Published mayo 31, 2017 by

Ángel caído









Nacer del vientre más puro,
de la luz más brillante,
sueño de la sombra de un sueño
entre tinieblas malheridas soñadas.
Una despedida escondida en el corazón
esparce un ancho camino
hacia la luz roja e infinita
de las llamas de fuego vivo
que acarician las entrañas
del agua envenenada:
no hay salidas de emergencia.

Emboscado siempre en la sombra,
mirando de reojo a la esperanza,
se disfraza de mentira
para alimentarse de la vida:
su atuendo tiniebla de un sueño
y la luz de sus ojos la que más brilla.








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Published mayo 29, 2017 by

Las mascotas del siglo XXI

Como cualquier niño de cualquier barrio, soñaba con tener una mascota, un animalito simpático y cariñoso con quien compartir mi tiempo y espacio. En mi barrio convivíamos dos bandos claramente diferenciados: los que preferían los perros y los que anhelábamos los gatos. Era una cuestión de principios que se rompía tan sólo con animales en cierto modo impopulares y no por ello menos importantes, aunque sí en las preferencias: canarios, tortugas, cobayas, hámsteres… Pero, al fin y al cabo, todos opinábamos y soñábamos con tener un perro o un gato; entre otras razones, porque eran relativamente accesibles. Los más afortunados podían adquirir alguno, los menos tendríamos que esperar un «desafortunado» apareamiento que nos ofreciera la oportunidad de codiciar un ejemplar.

Era una cuestión de principios que subyacía supeditada a las posibilidades reales de cada familia y su solvencia económica. Un animalito suponía una boca más que alimentar, a pesar de que la mayoría se nutría de las sobras del día, y el horno no estaba precisamente para bollos sobrantes. Poseer una mascota era casi un estatus social (del mismo modo que lo es ahora disponer de un smartphone último modelo). Y así andábamos, «como el perro y el gato», discutiendo cuál de ellos era el mejor animal de compañía, el sempiterno debate sobre las ventajas e inconvenientes que ofrecían. Llegábamos a maquinar incluso el modo de obtener un ejemplar, por callejero que fuese; importaba un rábano el pedigrí, la raza o el estado en el que se encontrase. Lo importante era tener un reflejo de nosotros mismos, una extensión, una insignia para nuestro hogar, una señal que nos identificara…, una mejora de nuestro estatus.

Con el paso del tiempo, esos inicios carecieron de relevancia, hasta que llegó el tiempo en que lo habitual era contar con una mascota en casa: mal que bien cuidada y en gran medida acababan callejeando más de lo que debieran. Las mascotas pasaban a ocupar un segundo plano, tal vez debido a la responsabilidad que suponía (y supone) cuidar del animalito, tener que cambiar la arena (gatos) o sacarle a la calle a que hiciese sus necesidades al menos dos veces al día (perros), alimentarle, llevarle al veterinario (los que podían permitírselo), etc.

 La diversidad y la fácil accesibilidad dio pie a costumbres, así que lo que en un principio carecía de importancia, léase el origen de la criatura, pasó a ser una prioridad, esto es, inaceptable poseer un animalito sin pedigrí; eso quedaba para los menos afortunados o los económicamente menos estables o desfavorecidos (tal como sucede hoy con la tecnología). Entonces llegó el boom de las «marcas»: que si yo tengo doberman, que si yo gato de angora, y yo un yorkshire, y yo un persa, y yo un cocker spaniel... Lo curioso es que perdura hasta hoy el afán de símbolo de estatus social poseer una mascota «de marca» Y al poco tiempo, el ansia de alcanzar dicho estatus dio paso a que surgiese la ambición por reflejar nuestra propia personalidad en la mascota y apostillar así nuestro yo, considerándose csda cual un ser único y especial.

Se inició un triste y lamentable espectáculo que copa todavía las primeras portadas de la prensa, del mismo modo que calificaba el carácter malicioso y cruel del ser humano en general. Aquellos fantásticos «seres maravillosos» se veían abandonados en la calle a su suerte: ¿Porque era demasiado grande para ocupar un espacio en casa? ¿Porque el pobre animal necesitaba de unos cuidados especiales debido a cualquier enfermedad congénita, además del gasto que supone para la economía familiar? Lo que describe a pies juntillas la calaña del ser humano en general (no es adecuado generalizar, lo sé, la realidad tiene siempre matices, pero así se calibra el nivel de crueldad: como sociedad, no a nivel individual) era otra mucho más habitual y reconocible. Los regímenes económicos andaban serenos y nadando sobre la piscina del bienestar y la posibilidad de salir de vacaciones en familia quedaba reducida a sus miembros: el animalito no entraba en los planes endogámicos de satisfacción y esparcimiento estival… así que puerta. Destino: próxima gasolinera.

Con el paso del tiempo surgió el exotismo descerebrado e irracional de los replicantes, no sólo de este país, también del resto del planeta, por contagio febril, gracias a la magnificencia propagandística de las redes sociales. El poder adquisitivo permitió, no ya tener un perro, un gato, un canario, un loro, una tortuga o un hámster, sino cualquier criatura exótica, extraña o inverosímil que tratase de reflejar con aspectos más metódicos la personalidad del amo y señor de la criatura, que resultase ser el azogue de nuestra preferencia vital en esta vida tan superflua: con idéntico final que las mascotas convencionales. Sin embargo, las inocentes y exóticas criaturas generan cambios en el ecosistema natural de cada región, modificando el hábitat y poniendo en serio riesgo especies autóctonas que convivían en paz. En pocos años los hechos insólitos de abandono de mascotas en nuestra variopinta flora y fauna se propagan por doquier. La voz de alarma se cierne, no ya tan sólo con la constante aparición de vagabundos caninos y felinos, sino de saurios, aves, anfibios y demás criaturas salvajes que retornan a la naturaleza, mas no a las comunidades medioambientales a las que pertenecen. Actos de auténtico vandalismo ecológico que carecían de castigo penal y de total impunidad. Hasta pasada la primera década del siglo XXI, siendo tan laxa como inútil.

A pesar de continuar siendo tema candente, la ambición por la compañía de una mascota sigue acaparando tintes mediáticos y copando límites insospechados, en la gran mayoría de los casos infringiendo la ley y haciendo peligrar continuamente, sin que aparentemente suceda apenas nada para los grandes medios o consorcios de comunicación, los ecosistemas de todo el mundo. En cambio, desde hace apenas unos pocos años, ha surgido la explosión demográfica de una nueva especie mucho más destructiva y demoledora que cualquier otra especie fuera de su hábitat y que mucho me temo se asemeja a la nuestra más que cualquier otra. Ésta es quien mejor define nuestros gustos, nuestras apatías y alegrías, nuestras tristezas y menesteres. Poco a poco ha ido inmiscuyéndose en los hogares de todo el mundo, hasta el punto de que hasta en lugares remotos e insospechados, allá donde resultaría impensable su presencia, encontramos esta especie. Hoy en día es extraño ya no ver un ordenador personal, una tableta o un portátil en cada hogar, y no digamos ya un smartphone en el bolsillo de cualquiera, hasta de los preadolescentes. Un microprocesador, o más, para cada individuo, pues carece de importancia si se trata tecnológicamente de un móvil 3G o 4G, un ordenador portátil, un PDA, un navegador GPS… Lo importante es que un «bicho» de estos abrace nuestra vida y succione nuestro tiempo vital. He aquí lo importante, hacemos de él una extensión de nosotros mismos, copia fiel e inherente de lo que somos en realidad, donde registramos y compartimos nuestra privacidad a ojos de extraños que no conocemos, donde depositamos nuestra confianza y los datos privados más comprometidos.

