Published noviembre 15, 2018 by

Alas para el egocentrismo









Sé que los árboles soportan estoicos
sus largos reposos, su sueño.
Y entre los abrazos del céfiro
cierran los ojos y susurran:
¿Quién pudo darte alas?

Veo la volátil mancha de su frac
como el borrón caprichoso de un niño.
Esa vanagloria le sostiene,
envenenándonos con el soplo
de quien cree ser espejo del mundo.

En sus cortos vuelos
arrastra puntos suspensivos,
en la atalaya de su reposo
derrama graznidos de arena:
espejismos de su candidez.

Todo lo mira de soslayo
sobre su mullida nube de algodón
para no ver el afilado pico de proyectil
presto siempre a derramar sangre inocente.

Bajo el brillante polvo celestial
que viste sempiterno luto
por las víctimas de sus afiladas garras,
oculta el alabastro que tiene por corazón
alimentando al grillo que ahí habita:
narrador de melodías autocomplacientes,
subrepticia constante y cíclica
cuyo estertor evita el susurro
de la sinfonía matinal que empapa el infinito.

Lástima que evite
el contacto con el suelo:
el hedor inflamable a carroña
que escapa de sus bramidos
le obliga a escapar del calor de la hierba
que arde amarillenta hasta el cadáver del Sol,
porque abrasaría sus zarpas y sus alas…
Sólo al anochecer, cuando todos duermen
y los árboles despiertan,
acerca su presencia a tierra firme.

Con el sol en guardia,
con su espada en alto,
enhiesto el orgullo
y vanidosa la insolencia,
nunca se atreve a volar sobre el mar,
porque el bruñido azul del piélago
refleja el monstruo que no quiere ver.
¿Quién pudo darte alas,
miserable cuervo del egocentrismo?



(Inétido, 2001)


                              




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Published octubre 31, 2018 by

Disparar a matar









El proyectil que dispara tu sangre
lleva mi nombre tatuado
en su piel de acero creciente,
dejando en su trayectoria
una estela inflamable
de polvo de diablo.

La luna, que suele engendrar
delirios de mercurio,
se balancea entre cortinas de algodón,
inflamadas a la lumbre
de la máscara de tu ansiedad.

Moriré quizás en la quemadura de mis cicatrices,
pero tú volverás al carnaval de tu soledad.

(Inédito, 2008)




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Published octubre 29, 2018 by

El malo de la película

(Contiene spoiler)

El Monumental, una sala de cine que en la actualidad es un edificio de viviendas de la calle José Tallaví, esquina con Mendoza Tenorio, de la localidad de Málaga, emitía en aquella sesión matinal de domingo un western que me marcaría para toda la vida. Era el cine más cercano y al que podía ir sin depender de ningún medio de transporte que no fuera mis propias piernas. Gastaba apenas once veranos y balbuceaba a duras penas español, aunque lo entendía con mayor fortuna. Mis apariciones por la sala de cine se contaban escasas para el seguimiento que ya tenía por el séptimo arte. Si bien era raro que me dejasen ir acompañado de los amigos del barrio sin algún adulto de por medio, era aún más raro que contase con un puñado de monedas para pagarme la entrada, por entonces unas sesenta pesetas. Así que cuando reunía el dinero necesario, guardando pesetas por aquí y algún duro por allá que me estipendiaba mi abuela, corría que me las pelaba para ver la película había en cartelera, que los domingos en la sesión matinal era doble. Y mis posibilidades de ir solo al cine se reducía precisamente a la mañana dominical, puesto que el resto de la semana la oferta resultaba incompatible con los horarios propios de un niño. Aquel domingo de primavera que traigo ahora aquí, se asomaba el sol con atisbos de indumentaria estival. Fue auténticamente festivo para mí: al fin podría ir al cine después de muchas semanas en ascuas o alimentándome del que se emitía por televisión y podía o me dejaban ver.

Ya por aquel entonces guardaba un pequeño resquemor (que ahora que lo pienso tenía más de cinéfilo que de infantil) con las películas del oeste, que suponían todo un hito y contaba con una extensísima saga de seguidores en todo el mundo (también las películas de Bruce Lee y de artes marciales en general). Me preguntaba por qué, en los encuentros entre malos y buenos en los westerns, el duelo final entre ambos se saldaba siempre con tanta premura, con una tensión arrastrada por toda la película para finalizar en apenas unos segundos. Sobre todo, el porqué los indios, infatigables sobrevivientes en la naturaleza salvaje, eran tipos tan endebles e idiotos a la hora de enfrentarse a la barbarie de la civilización. Aquel domingo primaveral tuve suerte en primera instancia porque al parecer la película en cuestión carecía de indios y vaqueros.

Penetré en aquel templo que conservaba cierto halo de coliseo. A pesar de la miasma por la escasez de ventilación, el no menos apolillado efluvio a humanidad, y un inconfundible retestinado perfume a tabaco incrustado en las butacas, podía oírse retumbar los ecos de cientos y cientos de explosiones, carcajadas, disparos, palomitas, besos, abrazos..., aquel lugar tenía concentrado y había sido testigo de muchos mundos en apenas unos metros cuadrados. Mundos con los que soñábamos vivir todos los que nos procurábamos un asiento para ver la película de la sesión dominical: Once upon a time in the west, o lo que se dio a traducir (creo que de las pocas veces que se ha traducido un título de la lengua de los bárbaros al castellano y el acierto fue, en mí modesta opinión, inaudito, puesto que el título original no hace justicia con lo que nos cuenta el film y en castellano insinúa lo que es en sí misma la propia narración de la película): Hasta que llegó su hora.

