Published junio 21, 2017 by

Las ramas del silencio









Entre madera y descanso
ocupa un lugar el murciélago,
que se abriga con el manto de sus alas
y duerme olvidado en una rama.
No despierta porque amanezca,
sólo cuando la conciencia
agita el recuerdo del reposo.

Si la mandrágora del silencio
se oculta en la pedanía del descanso,
entonces la muerte
aguarda tras la esquina,
en la rama de algún recuerdo:
el manso es capaz de morder
cuando despierta de su letargo
y beber la sangre de las alegrías
mientras viva la noche en la conciencia...

Las almas de los muertos
no vuelan a ninguna parte,
entre madera y descanso
se abrigan con el manto de sus alas
y duermen olvidados en alguna rama.

                   

                               

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© Daniel Moscugat, 2016.
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Published junio 19, 2017 by

La cobardía y Mearsault

Ya he comentado en alguna que otra ocasión que me gusta dar tiempo a todo aquello que se comenta en caliente o esas noticias que produce urticaria entre la población bienpensante. Por eso heme aquí dándole a la tecla por un pequeño detalle relacionado con el atentado terrorista de Londres del pasado tres de junio. Parece que hemos olvidado con facilidad una fecha tan cercana. Se me vienen muchos flashes de corte filosófico al recordar ideas relacionadas al existencialismo y reflexiones parecidas cuando se producen atentados o catástrofes naturales. 

Cada cual tiene su significación y cada significante lleva consigo un significado. Los mercenarios del DAESH perpetraron su penúltimo ataque en suelo europeo, una invasión silenciosa que viene de vuelta tras las perpetrada de manera brusca por el mundo occidental, metiendo las narices donde no les llamó nadie. Pero esto no es lo que me ocupa ahora, porque solo este axioma daría para postear varias parrafadas a modo de ensayo. A lo que iba. Los mal llamados lobos solitarios (cinematográficamente queda bien para producciones iuesei), que en realidad son locos asesinos que toman la religión como justificante de sus actos en venganza por el asedio injustificado de occidente sobre sus lugares sagrados, salieron a la calle a cercenar la vida de cuantos saliesen a su paso. Y un tal Ignacio Echevarría sale a la palestra por su heroicidad. Lo fácil ahora sería hacer una oda de ensalzamiento al héroe del monopatín, que merece cientos si es necesario, y que no debiéramos olvidar con tanta prisa. No obstante, lo que me ha empujado a escribir sobre ello es la ingente cantidad de comentarios que corren por la red de redes en defensa de la cobardía, de huir y no mirar hacia atrás. De «por qué tuvo que meterse en berenjenales de camisas de once varas» el pobre Ignacio. Porque «la vida es el único tesoro que tenemos como para desperdiciarlo en ayudar a cualquiera» que lo necesite. «La valentía es una milonga que empuja a los cementerios del mundo a miles de héroes». Incluso han llegado a comentar (para tirarse de los pelos del pecho, porque afortunadamente no me quedan en el cuero cabelludo) que prefieren hijos cobardes (auspiciados por también la cobardía de sus progenitores) que visitar la tumba de un héroe.

Todas esas odas a la cobardía, en sí mismas, tienen las patas tan cortas que ni siquiera su propia indolencia les sería suficiente como para salir huyendo hacia mejor estado. No les daría tiempo.  A mí, personalmente, me producen vómitos multicolor que se abigarran a la indignación. Pero lo que yo piense aquí está de más, porque lo que quiero transmitir es el clamor de la sangre de los héroes al oír y leer palabras semejantes. Cuando alguien desde su sano juicio decide que es preferible la cobardía de un hijo a que le haga frente a la vida, con sus riesgos y sus aristas, le estigmatiza, le anima al egoísmo, al yo por encima de todas las cosas, se le anima a no desear el bien de ningún otro congénere, a no ser que el de uno mismo esté primero y por encima de cualquier otro. La bondad, la mano tendida al prójimo, está de más. La primera de las premisas del fascismo. 

Reaccionar con cobardía a una amenaza de muerte es otorgarle la razón al amenazante. No habría dibujantes en Charlie Hebdo, ni en El Jueves, ni en Mongolia; no habría periodistas de investigación sacando a flote las toneladas de basura de la corrupción, no habría existido Watergate... Y es en ese estado en el que se ha sumido la sociedad en la que vivimos, donde la tribuna de cualquier red social se convierte en un megáfono insultante para verter toda clase de basura, con tal de tener unos pequeños aplausos para reconfortar nuestro ego, o acumular todos los comentarios posibles y tantos likes como seamos capaces de acopiar para mostrar nuestra supremacía. 