En cambio, como era de esperar, surge un nuevo abandono que se antoja inevitable debido a su caducidad programada, no antes de las vacaciones, sino después, al regreso: cada año, nuevos modelos, nuevas capacidades, nuevos aires, nuevas tecnologías. Vemos cómo cada año, de septiembre a noviembre, se llena todas las plataformas de propaganda para que acudamos, en las fechas fatídicas de navidad, a los «pet-shops» de los centros comerciales, grandes superficies y demás aplicaciones de compras online de avaros consumidores al acecho de la mejor , o de la que mejor se adapta a las necesidades, como acto reflejo de su estatus social, real o soñado, puesto que sus anteriores compañeros se quedaron obsoletos o bien perecieron por «Alzheimer» prematuro. Esos desechados ocuparán un lugar en el ecosistema que no les corresponden. Y volveremos a caer en la trampa. Y volveremos a clamar como corderos al degüello: ¡hasta cuándo estas prácticas de abandono!.

Es un acto de la más infame cobardía que se repite cíclicamente y el tornado no parará, del mismo modo que no paran otros tornados de semejante calibre aunque de distinto matiz, hasta que sus ojos no tengan nada más que engullir y lamentablemente no podamos estar aquí para remediarlo y mucho menos para verlo.

Hace unos días, los ojos de una criatura, una de entre millares de descarriados abandonados, me miró, movió el rabito y me endosó sendos lametazos en respuesta a mis caricias. Abandonada la perrita a su suerte, su apariencia era de mascota bien avenida, de buenos cuidados, de uñas impolutas, de pelo brillante, cariñosa a más no poder, dócil, gentil y… abandonada. Una perrita semejante a las cientos de criaturas descarriadas que aparecen por todas las plataformas de protección animal. Sí, volverán las vacaciones y los abandonos, acabarán las vacaciones y las vidas de sus abandonados; también las de aquellos que murieron en casa de inanición eléctrica. Yo también volví a recordar mi infancia y mis ambiciones de niño por tener un minino y a rehusar ese sueño una vez más, porque tristeza me producían por entonces los animalillos despreciados por un destino turístico, por momentos placenteros, por instantes de esparcimiento que, al fin y al cabo, son efímeros.

Mi rabia para todos aquellos que apartan a un lado la existencia de un ser vivo para disfrutar de unas vacaciones, para los que renuncian a su responsabilidad con el ecosistema y voluntariamente lo contaminan abandonando de cualquier manera sus aparatos electrónicos. Cuando estemos en el ojo del huracán será ya demasiado tarde. Tanto como para aquella perrita: secuestrada por la perrera municipal, esperó con paciencia el día de su ejecución; al igual que nosotros, no lo olviden. Sólo nosotros podremos rescatar mascotas como aquella perrita, solo nosotros podremos rescatarnos a nosotros mismos de las garras tóxicas de las mascotas del siglo XXI.








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Published mayo 24, 2017 by

La dama de la pamela roja

Siempre me fascinaron las mujeres orientales. Sofisticación, elegancia, honestidad, exquisitez, delicadeza, vaporosa candidez... Hasta tal punto se magnifica mi fascinación que mi compañera de trabajo me produce cierto morbo, oriunda como es ella de Corea del Sur, a pesar de que deteste su carácter. Me resulta un ser odioso como compañera de trabajo; no así como mujer, que me parece un encanto, una delicada flor de cerezo. Hice todo lo que pude para que la dueña del negocio apareciese y la mandase al paro, zancadillas a diestro y siniestro que no sirvieron para nada. De haber prosperado ese acoso, me hubiera quedado como capataz único del feudo. Pero no hubo forma de que apareciese la divina providencia, ni circunstancias que denostasen su trabajo como para que le diesen la patada.

A colación de esto, desde hacía poco más de una semana llevaba encandilado perdidamente de una auténtica dama oriental, desconocía si japonesa, china, coreana, vietnamita o vaya usted a saber. Me fascinaba ese halo de discreción, sobriedad y serenidad con la que se adornaba sin pretenderlo, tan sólo con su discurrir cuasi etéreo por la superficie del mampuesto. Lo cierto es que me la encontraba a diario sentada con su vestido rojo corto, adornando su bella presencia con una pamela de idéntico color, de la que se valía para solapar cierta timidez y su virginal tez blanca de los rayos del sol. Elegancia y pura honestidad, no exenta de cierta sofisticación. Siempre sosteniendo una carta en las manos, sentada en un banco de piedra de la avenida principal, la misma que me conducía hasta mi lugar de trabajo.

El caso es que ayer, después de una semana viendo a esa mujer misteriosa, frágil y encantadora, dirige su atención hacia mí justo cuando la miraba sin disimulo mientras caminaba hacia ella, con un gesto ciertamente sensual me invita a sentarme a su lado, en el banco. Llegaba tarde a trabajar. ¡Qué demonios!, me dije. Que esperara sentada la creída de mi compi; o mejor, que esperase de pie. Me frotaba las manos, casi literalmente, y babeaba ya como un caracol. Sin mediar palabra preguntó si me llamaba Fernando. Y le dije que sí. Me preguntó si tenía treinta y seis años. Y le dije que sí. Luego que si trabajaba en el centro de modas La Oriental. Y le dije también que sí. Todo en un correcto e impecable español. ¿Cómo sabe tanto sobre mí?, pregunté entre sorprendido y receloso: era yo quien parecía espiarla y sin embargo, sin apenas reparar en mí, me preguntó obviedades con las que parecía querer asegurarse de hablar con la persona idónea. Simplemente me entregó la carta que sostenía en las manos, al parecer la misma que repasó una y otra vez durante toda esa semana. Era mi carta de despido, ni más ni menos. Ese mismo día debía pasarme por el resto de papeles que esperaba en la gestoría. 

Elegancia y pura honestidad, no exenta de cierta sofisticación. Así tal cual definiría a la madre de mi compañera de trabajo... ¡Ni lo vi venir! Con una sonrisa, apostillando así su discreción, sobriedad, serenidad y elegancia, me susurra que, en futuras oportunidades, dejase de hacerle la puñeta a los compañeros de trabajo, especialmente si son familiares de los propietarios... aun sin saberlo.

Pues sí, me siguen fascinando las mujeres orientales... especialmente si son sofisticadas, elegantes, honestas, delicadas, discretas, sobrias, serenas, tímidas. Pero les confieso que he aprendido a no fiarme de ellas, especialmente si huyen del sol bajo una pamela y leen cartas en público a media mañana. Todas tienen un parecido razonable.





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Published mayo 22, 2017 by

Vivir es aprender

La primera vez que viví una verbena apenas era un niño que ya se desenvolvía más o menos bien con el castellano. sentí una emoción hipnótica que me succionaba hacia el ojo de aquel rito grotesco, cuyo vórtice giraba al ritmo de 33 rpm. La reproducción que cincelaba la aguja del tocadiscos fluía por los bafles a todo lo que daba el amplificador. Se ingería todo el líquido disponible y al alcance de la mano. Se masticaba y deglutía todo lo que te ofrecían. El perfume nutritivo se dispersaba en un aire denso y cargado, incapaz de ascender al cielo por su carga grasienta, se clavaba en las pituitarias con acentos requemados y notas de aceite inflamado por la fritanga. La verbena era un carnaval de comida y música comercial en la que todo el pupulacho barrial se congregaba en torno a las mesas dispuestas que daban vida y lustre a todo cuanto de bueno pasaba en aquel reducto dejado de la mano de dios y del consistorio.