Ya el inicio me dejó profundamente estupefacto. Ese opening hipnótico con el sonido de fondo de la veleta de la estación de tren, quebrando un silencio polvoriento donde Jack Elan trata de espantar una mosca pesada que no parece despegarse de la piel de su rostro grasiento y sudoroso; Woody Strode, el que fuera un virtuoso Sargento negro, que aprovecha la percusión del goteo del agua para recabar un sorbo que a los pocos minutos le refrescar el gaznate; a lo lejos se apercibe el chucuchú del la presión del vapor del tren escapando al viento y alerta a los forajidos de su llegada. Uno deja escapar la mosca que zumbaba en el interior del cañón de su revoler, el segundo succiona el trago de agua que acogía gota a gota en su sombrero, y Al Mulock, el tercero en discordia, que con su rostro hace de cortinilla dando paso a la llegada del tren al girar el rostro y abrirse en el plano para que aparezca el armatoste de hierro sobre los raíles; un tren que resbalaba las ruedas metálicas sobre las vías de acero, succionando todo vestigio hipnótico y congregándoles en el andén a la espera de un viajero. Aguardan en silencio que alguien baje del tren... No aparece nadie. Se dan media vuelta de regreso a Dios sabe dónde. En ese instante en que ya casi alcanzaban sus caballos, que esperaban en el otro extremo del andén, el tren retoma su camino. Oyen al Harmónica (como le bautizaría más adelante un extraordinario Jason Robards, uno de esos pocos actores que nunca decepcionaba hiciera lo que hiciera), que aparece tras el monstruo férreo cuando éste retoma la marcha hacia su destino. El intercambio de disparos, aparentemente en clara desventaja para Harmónica, tumba a todos tras un breve intercambio de palabras. Yo me retorcí sobre el asiento, incrédulo. No pude comprender qué estaba pasando. Sin embargo, Harmónica se incorpora, la fortuna se alió con él y el último disparo de Woody Strode no llegó a su destino... hasta el final de la película no comprendí ni un ápice del porqué de aquella secuencia, y a pesar de ello consiguió que me quedase prendado de la pantalla las casi tres horas de película.

Ni que decir tiene que ese misterioso Harmónica me tuvo en vilo toda la película; «por qué», me preguntaba todo el tiempo, por qué persigue al forajido. Quizá ha sido el personaje más redondo que ha interpretado Charles Bronson a lo largo de toda su carrera, a pesar de ponerse en la piel de alguien pétreo, insustancial, que sólo mostraba rapidez y sangre al desenfundar la pistola. Harmónica llena la pantalla cada vez que aparece en plano, sumado al genio de Jason Robards, que no recuerdo haberle visto una interpretación fallida por pequeña que fuese, como en esta cinta de Sergio Leone. Obviamente no podía dejar pasar la extraordinaria candidez de Claudia Cardinale: quizá hasta el día de hoy jamás el sudor en la piel femenina había resultado ser tan erótico como empapando a la bella esposa del malogrado McBain en el film, y aún menos que unos ojos fuesen tan luminosos como los que alumbraban de esperanza cada vez que entraba en plano.

Ahora bien, si hay algo que me ha acompañado en lo más profundo de mis escarnios y temores por causa de esa película es el rostro de Frank, el extraordinario malo malísimo que encarna un magnífico y genial Henry Fonda que jamás en toda su carrera ha podido igualar la interpretación que nos regaló con aquel papel. Nunca antes, ni aún hoy, he visto un personaje que encarne tan sólo con su rostro la esencia más pura de la maldad. Apenas sí necesitó mover un músculo para pasar de una ligera sonrisa con atisbos de ternura a un gesto adusto y serio, agrio de perversidad, con ambición de fustigar la propia maldad para mostrar hasta dónde podía llegar para calibrar quién comandaba el reino del mal allá por donde pisaba. Tan sólo oír su nombre bastó como excusa para liquidar a un pobre niño indefenso, que acababa de quedarse huérfano. «¿Qué hacemos con este, Frank?», sugiere uno de sus compinches. «Ya que has dicho mi nombre...», sentencia Henry Fonda. Acto seguido el disparo a cámara sugiere al espectador la estridencia más aplastante de la crueldad, fundiéndose con el quejido de las ruedas del tren sobre las vías, de manera que la estridencia que nos embarga en lo más recóndito de nuestro ser se funde con la de la máquina rechinando contra las vías. Frank resultó ser el paradigma de la maldad, el rostro viviente de la guadaña, el lado más oscuro de la crueldad impreso en la piel del rostro de Fonda, el sombrío demonio enjutado en negro que se confundía con su propia sombra. Hoy día, en el cine, suele representarse al rostro del mal con patologías psicóticas y psicopáticas, estridencias malabaristas que fluctúan sobre la locura... Y no, Frank es un ser frío, calculador, con temple, capaz de helarle la sangre al primero que osase mirarle de soslayo, al que siquiera le susurrase de mala manera, al que le molestase de cualquier modo. Frank encarnó el modelo a seguir de lo que es y debiera ser siempre el malo de una película. Un tipo con carácter, capaz de dejarte frito con una mirada helada, de cuajarte la sangre y hacer que muerdas el polvo fulminado. Cualquier cosa que no se acerque a su planta, a su mirada de acero índigo, siempre será una apuesta fallida, porque Frank fue, es y será, sencillamente, el paradigma de la maldad, la encarnación de lo peor del ser humano.

