Published junio 19, 2017 by

La cobardía y Mearsault

Ya he comentado en alguna que otra ocasión que me gusta dar tiempo a todo aquello que se comenta en caliente o esas noticias que produce urticaria entre la población bienpensante. Por eso heme aquí dándole a la tecla por un pequeño detalle relacionado con el atentado terrorista de Londres del pasado tres de junio. Parece que hemos olvidado con facilidad una fecha tan cercana. Se me vienen muchos flashes de corte filosófico al recordar ideas relacionadas al existencialismo y reflexiones parecidas cuando se producen atentados o catástrofes naturales. 

Cada cual tiene su significación y cada significante lleva consigo un significado. Los mercenarios del DAESH perpetraron su penúltimo ataque en suelo europeo, una invasión silenciosa que viene de vuelta tras las perpetrada de manera brusca por el mundo occidental, metiendo las narices donde no les llamó nadie. Pero esto no es lo que me ocupa ahora, porque solo este axioma daría para postear varias parrafadas a modo de ensayo. A lo que iba. Los mal llamados lobos solitarios (cinematográficamente queda bien para producciones iuesei), que en realidad son locos asesinos que toman la religión como justificante de sus actos en venganza por el asedio injustificado de occidente sobre sus lugares sagrados, salieron a la calle a cercenar la vida de cuantos saliesen a su paso. Y un tal Ignacio Echevarría sale a la palestra por su heroicidad. Lo fácil ahora sería hacer una oda de ensalzamiento al héroe del monopatín, que merece cientos si es necesario, y que no debiéramos olvidar con tanta prisa. No obstante, lo que me ha empujado a escribir sobre ello es la ingente cantidad de comentarios que corren por la red de redes en defensa de la cobardía, de huir y no mirar hacia atrás. De «por qué tuvo que meterse en berenjenales de camisas de once varas» el pobre Ignacio. Porque «la vida es el único tesoro que tenemos como para desperdiciarlo en ayudar a cualquiera» que lo necesite. «La valentía es una milonga que empuja a los cementerios del mundo a miles de héroes». Incluso han llegado a comentar (para tirarse de los pelos del pecho, porque afortunadamente no me quedan en el cuero cabelludo) que prefieren hijos cobardes (auspiciados por también la cobardía de sus progenitores) que visitar la tumba de un héroe.

Todas esas odas a la cobardía, en sí mismas, tienen las patas tan cortas que ni siquiera su propia indolencia les sería suficiente como para salir huyendo hacia mejor estado. No les daría tiempo.  A mí, personalmente, me producen vómitos multicolor que se abigarran a la indignación. Pero lo que yo piense aquí está de más, porque lo que quiero transmitir es el clamor de la sangre de los héroes al oír y leer palabras semejantes. Cuando alguien desde su sano juicio decide que es preferible la cobardía de un hijo a que le haga frente a la vida, con sus riesgos y sus aristas, le estigmatiza, le anima al egoísmo, al yo por encima de todas las cosas, se le anima a no desear el bien de ningún otro congénere, a no ser que el de uno mismo esté primero y por encima de cualquier otro. La bondad, la mano tendida al prójimo, está de más. La primera de las premisas del fascismo. 

Reaccionar con cobardía a una amenaza de muerte es otorgarle la razón al amenazante. No habría dibujantes en Charlie Hebdo, ni en El Jueves, ni en Mongolia; no habría periodistas de investigación sacando a flote las toneladas de basura de la corrupción, no habría existido Watergate... Y es en ese estado en el que se ha sumido la sociedad en la que vivimos, donde la tribuna de cualquier red social se convierte en un megáfono insultante para verter toda clase de basura, con tal de tener unos pequeños aplausos para reconfortar nuestro ego, o acumular todos los comentarios posibles y tantos likes como seamos capaces de acopiar para mostrar nuestra supremacía. 

Vivimos en una sociedad que vive por inercia, que hace las cosas solo por hacerlas, sin expresar sentimiento de odio, ni repugnancia, ni felicidad, ni amor... simplemente indiferencia. Quizá se hayan visto reacciones en cadena en repulsa al atentado, a la catástrofe, a la subyugación de la voluntad, pero todo queda en el olvido pasadas unas pocas fechas. Podría contar a bote pronto cientos en la última década: ya olvidamos (y no duden así seguirá) que un país como Siria está asolado y casi a diario bombardeado, que en Fukushima sigue existiendo (tampoco duden de que así seguirá por muchas décadas) un problema de alcance mundial, que tras el terremoto de Haití en 2010 le siguió un ciclón que devastó la isla y aún intenta recuperar la población todo lo perdido (quedará en el olvido), además de recomponer en la medida de lo posible ese Estado... En el país de los ciegos, el tuerto es el rey.  Porque ya parece haberse sumido todo en el olvido y a mí se me da bien traer al recuerdo de vez en cuando hasta donde llega a veces la mezquindad y la hipocresía humana.

