Published diciembre 26, 2016 by

Todo tiene su eco en la eternidad


Después de dar bandazos de aquí para allá por toda la geografía nacional (y algunas incursiones más allá de los pirineos), regresé a Málaga en 2006 tras una breve estancia de poco más de año y medio en Marbella. Llevaba por entonces seis o siete años largos apartado de cualquier ejercicio intelectual válido que haya cultivado a lo largo de la vida. Me acomodé en pleno centro histórico, sita en calle Andrés Pérez. Una rúa que respira gratitud, desprende nostalgia y resultaba lamentable el estado de abandono habitual que sufría y que afortunadamente, entre los comerciantes y vecinos de la zona, con la obligada aportación del consistorio, comienza a recuperar un poco del lustre perdido. Pero eso es otra historia. A lo que iba.

Saliendo del vetusto edificio hacia lo más ancho de la desembocadura de la calle, nos topamos con calle Carretería. Allí se ubicaba un negocio familiar y mundialmente conocido como chino (por más que los orientales se esfuerzan en bautizarlos, nadie los conoce por su nombre). Aún hoy desconozco cómo lo consiguen pero todos sus negocios, a modo de bazar o de zoco multiuniversal, de todos los tamaños, colores y formas posibles, tienen siempre lo que uno busca; de mala calidad, pero lo tienen. A veces los he imaginado preparando algún tipo de rito de iniciación a la venta. Algo así como una especie de sortilegio ancestral, con sus polvos mágicos y sabiduría medieval, con pomposas fanfarrias de aló tle delisia atómicas y musicalizadas con toda suerte de gongs y un sin fin de misterios imperiales rococós. De repente toda parafernalia desaparece tras un inconfundible humo grisáceo verdoso, producto de una dramática e inocua quemazón de fósforo. ¡Wroooom! Y aparece la tienda (¡de alimentación!) a donde voy a comprar un rollo de cinta aislante (¿se dan cuenta de lo insólito?). «Al fondo», me dice el rollizo adolescente sin dejar de mirar su portátil. Y en el fondo del tercer pasillo tengo al alcance de la vista los rollos de cinta aislante. Pero me encuentro con el obstáculo de un par de jovencitas, apenas púberes, vigiladas de cerca por una especie de shaolin con aspecto de primo lejano de Bruce Lee pero tamaño Zumosol. Las chiquillas cuchicheando mientras husmeaban algunos objetos brillantes con forma de pulsera o algo parecido, baratijas de poca monta. Justo cuando intento abrirme paso entre ellas, aprovechando las estrecheces del pasillo, la morena de ojos vivaces, mirada pícara y enjuta como un cálamo, guardó en un cachete bajo el pantalón un par de esos objetos brillantes en un pispás: muy limpio, rápido y disimulado. Tanta viveza cegó al shaolin, que ni se enteró. Pero aquellos ojos se me clavaron como estacas en la memoria, implorándome que no dijera nada, súplica muda que ornamentó con el arco de la comisura de sus labios. Salió indemne con su premio… y mi sonrisa cómplice.

Por mucho que me arrepienta ahora, no paro de pensar en que debí haberla reprendido o quizá haberle dado el dinero al shaolín pagar esas chucherías. La razón me sugiere que la educación depende de muchos factores, el primordial está en casa. Pero cuando un niño encuentra en la calle pequeños entremeses a modo de lecciones útiles no los olvida fácilmente, o sí. También corre uno el riesgo de ser tachado de chivato, esquirol y lindezas mucho más grotescas que no debiera reproducir ahora. Y quizá hubiera sido lo más conveniente aun a riesgo del repudio público posterior. Pero no es el caso. Mi conciencia me lo recuerda de nuevo, señal de que el modo de afrontar aquel pequeño incidente fue erróneo. Y de ahí mi arrepentimiento y la duda que me carcomerá siempre.