Al final del film, Harmónica y Frank se enzarzarán en un duelo tan crepuscular como sepulcral. El gran Sergio Leone echa mano de todos los planos habidos y por haber que pueda uno utilizar para narrar una oda entre el mal y la justicia. Todos los espectadores comprenden entonces, al igual que Frank, el porqué de la persecución con esa harmónica del extraño y silencioso individuo que andaba buscándole. El realizador construye durante ocho minutos (sí, algo más de ocho minutos de odas a todos los planos posibles a realizar en una película), amparado bajo la batuta de una banda sonora extraordinaria del maestro Ennio Morricone que, haya visto la película, nunca olvidará. Un auténtico videoclip que usa como resurso para resumir la razón de aquel desencuentro, donde podemos ver, incluso, las inclinaciones de un joven y desaliñado Frank recreándose y disfrutando con la maldad: extrae una harmónica de su bolsillo y se la coloca en la boca, entre los dientes, a quien tiene frente a él en ese duelo épico cuando apenas era un niño. «Toca un poco y alegra a tu hermano», le dice. El jovencísimo Harmónica aprieta los dientes mientras sostiene a duras penas sobre sus hombros a su hermano, que cuelga desde una campana enmarcada por un arco de piedra que otrora pudo haber sido la entrada hacia el infinito. Un infinito ausente de muros y de vida, tan sólo habitado por aquellos forajidos que acompañan a Frank, el sentenciado a muerte y su hermano. Por fin un duelo como Dios manda...

Aquel rostro me acompaña siempre. Creí entonces que sería capaz de diferenciar a alguien malo de alguien bueno teniendo como ejemplo aquel rostro de Henry Fonda. Miraba con atención el semblante de todo el mundo, en especial los músculos orbiculares de los ojos. En esas anduve hasta las inmediaciones de mi domicilio, y comprobé que algo no iba bien. Apenas llegué a casa comprendí bien lo equivocado que estaba. Cuando salí del cine, después de casi tres horas incomunicado, corrí huyendo porque me temía lo peor. Eran casi las tres de la tarde y en casa había que sentarse a la mesa sobre las dos de la tarde a más tardar. Cuando entré por las puertas, recibí una soberana paliza, de esas por las que ahora un progenitor podría ir a la cárcel, incluso por mucho menos. Al parecer me habían estado buscando por doquier y en el barrio nadie sabía nada de mí porque no había aparecido ni había estado ni jugando con nadie. Era un crío como para perderme de aquella manera sin decir nada... Mientras recibía y aguantaba estoicamente la manta de palos que me estaba cayendo, pude ver en un instante, en los ojos de mi padre, aquella intensidad siniestra de fondo de la que sólo Frank fue capaz de dispensarnos en el film. Aquella iridiscencia feroz que brillaba en los ojos de mi padre me hizo temer incluso por mi vida. Cuando el nivel de ensañamiento alcanzaba cotas infernales, pude zafarme de aquella hebilla que me estaba destrozando la espalda y de otros elementos sin importancia (escoba, manos, etc...), y nadie en aquella casa corrió a socorrerme. Me vi indefenso como el crío que recibió el disparo de Frank ante el que nada pudo hacer, aunque yo sí logré zafarme y huir hacia Dios sabe dónde... hasta que las aguas volvieron a su cauce normal.

A veces creemos que el mal con el bien se combate: una de esas grandes estupideces que parecen verdad porque suenan a razonable. No creo que exista mayor error que ese. El bien solo actúa como bien: construye, se solidariza, apoya, ayuda, creo, gestiona progreso..., pero con el mal sólo se puede actuar con justicia. Y quizá la reflexión en torno a ello es que lo que es justo no siempre es lo correcto, ni tampoco es la ley. El bien sólo puede aleccionar para evitar cometer un mal, pero nunca para actuar contra el mal, porque acabaría sucumbiendo a las mismas fallas y transformarse en el propio mal. Esa es una de las grandes verdades que nos muestra la película de Sergio Leone, el bien solo puede hacer el bien, y nunca procura la venganza, ni pagar con la misma moneda de la maldad, ni regocijarse por el mal ajeno infligido sobre el prójimo, porque si actúa del mismo modo acaba provocando daños colaterales que ignora. 

Quizá por ello, al mirarme en el espejo, siempre observo en el fondo del iris el reflejo de saber quién no querría ser nunca. Siempre miro los músculos orbiculares de mis ojos para comprobar que no acunan un atisbo de maldad, que no asome Frank por ningún recoveco. De ese modo siempre suelo dormir tranquilo y profundamente. Y nada pudo impedirme desde entonces continuar viendo cine de todas las formas y maneras posibles que a día de hoy la tecnología nos concede el beneplácito de tenerlo aún más al alcance de la mano. Echo de menos someramente aquellas viejas salas de cine de mi ciudad (Echegaray, Palacio del Cine, Royal, Cayri, Andalucía, Astoria, América multicines, Universal...), su personalidad, su intrahistoria. Templos de escasa ventilación, con su apolillado efluvio a humanidad, el inconfundible retestinado perfume a tabaco incrustado en las butacas, los ecos de cientos y cientos de explosiones, carcajadas, disparos, palomitas, besos, abrazos..., que retumbaban como fantasmas que respiraban suplicantes más metros de celuloide para morir como murieron. En esos lugares se concentraban mundos inimaginables, guardaban secretos de grandes y pequeños en apenas unos metros cuadrados, el mundo con el que soñábamos vivir todos los que nos procurábamos un asiento, un mundo que, a pesar de su reconversión en macrocines, con sus infinitas salas, agoniza lentamente. Aunque nada impedirá que viva por siempre jamás la mirada de Frank en lo más profundo de mi corazón y evite verme reflejado en ese espejo índigo.