Eran tiempos difíciles y de cambios constantes. La peseta se arrastraba por el fango de la devaluación; el paro se propagaba como una plaga viral; los altos hornos perdieron altura y desaparecían en el circo industrial como enanos a los que se les discrimina; ETA bombardeaba igual en grandes almacenes como en casas cuarteles de la guardia civil; en la frontera los camiones de frutas, verduras o leche, eran asaltados y derribados por los celosos y vandálicos vecinos alosanfán… Y allí, en un punto determinado del planeta, insignificante, un grupo de personas se ausentaban por unos momentos de sus quehaceres cotidianos para sepultar todas las carencias, frustraciones, tristezas, desavenencias, pobreza..., bajo una sonrisa, un par de bailes al ritmo de Boney M o de ABBA (también de algún que otro Verdial, que ni entendía ni pretendía entender, pero algunos bailaban como sólo se pueden bailar los Verdiales en Málaga), un espeto de sardina, un tomate picado con sal y aceite de oliva y una cerveza Victoria o una Mirinda, Kas de limón, Revoltosa o Coca-cola. Pero la música predominante era la sonrisa. Bastaban unos banderines de colores y farolillos de papel; unas mesas alargadas sin manteles platos, vasos y cubiertos de plástico; el correspondiente tocadiscos y altavoces para amplificar el sonido que se quebraban por las acometidas vibratorias de las membranas de esos loros cascados y ajados por el uso. 

Yo me encontraba en medio de toda esa vorágine, para mí inédita y alucinante, bailando, como mejor podía, junto a todos los camaradas de juegos, aventuras y pillerías del barrio, esos ritmos discotequeros de las negritas de la galaxia acompañadas por un epiléptico bailarín que parecía perder y recuperar al mismo tiempo el equilibrio en cada paso de baile; o esos acordes pegadizos de aquella familia numerosa de lo que creí era el lejano oriente, aunque el oriente estuviese más cerca del polo norte que de la muralla china. Cada poco me paraba a beber una Mirinda, a comerme una sardina espetada en un buen cacho de pan cateto de miga dura y unos tajos de tomate cuyo olor mezclado con el aceite de oliva embriagaba el paladar y salivaba hasta casi el ahogo. El entorno se refugiaba flanqueado de naranjos en flor, cubriéndonos de un manto sibilino de azahar que apenas mitigaba la densa concentración de triglicéridos que flotaban en el ambiente. Sin embargo, si había algo predominante, como la banda sonora de una película, eran las sonrisas, tildadas de alguna que otra carcajada.

Entre el calor de primero de mayo; los bailes acelerados y descompasados; las carcajadas que fluctuaban hacia las nubes y cosquilleaba la luna llena que parecía a punto de reventar; los chistes de el Fali, que cada vez que tomaba el micrófono firmaba sin saberlo esos preludios que fueron a llevar a la fama al gran Chiquito de la Calzada; las carreras de acá para allá; los imitadores de Tony Manero moviendo la cintura hasta casi quebrarse la cadera…; todo ese vértigo en mi estómago dio como resultado una mala digestión que me obligó a huir del fragor de esa batalla para dejar escapar la vida por el esófago con destino a la taza del retrete. Fue la primera vez que comprendí la lección: la vida se come cucharada a cucharada, con calma.

Pero el ser humano demuestra vez tras vez, y sin ánimo de arrepentirse, que es un animal inconsciente, dicen que el único que tropieza dos veces con la misma piedra; yo diría que unas miles de veces, pero pudiera parecer exagerado; valga pues la etopeya. Así que, después de ciertos desvaríos que pudieron costarme algo más que la integridad física, recibí una lección práctica que desde entonces no he olvidado hasta el día de hoy.

Trabajaba por las noches en un pub. Era un tiempo en el que me retiré del mundillo literario o artístico y decidí que debía dar otro rumbo a mi barco, que iba a la deriva, sin timón, y atravesando una tormentosa borrasca sin sentido. Salí decepcionado y menospreciado de un mundo en el que creí que había honestidad, ecuanimidad, solidaridad, humanismo... y sobre todo civismo. Todo eso que se presupone a personas que optan por las humanidades y la cultura, pero que en la práctica predominan talantes intolerantes y prácticas mafiosas que ya hubiera querido para sí Al Capone. Encontré un mundo salvaje, elitista, separatista, y veladamente fascista, a pesar de estar encabezados por adalides de la suprema izquierda. Porque dice el dicho británico: demasiado al este es el oeste; y por entonces había demasiados caudillos que dictaminaban quienes sí y quienes no tenían derecho a llegar (tuviesen calidad o no), a capricho, según el estruendo de las palmas y las sonrisas que les regalaran (a fecha de hoy siguen estando ahí, aunque con otros rostros y otros nombres, creyendo que todo lo que sujeta su cinturón es lo auténticamente verdadero y lo que queda fuera resulta poco menos que despreciable e inmundo. ¿Acaso puede haber algo más fascista que precisamente eso, la inmundicia de creerse en posesión de la verdad absoluta y cercenar el cuello de todo el que no comulga con sus intereses u opiniones? Caudillos de las letras y las artes, a quienes se les deben lealtad si existe un deseo de medrar por parte de los palmeros). A pesar de todo, de mantenerme al margen y de navegar en soledad, continuaba escribiendo, pero con espaciada tranquilidad y en dedicación a amigos y conocidos. Regalaba poemas o pequeños relatos por una cerveza o algún aliciente extra para mantener en alza la noche hasta que el amanecer la devorara, o quizá también por un café: no dudo que lo más probable es que todas aquellas palabras improvisadas hayan ido a parar al desagüe o a la papelera más cercana.

Cierto día que logré unas 50.000 pesetas por ser finalista de un certamen de relatos, de cuyo nombre quiero acordarme, pero mi afición por encestar en la canasta del archivo municipal de residuos me impide saber siquiera cuál, decidí celebrarlo con unos compañeros habituales de jarana. Anduve perdido por la costa del sol como dos días, sin dormir. Todo lo que recuerdo fue que visité discotecas, barcos en Puerto Banús, casas desharrapadas de individuos sospechosos de cualquier cosa menos de ayudar a la vecina anciana a sacar la basura, una chabola donde Dios no consiguió llegar con su diluvio, una jornada completa en La Luna de España (mítico local de Torremolinos cuya hora de apertura era las 6 de la mañana y el cierre las 6 de la tarde)... Y sin ingerir nada de alimento, solo líquido espirituoso y algún que otro aliciente para que los párpados se mantuviesen bien abiertos.

Se me ocurrió zamparme, antes de acudir a trabajar al antro de cócteles que se servían en porrones y demás bebidas espirituosas habituales, un campero con una Coca-cola y una ración de patatas fritas. Apenas comenzó la noche, me subió la temperatura corporal y la fiebre se acomodó hasta llegar al tuétano. Sentí una emoción hipnótica que me succionó hacia el ojo de aquel rito grotesco, que consistía en amplificar el sonido de la mesa de mezcla a todo lo que diera el limitador del amplificador, ingerir todo el líquido disponible e incluso fracturar la consciencia inhibida con las cuchillas de las luces de colores que zigzagueaban de oriente a occidente en apenas un parpadeo. Aquella hipnosis, incubada por la fiebre de un sábado noche, provocó en mí ese vértigo que se apoderó de mi estómago veinticinco años atrás, dando como resultado una fuerte indigestión que me obligó a huir del fragor de esa batalla para, por enésima vez, dejar escapar la vida por el esófago. La historia se repetía, otro enésimo tropiezo. Fue la última vez que comprendí la lección y la primera que aprendí en realidad en qué consistía: la vida se come cucharada a cucharada. Tras aquello tuve una crisis orgánica que me empujó, me obligó, a cambiar por completo de vida. Me otorgó un timón, una profunda reflexión y una deriva que afortunadamente tuvo final feliz. 

