Published mayo 24, 2017 by

La dama de la pamela roja

Siempre me fascinaron las mujeres orientales. Sofisticación, elegancia, honestidad, exquisitez, delicadeza, vaporosa candidez... Hasta tal punto se magnifica mi fascinación que mi compañera de trabajo me produce cierto morbo, oriunda como es ella de Corea del Sur, a pesar de que deteste su carácter. Me resulta un ser odioso como compañera de trabajo; no así como mujer, que me parece un encanto, una delicada flor de cerezo. Hice todo lo que pude para que la dueña del negocio apareciese y la mandase al paro, zancadillas a diestro y siniestro que no sirvieron para nada. De haber prosperado ese acoso, me hubiera quedado como capataz único del feudo. Pero no hubo forma de que apareciese la divina providencia, ni circunstancias que denostasen su trabajo como para que le diesen la patada.

A colación de esto, desde hacía poco más de una semana llevaba encandilado perdidamente de una auténtica dama oriental, desconocía si japonesa, china, coreana, vietnamita o vaya usted a saber. Me fascinaba ese halo de discreción, sobriedad y serenidad con la que se adornaba sin pretenderlo, tan sólo con su discurrir cuasi etéreo por la superficie del mampuesto. Lo cierto es que me la encontraba a diario sentada con su vestido rojo corto, adornando su bella presencia con una pamela de idéntico color, de la que se valía para solapar cierta timidez y su virginal tez blanca de los rayos del sol. Elegancia y pura honestidad, no exenta de cierta sofisticación. Siempre sosteniendo una carta en las manos, sentada en un banco de piedra de la avenida principal, la misma que me conducía hasta mi lugar de trabajo.

El caso es que ayer, después de una semana viendo a esa mujer misteriosa, frágil y encantadora, dirige su atención hacia mí justo cuando la miraba sin disimulo mientras caminaba hacia ella, con un gesto ciertamente sensual me invita a sentarme a su lado, en el banco. Llegaba tarde a trabajar. ¡Qué demonios!, me dije. Que esperara sentada la creída de mi compi; o mejor, que esperase de pie. Me frotaba las manos, casi literalmente, y babeaba ya como un caracol. Sin mediar palabra preguntó si me llamaba Fernando. Y le dije que sí. Me preguntó si tenía treinta y seis años. Y le dije que sí. Luego que si trabajaba en el centro de modas La Oriental. Y le dije también que sí. Todo en un correcto e impecable español. ¿Cómo sabe tanto sobre mí?, pregunté entre sorprendido y receloso: era yo quien parecía espiarla y sin embargo, sin apenas reparar en mí, me preguntó obviedades con las que parecía querer asegurarse de hablar con la persona idónea. Simplemente me entregó la carta que sostenía en las manos, al parecer la misma que repasó una y otra vez durante toda esa semana. Era mi carta de despido, ni más ni menos. Ese mismo día debía pasarme por el resto de papeles que esperaba en la gestoría. 

Elegancia y pura honestidad, no exenta de cierta sofisticación. Así tal cual definiría a la madre de mi compañera de trabajo... ¡Ni lo vi venir! Con una sonrisa, apostillando así su discreción, sobriedad, serenidad y elegancia, me susurra que, en futuras oportunidades, dejase de hacerle la puñeta a los compañeros de trabajo, especialmente si son familiares de los propietarios... aun sin saberlo.

Pues sí, me siguen fascinando las mujeres orientales... especialmente si son sofisticadas, elegantes, honestas, delicadas, discretas, sobrias, serenas, tímidas. Pero les confieso que he aprendido a no fiarme de ellas, especialmente si huyen del sol bajo una pamela y leen cartas en público a media mañana. Todas tienen un parecido razonable.





Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat, 2017.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
    email this