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Published octubre 22, 2018 by

El significado de las palabras

Siento un enorme pesar cada vez que me topo con noticias como la de hace ya algunas semanas y hoy vuelve a ser actualidad debido al atropello climático al que está siendo sometido el planeta en estos últimos tiempos (y quizá sea este la razón de nuestra más que probable extinción). Ha vuelto a la actualidad, como el mar que devuelve los vestigios de la tormenta que succionó de la tierra, una noticia sobrecogedora silenciada a conciencia por los medios de comunicación. Ha pasado desapercibido que el bloque de hielo más antiguo del Ártico se ha resquebrajado. Nunca se había producido antes este fenómeno en la historia geológica del planeta. Se está quejando y se siente herida, no sólo por todo lo que tiene de devastador el cambio climático por nuestro incesante e insistente maltrato, sino porque el ser humano está olvidando, perdiendo, el significado original de las palabras, del lenguaje, casi por completo. Quizá el cambio climático y todo un conglomerado de problemas que nos impiden coexistir como una raza civilizada, vienen derivados de una pérdida sistemática de la semántica original de las palabras yde su significado. No es lo mismo hablar que saber hablar...

Es cierto, el hombre siempre ha estado enemistado consigo mismo, en todas las épocas y a todos los niveles, siempre. De un modo u otro, un sector de la civilización ha tratado de dominar a los restantes de cualquiera de las formas más básicas desde su lado más desarrollado o aspectos más elementales que aún hoy son vigentes: político-militar, religiosa o económicamente. En esencia, por falta de entendimiento; y diría más: por ignorancia. Pero no se trata de eso, ya sabemos desde que Thomas Hobbes comenzara a abrirnos los ojos al concluir que «el hombre es un lobo para el hombre» a pesar de la organización social y los desarrollos económicos hasta la fecha de su contemporaneidad (hablamos que la cita data de mediados del siglo XVII), la historia de desencuentros entre la raza humana es más que evidente. El problema más elocuente radica en que cuanto más nos alejamos de Mesopotamia, más difusos son los significantes etimológicos de las palabras.

El ser humano, para poder comunicarse entre sí, desde el principio de los tiempos, necesitó de símbolos o de iconos para poder justificar aquello de lo que hablaba o intentaba expresarse. Necesitó un registro gráfico para comprender originariamente todo cuanto quería expresar. Aquello satisfizo una necesidad fundamental: la de comunicarse, la comunicación entre los pueblos. Indistintamente del tipo de género, cuando se hablaba de una cebra, iconográficamente, tanto interlocutor como receptor sabían perfectamente a qué se aludían. Eso permitió la comprensión entre personas, entre comunidades, y completó la necesidad de entender y hacerse entender. Cada palabra, cada gesto, cada forma, tenía un detonante para cada cual. Toda esa explosión que se moldeó durante cientos y cientos de años dio lugar a significantes sólidos y bien definidos para cada cosa, lugar, ser vivo, sentimientos, pensamientos..., nunca antes pudo ser calibrado de manera tan específica como con la palabra.

El «logos» (λóγος), se convirtió en el elemento indispensable para acercar al ser humano unos con otros, para comprender, para argumentar, para hablar. El «logos» conquistó ese «microcosmos que los humanos fabrican en los recovecos de su intimidad» (en palabras de don Emilio Lledó) y que hasta les acercaba o aproximaba en un mismo discurso que llega intrínsecamente a agruparles en sociedades que promulgaban el adiestramiento de la reflexión y la capacidad de comunicación como medio vehicular para entender y ser entendidos. El lenguaje, urdimbre tejida de palabras, se transformó pues en un sistema de señales que hizo característico la vida del ser humano sobre la tierra, la esencia de la convivencia, la capacidad de percibir y de sentir, potenciar y enriquecer su relación con las cosas y el medio natural en el que vive.

Por desgracia, esa esencia, el significado intrínseco y original de las palabras, del «logos», su origen, ha caído en desuso con el paso de los siglos. Epicuro sostenía que el lenguaje surgió de la relación natural entre los seres humanos. Y es posible que hasta esa relación natural haya caído en desuso debido al progresivo aislamiento del individuo, amparado al resguardo de la tecnología y el poder de los medios de comunicación para hacernos creer en la llamada y manida posverdad: la capacidad de debatir sobre si una mentira es debatible o no, o dejar en el aire la posibilidad de que una mentira pase por ser cierta si el grueso común de los mortales decide que así sea. Sin olvidar la desaforada avidez hacia el consumismo, donde se nos crean necesidades constantes sobre objetos o incluso alimentos, que en realidad ni necesitamos ni consumiremos (oferta: pague uno y llévese tres: y al final un tercio de la comida que adquieren los ciudadanos del mundo acaban en el contenedor de la basura). Debiera hacer referencia de nuevo aquí a Hobbes, porque afirmaba, además, que los seres humanos eran iguales entre sí y eso mismo les empujaba a competir entre ellos para satisfacer un deseo de conquista sobre el más débil. La guerra del «todos contra todos». Un conflicto comienza siempre en el instante mismo en el que la palabra, su significado original, se desvirtúa, se pervierte, se manifiesta contraria a su verdadera razón de ser, cuando la iconografia que tenemos de ella se ha deformado. La competencia y el mal entendimiento, raíces del conflicto.

En la filosofía clásica había un nexo común entre todas las diversas corrientes de reflexión. La muerte de la palabra significaba la muerte de la vida, porque la propia vida adquiría significado gracias a ella y matar el significado equivalía a dejar sin vida su significante. Si tuviésemos presente algunas de esas enseñanzas clásicas, es muy probable que el ser humano padeciese menos sufrimientos de los que sufre desde hace siglos. «La plenitud e incorruptibilidad de un ser implica no sólo estar libre de preocupaciones, sino de no causárselas a otro» (Máximas Capitales, I), sentenció el anteriormente citado Epicuro. Y es que si volviésemos a recuperar el significado original de las palabras; la comprensión, la argumentación, el habla original, la esencia del significado iconográfico latente de las cosas; sería mucho menos probable incurrir en la carrera salvaje del «sálvese quien pueda», significando eso incluso pasar por encima de nuestra propia fuente de vida. Por muy manoseada que esté cada palabra, por muy tergiversado que esté su significado por cualesquiera de los motivos que las ha mutilado de su iconografia original, sigue encerrando su semántica primigenia. Eso es precisamente lo que debiéramos recuperar, ese quizá sea el modo de poder comenzar a suturar las heridas, que queman ya como una cicatriz.