Vivimos en una sociedad que vive por inercia, que hace las cosas solo por hacerlas, sin expresar sentimiento de odio, ni repugnancia, ni felicidad, ni amor... simplemente indiferencia. Quizá se hayan visto reacciones en cadena en repulsa al atentado, a la catástrofe, a la subyugación de la voluntad, pero todo queda en el olvido pasadas unas pocas fechas. Podría contar a bote pronto cientos en la última década: ya olvidamos (y no duden así seguirá) que un país como Siria está asolado y casi a diario bombardeado, que en Fukushima sigue existiendo (tampoco duden de que así seguirá por muchas décadas) un problema de alcance mundial, que tras el terremoto de Haití en 2010 le siguió un ciclón que devastó la isla y aún intenta recuperar la población todo lo perdido (quedará en el olvido), además de recomponer en la medida de lo posible ese Estado... En el país de los ciegos, el tuerto es el rey.  Porque ya parece haberse sumido todo en el olvido y a mí se me da bien traer al recuerdo de vez en cuando hasta donde llega a veces la mezquindad y la hipocresía humana.

El listado de seres humanos que murieron de un modo u otro para que los que disfrutamos de libertad y democracia tengamos la oportunidad de elegir gobierno, de que las mujeres puedan votar, de que los trabajadores tengan derechos, de que la analfabetización suponga una mera anécdota y podamos disfrutar de escolarización..., esos héroes y heroínas que dieron su vida para que aquellos que ven incomprensible que alguien pueda incluso dar la vida por su congénere tengan la oportunidad de tener un buen coche, una casa, vestuario a elegir, una nevera llena… 

Podría ocupar este post con la valentía de bomberos, policías nacionales, guardias civiles, agentes de protección civil..., que con sus vidas protegen y amparan a los ciudadanos de a pie. Tampoco voy a traer a colación aquí a los que aún mueren en defensa de la libertad de prensa y de opinión, por liberar a su pueblo de la opresión de un régimen dictatorial, por la medicina y las vacunas de su pueblo, por los médicos que dejan el alma en que los pueblos más castigados tengan acceso a las vacunas más básicas... La lista de personas que de un modo u otro han dado la vida por que tengamos oportunidad de disfrutar de aquello que disfrutamos o bien de aquellos que luchan encarnizadamente por que haya personas que puedan cubrir sus necesidades más básicas sería interminable. Todas esas personas han luchado y dado su sangre para que podamos tener aquello de cuanto disfrutamos en las sociedades occidentales, así como los que aún la dan para que los que no lo disfrutan puedan algún día tener al alcance de la mano aquello que los de aquí ni tan siquiera lo apreciamos. Dieron su sangre para que la vida continuase evolucionando, creciendo.

Es perfectamente humano sentir miedo ante una situación de peligro, la reacción de protección de lo que uno ama es un instinto natural. Cada uno de los héroes que intentaron mediar en pos de la libertad y el respeto por la vida nunca pensaron en que podrían haber perdido aquello que defendían. Pero resulta pavoroso comprobar cómo existen individuos que su concepto del existencialismo es el de Meursault (El extranjero, Albert Camus. 1942), el que vivía por inercia, el que hacía las cosas solo por hacerlas, sin expresar sentimiento de odio, ni repugnancia, ni felicidad, ni amor... simplemente indiferencia. La esencia o reflejo de una sociedad individualista como la de hoy que vive por inercia, como si no hubiese pasado el tiempo, como si las sensaciones de abandono y desgana permaneciesen aún presentes en el ánimo de una sociedad española que siente indiferencia ante el robo sistematizado de la clase política y sus amigos de mesa y mantel. Se vive para el individualismo más voraz de cuantos hayamos vivido nunca a lo largo de la historia, donde un tweet es similar a un disparo o un vómito de Facebook es un mantra que todo el que termina siguiéndolo acaba enfermo de soledad.

