Published mayo 15, 2017 by

Anabólicos becarios

Me gusta tomarme siempre un cierto tiempo de distancia antes de opinar; sobre todo, desapasionarme e informarme. Y aquí me hallo de nuevo en un amago de indignación (digo amago por aquello de que poco o nada me sorprende ya después de los kilómetros que tiene uno ya recorridos) tras leer en la prensa escrita una carta al director cuya intención es reventar cualquier polémica. En realidad, sólo pone de manifiesto cuán grande es la mezquindad con la que caraduras y sátrapas se empeñan en menoscabar siempre la dignidad del prójimo: «Que una empresa te reconozca como becario es un reconocimiento al potencial como estudiante, no a la calidad como profesional. Llevo ocho becas a mis espaldas, la mitad sin remunerar, y de todas aprendí algo. Un becario no debe estar remunerado, porque solo le motivaría el dinero cuando su motivación debe ser aprender. Debe ser estudiante en primer lugar y luego aprendiz. Solo cuando uno no es estudiante y solo aprendiz es cuando su trabajo debe remunerarse. Véase la mediocridad en quienes no buscan destacar y triunfar sino ahorrar».

Confundir moralidad con idiotez, ejemplo de tantos otros que defienden del mismo modo su cualidad de esclavo amansado y aborregado, es razón inequívoca de que, cada vez con mayor frecuencia, los pueblos del mundo estén gobernados por ignorantes, sátrapas y tiranos sin fronteras: suelen ser mayoría, sobre todo quienes los eligen. Y digo yo, que de saber discernir entre aprendiz, becario y trabajador, (no digamos ya el presidente de la patronal(1), quien ha de dar ejemplo, pero promueve situarse contra las reiteradas sentencias emitidas por el tribunal supremo al respecto), al menos podríamos asegurarnos una mejor comprensión de dónde está ubicado uno en el mundo. No se trata de menospreciar el prestigio que supone aprender a lomos de los grandes profesionales, sino de saber o comprender cuál es la labor del becario y de un trabajador. Si tenemos en cuenta que el aprendiz recibe una formación laboral (que no un trabajo, aunque la percepción en todos los frentes, especialmente en hostelería sí lo es) y se le instruye para realizar una tarea que desconoce, porque no recibió previamente una formación al respecto, o sólo una teórica, nos quedaría discernir la finísima línea que separa al becado del trabajador. 

Al grano. Stagiers: término anglosajón que sirve, como otros muchos, para enmascarar con burbujeantes sonrisas de glamour todo cuanto haya en torno a lo que de verdad se esconde tras la pajarita del esmoquin: trabajar gratis con la excusa de una beca. Y encima se ha de estar agradecido por ser puta y poner la cama, como el susodicho de la cartita, o como sugiere el patrón de patrones. Tengo la obligación de apostillar, antes de empezar a desgranar este secreto a voces de la gastronomía española, que el entramado de becarios que trabajan a destajo por nada, o siquiera por los gastos de transporte y manutención, es un mal endémico desde hace muchos más años de los que recuerdo y que se extiende a casi todos los servicios que se ofrecen a la sociedad: medios de comunicación, producción audiovisual, judicatura, medicina, clínicas dentales, electricidad, automoción, banca... la lista es interminable: «si no te interesa, en la puerta tengo a mil más como tú» (una de esas frases mágicas que la inmensa mayoría hemos oído o conocido). Esas prácticas de contratación, que se deslizan entre atajos fiscales, se denominaría en terminología deportiva ir dopado a competir. España es el quinto país en la lista de países con más estrellas Michelín, por debajo de Italia, Alemania, Francia y la todopoderosa Japón. Tal y como lo entiende el abajo firmante, esto significa algo así como ir al tour de Francia a competir dopado para ser el vencedor y conformarse con ganar alguna carrera suelta.