Cada vez que pretendí deglutir la vida a dentelladas famélicas, acabé atragantándome hasta casi el desmayo. Entonces, un día, no supe cómo ni por qué, cae como un manto de azahar sobre mi tristeza un libro de Thomas S. Eliot y leo:

«Llevando el compás, marcando el ritmo en su danzar,
como en su vivir en las estaciones vivas,
el tiempo de las estaciones y las constelaciones,
el tiempo de ordeñar y el tiempo de segar,
el tiempo de aparearse hombre y mujer y el de los animales,
pies subiendo y bajando, comiendo y bebiendo, estiércol y muerte.
La aurora apunta, y otro día se prepara para el calor y el silencio.
Mar adentro el viento de la aurora se arruga y resbala.
Estoy aquí, o allí, o en otro lugar, en mi comienzo».

Comprendí que en cualquier lugar, en cualquier momento, aquí o allí, sin siquiera buscarlo, sería mi comienzo. Que todo el secreto radica en vivir en su justa medida, en saber paladearlo todo y hacer buenas digestiones, que todo tiene un tiempo y que cada tiempo es su tiempo. Porque antes o después vomitaremos todo por el retrete hasta perder la consciencia y lo que quedará será aquello que supimos y pudimos paladear en su justa medida. Vivir es aprender y siempre hay tiempo, aquí o allí o en algún otro lugar, para un comienzo, una segunda oportunidad. Tan solo es cuestión de saciar el apetito en su justa medida. Y lo más importante: si algo ha de predominar siempre, como si la banda sonora de una película se tratase, son las sonrisas, a ser posible a 33 rpm.






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Published mayo 17, 2017 by

Las dos caras de una moneda.

Lo conocí por una moneda. Un euro que se le cayó al suelo cuando iba a insertarlo en la máquina expendedora de tabaco. Tras rebotar en el suelo y retorcerse sobre su eje centelleando mil piruetas, llegó a mis pies. Una moneda que recogí a tiempo antes de que la gitanilla pedigüeña del pueblo la succionara. «Aaay, qué mal fario, payo. Vete a freír colillas, si no pudéis fumar, que sois renacuajos toavía», me dijo. Devolví la moneda a su legítimo dueño. Bastó un roce de su mano con la mía para intercambiar sonrisas, miradas, palabras... Éramos adolescentes, y como tales nos comportamos. Terminamos viéndonos a diario en un discreto banco del parque y dimos rienda suelta a las revoltosas hormonas mientras fumábamos y nos besábamos a escondidas. Quisimos sellar nuestro incipiente, incomprendido y prohibido amor tatuando, con ese euro que nos unió, un corazón que alimentamos con nuestras iniciales. Horadamos la madera de aquel rinconcito apartado del mundo para dejar constancia de nuestra eterna existencia; un refugio que se dejaba abrazar por la sombra de un árbol centenario. No éramos los únicos que encontraban cobijo por entre la frondosidad de aquel parque. Otras parejas venían a refugiarse por los bancos más discretos, como nosotros. Todos íbamos a fumar y freír colillas al parque.

En cierta ocasión apareció por allí a pedirnos algunos céntimos la gitana pedigüeña, sonriente, la pobre andaba mal del carburador, de tal manera que contagiaba con sus palabras ese vírico mal de azotea. Negamos tener un sólo euro encima aunque en realidad sí que llevábamos dinero. La gitanita se molestó porque intuí que vio en la mano de mi amor el euro talismán que nos unió y con el que solía juguetear en la mano. Nos echó una maldición: «mal rayo os parta, payo. Así acabes arrastrándote por el zuelo friendo colillas», le espetó. Y ahí quedó la cosa.

A los pocos días una tormenta seccionó y abrasó el árbol centenario que nos cobijaba, cayendo sobre nuestro lecho emocional y partiéndolo en dos, también el tatuado corazón. Dos días después de aquello no supe más de ese amor de adolescencia. Hasta el día de ayer, que me contaron que andaba sin descanso por el patio del frenopático donde busca colillas incansablemente con la intención de freírlas para el almuerzo o la cena. Fue como si una rama de aquel árbol hubiera horadado su inicial en el corazón de aquel banco y lo hubiera trastornado de por vida.

Qué capacidad de contagio llevaba en la saliva aquella cabra loca. Y asombroso el poder que tiene el dinero para cambiarte la vida, tan solo una moneda... A cara o cruz. Quizá nada de aquello hubiera sucedido si la gitanilla se hubiera quedado con el euro que serpenteaba por el suelo hasta llegar a mis pies. A veces depende de qué lado de la moneda cae la suerte… Quizá aquella vez estuvo de mi parte.






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Published mayo 15, 2017 by

Anabólicos becarios

Me gusta tomarme siempre un cierto tiempo de distancia antes de opinar; sobre todo, desapasionarme e informarme. Y aquí me hallo de nuevo en un amago de indignación (digo amago por aquello de que poco o nada me sorprende ya después de los kilómetros que tiene uno ya recorridos) tras leer en la prensa escrita una carta al director cuya intención es reventar cualquier polémica. En realidad, sólo pone de manifiesto cuán grande es la mezquindad con la que caraduras y sátrapas se empeñan en menoscabar siempre la dignidad del prójimo: «Que una empresa te reconozca como becario es un reconocimiento al potencial como estudiante, no a la calidad como profesional. Llevo ocho becas a mis espaldas, la mitad sin remunerar, y de todas aprendí algo. Un becario no debe estar remunerado, porque solo le motivaría el dinero cuando su motivación debe ser aprender. Debe ser estudiante en primer lugar y luego aprendiz. Solo cuando uno no es estudiante y solo aprendiz es cuando su trabajo debe remunerarse. Véase la mediocridad en quienes no buscan destacar y triunfar sino ahorrar».

Confundir moralidad con idiotez, ejemplo de tantos otros que defienden del mismo modo su cualidad de esclavo amansado y aborregado, es razón inequívoca de que, cada vez con mayor frecuencia, los pueblos del mundo estén gobernados por ignorantes, sátrapas y tiranos sin fronteras: suelen ser mayoría, sobre todo quienes los eligen. Y digo yo, que de saber discernir entre aprendiz, becario y trabajador, (no digamos ya el presidente de la patronal(1), quien ha de dar ejemplo, pero promueve situarse contra las reiteradas sentencias emitidas por el tribunal supremo al respecto), al menos podríamos asegurarnos una mejor comprensión de dónde está ubicado uno en el mundo. No se trata de menospreciar el prestigio que supone aprender a lomos de los grandes profesionales, sino de saber o comprender cuál es la labor del becario y de un trabajador. Si tenemos en cuenta que el aprendiz recibe una formación laboral (que no un trabajo, aunque la percepción en todos los frentes, especialmente en hostelería sí lo es) y se le instruye para realizar una tarea que desconoce, porque no recibió previamente una formación al respecto, o sólo una teórica, nos quedaría discernir la finísima línea que separa al becado del trabajador. 