La relación del ser humano con el medio natural de su propia existencia en la Tierra, aunque casi no parezca que haya relación, depende directamente del retorno a sus orígenes. Vivimos en un sistema que desprecia la vida, huye de la importancia de comunicarse a través de los sentidos, todo se dispensa a través de una pantalla, todo aquello que parece verdad acaba siendo mentiras tergiversadas por una equivocada definición etimológica de las palabras. Este sin vivir de una sociedad decadente en todos sus estratos (desde el mal llamado primer mundo hasta el tercero) ha producido un clímax de violencia y consumo desaforado que ha quebrado definitivamente los resortes más intrínsecos del ser humano.

Vivimos en exceso pendientes de nuestras emociones, de potenciar al individuo (yo primero, disfruta cuanto puedas y deja a un lado todo lo demás, tú eres lo más importante...) y hemos olvidado, en definitiva, el significado original de las palabras, de cada palabra, con las que identificamos la iconografía de todo aquello que queremos comprender, de lo que comprende la vida en realidad, el significado que eso encierra para el desarrollo vital del ser humano. Se ha desvirtuado tanto todo lo que nos ha costado siglos asimilar, que nadie sabría decir a ciencia cierta, con concreción, qué es la amistad, por ejemplo, y en qué consiste disponer de ella... o el amor, el orgullo, la simpatía, el olvido, el recuerdo... Nos han inculcado hasta la saciedad que debemos mirarnos en el ombligo y mostrarles al mundo cuán bello es y lo poco importa el del vecino. Poco interesa la hermandad de un solo pueblo que habita en el planeta tierra: el ser humano. Sólo importa lo que se ve, la afinidad de la piel, de la raza, del idioma, de las costumbres... Todo aquello que iconográfica, moral o espiritualmente nos separe, en vez de unirnos. Al fin y a la postre, rehusar aceptar el conocimiento del otro significa asumir un cordón sanitario hacia cualquier cosa que no conozcamos, autoaislarnos, morir de inanición...

Este planeta nuestro se queja desde lo más profundo cada vez con más insistencia y furia, porque el ser humano se halla cada vez más separado del propio ser humano. Que se haya quebrado el bloque más antiguo de hielo en el Ártico significa que algo en el complejo vitamínico de la comunicación entre los pueblos se ha roto definitivamente, el medio vital del ser humano se nos muere representado en esa metáfora de la naturaleza. Y ya hemos visto que la existencia es la palabra, el origen de la comunicación, la veracidad de la etimología y su razón de ser; la aceptación de múltiples formas de significado, según las costumbres de cada pueblo. Si nos falta eso, se desmorona todo como un castillo de naipes. Seguimos prefiriendo la disputa y el enfrentamiento al entendimiento, la argumentación, el debate..., hablar. «En una sociedad como la nuestra, radicalmente amenazada, donde el principio de la vida no se ha supeditado solamente al principio del conocimiento, sino al principio de la múltiple verdad, de la ignorancia fanatizadora, del cultivo masivo de la estupidez, de la crueldad y de la violencia, todas las supuestas teorías científicas, todos los filosofismos de los nuevos pitagóricos, todos los adelantos tecnológicos arrastran la mala conciencia de no servir absolutamente para nada, a pesar de sustentarse de la discutible liturgia de la utilidad». (El epicureísmo, Emilio Lledó. Ed. Taurus, 2014). El eje transversal más antiguo del ser humano sobre este maltrecho planeta tierra es la palabra, que anda resquebrajada en nuestro entendimiento como el bloque de hielo más antiguo del Ártico.







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Published octubre 18, 2018 by

NO

"Somos también aquello que no somos." Es una de las sentencias absolutorias que encontramos en la lectura de esta novela, escrita con cierto desgarro, en momentos con crudeza y en líneas generales con absoluta 'audacia y honestidad'; parafraseando un poco a Maria Zambrano, que son éstas las cualidades aparentemente contradictorias de un verdadero descubridor del pensamiento. En ese sentimiento de la contradicción penetra profundamente esta novela y pone en varias tesituras al lector, especialmente a quien esté poco famliarizado con tales disquisiciones. La contraposición de vivir como un foráneo la identidad de tus orígenes sociales y culturales. Sentirse un apátrida dentro del ámbito en el que uno 'es' como individuo y más aún donde uno 'fue'. Surge, pues, la duda al vivir en esa frontera apátrida: "Me estoy convirtiendo en un busto de las identidades periféricas".

A lo largo de nuestra vida sentimos la necesidad de identificarnos con etiquetas, qué somos o si pertenecemos a algo. Las referencias en este caso hacen suspirar al protagonista de la novela por su amigo marroquí a quien echa en falta y lo deja todo para conocerse a si mismo y sus orígenes ("Sin un buen amigo marroquí, me faltaba algo esencial."), cosa que él no encuentra valor para hacer, ni tan siquiera cree que tenga un atractivo primordial. "Ese otro que falseaba la realidad ahora se ha desvanecido. Su lugar lo ocupa un agujero, un abismo de angustia y la certeza de que tu vives en Marruecos y yo no."