El origen de la polémica podría haber estallado hace ya muchos muchos años, y es ahora cuando ha deflagrado la cosa por el descuido de sentir lo que se dice y a posteriori decir lo que se siente de manera inconsciente, o no. Al final lo uno no tapó lo otro y la velocidad parece que no tiene mucho que ver con el tocino aunque nos lo hayan querido colar en la ensalada. El pobre niño rico de la gastronomía se desmarcó con declaraciones que abrieron la caja de Pandora tras un esclarecedor artículo de El Confidencial, sumándose otros compañeros de explotación, a cuál más osado, comentando idioteces que pueden resumirse en una única idea, que es la que en realidad supera cualquier reflexión: «Un restaurante Michelin es un negocio que, si toda la gente de cocina fuera de plantilla, sería inviable». Y no le falta razón. Doy fe de ello, por experiencia. A pesar de ser así, hay numerosísimos casos donde la ingente deuda acumulada han hecho cerrar restaurantes o reinventarse. Y conozco (usted también) a más de uno que ha ido dejando pufos millonarios por donde ha pasado en menos de un año. Sin embargo, todo esto solo me deja la impronta de algo preocupante: la sensación de que las altas esferas de la cocina española están por encima del bien y del mal, una sensación de que son y parecen intocables, dioses entre mortales.

Apelo a lo grave de este asunto, que no es otra cosa sino confundir becario, un  stagier, y trabajador. Aunque lo realmente grave está en usar estas figuras para la viabilidad del negocio, para el enriquecimiento personal como finalidad primordial por mucho que lo quieran enmascarar con otros cantos poéticos y romanticismos idealizados. No hay nada de glamour tras las puertas de la cocina (se lo garantizo) y tampoco tanta excelencia como se pretende vender. Así que me voy a limitar a la legalidad y dejar la palabrería vacua a un lado, porque esto tiene más que ver con fiscalidad que con viabilidad. Por mucho que Jordi Cruz, a la cabeza de todos sus colegas Michelin, vaya llorando por las esquinas que no hay otro modo de hacer viable un restaurante.

Una sentencia del Tribunal Supremo del 13 de Junio de 1988, dice con bastante claridad que «tanto en la beca como en el contrato se da una actividad que es objeto de una remuneración, de ahí la zona fronteriza entre ambas instituciones». Que quizá el aprovechamiento de esta línea tan fina dé como resultado un sin fin de stagiers que, por un poco de prestigio y engrosamiento de curriculum, caminen por el finísimo alambre de la ingratitud laboral y no la  becaria. No obstante, de nuevo el Tribunal Supremo resuelve, con fecha del 7 de julio de 1998, que «el rasgo diferencial de la beca como percepción en su finalidad primaria de facilitar el estudio y la formación del becario y no la de apropiarse de los resultados o frutos de su esfuerzo o estudio, obteniendo de ellos una utilidad en su beneficio». O sea, que el becario, el stagier, se debe limitar a estudiar y formarse y la empresa a facilitar el acceso a éstos, porque de lo contrario se consideraría como otro tipo de relación, es decir, una relación laboral, tal y como hace referencia el mismo tribunal con otra sentencia del 22 de noviembre de 2005: «el problema reside en la valoración del becario en el marco de la propia actividad de la entidad que concede la beca, (...) la finalidad fundamental del vínculo no es la de contribuir a la formación del becario, sino obtener un trabajo necesario para el funcionamiento de la actividad de gestión del concedente, la conclusión de que la relación será laboral…».