Al grano. Stagiers: término anglosajón que sirve, como otros muchos, para enmascarar con burbujeantes sonrisas de glamour todo cuanto haya en torno a lo que de verdad se esconde tras la pajarita del esmoquin: trabajar gratis con la excusa de una beca. Y encima se ha de estar agradecido por ser puta y poner la cama, como el susodicho de la cartita, o como sugiere el patrón de patrones. Tengo la obligación de apostillar, antes de empezar a desgranar este secreto a voces de la gastronomía española, que el entramado de becarios que trabajan a destajo por nada, o siquiera por los gastos de transporte y manutención, es un mal endémico desde hace muchos más años de los que recuerdo y que se extiende a casi todos los servicios que se ofrecen a la sociedad: medios de comunicación, producción audiovisual, judicatura, medicina, clínicas dentales, electricidad, automoción, banca... la lista es interminable: «si no te interesa, en la puerta tengo a mil más como tú» (una de esas frases mágicas que la inmensa mayoría hemos oído o conocido). Esas prácticas de contratación, que se deslizan entre atajos fiscales, se denominaría en terminología deportiva ir dopado a competir. España es el quinto país en la lista de países con más estrellas Michelín, por debajo de Italia, Alemania, Francia y la todopoderosa Japón. Tal y como lo entiende el abajo firmante, esto significa algo así como ir al tour de Francia a competir dopado para ser el vencedor y conformarse con ganar alguna carrera suelta.

El origen de la polémica podría haber estallado hace ya muchos muchos años, y es ahora cuando ha deflagrado la cosa por el descuido de sentir lo que se dice y a posteriori decir lo que se siente de manera inconsciente, o no. Al final lo uno no tapó lo otro y la velocidad parece que no tiene mucho que ver con el tocino aunque nos lo hayan querido colar en la ensalada. El pobre niño rico de la gastronomía se desmarcó con declaraciones que abrieron la caja de Pandora tras un esclarecedor artículo de El Confidencial, sumándose otros compañeros de explotación, a cuál más osado, comentando idioteces que pueden resumirse en una única idea, que es la que en realidad supera cualquier reflexión: «Un restaurante Michelin es un negocio que, si toda la gente de cocina fuera de plantilla, sería inviable». Y no le falta razón. Doy fe de ello, por experiencia. A pesar de ser así, hay numerosísimos casos donde la ingente deuda acumulada han hecho cerrar restaurantes o reinventarse. Y conozco (usted también) a más de uno que ha ido dejando pufos millonarios por donde ha pasado en menos de un año. Sin embargo, todo esto solo me deja la impronta de algo preocupante: la sensación de que las altas esferas de la cocina española están por encima del bien y del mal, una sensación de que son y parecen intocables, dioses entre mortales.

Apelo a lo grave de este asunto, que no es otra cosa sino confundir becario, un  stagier, y trabajador. Aunque lo realmente grave está en usar estas figuras para la viabilidad del negocio, para el enriquecimiento personal como finalidad primordial por mucho que lo quieran enmascarar con otros cantos poéticos y romanticismos idealizados. No hay nada de glamour tras las puertas de la cocina (se lo garantizo) y tampoco tanta excelencia como se pretende vender. Así que me voy a limitar a la legalidad y dejar la palabrería vacua a un lado, porque esto tiene más que ver con fiscalidad que con viabilidad. Por mucho que Jordi Cruz, a la cabeza de todos sus colegas Michelin, vaya llorando por las esquinas que no hay otro modo de hacer viable un restaurante.

Una sentencia del Tribunal Supremo del 13 de Junio de 1988, dice con bastante claridad que «tanto en la beca como en el contrato se da una actividad que es objeto de una remuneración, de ahí la zona fronteriza entre ambas instituciones». Que quizá el aprovechamiento de esta línea tan fina dé como resultado un sin fin de stagiers que, por un poco de prestigio y engrosamiento de curriculum, caminen por el finísimo alambre de la ingratitud laboral y no la  becaria. No obstante, de nuevo el Tribunal Supremo resuelve, con fecha del 7 de julio de 1998, que «el rasgo diferencial de la beca como percepción en su finalidad primaria de facilitar el estudio y la formación del becario y no la de apropiarse de los resultados o frutos de su esfuerzo o estudio, obteniendo de ellos una utilidad en su beneficio». O sea, que el becario, el stagier, se debe limitar a estudiar y formarse y la empresa a facilitar el acceso a éstos, porque de lo contrario se consideraría como otro tipo de relación, es decir, una relación laboral, tal y como hace referencia el mismo tribunal con otra sentencia del 22 de noviembre de 2005: «el problema reside en la valoración del becario en el marco de la propia actividad de la entidad que concede la beca, (...) la finalidad fundamental del vínculo no es la de contribuir a la formación del becario, sino obtener un trabajo necesario para el funcionamiento de la actividad de gestión del concedente, la conclusión de que la relación será laboral…».

Pues tras las flagrantes declaraciones como las que el propio pobre niño rico se jacta de proclamar a los cuatro vientos sin remilgo alguno, o las que secundaba su compañero de fatigas en el sálvame culinario de la televisión pública («si nos quitan a todos los stagiers, cuidado porque muchos restaurantes Michelin lo pasarían muy mal»), quedan en evidencia de lo que ya se conocía a grito pelao, pero de algún modo se hacía (y se seguirá haciendo) oídos sordos. Que exista esta figura becaria con nombre anglosajón glamuroso para que crezca en su formación me parece loable, necesario. Pero que se utilice el trabajo de estos jóvenes (¡y no tan jóvenes!) para beneficio de un modelo empresarial que es deficitario per se, me parece denigrante, salvaje, propio de repúblicas bananeras donde la figura del negrero es un modelo de negocio próspero; tanto como para poder permitirse, por ejemplo, un palacete de tres millones de euros. El problema es que ya prácticamente ha desaparecido este engañabobos del panorama informativo; y sin duda alguna desaparecerá; porque los españolitos de a pie tienen a sus espaldas un largo historial de robos de carteras a los que tenemos que dar las gracias por no sacarnos los ojos o los riñones y callarnos como putas, si no queremos que la cosa vaya a mayores, porque se pondría en riesgo el turismo gastronómico y el estado no está para que le toquen el bolsillo. Tras la polvareda, tú pasas el Pronto y yo el paño, y aquí paz y en la cocina gloria. Como dije antes, hay que tomar conciencia de todo lo que nos concierne cuando se miran las cosas con cierta distancia. Tan solo han bastado un par de semanas para que haya desaparecido del panorama informativo esta forma de esclavitud moderna.

Se leen por ahí comentarios y declaraciones de numerosos chef con estrellas Michelin como si los stagiers tuvieran que estar agradecidos por aprender de sus ídolos, porque ellos también, a su vez, pasaron por ese proceso de «escolarización». Es la tradición. Como las novatadas a los quintos en el servicio militar, que tantas vidas han costado y aún más suicidios. Hay que mantener ese estatus tradicionalista. Se saben poseedores de cierto halo de superioridad donde se reconocen en el cielo del Olimpo culinario mundial y eso les da derecho de poder tiranizar a todo el que quiera aprender en sus instalaciones. Porque si rechazas la oferta del sacrificio de esclavismo moderno para acopiar experiencia y engrosar tu currículum, hay detrás mil más que aceptarían con los ojos cerrados. Puedo asegurarles que el trato laboral con algunos de estos chefs no es el más idóneo y tiene más que ver con tiempos de posguerra (qué digo de posguerra: vasallaje feudal) que con el siglo XXI. Ahí podría hablar con apasionamiento desde mi experiencia personal. Pero, como ya he reiterado, me reservo el derecho de opinar con la lejanía que confiere el dejar un punto de vista objetivo y desapasionado. Entre otras cosas, porque he vivido y trabajado todos los ambientes que ofrece la restauración y soy muy consciente de lo que hablo.