Encontré en la misma embocadura de la calle Andrés Pérez, seis o siete años después, a un agente de policía colocando los grilletes en las muñecas de una chica morena, enjuta como un cálamo, con unos vaqueros y sudadera ajustados: era la misma púber preadolescente con seis o siete primaveras más que habían moldeado en su perfil un ser encantador y manifiestamente bello. Me vio y me reconoció del mismo modo como la reconocí a ella. Inclinó su cabeza, sabedora de que la había cagado… y parecía que mucho. Estuve preguntándome durante todo ese día qué habría hecho para merecer aquello. Sobre todo si yo hubiera podido contribuir a evitar aquel momento años atrás, cuando la descubrí sustrayendo lo que no le pertenecía. Si en aquel momento que sonreí al atropello de un robo inocente y pueril hubiera reprendido ese acto, quizá las cosas hubieran cambiado... quién lo sabe.

Caminaba por calle Carretería hace muy pocas fechas. Me topé en el camino con un grupo de jóvenes adultos, que reían y compartían sensaciones y bromas con su jerga callejera, casi cacófona e ininteligible para los mortales de cierta edad ya. Me clavó la mirada una joven a la que reconocí al instante. Ensombreció su semblante solo un instante. Volvió a su sonrisa jovial y afilada. Me había reconocido. La miré y me sonreí porque realmente me alegré de verla, aunque muy desmejorada y todavía más delgada que años atrás. Me lanzó un guiño que, ahora que escribo estas líneas, no comprendo bien el porqué. Un guiño de complicidad tal vez. O quizá el guiño de que había aprendido y quiso agradecerlo con aquel gesto. El lenguaje de las miradas me resulta en ocasiones tan intrínseco como volátil, pero al mismo tiempo certero y rotundo. Es la voz de la conciencia quien me susurraba cada vez que se cruzaba por mi camino aquella chica morena y enjuta como un cálamo, que aquella fue una lección que no cayó en saco roto para ninguno de los dos. La conciencia reproduce siempre los actos aparentemente inocentes, pero que calan en el fondo del alma como una pesadas anclas. De ahí que en necesitamos aprender de lo que nos lastra si no queremos que nos fije a perpetuidad en lugares de los que no podremos salir jamás por nuestro propio pie. Si hubiera impedido aquel pequeño hurto, como si de un juego de niños se tratase, tal vez la vida de aquella chica habría sido distinta... o tal vez no. Quién lo sabe. Lo único cierto es que nadie imagina cómo me gustaría quemar un buen puñado de fósforo y hacer desaparecer todo aquel episodio tras un inconfundible humo grisáceo verdoso




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Published diciembre 19, 2016 by

Zonas


"Un poeta es un mundo encerrado en un hombre", escribió Victor Hugo. El mundo que habita en el corazón del poeta es el compromiso con el hombre, con la honestidad hacia sí mismo, la reflexión como inflexión entre su intelecto y lo que le rodea. Tal que así, un mundo puede representarlo todo en una vida, y quizá la complejidad de lo que uno encuentra en el transcurso de ese todo universal que habita en cada ser humano empuja a indagar en el sentido que lleva consigo la propia vida para su sustento emocional. A lo largo y ancho del camino por donde uno transita tropieza con preguntas, medita y razona sus respuestas en pos de la comprensión de su propia existencia, la comprensión de ese mundo encerrado en sí mismo.

Cuando Aristóteles reflexiona en torno a la verdad que encontramos en su "poética", podría resumirse en este axioma: el nacimiento de un poema surge como consecuencia de dos factores naturales en el hombre: la tendencia a la imitación y el ritmo y la armonía. Por lo que uno entiende que la transfiguración de la realidad hacia la inclinación a buscar la imitación del ser humano y todo lo que construye en torno a sí mismo acaba brotando de la mano de Antonio José Royuela con un ritmo y una armonía que dialoga con absoluta sencillez con el lector.