El protagonista es profesor de literatura y admirador de Hanif Kureishi, Mohamed Arkoum o Philip Roth..., quien este último, a mi parecer, es con quien mejor conversa en ese espejo dicroico que funciona como filtro en el que deja pasar todo aquello que pertenece al campo 'transterrado' para plasmarlo en significativas estampas y bloquea lo que hubiera conllevado a hacer del relato una oda cuasi hedonista sin trascendencia alguna. Por lo que este relato lleno de contradicciones entre el protagonista y su amigo concatena una narración sobre la urdimbre que fluctúa entre la nostalgia y la negación. "Mi Marruecos es una ficción. Una construcción. Un lugar nebuloso. En todo caso, es un país que hay que descubrir y en eso ando." "Cuando un escritor nace en una familia, esta muere", decía Philip Roth. Matar a la familia. Matar las lealtades de grupo y hacerlo mediante la escritura: ese es mi anhelo."

Chet, ese seudónimo que adopta por su afinidad con el trompetista de jazz Chet Baker, se percata de que dejó de ser ese joven que se desenvolvía por la Universidad como una auténtica leyenda sexual, y que la madurez le atenaza, enfrentándole en un diálogo permanente, en varios tramos, con su pasado para poder visualizar el futuro con ciertas garantías, porque hasta pergeña ciertos temores de caer en un océano de probabilidades que desprecia. "Un aspirante a escritor cuarentón, perdido en sus propias contradicciones, buscando la forma más adecuada de relatar el fracaso migratorio, la identidad perdida de una gente que se convierte en traficantes, soldados de dios paranoicos y toda una vasta gama de esclavos de un origen que los ensoga." Continúa atrapado en la vorágine de una perenne esclavitud al sexo que parece ser una de las vías de escape al permanente transcurrir por tierra de nadie.

Chet anhela, por último, escribir un libro para comprensión de sus progenitores, un libro donde se narrasen todas sus desazones y que no fuese lo suficientemente hiriente para ellos. "Quiero hallar el tono, la voz y la mirada que me permita reproducir la estética de este mundo decadente, orgulloso de sí mismo, que me rodea y aunque sólo aspiro a transformar en literatura, ya que nada puedo hacer por cambiarlo en la realidad." Comprende que es misión imposible, que supondría un hito para él mismo, pero que tiraría por tierra todos los anhelos idealizados de sus progenitores sobre sus raíces y cultura. En definitiva, su conformismo le empuja a querer crear "...Un libro en el que se diga que si bien no me molesta ser europeo, tampoco doy saltos de alegría por ello. La constatación de que siempre voy buscando al otro perdido." Ese 'yo' que no ha de encontrar en ningún lugar, sino en uno mismo, en lo que es y lo que significa. "...somos nuestra memoria, pero no solamente. También somos aquello que podemos proyectar en el futuro."

Saïd El Kadaoui, en definitiva, nos retrata con una lucidez y una desgarradora voz narrativa (por la honestidad y la audacia con la que enfrenta este retrato, no podría haberse desarrollado de mejor modo que con cualidades aparentemente contrapuestas) todas las contradicciones de los hijos de inmigrantes que dieron los primeros pasos de vida bajo costumbres distintas a las que tuvieron que adaptarse a vivir "O se es miembro de una tribu, o se es ciudadano o se es inmigrante.". Una situación más que compleja debido al desencuentro entre culturas, navegando siempre entre dos mares opuestos que confluyen como un ser híbrido que no siente la propiedad de pertenecer a ningún mundo y vivir en una negación constante.


NO - CATEDRAL
https://www.agapea.com/Said-El-Kadaoui-Moussaoui/No-9788416673056-i.htm





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Published octubre 15, 2018 by

Cenizas del tiempo malgastado










Quemo la vida con la brasa
de un cigarrillo huérfano
y un ojo diamantino
me contempla insolente.

Una quemadura más, me pide,
acentúa mi ceguera infame
riéndose de mí.
Carcajadas de pirata tuerto
eclosionando en mi corazón
la pupación de su paciencia.
Y yo, que soy crédulo
y devoto de la existencia,
consumo mentiras por cada argucia,
empañadas de cenizas del tiempo malgastado
…siempre.

Pasan las horas
y no me resisto a zaherir
su sigilosa aquiescencia
quemando los minutos
a la espera de que cierren las heridas.

Otro cigarrillo empañará los minutos
de cenizas olvidadas
y más sonrisas provocadas
y más miradas de ciega infamia
y más cicatrices estériles
y más mentiras consumidas:
la madrugada o las horas
seguirán implorándome castigo
y seguiré creyendo que mis heridas
sólo son realidades fraudulentas
que ese ojo diamantino
acoge en su comprensiva mirada,
hasta que la paciencia del cenicero
reviente en mil esquirlas
y el roce etéreo de sus cenizas
me queme, como una herida
que ya no sangra.


(Inédito, 2001)




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Published septiembre 25, 2018 by

Un poème inédit








Les draps de ce vieil hôtel
sentent le premier baiser,
une fragrance nubile de crépuscule;
un préambule de la nuit,
est-il inexorable comme une insomnie,
est-il irremplaçable comme la mort.

Á travers la fenêtre le tungstène
clair-obscur déambule
reflété dans une piscine
captif d'une prison;
au loin la mer aussi
est-elle isolée par une autre frontière.

De la caducité d'un hôtel
rien ne sert, rien ne se répète,
seulement la nuit.

Loin reste le repos,
la liberté de la lumière du jour,
les baisers uniques,
peut-être quelques accords de Bob Dylan
au bord de quelques hanches,...

les nuits d'hôtel
sont des prisons desquelles
on veut toujours échapper;
comme de la mort,
c'est comme dire
du premier baiser,
qui ne se répète jamais
mais qui toujours arrive.



