Published junio 07, 2017 by

Per sona

Para entender esta parrafada viajo hasta los albores etimológicos de la palabra «persona». Según la Real Academia Española, propone de manera escueta, aunque explícita, que el origen de esa palabra proviene del latín persōna (máscara de actor, personaje teatral, personalidad), y este a su vez del etrusco φersu, que a su vez toma del griego prósōpon. Bueno, esto traducido es algo así como que la voz con la que se dramatizaba y declamaba, en el teatro griego, desde el escenario no era en ocasiones lo suficientemente potente como para alcanzar a todo el público asistente. De modo que se usaban máscaras para expresar sentimientos alegres, tristes, melancólicos, irascibles... Aquellas máscaras recibían el nombre o apelativo para sonar (per sona). Se deduce, pues, según la propia etimología de la palabra y la personalidad, y resumiendo porque esto daría para hablar largo rato, esa máscara de actor que todos llevamos consigo es nuestro personaje teatral, lo que oculta todo cuanto llevamos dentro que queremos esconder y, a su vez, todo aquello  que queremos hacer oír hacia el exterior.

Por circunstancias personales que no vienen a cuento, especialmente el último año y medio, llevo haciendo el recorrido Málaga-Benajarafe por autovía. Ésta tiene unas restricciones de velocidad bastante específicas, donde la mayoría del recorrido tiene prohibido superar los 80 km/h, siendo un par de tramos explícitos y bastante reducidos los que permite circular hasta los 100 km/h. La brutalidad y el exceso de velocidad, salvo honrosas excepciones (que son los puntos estratégicos donde han de reducir la velocidad por la presencia de radares), son la tónica general. Mi pareja, conductora experta y prudente, respetuosa con la velocidad, las marcas viales y la señalización pertinente, y este que firma abajo, comentamos en ocasiones las numerosas jugadas diarias como si de un partido de fútbol se tratase. Hemos presenciado accidentes inverosímiles, colisiones aparatosas, atestados con resultado mortal, adelantamientos imprudentes que emulan los que solía hacer Fernando Alonso, rebasamientos a 160 o 180 km/h (aproximación que puede medirse con facilidad), maniobras inverosímiles que hacen pensar en el flagrante desconocimiento del código de circulación (como por ejemplo el ignorante y asesino en potencia de turno que reclama, con sonoros golpes de claxon y aspavientos de energúmeno, que le dejes pasar cuando está situado en un carril de incorporación con un obligatorio ceda el paso en sus mismísimas narices, tanto en marcas viales como en señalización), la absoluta falta de escrúpulos e igualmente desconocimiento del susodicho código que determina que ningún, repito, ningún conductor sabe respetar a la hora de enfrentarse a una señal de STOP (cuando esto ha sucedido en alguna ocasión ante nuestras narices, es decir, que un precavido decide detener por completo el vehículo ante la línea de detención, haya o no circulación que discurra por la vía a la que se incorpora, lo celebramos y le concedemos un pequeño premio virtual al conductor del año). En especial, dejo para este pequeño final los túneles: un privilegiado escondite para adelantamientos al más puro Indianápolis, excesos de velocidad inauditos, eslálones de vértigo que ni el mismísimo Sébastien Loeb sobre el hielo sería capaz de ejecutar, absoluta falta de respeto a la distancia de seguridad del que precede con el consecuente acoso para que aceleres... Demasiadas cosas que no acaban en descarnadas tragedias porque la fortuna, el ángel de la guarda, Dios, la providencia, los santos del cielo, los dioses de la galaxia y toda la corte de mártires de todas las religiones habidas y por haber deciden que no es el momento.

Podría estar escribiendo, en líneas generales, sobre ese trayecto diario, que debiera estar muchísimo más vigilado por las autoridades (y de paso harían caja de manera ingente); un trayecto ejemplificador de tantos otros de la geografía nacional del que podría narrar a diario un relato, y la sorpresa por parte del lector no me cabe duda que sería mayúscula. Y en este punto está preguntando... ¿Qué tiene que ver esta denuncia con la etimología de la palabra «persona»? 

La carretera es un fiel reflejo de la hipocresía de la sociedad en la que vivimos y a la que nos enfrentamos cotidianamente. Así, sin anestesia y sin paños calientes. Es el algodón del mayordomo de Ten. Utilizamos la máscara de la personalidad para convencer a quienes nos ven actuar de nuestros estados de ánimos, de quiénes pretendemos o queremos ser. Mostramos sensibilidades, sentimientos, prédicas y demás aferes que enmascaren lo que llevamos dentro. Somos, querámoslo o no, actores que interpretan un papel de cómo queremos que nos vean y quienes nos gustaría ser en realidad. Y cuando nos ponemos frente al volante y entramos en el habitáculo angosto del vehículo, o sobre dos ruedas cuerpo descubierto, nuestro territorio privado y donde no hay cabida a la interpretación, aflora entonces quiénes somos. El vehículo es una extensión de lo que llevamos más hondo, es un habitáculo donde dejamos a un lado esa máscara para que dormite en un estado aletargado que recuperamos al estacionar. Ese alter ego que permanece indómito en el subconsciente aflora cuando hacemos nuestro el territorio de un trayecto por corto que sea. En ese trayecto se engrandece el ego, el yo que está alimentado por el conjunto de lo social, por lo que aprende. Ese trayecto en el automóvil describe con fidelidad lo que somos intrínsecamente.