El listado de seres humanos que murieron de un modo u otro para que los que disfrutamos de libertad y democracia tengamos la oportunidad de elegir gobierno, de que las mujeres puedan votar, de que los trabajadores tengan derechos, de que la analfabetización suponga una mera anécdota y podamos disfrutar de escolarización..., esos héroes y heroínas que dieron su vida para que aquellos que ven incomprensible que alguien pueda incluso dar la vida por su congénere tengan la oportunidad de tener un buen coche, una casa, vestuario a elegir, una nevera llena… 

Podría ocupar este post con la valentía de bomberos, policías nacionales, guardias civiles, agentes de protección civil..., que con sus vidas protegen y amparan a los ciudadanos de a pie. Tampoco voy a traer a colación aquí a los que aún mueren en defensa de la libertad de prensa y de opinión, por liberar a su pueblo de la opresión de un régimen dictatorial, por la medicina y las vacunas de su pueblo, por los médicos que dejan el alma en que los pueblos más castigados tengan acceso a las vacunas más básicas... La lista de personas que de un modo u otro han dado la vida por que tengamos oportunidad de disfrutar de aquello que disfrutamos o bien de aquellos que luchan encarnizadamente por que haya personas que puedan cubrir sus necesidades más básicas sería interminable. Todas esas personas han luchado y dado su sangre para que podamos tener aquello de cuanto disfrutamos en las sociedades occidentales, así como los que aún la dan para que los que no lo disfrutan puedan algún día tener al alcance de la mano aquello que los de aquí ni tan siquiera lo apreciamos. Dieron su sangre para que la vida continuase evolucionando, creciendo.

Es perfectamente humano sentir miedo ante una situación de peligro, la reacción de protección de lo que uno ama es un instinto natural. Cada uno de los héroes que intentaron mediar en pos de la libertad y el respeto por la vida nunca pensaron en que podrían haber perdido aquello que defendían. Pero resulta pavoroso comprobar cómo existen individuos que su concepto del existencialismo es el de Meursault (El extranjero, Albert Camus. 1942), el que vivía por inercia, el que hacía las cosas solo por hacerlas, sin expresar sentimiento de odio, ni repugnancia, ni felicidad, ni amor... simplemente indiferencia. La esencia o reflejo de una sociedad individualista como la de hoy que vive por inercia, como si no hubiese pasado el tiempo, como si las sensaciones de abandono y desgana permaneciesen aún presentes en el ánimo de una sociedad española que siente indiferencia ante el robo sistematizado de la clase política y sus amigos de mesa y mantel. Se vive para el individualismo más voraz de cuantos hayamos vivido nunca a lo largo de la historia, donde un tweet es similar a un disparo o un vómito de Facebook es un mantra que todo el que termina siguiéndolo acaba enfermo de soledad.

En efecto, la vida es el único tesoro que tenemos, pero la vida solo podemos defenderla con la vida, aun a riesgo de «desperdiciarla», o incluso perderla, en la lucha. En modo alguno estoy predicando que debemos salir a la calle a tirarnos en brazos de todo aquel que atente contra la vida de los demás; así, sin ton ni son, como queriendo que nos liquiden para convertirnos en idiotas, no en héroes. Pero el acto de proteger la integridad en la medida que alcance nuestro amor a la propia vida es lo que determina el grado sumo de respeto y amor a la nuestra. La valentía no es ninguna milonga y no es precisamente lo que lleva a los cementerios del mundo a los héroes. Es precisamente la cobardía del que mira desde otro lado y sale huyendo, dejando solo al que trata de defender esa posesión que cree que defiende el que sale corriendo, la que fomenta esta sociedad desarraigada del individualismo. 

Preferir hijos cobardes que visitar la tumba de un héroe es cercenar el derecho a decir todo esto que ahora mismo estoy tecleando sobre mi viejo portátil. De ser así, todas esas manifestaciones, luchas, protestas, etc., que han llevado al camino del progreso a esta sociedad, de la mano de la cobardía de esconder la cabeza bajo tierra para así hacer desaparecer el problema, nos habría dejado estancados en el oscurantismo del medioevo. Porque unos cuantos hijos de padres que les aleccionaron en la vida y su sagrada defensa, dieron la suya en algún momento para que yo, Daniel Moscugat, pueda decir cuanto se me ocurra opinar (dentro de lo que establece la legalidad y el respeto) y usted, querido lector, tenga la libertad de poder elegir leer estas líneas sin que nadie le reprenda por ello ni recibir castigo alguno. Tan sólo por eso estaré enormemente agradecido a todos esos héroes. Nunca podré agradecerle nada al cobarde que huyó y no defendió este privilegio que ahora ejerzo. Y sí le debo todo lo que soy a todos aquellos que dieron su sangre porque yo pueda ejercer mi libertad a plenitud.

Por desgracia, vivimos un tiempo de individualismos cobardes que siempre terminan escondidos, bien bajo las alas de la intolerancia y la fuerza, bien tras la pantalla de un ordenador o un teléfono móvil, donde despotricar contra todo enmascarado tras un sobrenombre. Y, desafortunadamente, estamos rodeados del costumbrismo existencialista de Mearsault: «así son todos los días», «uno acaba por acostumbrarse a todo», «nada ha cambiado...». Pero, por fortuna, siempre habrá alguien que, a lomos de un patinete, pase velozmente por donde caminamos, nos haga despertar del letargo en el que andábamos sumidos y nos obligue a increpar al mundo su osadía, aunque la mayoría siga huyendo ante cualquier duda o amenaza. Siempre habrá alguien que nos haga reaccionar, y ese, tanto si da su vida como si no, será un héroe al que recordar.








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