Published mayo 10, 2017 by

Wolframio

Cuando apenas daba los primeros pasos en la lectura de la ingente e inabarcable literatura universal, hace ya más tiempo del que quisiera, me impactó un relato de quien, con el permiso de Willian Hope Hodgson, considero es el maestro del terror por antonomasia. Me estoy refiriendo obviamente a Edgar Allan Poe. William Wilson, el relato que traigo a la palestra aquí, narra la historia de cierto individuo al que le acompañaba su yo más profundo materializado en carne y hueso; competitivo, concienzudo y tenaz, contra quien le resultaba imposible competir, y menos aún rehuir su presencia. Aquella indolente superioridad minaba la paciencia y la calma del atormentado alter ego del propio Allan Poe (nacido en la misma fecha que W.W. en el relato, aunque en distintos años). Degeneraba aquella obsesión en una conversación interior que terminó por empujarle a cometer una tropelía contra sí mismo, sin saber siquiera que era a él a quien en realidad mancillaba.

Esa lucha que predomina inherente en el ser humano desde el principio de los tiempos, ha permanecido latente como la más despiadada de cuantas puede producirse, la pelea contra el otro yo, la conciencia que se vale de nuestra experiencia para atacarnos donde más nos duele y aleccionarnos hasta que perdemos la calma y acaba con nuestra paciencia. Es la lucha que siempre conlleva efectos colaterales en quienes nos tienen cerca, aunque creamos que sólo nos afecta a nosotros. Esa dualidad, con quien uno discute, a quien habla y con quien lucha, a quien contradice y con quien pelea, en un combate a puño desnudo, sintiendo los nudillos en el mentón, nos persigue hasta el último aliento de nuestra vida.

Wolframio, ya metidos en el tajo del fino hilado que teje Juan Gaitán con su novela, es un puñetazo en el rostro. Así, tal cual. Como encender la luz en la oscuridad y la incandescencia de la corriente eléctrica soportada por ese filamento metálico nos cegara. La sacudida descoloca la quijada como para detenernos un momento y volver a reordenar las piezas que se desmoronaron en el puzzle neuronal de nuestro cerebro. Uno no puede evitar estar siempre a la sombra de lo que escribe, porque la sombra de lo que escribimos somos nosotros mismos, voluntaria o involuntariamente, ya lo dijo Umbral. Más aún cuando la profesión que lleva dentro trata de concatenar una palabra tras otra como oficio cotidiano. Por eso rizar el rizo es intentar al menos desentrañar la sombra que proyectan las palabras de un escritor que escribe sobre un escritor que escribe sobre un escritor. Dicho así, ese dédalo puede proporcionar algún dolor de cabeza, pero cuando se hilvana con la sencillez de una prosa directa y honesta, uno comprende que el universo es mucho más simple de lo que creemos pero mucho más complejo de lo que nos han llegado a explicar.

El intercambio de golpes continuos entre los contendientes de Wolframio, Moe y E.E. (recuerden, William Wilson -W.W.-), entre creador y creación, se sucede al principio con una toma de contacto entre dos dignos púgiles para conocerse hasta que descubren que se conocen demasiado como para andar con remilgos. A posteriori, ambos se enzarzan en un cuerpo a cuerpo, casi con desgana, pero al mismo tiempo con la saña de quien quiere depositar en los golpes todo cuanto de frustración y de rencor se tiene hacia el maltrato que haya padecido en la vida; e igualmente se venga E.E. de aquel que lo trae al mundo para padecer las fechorías de su creador. La lucha fratricida, en apariencia imposible, acaba por verter en el otro esa imposibilidad de la razón que otorgan los infiernos personales. Preferiría no hacer incursión en un pensamiento en voz alta, aunque a veces veo conversaciones de una divinidad universal con su creación y la respuesta de ésta ante las vicisitudes... casi como el creador ante el repliante que se niega a aceptar la fecha de caducidad: aparcado queda esto último que como apunte dejo en suspenso (quizá como catalizador).

A medida que uno avanza en la lectura, va lloviendo sobre las neuronas, cuál torrente de manantial, cascadas ingentes de prosa que recuerdan muy mucho a otros monstruos que dejan su impronta entre líneas. Entre la honestidad y franqueza de Paul Auster y la universalidad y magnitud de William Faulkner, luchando por un lugar en el Olimpo de la cúspide narrativa de Moe, donde se intercambian golpes y patronímicos, quedándose en combate nulo ese amaño entre púgiles para no diluirse entre líneas, repartiéndose el terreno abonado ya por Gaitán. Suenan en ocasiones los ritmos en los intercambios de pareceres de Benjy en 'El ruido y la furia', la fragilidad de la Trilogía de Nueva York de Auster, y ciertas intensidades de las odiseas intrínsecas de Joyce en Ulises. Son voces todas interiores que se fusionan y aparecen en el pensamiento de Moe para verter en forma de inquina sobre E.E., quien a su vez procura devolverle del mismo modo con golpes honrosos y no menos atinados.

Wolframio es un premio para el lector que desee dejarse seducir por algo más allá que una buena e inteligente historia, interesante y entretenida. Hay algo más. Nos abre los ojos al recuerdo y esos chispazos que recuerdan a infinidad de autores, maestros todos en lo prosaico e ingrato que es esta cosa de escribir en más ocasiones de las que quisiéramos, hace que la novela se incruste en la conciencia una vez pasada la última página. Se convierte casi en ese alter ego de William Wilson, esa conciencia que toma forma material y se conmina en lucha contra el olvido, tal como E.E frente a Moe. Es un premio a título personal, porque consigue escarbar entre los recuerdos napados de polvo, desde la franqueza, viejos y no tan viejos relatos que toman nuevas formas y recuerdos, y que resulta imprescindible disponer de un relato así para dar un poco de lustre al cada vez más aburrido panorama literario, soterrado bajo tanta mediocridad enmohecida de egos y vanidades que a buen seguro el bueno de Moe dilapidaría con un par de plumazos de buena prosa.





WOLFRAMIO  -  EL TORO CELESTE
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