder de convicción nadie la creería jamás. Entre otras cosas, eso trajo consigo la caída de Troya puesto que nadie la tomó en serio en sus vaticinios. A Cassandra, la que se apellida Vera, murciana y española, la Audiencia Nacional le ha escupido en la propia boca de manera ruin y malversando la realidad. Porque le ha pesado el precedente de mal gusto y la inconsciencia que empapa de estupidez la pubertad de los mensajes que esputaba con síntomas evidentes de acné juvenil, dando por buenas y proféticas las palabras del bueno de Umberto Eco. Una Audiencia que ha rehusado tener en consideración, en cambio, el contexto por el que se perpetró el acto de sabotaje terrorista contra Carrero Blanco. Y la gran masa humana española vuelve el rostro ante la evidencia de la más que probable caída de Troya: España es el único país europeo con sentencias judiciales contra de distintos canales de medios humorísticos y personas físicas por hacer y practicar humor, independientemente del buen o mal gusto empleado (échenle un vistazo, por poner tan sólo un ejemplo, las portadas de la revista satírica Charlie Hebdo, quizá le aclare las ideas en este sentido). Ese caballo de Troya que penetra de manera tan grotesca en la cuidad está destrozando lo más preciado que tenemos: «No estoy de acuerdo con lo que dice, pero daría mi vida para que usted lo pueda decir», comentó la biógrafa de Voltaire, Evelyne Beatrice Hall. Destrozarle la vida por cuatro chistes de mal gusto a un ser humano, al que han tomado como caballo de Troya (y créanme que no será la última), es para tomarse muy en serio el estado en el que está la justicia, y sobre todo el estado moral e intelectual de este país, y hacer una profunda reflexión al respecto desde todos los ámbitos. La invasión de los idiotas, señor Umberto, es cada vez más preocupante, y parece que no sólo trasciende a las redes sociales.







© Daniel Moscugat, 2017.
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