En efecto, la vida es el único tesoro que tenemos, pero la vida solo podemos defenderla con la vida, aun a riesgo de «desperdiciarla», o incluso perderla, en la lucha. En modo alguno estoy predicando que debemos salir a la calle a tirarnos en brazos de todo aquel que atente contra la vida de los demás; así, sin ton ni son, como queriendo que nos liquiden para convertirnos en idiotas, no en héroes. Pero el acto de proteger la integridad en la medida que alcance nuestro amor a la propia vida es lo que determina el grado sumo de respeto y amor a la nuestra. La valentía no es ninguna milonga y no es precisamente lo que lleva a los cementerios del mundo a los héroes. Es precisamente la cobardía del que mira desde otro lado y sale huyendo, dejando solo al que trata de defender esa posesión que cree que defiende el que sale corriendo, la que fomenta esta sociedad desarraigada del individualismo. 

Preferir hijos cobardes que visitar la tumba de un héroe es cercenar el derecho a decir todo esto que ahora mismo estoy tecleando sobre mi viejo portátil. De ser así, todas esas manifestaciones, luchas, protestas, etc., que han llevado al camino del progreso a esta sociedad, de la mano de la cobardía de esconder la cabeza bajo tierra para así hacer desaparecer el problema, nos habría dejado estancados en el oscurantismo del medioevo. Porque unos cuantos hijos de padres que les aleccionaron en la vida y su sagrada defensa, dieron la suya en algún momento para que yo, Daniel Moscugat, pueda decir cuanto se me ocurra opinar (dentro de lo que establece la legalidad y el respeto) y usted, querido lector, tenga la libertad de poder elegir leer estas líneas sin que nadie le reprenda por ello ni recibir castigo alguno. Tan sólo por eso estaré enormemente agradecido a todos esos héroes. Nunca podré agradecerle nada al cobarde que huyó y no defendió este privilegio que ahora ejerzo. Y sí le debo todo lo que soy a todos aquellos que dieron su sangre porque yo pueda ejercer mi libertad a plenitud.

Por desgracia, vivimos un tiempo de individualismos cobardes que siempre terminan escondidos, bien bajo las alas de la intolerancia y la fuerza, bien tras la pantalla de un ordenador o un teléfono móvil, donde despotricar contra todo enmascarado tras un sobrenombre. Y, desafortunadamente, estamos rodeados del costumbrismo existencialista de Mearsault: «así son todos los días», «uno acaba por acostumbrarse a todo», «nada ha cambiado...». Pero, por fortuna, siempre habrá alguien que, a lomos de un patinete, pase velozmente por donde caminamos, nos haga despertar del letargo en el que andábamos sumidos y nos obligue a increpar al mundo su osadía, aunque la mayoría siga huyendo ante cualquier duda o amenaza. Siempre habrá alguien que nos haga reaccionar, y ese, tanto si da su vida como si no, será un héroe al que recordar.








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Published junio 07, 2017 by

Per sona

Para entender esta parrafada viajo hasta los albores etimológicos de la palabra «persona». Según la Real Academia Española, propone de manera escueta, aunque explícita, que el origen de esa palabra proviene del latín persōna (máscara de actor, personaje teatral, personalidad), y este a su vez del etrusco φersu, que a su vez toma del griego prósōpon. Bueno, esto traducido es algo así como que la voz con la que se dramatizaba y declamaba, en el teatro griego, desde el escenario no era en ocasiones lo suficientemente potente como para alcanzar a todo el público asistente. De modo que se usaban máscaras para expresar sentimientos alegres, tristes, melancólicos, irascibles... Aquellas máscaras recibían el nombre o apelativo para sonar (per sona). Se deduce, pues, según la propia etimología de la palabra y la personalidad, y resumiendo porque esto daría para hablar largo rato, esa máscara de actor que todos llevamos consigo es nuestro personaje teatral, lo que oculta todo cuanto llevamos dentro que queremos esconder y, a su vez, todo aquello  que queremos hacer oír hacia el exterior.