De "Échos d'un abîme"
(ELVO, 2022)








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Published septiembre 09, 2018 by

Antonio Montiel: lo inefable del alma.

San Juan de la Cruz afirmaba, en relación a la percepción de sus experiencias místicas, que ‹‹lo espiritual excede al sentido›› y se hace inenarrable. Respecto a esto, Jorge Guillén, en Lenguaje y poesía (Alianza, 1969), detallaba sobre el sentido de la mística de aquél que ‹‹del estado inefable se salta con gallardía a la más rigurosa creación. San Juan de la Cruz tiene que inventarse un mundo, y aquellas intuiciones indecibles se objetivarán en imágenes y ritmos. Soledad sonora: «sin imaginación no hay sentimiento…››. Quizá sea aventurado decir por mi parte que sólo quienes mantienen una relación estrecha con la mística de lo inefable, el sentir que predispone lo excelso del alma como catalizador de esa experiencia, pueden reverberar entre las manos esa energía transpondedora y darle forma de manera física, materializarla para que el resto de los mortales sintamos, al menos, la vibración sin que podamos explicarlo en modo alguno. Quizá sea por eso que me resulte tan difícil relatar las sensaciones que produce cada lienzo del artista Antonio Montiel.

Lo inefable, en cualquier caso, tiene que ver con la experiencia mística (que en modo alguno tiene por qué ser necesariamente religiosa) de percibir, contemplar y asistir con perplejidad a la existencia de lo inasible. Contemplando cualesquiera de los lienzos del artista uno tiene la percepción de desmoronarse como un castillo de arena; que a pesar de haberlo construido con tesón y cuidado sobre la condescendencia del agua y el conocimiento, la brillante luz del sol, esa mácula cegadora y divina, disipa cada molécula construida sobre la razón para postergarse ante la tiranía de lo inefable del alma, que nos domina desde el primer momento para convertirnos en esclavo de su magnificencia. Ese desconocido que susurra desde la inmensidad que habita en lo perpetuo de la eternidad, inhabilita la posible razón de lo material descrito en simples trazos de pincel para capturarnos en una abstrusa experiencia mística que parece cantar, recitar si acaso, desde algún recoveco del alma. Desde los trazos más rugosos hasta los más imperceptibles, las manchas del óleo van dirigiendo la mirada hacia un camino inescrutable al ojo material.

Mallarmé declaraba que ‹‹nombrar un objeto supone eliminar las tres cuartas partes del placer que nos ofrece un poema que consiste en adivinar poco a poco; sugerirlo, este es el camino de la ensoñación.›› En la transfiguración de la realidad, la que superponemos en todo lo inefable y que nos resulta mucho más cómodo y práctico para vivir, habita el poema; que la inmensa mayoría cree que sólo se trata de una leve y material construcción de palabras con sentido y estética y, sin embargo, tal y como lo refleja el maestro francés del simbolismo, uno de sus secretos consiste en adivinar poco a poco, en sugerir el camino de lo que uno puede ensoñar y es imposible materializar. Tras el objeto real, el retrato, la figuración, la liturgia, la pasión de Cristo..., está la ensoñación abigarrada en cada trazo de color, oculto bajo la sombra del negro, brillando con nitidez en cada blanco como la luz del sol... y sin embargo, ver cada uno de esos trapos con ojos de humano mortal, tan sólo lograría contemplar simples imágenes que pasan desapercibidas con facilidad. Porque lo que trata Antonio Montiel en sus lienzos no son simples objetos materiales. Lo que brota de sus manos es la reverberación de lo excelso del alma, amasar ese mondo de manera cuidadosa y con esencia de bonhomía, y liberar esa energía transpondedora para plasmarla de manera física a través de unos simples pinceles enlodazados de pigmentos y preñados de luz.

A buen seguro, para poder convertirse en nexo de unión entre lo material y lo inefable del alma, solo puede lograrse desde un estadio inherente, que ni se aprende, ni se estudia y ni se adquiere... simplemente se es como él: un niño. La inocencia de la tierna infancia permanece impregnado en el espíritu de la poesía material de su obra, de cualquier pieza de su obra. La sonrisa juvenil que despierta en la comisura de los labios es consecuencia de una reminiscencia de la tierna infancia que va deslizándose por el tobogán de cada trazo curvo, va volando con los brazos en cruz corriendo en el patio del recreo por esas pistas de aterrizaje planeando por cada línea recta hasta tomar tierra, amagando escorzos imposibles para evitar 'llevarla' en ese pilla-pilla por el barrio. Sin saberlo, desde el cubículo de su tierna infancia cuando contempló por primera vez a su musa, engendró algo que a buen seguro es mucho más prolongado que su propia vida. Él lleva consigo en la mochila de su tiempo el arcano de lo sempiterno, lleva en la paleta de sus colores la trascendencia de lo eterno, tiene en su poder la tiza blanca y mágica de abrir la puerta de la eternidad y mostrárnosla en el preludio de un lienzo, aun siendo virginal y sin tacha.

Aunque San Juan de la Cruz parecía intentar el imposible de que el lector sintiese su experiencia, queriendo traducir con la herramienta limitada del lenguaje la mística infinita, lo cierto es que resulta imposible advertirlo con la simpleza del ojo material humano. Es necesario poder verlo con nitidez en la oscuridad de una noche cerrada, con la única guía del corazón, con la interpretación de la inocencia de un niño, con la excelsitud del lenguaje poético abigarrado en los tintes y colores de Antonio Montiel. Soledad sonora: sin imaginación, no hay sentimiento. Imposible ver lo inefable del alma que impregna el artista en sus trabajos, si no es con los ojos del corazón.