La peculiaridad que nos confiere el asfalto tiene que ver en parte con la adrenalina, en especial si se cruza con la testosterona. De todos es sabido los estadios por donde pasa un descuido o simplemente el respeto a las normas de tráfico, teniendo como cabeza visible o responsable a una mujer. La verborrea falacia del machismo más casposo da paso, no sólo en la locuacidad del bocazas de turno, también en las prácticas de conducción que van acompañadas de agresividad, alteración del orden, gestualidad ostensible, grosería..., póngale el lector el resto de imaginerías. Es algo así como lo que se ha dado a conocer con el sobrenombre de «poscensura». No hace muchas fechas leí un artículo más que interesante, que hace un resumen de ello y que aludiré con una simple oración para equiparar la magnitud: «Adular al superior, ofender al inferior y quejarse por la indignación del ofendido: he ahí la fórmula del ascenso social en el escalafón intelectual de nuestro tiempo».

Nadie está exento hoy por hoy de verse sometido a la ofensa pública a través de las redes de alcantarillado social por el simple placer de vernos indignados por tales ofensas. Salen a la palestra víboras, ratas y otras alimañas con afán de medrar a cambio de unos ejemplares publicados en alguna editorial de renombre o simplemente por el beneplácito de ser custodiado por las alas del ofensor (que traducido significa «intelectual venido a menos»). Como contraprestación solo han de prestar lealtad, como si estuviesen al amparo de un contrato de vasallaje, bajo la amenaza de ser considerados traidores a la causa del señor feudal, infligiendo vejación y humillación gratuitos a todo aquel que se sienta humillado. Unos se sienten intocables ante el linchamiento y escarnio público y los otros medran en el escalafón mediático intelectual: todos contentos con su papel.

Sucede de un modo parecido con los conductores avezados que se echan a la calle a diario. Algunos se sienten con la potestad de ofender al inferior, al que posee un coche viejo o aparentemente de inferior cilindrada, tamaño, precio o potencia, o simplemente por ser del género femenino, y es propio en lacayos de estrato social susodicho que liberen el claxon en apoyo al todopoderoso camión, furgoneta, potente vehículo de tecnología alemana o deportivo italiano. Un código no escrito que cada cual lleva en la guantera y que en uno de sus múltiples artículos lleva explícitamente impreso que quien respeta las normas de tráfico allá por donde va es un maldito imbécil que no merece el menor de los respetos, y del mismo modo aquel que es capaz de tomar una curva a 140 kilómetros hora, o quizá por ejecutar un adelantamiento al doble de la velocidad del que tiene ante sí, o incluso por acosar intimidatoriamente por la retaguardia hasta el punto de verse obligado a cambiar de carril sin la más mínima precaución, es un auténtico macho ibérico. La eterna disyuntiva: nadar contracorriente haciendo las cosas como uno debe por respeto hacia los demás conductores, o infringir los preceptos y avasallar a todo el que no cumpla con esa ley intelectual no escrita de apartar a todo aquel que pretenda ser honesto.

Apenas hay mucho más que decir, pues he sido sumamente comedido y casi que no he querido entrar en la misma retórica del conductor intelectual (perdón, habitual) que pulula por estas carreteras de dios. En esta era de la tecnología y la información, de la cultura libre y compartir todo, del buenismo bien y lo políticamente correcto, ni tan siquiera nos paramos a pensar la procedencia de las etimologías de las palabras que usamos diariamente. Esto no es la antigua Grecia, aunque vamos en ese camino de retrospección en el que usamos y necesitamos máscaras (fotos de perfil, información pseudofilosófica, acumulación de likes y selfies y «amigos», y de un largo etcétera que conocemos todos). Las necesitamos porque la voz ya no es lo suficientemente potente como para alcanzar a nadie. Necesitamos usar máscaras para expresar sentimientos alegres, tristes, melancólicos... «para sonar» (per sona).

Se deduce, pues, que esa máscara de actor que todos llevamos consigo es nuestro personaje teatral, lo que oculta todo cuanto llevamos dentro y queremos esconder, y, a su vez, todo aquello que queremos hacer oír. Eso cabe dentro del habitáculo de un vehículo, del mismo modo que en cualquier perfil de cualquiera de las redes sociales de las que somos esclavos, desde donde ejecutamos las acciones pertinentes de nuestro verdadero yo, afectando a cualquiera que pasaba por ahí, cualquiera que no conocemos, o en ocasiones hasta conocemos bien, pero que nos suele importar más bien poco. Porque el punto de inflexión es el alimento de ese ego que escondemos tras la máscara. Y el verdadero problema es que esa actitud puede explotarnos algún día en la misma cara y ni tan siquiera el habitáculo en el que creemos estar protegidos o ser inmunes de todo cuanto hay a nuestro alrededor nos protegerá de la terrible tragedia de perder algo valioso sobre el asfalto... o quién sabe si sobre la línea de tiempo de nuestra máscara social.







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