Published diciembre 01, 2021 by

Estética sin ética


«Yo soy una mentira que dice la verdad», llegó a confesar Jean Cocteau. Y no lo dijo en sentido literal. En esa línea escribió Pessoa: «El poeta es un fingidor. / Finge tan completamente / que hasta finge que es dolor / el dolor que en verdad siente». Traducido en cristiano: el razonamiento tiene un límite que no trasciende como sí lo hace el devenir de un pensamiento que está hecho de artefactos tan dispersos como las emociones, el intelecto, la lógica, la reflexión... Esa argamasa de la que está hecha los poemas tiene la peculiaridad de trascender más allá de lo que puede hacerlo una idea racional, que quizá nos representa como ser vivo, pero no siempre sucede esto con un poema.

Félix Ovejero escribió el ensayo «El compromiso del creador. Ética de la estética» (Galaxia Gutemberg, 2014), que ayuda a comprender, y a dónde situar, el verdadero arte contemporáneo. Reflexiona sobre tomar, como punto de partida, la seriedad del creador a la hora de afrontar su trabajo, su relación con el medio y su contemporaneidad, la razón de ser del arte. Bien es cierto que no todo lo que se escribe es arte lírico, por lo que seria sensato acostumbrarse a hacer autocrítica. Pongamos un ejemplo para comprender que no todo lenguaje escrito es poesía, y aún menos todo poema premiado por la buenaventura es lírica. Supongamos que hemos quedado con unos amigos para jugar un partido de fútbol, o hemos adquirido un kit para sembrar tomates en un rinconcito de nuestro lavadero. Practicar un deporte con nuestros amigos vistiendo la indumentaria oficial de nuestro equipo favorito, o conseguir los primeros tallos de una tomatera, no hacen de nosotros deportistas profesionales o agricultores. La autocrítica, afrontar ese trabajo lírico ‘en relación con el medio y su contemporaneidad' es la razón de ser de todo autor que se precie.  

Quizá sea ese fundamento, desconocido para la gran mayoría de «profesionales» del verso, es el que acongoja a toda esa mafia cultural que denosta a todo el que no está protegido bajo las alas de su mediocridad; que acostumbra a despreciar «ese tsunami lírico que ha aflorado, aquí y allá, con lecturas, presentaciones y disímiles logias del verso, y del ripio intrascendente». Palabras como estas no es más que miedo a lo criticado, porque desconocen, no pueden controlar o no entran en sus cánones estetico-técnicos. Y, como buenos adalides del pensamiento único, condenan a vagar cuarenta años por el desierto todo lo que contradiga sus mandamientos.

Gombrovicz veía que la lírica se deslizaba hacia un abismo sin fin, por defectos de forma: ripios intrascendentemente recamados y porque andaba sometida al control de individuos de semejante calaña. Y es que, aunque el espejismo de esa floración anormalmente prolija y medrada en inviernos cálidos; desaparecida la tradición y sus reglas; casi en barbecho las reflexiones éticas y estéticas; la lírica necesita con urgencia una brújula, porque la obviedad que queda al alcance de cualquiera es flagrante, y la vanidad que se respira entre bambalinas más que concluyente. La poesía anda sometida a un régimen endogámico (cuyos preceptos bien podrían datar del oscurantismo), que acoge premisas como lealtad y traición que son determinantes fatídicos usados con frecuencia como armas éticas para cercenar las cabezas de cualquiera que pretenda siquiera militar en sus logias y disienta de sus preceptos.

Si hay algo que no pueden controlar esos claustros del verso bastardo son los lectores. Y, como dije al principio, la argamasa de la que está hecha la poesía también la perciben del mismo modo los lectores, que son quienes llevan lo que leen a lugares de sí mismos que ni conocen ni reconocen. Eso es tan pavoroso para los obispos ecuménicos del lirismo, que en ocasiones hasta envidian los ripios superventas de esos incautos que denostaron en su momento y ahora han de aceptar a regañadientes en sus conciliábulos infames. La esencia poética, según Aristóteles (Poética), se origina porque el hombre imita la realidad y, también, por la existencia del ritmo y de la armonía de la naturaleza. Algo tan inasible que los caudillos de esas logias no pueden, ni podrán, controlar jamás, aunque destierren al ostracismo a quienes no acepten sus preceptos.

(Artículo aparecido en la revista digital El victorino, N.⁰ 2).






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