Por circunstancias personales que no vienen a cuento, especialmente el último año y medio, llevo haciendo el recorrido Málaga-Benajarafe por autovía. Ésta tiene unas restricciones de velocidad bastante específicas, donde la mayoría del recorrido tiene prohibido superar los 80 km/h, siendo un par de tramos explícitos y bastante reducidos los que permite circular hasta los 100 km/h. La brutalidad y el exceso de velocidad, salvo honrosas excepciones (que son los puntos estratégicos donde han de reducir la velocidad por la presencia de radares), son la tónica general. Mi pareja, conductora experta y prudente, respetuosa con la velocidad, las marcas viales y la señalización pertinente, y este que firma abajo, comentamos en ocasiones las numerosas jugadas diarias como si de un partido de fútbol se tratase. Hemos presenciado accidentes inverosímiles, colisiones aparatosas, atestados con resultado mortal, adelantamientos imprudentes que emulan los que solía hacer Fernando Alonso, rebasamientos a 160 o 180 km/h (aproximación que puede medirse con facilidad), maniobras inverosímiles que hacen pensar en el flagrante desconocimiento del código de circulación (como por ejemplo el ignorante y asesino en potencia de turno que reclama, con sonoros golpes de claxon y aspavientos de energúmeno, que le dejes pasar cuando está situado en un carril de incorporación con un obligatorio ceda el paso en sus mismísimas narices, tanto en marcas viales como en señalización), la absoluta falta de escrúpulos e igualmente desconocimiento del susodicho código que determina que ningún, repito, ningún conductor sabe respetar a la hora de enfrentarse a una señal de STOP (cuando esto ha sucedido en alguna ocasión ante nuestras narices, es decir, que un precavido decide detener por completo el vehículo ante la línea de detención, haya o no circulación que discurra por la vía a la que se incorpora, lo celebramos y le concedemos un pequeño premio virtual al conductor del año). En especial, dejo para este pequeño final los túneles: un privilegiado escondite para adelantamientos al más puro Indianápolis, excesos de velocidad inauditos, eslálones de vértigo que ni el mismísimo Sébastien Loeb sobre el hielo sería capaz de ejecutar, absoluta falta de respeto a la distancia de seguridad del que precede con el consecuente acoso para que aceleres... Demasiadas cosas que no acaban en descarnadas tragedias porque la fortuna, el ángel de la guarda, Dios, la providencia, los santos del cielo, los dioses de la galaxia y toda la corte de mártires de todas las religiones habidas y por haber deciden que no es el momento.

Podría estar escribiendo, en líneas generales, sobre ese trayecto diario, que debiera estar muchísimo más vigilado por las autoridades (y de paso harían caja de manera ingente); un trayecto ejemplificador de tantos otros de la geografía nacional del que podría narrar a diario un relato, y la sorpresa por parte del lector no me cabe duda que sería mayúscula. Y en este punto está preguntando... ¿Qué tiene que ver esta denuncia con la etimología de la palabra «persona»? 

La carretera es un fiel reflejo de la hipocresía de la sociedad en la que vivimos y a la que nos enfrentamos cotidianamente. Así, sin anestesia y sin paños calientes. Es el algodón del mayordomo de Ten. Utilizamos la máscara de la personalidad para convencer a quienes nos ven actuar de nuestros estados de ánimos, de quiénes pretendemos o queremos ser. Mostramos sensibilidades, sentimientos, prédicas y demás aferes que enmascaren lo que llevamos dentro. Somos, querámoslo o no, actores que interpretan un papel de cómo queremos que nos vean y quienes nos gustaría ser en realidad. Y cuando nos ponemos frente al volante y entramos en el habitáculo angosto del vehículo, o sobre dos ruedas cuerpo descubierto, nuestro territorio privado y donde no hay cabida a la interpretación, aflora entonces quiénes somos. El vehículo es una extensión de lo que llevamos más hondo, es un habitáculo donde dejamos a un lado esa máscara para que dormite en un estado aletargado que recuperamos al estacionar. Ese alter ego que permanece indómito en el subconsciente aflora cuando hacemos nuestro el territorio de un trayecto por corto que sea. En ese trayecto se engrandece el ego, el yo que está alimentado por el conjunto de lo social, por lo que aprende. Ese trayecto en el automóvil describe con fidelidad lo que somos intrínsecamente.

La peculiaridad que nos confiere el asfalto tiene que ver en parte con la adrenalina, en especial si se cruza con la testosterona. De todos es sabido los estadios por donde pasa un descuido o simplemente el respeto a las normas de tráfico, teniendo como cabeza visible o responsable a una mujer. La verborrea falacia del machismo más casposo da paso, no sólo en la locuacidad del bocazas de turno, también en las prácticas de conducción que van acompañadas de agresividad, alteración del orden, gestualidad ostensible, grosería..., póngale el lector el resto de imaginerías. Es algo así como lo que se ha dado a conocer con el sobrenombre de «poscensura». No hace muchas fechas leí un artículo más que interesante, que hace un resumen de ello y que aludiré con una simple oración para equiparar la magnitud: «Adular al superior, ofender al inferior y quejarse por la indignación del ofendido: he ahí la fórmula del ascenso social en el escalafón intelectual de nuestro tiempo».