Pues tras las flagrantes declaraciones como las que el propio pobre niño rico se jacta de proclamar a los cuatro vientos sin remilgo alguno, o las que secundaba su compañero de fatigas en el sálvame culinario de la televisión pública («si nos quitan a todos los stagiers, cuidado porque muchos restaurantes Michelin lo pasarían muy mal»), quedan en evidencia de lo que ya se conocía a grito pelao, pero de algún modo se hacía (y se seguirá haciendo) oídos sordos. Que exista esta figura becaria con nombre anglosajón glamuroso para que crezca en su formación me parece loable, necesario. Pero que se utilice el trabajo de estos jóvenes (¡y no tan jóvenes!) para beneficio de un modelo empresarial que es deficitario per se, me parece denigrante, salvaje, propio de repúblicas bananeras donde la figura del negrero es un modelo de negocio próspero; tanto como para poder permitirse, por ejemplo, un palacete de tres millones de euros. El problema es que ya prácticamente ha desaparecido este engañabobos del panorama informativo; y sin duda alguna desaparecerá; porque los españolitos de a pie tienen a sus espaldas un largo historial de robos de carteras a los que tenemos que dar las gracias por no sacarnos los ojos o los riñones y callarnos como putas, si no queremos que la cosa vaya a mayores, porque se pondría en riesgo el turismo gastronómico y el estado no está para que le toquen el bolsillo. Tras la polvareda, tú pasas el Pronto y yo el paño, y aquí paz y en la cocina gloria. Como dije antes, hay que tomar conciencia de todo lo que nos concierne cuando se miran las cosas con cierta distancia. Tan solo han bastado un par de semanas para que haya desaparecido del panorama informativo esta forma de esclavitud moderna.

Se leen por ahí comentarios y declaraciones de numerosos chef con estrellas Michelin como si los stagiers tuvieran que estar agradecidos por aprender de sus ídolos, porque ellos también, a su vez, pasaron por ese proceso de «escolarización». Es la tradición. Como las novatadas a los quintos en el servicio militar, que tantas vidas han costado y aún más suicidios. Hay que mantener ese estatus tradicionalista. Se saben poseedores de cierto halo de superioridad donde se reconocen en el cielo del Olimpo culinario mundial y eso les da derecho de poder tiranizar a todo el que quiera aprender en sus instalaciones. Porque si rechazas la oferta del sacrificio de esclavismo moderno para acopiar experiencia y engrosar tu currículum, hay detrás mil más que aceptarían con los ojos cerrados. Puedo asegurarles que el trato laboral con algunos de estos chefs no es el más idóneo y tiene más que ver con tiempos de posguerra (qué digo de posguerra: vasallaje feudal) que con el siglo XXI. Ahí podría hablar con apasionamiento desde mi experiencia personal. Pero, como ya he reiterado, me reservo el derecho de opinar con la lejanía que confiere el dejar un punto de vista objetivo y desapasionado. Entre otras cosas, porque he vivido y trabajado todos los ambientes que ofrece la restauración y soy muy consciente de lo que hablo.

Me resulta pavoroso el hecho de que se haya silenciado toda esta vorágine en las últimas semanas hasta desaparecer. Intuyo que la industria gastronómica atrae un turismo enriquecedor, con cierta calidad y que deja pingües beneficios para las arcas del estado (y lo que ahorran en seguridad social). Hay que cuidar la marca España. Qué más da que unos pobres diablos tengan que pagar con sangre, sudor y lágrimas por un poco de comida y alojamiento con el único fin de cumplir un sueño que en gran parte de los casos no se cumplirá o sólo a medias, pero lo bien que queda en un currículum «yo trabajé para el restaurante del chef Fulanito y también con Menganito».

Con lo fácil que se lo han dejado a Inspección de trabajo y ya les garantizo desde aquí, a modo de profecía iluminada, como siempre, que no habrá ningún restaurante Michelin que cierre por irregularidades de esta guisa, ni siquiera saldrán escaldados por sanción económica alguna. Stagier suena moderno, sofisticado, probablemente haya que aceptarlo como sinónimo de esclavitud moderna y aceptada, como se acepta todo en este país, con miedo a denunciar el robo de la cartera. Por estas y otras muchas razones, la figura del becario es la ÚNICA que carece de una regulación, de unos derechos laborales o siquiera académicos, incluso carecen de mínimas estadísticas de ninguna clase para poder compararse a cualquier otro segmento de la población. Es más que evidente que es utilizado como sustancia dopante de todo el tejido empresarial para poder sacar músculo, aliviar la carga económica de los centros de negocios y ya de camino presumir de marca España. 



© Daniel Moscugat, 2017.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
    email this