Desde el mismo título uno ya se sabe advertido, todo lo que queda delimitado por zonas se separa del resto en espacios privados y concretos o en espacios compartidos y funcionales. Un edificio de viviendas, un colegio, el calor del hogar...  todo queda delimitado por espacios de uso privado, pero que dependen o quedan interconectados por espacios de uso común donde los usuarios se congregan o han de compartir otros. El poemario de Royuela se divide en espacios privados, concretos, íntimos, espacios de reflexión donde elucubra en la intimidad, dando voz imitada de la realidad para crear un espacio de diálogo donde conversa con el lector con el ritmo y la armonía que la exposición de sus inquietudes requiere.

Los espacios hallados en 'Zonas' son, como digo, de uso privado de reflexión, unos, y de uso común, otros. La composición química de los versos se resumen en sólido, líquido y gaseoso, dejando los espacios comunes en zonas, zona cero y zona sin clasificar.

No cabe duda que inicia los pasos de un modo personal a modo de agradecimiento hacia los que le acompañan en el mundo que hay encerrado en él: "De la mano de los que me curan las heridas, / en esta guerra sin fecha final conocida. / De los que aún quedándose sordo de un oído / gritarán para hacerse escuchar. / De los mismos que nadaron hacia las islas / donde me perdí. / (...) / No me borrarán de sus vértebras / como suelen hacerse con los sueños" . No tiene reparos en abrir la mano y tiende puentes hacia la realidad que nos contempla con la complicidad del lector, vertebra las dos caras de una misma verdad, el amor y el desamor, hace visible las carencias que andan dispersas en un pasado que se contempla en la distancia de los años y que pasan indefectiblemente como un aprendizaje de lo propio y lo ajeno.

A destacar tres aspectos: el circunloquio zona cero deja claro desde el principio hasta el final su compromiso social, su constante reflexión sobre la incongruencia de un mundo que sufre las carencias de unos como consecuencia de los excesos o la codicia de unos pocos. Un debate permanente que emplaza al lector a sumarse a la reflexión. A éste le sigue la zona gaseosa, el espacio más volátil por los cambios que se producen en su estado debido a los altibajos de temperatura. Una zona donde descubre las variables intangibles e intrínsecas del amor y del desamor. Un espacio de reflexión lleno de abnegación, manejando con franqueza las virtudes y los defectos que entiende como verdad relativa. Con el riesgo que ello conlleva, se acerca de manera honesta y sincera descubriendo ambas caras, apelando al recuerdo, con cierta nostalgia, con la perspectiva de la experiencia. Se adentra en la memoria y entre el recuerdo sale a flote la tesitura de quien ya ve las cosas desde la distancia con cierta voluptuosidad. Por último la zona sólida, su sostén, su entorno y su propiedad, su tesoro más íntimo: "Lo que realmente te duele es la lejanía de las voces / que cuidaste con tanto esmero, / la ausencia de entusiasmo que veías en los ojos de los que te abrazábamos / al regreso de cualquier salida, / o la nostalgia por ver caer la misma lluvia que juntos / contemplábamos hace treinta años". Versos dedicados a una madre y que diluvia nostalgia y agradecimientos en los posteriores versos, así como en los versos dedicados a quienes ocupan lugares más cercanos en su corazón.

Con Zonas, Antonio José Royuela alcanza una cúspide de madurez intelectual, una voz de poeta profundo y veladamente filosófico, un mundo que habita en sus reflexiones y que adquieren un compromiso con el ser humano y toda su idiosincrasia. Con la honestidad y la franqueza con la que se expresa hacia sí mismo, hace reflexionar al lector desde las distintas perspectivas, en ocasiones con contundencia, desde las distintas zonas: "En un desahucio / cabe la letra pequeña en un impreso / cobarde y asesino, / las corbatas de usureros / que no combinan con el color de las paredes / y el triste espectáculo de la degradación / pública en un sueño". Zonas es un mundo encerrado en un hombre.