Me resulta pavoroso el hecho de que se haya silenciado toda esta vorágine en las últimas semanas hasta desaparecer. Intuyo que la industria gastronómica atrae un turismo enriquecedor, con cierta calidad y que deja pingües beneficios para las arcas del estado (y lo que ahorran en seguridad social). Hay que cuidar la marca España. Qué más da que unos pobres diablos tengan que pagar con sangre, sudor y lágrimas por un poco de comida y alojamiento con el único fin de cumplir un sueño que en gran parte de los casos no se cumplirá o sólo a medias, pero lo bien que queda en un currículum «yo trabajé para el restaurante del chef Fulanito y también con Menganito».

Con lo fácil que se lo han dejado a Inspección de trabajo y ya les garantizo desde aquí, a modo de profecía iluminada, como siempre, que no habrá ningún restaurante Michelin que cierre por irregularidades de esta guisa, ni siquiera saldrán escaldados por sanción económica alguna. Stagier suena moderno, sofisticado, probablemente haya que aceptarlo como sinónimo de esclavitud moderna y aceptada, como se acepta todo en este país, con miedo a denunciar el robo de la cartera. Por estas y otras muchas razones, la figura del becario es la ÚNICA que carece de una regulación, de unos derechos laborales o siquiera académicos, incluso carecen de mínimas estadísticas de ninguna clase para poder compararse a cualquier otro segmento de la población. Es más que evidente que es utilizado como sustancia dopante de todo el tejido empresarial para poder sacar músculo, aliviar la carga económica de los centros de negocios y ya de camino presumir de marca España. 



© Daniel Moscugat, 2017.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
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Published mayo 10, 2017 by

Wolframio

Cuando apenas daba los primeros pasos en la lectura de la ingente e inabarcable literatura universal, hace ya más tiempo del que quisiera, me impactó un relato de quien, con el permiso de Willian Hope Hodgson, considero es el maestro del terror por antonomasia. Me estoy refiriendo obviamente a Edgar Allan Poe. William Wilson, el relato que traigo a la palestra aquí, narra la historia de cierto individuo al que le acompañaba su yo más profundo materializado en carne y hueso; competitivo, concienzudo y tenaz, contra quien le resultaba imposible competir, y menos aún rehuir su presencia. Aquella indolente superioridad minaba la paciencia y la calma del atormentado alter ego del propio Allan Poe (nacido en la misma fecha que W.W. en el relato, aunque en distintos años). Degeneraba aquella obsesión en una conversación interior que terminó por empujarle a cometer una tropelía contra sí mismo, sin saber siquiera que era a él a quien en realidad mancillaba.

Esa lucha que predomina inherente en el ser humano desde el principio de los tiempos, ha permanecido latente como la más despiadada de cuantas puede producirse, la pelea contra el otro yo, la conciencia que se vale de nuestra experiencia para atacarnos donde más nos duele y aleccionarnos hasta que perdemos la calma y acaba con nuestra paciencia. Es la lucha que siempre conlleva efectos colaterales en quienes nos tienen cerca, aunque creamos que sólo nos afecta a nosotros. Esa dualidad, con quien uno discute, a quien habla y con quien lucha, a quien contradice y con quien pelea, en un combate a puño desnudo, sintiendo los nudillos en el mentón, nos persigue hasta el último aliento de nuestra vida.

Wolframio, ya metidos en el tajo del fino hilado que teje Juan Gaitán con su novela, es un puñetazo en el rostro. Así, tal cual. Como encender la luz en la oscuridad y la incandescencia de la corriente eléctrica soportada por ese filamento metálico nos cegara. La sacudida descoloca la quijada como para detenernos un momento y volver a reordenar las piezas que se desmoronaron en el puzzle neuronal de nuestro cerebro. Uno no puede evitar estar siempre a la sombra de lo que escribe, porque la sombra de lo que escribimos somos nosotros mismos, voluntaria o involuntariamente, ya lo dijo Umbral. Más aún cuando la profesión que lleva dentro trata de concatenar una palabra tras otra como oficio cotidiano. Por eso rizar el rizo es intentar al menos desentrañar la sombra que proyectan las palabras de un escritor que escribe sobre un escritor que escribe sobre un escritor. Dicho así, ese dédalo puede proporcionar algún dolor de cabeza, pero cuando se hilvana con la sencillez de una prosa directa y honesta, uno comprende que el universo es mucho más simple de lo que creemos pero mucho más complejo de lo que nos han llegado a explicar.

El intercambio de golpes continuos entre los contendientes de Wolframio, Moe y E.E. (recuerden, William Wilson -W.W.-), entre creador y creación, se sucede al principio con una toma de contacto entre dos dignos púgiles para conocerse hasta que descubren que se conocen demasiado como para andar con remilgos. A posteriori, ambos se enzarzan en un cuerpo a cuerpo, casi con desgana, pero al mismo tiempo con la saña de quien quiere depositar en los golpes todo cuanto de frustración y de rencor se tiene hacia el maltrato que haya padecido en la vida; e igualmente se venga E.E. de aquel que lo trae al mundo para padecer las fechorías de su creador. La lucha fratricida, en apariencia imposible, acaba por verter en el otro esa imposibilidad de la razón que otorgan los infiernos personales. Preferiría no hacer incursión en un pensamiento en voz alta, aunque a veces veo conversaciones de una divinidad universal con su creación y la respuesta de ésta ante las vicisitudes... casi como el creador ante el repliante que se niega a aceptar la fecha de caducidad: aparcado queda esto último que como apunte dejo en suspenso (quizá como catalizador).

A medida que uno avanza en la lectura, va lloviendo sobre las neuronas, cuál torrente de manantial, cascadas ingentes de prosa que recuerdan muy mucho a otros monstruos que dejan su impronta entre líneas. Entre la honestidad y franqueza de Paul Auster y la universalidad y magnitud de William Faulkner, luchando por un lugar en el Olimpo de la cúspide narrativa de Moe, donde se intercambian golpes y patronímicos, quedándose en combate nulo ese amaño entre púgiles para no diluirse entre líneas, repartiéndose el terreno abonado ya por Gaitán. Suenan en ocasiones los ritmos en los intercambios de pareceres de Benjy en 'El ruido y la furia', la fragilidad de la Trilogía de Nueva York de Auster, y ciertas intensidades de las odiseas intrínsecas de Joyce en Ulises. Son voces todas interiores que se fusionan y aparecen en el pensamiento de Moe para verter en forma de inquina sobre E.E., quien a su vez procura devolverle del mismo modo con golpes honrosos y no menos atinados.