Nadie está exento hoy por hoy de verse sometido a la ofensa pública a través de las redes de alcantarillado social por el simple placer de vernos indignados por tales ofensas. Salen a la palestra víboras, ratas y otras alimañas con afán de medrar a cambio de unos ejemplares publicados en alguna editorial de renombre o simplemente por el beneplácito de ser custodiado por las alas del ofensor (que traducido significa «intelectual venido a menos»). Como contraprestación solo han de prestar lealtad, como si estuviesen al amparo de un contrato de vasallaje, bajo la amenaza de ser considerados traidores a la causa del señor feudal, infligiendo vejación y humillación gratuitos a todo aquel que se sienta humillado. Unos se sienten intocables ante el linchamiento y escarnio público y los otros medran en el escalafón mediático intelectual: todos contentos con su papel.

Sucede de un modo parecido con los conductores avezados que se echan a la calle a diario. Algunos se sienten con la potestad de ofender al inferior, al que posee un coche viejo o aparentemente de inferior cilindrada, tamaño, precio o potencia, o simplemente por ser del género femenino, y es propio en lacayos de estrato social susodicho que liberen el claxon en apoyo al todopoderoso camión, furgoneta, potente vehículo de tecnología alemana o deportivo italiano. Un código no escrito que cada cual lleva en la guantera y que en uno de sus múltiples artículos lleva explícitamente impreso que quien respeta las normas de tráfico allá por donde va es un maldito imbécil que no merece el menor de los respetos, y del mismo modo aquel que es capaz de tomar una curva a 140 kilómetros hora, o quizá por ejecutar un adelantamiento al doble de la velocidad del que tiene ante sí, o incluso por acosar intimidatoriamente por la retaguardia hasta el punto de verse obligado a cambiar de carril sin la más mínima precaución, es un auténtico macho ibérico. La eterna disyuntiva: nadar contracorriente haciendo las cosas como uno debe por respeto hacia los demás conductores, o infringir los preceptos y avasallar a todo el que no cumpla con esa ley intelectual no escrita de apartar a todo aquel que pretenda ser honesto.

Apenas hay mucho más que decir, pues he sido sumamente comedido y casi que no he querido entrar en la misma retórica del conductor intelectual (perdón, habitual) que pulula por estas carreteras de dios. En esta era de la tecnología y la información, de la cultura libre y compartir todo, del buenismo bien y lo políticamente correcto, ni tan siquiera nos paramos a pensar la procedencia de las etimologías de las palabras que usamos diariamente. Esto no es la antigua Grecia, aunque vamos en ese camino de retrospección en el que usamos y necesitamos máscaras (fotos de perfil, información pseudofilosófica, acumulación de likes y selfies y «amigos», y de un largo etcétera que conocemos todos). Las necesitamos porque la voz ya no es lo suficientemente potente como para alcanzar a nadie. Necesitamos usar máscaras para expresar sentimientos alegres, tristes, melancólicos... «para sonar» (per sona).

Se deduce, pues, que esa máscara de actor que todos llevamos consigo es nuestro personaje teatral, lo que oculta todo cuanto llevamos dentro y queremos esconder, y, a su vez, todo aquello que queremos hacer oír. Eso cabe dentro del habitáculo de un vehículo, del mismo modo que en cualquier perfil de cualquiera de las redes sociales de las que somos esclavos, desde donde ejecutamos las acciones pertinentes de nuestro verdadero yo, afectando a cualquiera que pasaba por ahí, cualquiera que no conocemos, o en ocasiones hasta conocemos bien, pero que nos suele importar más bien poco. Porque el punto de inflexión es el alimento de ese ego que escondemos tras la máscara. Y el verdadero problema es que esa actitud puede explotarnos algún día en la misma cara y ni tan siquiera el habitáculo en el que creemos estar protegidos o ser inmunes de todo cuanto hay a nuestro alrededor nos protegerá de la terrible tragedia de perder algo valioso sobre el asfalto... o quién sabe si sobre la línea de tiempo de nuestra máscara social.







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