WEB DEL AUTOR  //  ZONAS - ED. LASTURA





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Published diciembre 12, 2016 by

Parásitos

Este será, probablemente, el primero de algún capítulo más que tratará sobre esta tipología de organismos vivos. Dada mi reiterada insistencia por convencer de que cada cosa que vemos o hacemos en la vida actúa como un engranaje de esta noria que llamamos vida, hoy por hoy se cumple con mucho más ahínco que antaño gracias a la aparición de internet y muy en especial a las redes sociales: esos patios vecinales universales, ese gran ojo que controla a todos y sustituye muchos aspectos de la vida real; querámoslo o no es así.

Definición de parásito, según el DRAE: «1) Dicho de un organismo animal o vegetal: que vive a costa de otro de distinta especie, alimentándose de él y depauperándolo sin llegar a matarlo. 2) Dicho de un ruido: que perturba las transmisiones radioeléctricas. 3) Piojo. 4) Persona que vive a costa ajena». Se me antoja imprescindible poner como ejemplo, como siempre, la vida misma, lo empírico del asunto, la realidad que nos contempla.

Hace unos meses leí que un periódico local daba como noticia destacada el desembarco del casting para el famoso programa televisivo Gran Hermano. Me impactó el tratamiento de noticia destacada, y cualquier mirada de soslayo que aluda con interés desorbitado, al reality en cuestión. Una noticia copada por su carácter embarazoso y con el aval que ofrece sus cuotas de audiencia. Me da pena que se amparen estas aberraciones en lo que se presupone que es prensa seria y, sin embargo, los autores literarios, músicos, plásticos, etc., que dan sus primeros pasos, conocidos por amplias minorías o ayudados por celebridades que andan por el final del sus trayectos, o desconocidos en general por el gran público pero quieren abrirse hueco entre esas amplias minorías, tengan que luchar contra la indiferencia de la supuesta prensa seria y apostar con la mayor de sus riquezas (el tiempo) para promocionarse y regalarnos (literalmente) sus inquietudes intelectuales, con el coste económico que les acarrea en la mayoría de las ocasiones mostrar su creación en público. En fin, de lo que se trata en el fondo es de vender periódicos, carnaza para zombis.

Y con esa idea rondándome la cabeza caminaba por calle Bolsa en dirección a Larios para llegar a la Plaza de las Flores, donde había quedado citado para tomarme unas cañas en una de las múltiples terrazas que dejan sin espacio la circulación del transeúnte. Tal que así podría decirse que actúan en buena medida como parásitos que entorpecen y molestan el flujo sanguíneo de la circulación, embruteciéndolo con ese colesterol que no deja síntomas apreciables pero favorece la consiguiente formación de pequeños trombos, infartando el sosiego y tranquilidad del plácido viandante, y peor aún: de los vecinos. De soslayo veo en la esquina de calle Don Juan Díaz, junto al soportal de la vieja Numismática, un fotógrafo que porta una extraordinaria réflex digital con un teleobjetivo cuatro veces más costoso todavía que la propia cámara. El fulano era un tipo como cualquier otro: vaqueros, sudadera color añil, zapatillas deportivas gastadas en los pies, rechoncho y de rostro sanguíneo. No obstante, llamaba la atención de los que pasaban junto s él por sus continuas ráfagas al son de un Kalashnikof. Sonreía con cierta malevolencia tras cada disparo, cual psicópata que disfruta con sus actos, sabedor que le reportará, además, pingües beneficios. Los ojos querían salírsele de las cuencas y sus pupilas brillaban con el nítido símbolo del euro. Algunos turistas nacionales sentados a la sombra del «Señorío de Lepanto» hablaban de que el menda disparaba al famoso de turno, que estaba sentado con su querida madre en la terraza de un restaurante. Veo que en torno a la mesa donde se sienta el impostor o aprendiz de famoso se forma una especie de trombo que aumenta en tamaño a medida que interrumpe la circulación. Al parecer, uno de esos concursantes del aclamado programa de televisión y parte de las legiones de seguidores que acumula infartaron definitivamente el flujo sanguíneo de aquella arteria conocida como calle Bolsa. Selfis para Instagram, Facebook, Twitter… y selfis y más selfis...