Wolframio es un premio para el lector que desee dejarse seducir por algo más allá que una buena e inteligente historia, interesante y entretenida. Hay algo más. Nos abre los ojos al recuerdo y esos chispazos que recuerdan a infinidad de autores, maestros todos en lo prosaico e ingrato que es esta cosa de escribir en más ocasiones de las que quisiéramos, hace que la novela se incruste en la conciencia una vez pasada la última página. Se convierte casi en ese alter ego de William Wilson, esa conciencia que toma forma material y se conmina en lucha contra el olvido, tal como E.E frente a Moe. Es un premio a título personal, porque consigue escarbar entre los recuerdos napados de polvo, desde la franqueza, viejos y no tan viejos relatos que toman nuevas formas y recuerdos, y que resulta imprescindible disponer de un relato así para dar un poco de lustre al cada vez más aburrido panorama literario, soterrado bajo tanta mediocridad enmohecida de egos y vanidades que a buen seguro el bueno de Moe dilapidaría con un par de plumazos de buena prosa.





WOLFRAMIO  -  EL TORO CELESTE
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Published mayo 08, 2017 by

Paisajes perdidos

Cuando uno abre los ojos después del fragor melódico que fluye por el tránsito onírico de los sueños, a veces se perpetúan imágenes residuales que, sin comprender muy bien por qué, nos evocan momentos de un tiempo nunca vivido, o parajes donde caminamos sin haber transitado por sus singladuras, quizá mares de otro tiempo que espuman el recuerdo de donde nunca estuvimos... pero nos resultan inequívocamente familiares. Los anhelos y recuerdos que perduran en nuestro mundo subconsciente se proyectan en la memoria colectiva, haciendo que el tránsito de vivir conecte con todos esos otros mundos que también proyectan su memoria. Así la vida cobra el breve sentido de unas pinceladas de amistad; de lo prosaico y lo poético, en definitiva, entrelazados como un sueño hecho de realidad, como si Friedrich hubiera regresado a la vida con los aparejos de Turner.

Cerrar los ojos y contemplar un paisaje donde quien convive dentro de cada individuo anhela estar aunque sea sólo unos instantes es, más que un deseo, un lienzo impregnado de tinturas de antojo y fantasía. Tal y como dijera Edgar Allan Poe: «Quienes sueñan de día son conscientes de muchas cosas que escapan a los que sueñan sólo de noche». La dificultad estriba en poder materializar esos sueños, esos mundos oníricos que tal vez no se corresponden con la realidad, que no afloran de noche aunque sí van unidos al subconsciente colectivo. Como un enjambre de laboriosas abejas, que parecen volar en desorden caótico, pero mantienen armonía y respeto entre sí, las pinceladas de Antonia María Samper se deslizan sobre el lienzo a su antojo, dibujando suaves harmonías que por desigual componen una melodía más que reconocible y familiar. Máculas de bondad que devoran otras agresivas matrimoniando así un compás de equilibrios, delineando en la nada un hipnótico espejo en el que reflejarse. Y así, conforme uno va leyendo ese códice en apariencia indescifrable, se percata de su afinidad con otro mundo, otro ser humano, con quien empatizar, a quien amar.

La evocación que se derrama sobre el lienzo se multiplica en la memoria colectiva del espectador. A veces es Roma, a veces Grecia, en otras ocasiones la Málaga morisca, o quizá la fragancia de un pasado Andalusí, puede que hasta un anhelo hermano del otro lado del Mediterráneo. Todo se impregna de un ayer que pervive en el recuerdo como una vivencia propia, en la memoria proyectada, en el subconsciente colectivo que cierra los ojos y sueña con paraísos imposibles, con colores abigarrados en cielos elefantiásticos que invitan a volar con alas de sueños diuturnos, ciudades imposibles que disuelven la murria que agolpa la sangre abandonada a la monotonía, lagos fantásticos que dinamitan los lastres de la realidad... Y entonces parece que uno huele la infancia, aquellos sabores y nutritivas fragancias que permanecían escondidos en la memoria imperfecta, tal y como nos lo plasmó Marcel Proust.

Caminamos a diario en busca del tiempo perdido, ese que permanece incrustado en algún recoveco de los recuerdos y que la oscuridad de la monotonía y la cotidianidad oculta en el desván de los juguetes imposibles con los que jugábamos en la infancia, en una infancia de cientos, muchos cientos de años... miles quizá. Allí encontramos esos colores olvidados, los momentos imposibles que nos empujaron a ser adultos y olvidamos su paradero, los juguetes de nuestra imaginación. Todo ello despertará en la retina como la fragilidad del amor materializado en cada trazo que sonríe tras el cristal del sueño evocador de cada lienzo. Y, como colofón al vuelo incierto de una abeja, deja su aguijón soterrado en la piel de la memoria e inocula el dulce veneno de la sonrisa. Porque son las sonrisas de Antonia María Samper las que se disfrazan de color y juegan al compás del antojo de unos pinceles que saben a las magdalenas de Proust, y ensueñan de día todo aquello que escapa a los que sueñan sólo de noche en la retina de quien se detiene ante cualquiera sus lienzos.








Texto de apoyo que acompaña al catálogo de la artista plástica Antonia María Samper para la exposición "Paisajes Perdidos" (del 5-18 de Mayo de 2017) que tuvo lugar en la sala Manuel Barbadillo, sede de APLAMA (Asociación de Artistas Plásticos de Málaga, C/ Comandante Benítez, 7. 29001-Málaga). 
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Published mayo 03, 2017 by

Ñ

Cuando la RAE decidió suprimir la 'CH' y la 'LL' del diccionario (y así lo ejecutó) tras el X congreso de la Asociación de Academias de la Lengua Española celebrado allá por el año 1994, las dudas saltaron con todo tipo de especulaciones. Parecía que la robusta lengua española (déjenme que aproveche aquí que llamamos de mala manera 'castellana') se tambaleaba, y una cierta comidilla entre los círculos literarios y cultos de este país rumoreaba que podría suprimirse la ñ y sustituirse por alguna combinación de letras. Semejante idiotez no parecía tener cabida en ninguna cabeza lúcida. 

Apenas pasó de un simple rumor. Por aquella época sufría de un episodio de insomnio importante y una de aquellas noches me sirvió para poner los cimientos del poema que me trae ahora aquí. Apenas es poco más que un recuerdo. No obstante, es un soneto al que le tengo un especial cariño y quise que me acompañara siempre, a pesar de esa manía que tengo de tirar a la basura todo lo que no me complace, que no es poco, por no decir todo. Y ahí les dejo con este pequeño homenaje con el que quise imaginar, cuando éramos niños, cómo aprendimos en parvulario la letra con más carácter de todo el vocabulario y la que identifica el idioma español de cualquier otro idioma.




En una noche de largo desvelo
decidí componer este soneto.
La fantasía, cómplice de mi reto,
hizo de una sola letra el señuelo.

Historia magna el lazo del pañuelo,
que la nada sustenta con respeto;
garabatea como un niño inquieto
su inocente presencia en el cielo,

mas no por ello es bisoña belleza.
Merece asiento en el vocabulario,
la historia se lo debe por grandeza;

pues así aprendimos en parvulario:
la ene, con su pañuelo en la cabeza,
no era ene, sino eñe… ¡bravo corsario!