Como siempre, estas cosas, que no por cotidianas dejan de ser excepcionales para mi pobre entendera, me dejaron pensando un buen rato. Todo lo que atañe a nuestras vidas tiene un precio, y no tiene por qué ser forzosamente una tasa económica. Aunque lo parezca, no intento ser pretencioso, solo me ajusto a la realidad... Y el precio a pagar no tiene por qué ser cuantificable en lo económico.

Pocos días después de aquel incidente del paparazzi ametrallando al famoso de Gran Hermano, me sorprendió una conversación mientras viajaba en un bus urbano. Dos adolescentes hablaban sin prejuicio alguno y en un tono de voz que quedaba muy lejos de ser discreto; imposible abstraerse de las risotadas, gritos y jaleos varios entorno al dichoso famoso del reality en cuestión. Relataban sus hazañas y las de sus enemigos en el programa de televisión: que si fulano jaleaba en la casa, cuando zutano se había colocao, que mengana estaba «enferma» (mal de la cabeza), que si fulana era una «muertahambre»… A juzgar por los índices de audiencia todo el mundo parece conocerles, para bien o para mal, sea porque sigue las emisiones semana a semana, día tras día, o porque conocidos o amigos comentan todas las jugadas a diario. Lo que despertó mi interés fue la frase que esputó una de ellas: «…es que aquel día parecía aquello un corralón». Supongo que no era consciente de la verdadera medida de lo que significaba siquiera aquella palabra en la intrahistoria de esta ciudad. Pero lo cierto es que a día hoy, a pesar de que todo el mundo exhibe sus vidas e intimidades sin pudor en redes sociales, o por doquier, nadie conoce a nadie, en realidad, y todos estamos sujetos a la mercadería simulada del Gran Hermano de un modo u otro, en todas las redes sociales habidas y por haber.

Y así, en conclusión, todos sueñan lo que son, aunque ninguno lo entiende: tanto los que les siguen como los que les empujan y, sobre todo, los que les aúpan en las plataformas tanto televisivas como informativas; sin dejar escapar entre ellos a la prensa «seria», que suele beneficiarse del hospedaje del parásito sin pudor alguno. Pero a pesar de que viven, cada cual a su manera, a costa de otro de distinta especie, va minando su salud y a su vez la del entorno que tiene a su alance, depauperándola tal vez, pero sin llegar a matarle, porque es su subsistencia. Parásitos todos, al fin y al cabo, como seres inamovibles, vagos, pendencieros y sin escrúpulos. Una función que no interrumpe el curso natural biológico de las especies.

Me siento en total comunión con Michael Caine por lo que dijo en cierta ocasión en una entrevista: «los paparazzi son los únicos parásitos de la historia de la biología cuyo único objetivo en la vida es destruir su única fuente de alimento». Lo que forma un trombo en el flujo de serotonina de mis neuronas es que todos estos parásitos; los parásitos que les pagan, y los parásitos que se alimentan a su vez de esos parásitos; también se alimentan de esos otros parásitos que viven de la fama que aquellos les proporcionan con sus dentelladas. Y así, poco a poco el mundo se va llenando cada vez más de más zombis intelectuales y sociales que se alimentan de la carnaza global, hasta que algún día nadie recordará nada porque los parásitos acabarán con su única fuente de alimento. Sospecho que esa será la razón por la cual la humanidad se extinguirá de la faz de la tierra. Y el único antídoto para evitar la extinción sigue siendo los libros...






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