© Daniel Moscugat, 2002,2004.
© La paradoja del salmón (inédito).
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 

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Published mayo 01, 2017 by

La soledad de los héroes

Encender un cigarrillo para espantar el relente húmedo de la primavera destemplada y desabrida. Los pasos me conducen hasta un callejón donde la oscuridad ahoga la esperanza de la luz y el pétreo silencio desboca un ligero derrame de adrenalina, alentado por el frescor nocturno en la piel y espantado al instante con una sacudida involuntaria. En medio del desierto costumbrista, un oasis. Y en el oasis un karavansar. Y en el karavansar un sonido. Metapoesía ensimismada que se dejaba seducir por la iniquidad del alcohol, el tabaco y la soledad. De repente, al cruzar el umbral de la puerta, saludaban a lo lejos Charles Mingus, Thelonious Monk, Ella Fitzgerald y Miles Davis. El caos indisoluble en el que vive el ser humano cobra vida repentinamente bajo los platillos, el contrabajo y la trompeta; la voz, la batería y la guitarra, en compases a destiempo, todos al unísono, cada cual a su antojo aunque presta atención de soslayo al que tiene a su lado... y que cante la negra.

Me llevó allí un pequeño anuncio que la memoria me priva de ver con claridad. La duda oscila entre si fue un cartel en cualquiera de las calles que sembraban decrepitud por el casco viejo o fue alguno de los dos periódicos que por aquel entonces copaban la actualidad de la provincia. Lo cierto es que fue la primera vez que puse pie en tierra en El Cantor de Jazz. Los acordes de aquel paraíso perdido se mostraban con arrojo sobre todos los que allí nos congregábamos, llovía sobre nuestras cabezas como un ligero sirimiri imperceptible, aparentemente inapreciable pero que nos empapaba de luces y sombras, nos abrazaba en silenciosa y secreta hermandad. Allí íbamos a ahogar la soledad, algunos. A celebrar la amistad, otros. A entrelazar besos, los más afortunados. Imbricados todos en una urdimbre orgiástica de un manto blanco de humo de tabaco.

En ocasiones, algunos semidioses de la cultura malagueña, esos que ahora les vuelvo a ver ajados y con una mirada serena y nostálgica que otorga el poso del tiempo, llegaban para compilar su epílogo literario, catedrático, artístico o musical de la época en aquel antro que regentaba la sonrisa de un venezolano que se hizo malagueño de adopción. Alguien que sabía más de soledad que cualquiera de los que allí peregrinábamos para plañir ante nuestra cerveza, combinado o cocktail.

Las noches de verano parecían reavivar el rescoldo al que nos arrimábamos en invierno, y las hélices de los ventiladores que nos observaban desde el techo casi derramaban a plazos unas bocanadas de frescor, intermitentes, que removían el humo perenne, incandescente, pegajoso. Tras la ingesta de las dosis necesarias de alcohol para poder sobrevivir del fragor de la batalla del día, las cicatrices de las heridas iban a morir al baño. La mortecina luz ámbar iluminaba las paredes emborronadas por algún incipiente poeta anónimo, amén de otros avezados ideólogos de mal gusto. Mantras de conciencia mientras uno confesaba los pecados río abajo; y tras el rezo, la tormenta perfecta avisaba a los presentes en la sala que el confesionario quedaba libre para el próximo pecador con ganas de absolución. Allí les he visto ligeros de inhibición discutiendo sobre Blas de Otero, Gil de Biedma o Angel González o José Hierro o Luis García Montero; a otros de Jim Morrison, Bob Dylan, Paul McCartney, Led Zeppelin o Pink Floid o Supertramp; a los más atrevidos de Bacon, Monet, Bazille, Pollock, Andy Warhol o Klimt o Kooning... Esos que ahora algunos de ellos son más que respetables, esos que ahora algunos miran con desprecio los pecados de juventud que antes cometían con cierta dignidad, sobre todo porque los perpetraban en aquel santuario del jazz.
Guardaba silencio en mi rincón predilecto, sin llamar la atención, aquella mesa del rincón que nadie quería por incómodo, pero desde ahí lo divisaba todo. Y cuando llegaba el jazz, el buen jazz, todos agasajados por unos sorbos de alcohol y una sonrisas, escuchábamos y tamborileábamos cada cual a su antojo, bien con la pierna, bien con los dedos sobre la mesa, aderezando cada fluido musical con una calada. Rara avis aquel que no se acercara un cigarrillo a los labios y no lo acompañara de un trago. Quien más quien menos cerraba los ojos porque ciego es el amor y ciego los sentidos que despiertan para abrir los ojos de la fantasía.

Hubo instantes en mi vida que la vida se reducía a esa compañía nocturna de desconocidos sin fronteras. En ocasiones con una revista, otras con el periódico del día, siempre con un Ducados en los labios. Cada poco veía a aquellos cómplices retratados en las fotografías que colgaban de las paredes mientras les oía destacarse entre toda esa orgiástica bacanal de corcheas, semicorcheas y sostenidos limpios, destartalados como la vieja habitación de un hostal perdido. En ocasiones me interrumpían los amos de la cultura y vanguardia de la ciudad, por allí pasaron alguna vez grandes de verdad con los que compartí alguna conversación y más de una cerveza y ahora parecen pertenecer a otras galaxias o ya descansan su placentero sueño eterno. Y todo gracias a un amante de los libros y del jazz, de la cultura nocturna de club, de poetas desaparecidos en un mundo sobrevalorado donde imperaba (e impera) la superficialidad de la ignorancia, de artistas consumados que se reencontraban en aquel local al amparo de un trago con el que refrescar las esperanzas y la inspiración... La vida transcurría como uno de esos poemas que escribía Miguel. Desordenada, caótica, pero pulcra como aquel antro de jazz, como los epílogos literarios, como los debates musicales... como lo que es hoy la calle Lazcano sin la existencia de aquel templo de vida, una calle que arrastrará por siempre en su conciencia un olvido triste, un poema certero:

Como el que arrastra un cadáver
que se resiste a morir,
nuestras palabras se tensan
buscando un destino
que ya sólo evoca una cruel redención.
De nada sirve entonces proclamar nuestra entrega,
señalar un camino ya andado
que no quisimos recorrer al revés.
Ciegos de gloria hacia la nada vamos
en este tiempo que no conocerá perdón.
Acaso algún día descubriremos
por qué el cadáver mudo que arrastramos
nos mira, implorando que lo dejemos morir.(1)

Hace poco más de diez años, quizá tras encender un cigarrillo para espantar el relente húmedo de la primavera destemplada y desabrida, quizá huyendo de algún callejón donde la oscuridad ahogaba la esperanza de la luz y el pétreo silencio, quizá escuchando las hipnóticcas corcheas, semicorcheas y sostenidos de Miles Davis, Charles Mingus o Thelonius Monk, Miguel se abandonara al sueño de vivir sosteniendo su cigarrillo con los dedos, tratando de paliar el fuego de la soledad que suele acompañar a los héroes(2). Notas musicales que se confundían con las sirenas y alaridos de bomberos y ambulancias, con el crepitar del fuego. Todo parecía acelerarse por las hélices de los ventiladores que nos observaban desde el techo que casi derramaban a plazos unas bocanadas de frescor, removiendo el humo perenne, incandescente, pegajoso. Y aquel sueño se hizo eterno, y vive en la memoria de todos aquellos que cruzamos aquel umbral, el cubículo de un héroe que, como todos los héroes, acaban olvidados en un rincón, sentado en una mesa, con una cerveza y una revista o un periódico: sumidos en el silencio y la soledad... en lucha constante contra el olvido.




(1) © 'Sociedad Literaria', Miguel Hernández Torralbo. LiberLect. Revista de Literatura, nº 7, 11 de Junio 2003
(2) Miguel Hernández Torralbo murió el 9 de Abril de 2007. Tiene publicado en la Colección Monosabio, 2009, Ayuntamiento de Málaga, a título póstumo, el poemario 'La calle del medio'.






© Daniel Moscugat, 2017.
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