‹‹En la noche dichosa
en secreto que nadie me veía
ni yo miraba cosa
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.››
(En una noche oscura, San Juan de la Cruz.)


Texto de apoyo que acompaña a la entrevista realizada al pintor Antonio Montiel para la revista cutural 'Garbía', número 6. Puede descargar un ejemplar gratuito en versión electrónica desde AQUÍ







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Published julio 16, 2018 by

El sabor de la derrota

Lo reconozco. Me gustan las retransmisiones deportivas, en especial el fútbol. Seguidor no significa entusiasta, ni fan, ni apasionado. Simplemente me gusta disfrutar con ciertos partidillos de fútbol, con algunos eventos deportivos, con determinadas retransmisiones de competiciones de motor. Me gusta mirar de reojo las noticias deportivas para ver cómo van los distintos campeonatos, las disciplinas, los dimes y dietes, así, a vuelapluma. Y veo en el deporte, en particular veo en el fútbol, ahora que ya concluyó el mundial celebrado en Rusia, un espejo de lo que encontramos en la vida, sobre todo literatura.

Antes de nada relatar de pasada una paradoja interesante y que no solo se produce en el fútbol: es curioso ver cómo los equipos del primer mundo (preeminenemente de Europa) se nutren de hijos de inmigrantes. Ahora que tan en boga estaá rechazar la inmigración desde los estados del viejo continente (olvidando las lecciones que ha dado la historia, dando alas al resurgimiento de un fascismo que va en alza, propagando los mismos mantras que antaño, y que parece tomar las mismas posiciones de aquel partido nazi que sumió a Europa en caos y desastre absoluto) da gusto ver cómo aproximadamente el 70% de los jugadores que han quedado entre los cuatro primeros del susodicho mundial son hijos y nietos de inmigrantes que se parten la cara y el alma por defender los colores de un país; más que bien remunerados, todo hay que decirlo, porque con el sueldo extra de lo que gana cada uno podría vivir más que requetebién una familia al completo durante una década.

Pero especialmente en este mundial se produce un hecho significativo, digno del mejor Hemingway. El sabor de la derrota, valores humanos: el honor, la honradez, el orgullo, también la fanfarronería, la vanidad, lo superfluo, la mentira. Todo se da cita en un partido de fútbol, y en esta final que ha dado por concluido el campeonato del mundo se hace de manifiesto el espíritu del Nobel norteamericano. Cuando aquel pescador en El viejo y el mar demoraba su trofeo por ochenta y tantos días sin resultado alguno, tras insistir en esa pelea entre contendientes (pesacdor y trofeo), resulta que se acercan un par de tiburones y devoran la presa que tenía al alcance de la mano. El pescador, Santiago, recibe la lección de vida más importante que jamás recibió hasta entonces. La dignidad del perdedor, la gallardía, el valor y el esfuerzo por haber logrado atrapar a su presa después de un largo y arduo espacio de tiempo esperando su momento.

Quizá el lector haya traído a la memoria la odisea obsesiva del capitán Ahab, y su exacerbado odio contra ese fantasma blanco que persigue, el mismo que una vez le robó la pierna con la que golpeaba fuertemente sobre la cubierta cuando caminaba. Su obsesión obliga a estar dispuesto a sacrificar su vida, la de sus hombres, la del barco, la del mundo entero si hubiera sido preciso con tal de ver claudicar a ese fantasma neblinoso en medio de la inmensidad del mar. Su obsesión acabó por arrastrarle como esclavo la autodestrucción. Moby Dick se dio en otros partidos, en otros equipos. Quizá en el Brasil de Neymar o en la Argentina de Messi; también en la Alemania de Löw o en la España de Hierro. Los primeros porque la obsesión del equipo al completo oscilaba en torno a sus estrellas y se estrellaron con esa obsesión individualista del triunfo personal por encima de interés de todo equipo. «Nada es obstáculo, nada es viraje para mi camino de hierro», espetaba el capitán cuando se le sugería si no sería mejor desviarse del camino y volver a casa. De igual modo, murieron tanto la selección alemana como la española: amparados ambos en un viejo fantasma blanco que les obsesionó y nubló la razón, por lo que insistieron querer triunfar persiguiendo un ideal que quedó ya en el pasado y les llevó definitivamente a un desastre absoluto.

Ayer noche, el espíritu del viejo Santiago resucitó en su viejo barco, esta vez pintado de mantel a cuadros de restaurante italiano. La derrota de un país pequeño se hizo victoria moral, victoria ética, ganó la dignidad. Tras lograr atrapar el trofeo de disputar la final, luchando como jabatos muchos minutos de más para poder subir a bordo el premio de la felicidad, la transmutación de un gallito de pelea en tiburón desbarató con un par de dentelladas todo sueño de lograr un premio más que merecido, pero que, al fin y a la postre, logró empatizar de corazón con todos los que vimos ese partido, esa batalla, esa lucha. Y dejó quizá una premisa por la que debemos rebelarnos todos al unísono: enfréntate a tu adversario con la convicción de que vas a vencer y no sólo al que sabes que vas a derrotar. "Un hombre puede ser destruído, pero no derrotado", se decía convencido, en mitad de su particular lucha, el viejo Santiago. El mundo del deporte, particularmente el del fútbol, está lleno de literatura. Ayer ganaron los perdedores, que, aunque destruidos tras la victoria de los tiburones franceses, no fueron derrotados en ningún momento. El sabor de la derrota es el triunfo de quien vence por la vía de la ética y la moral, quien triunfa en valor y esfuerzo, obteniendo así el respeto solemne de todos.








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Published julio 03, 2018 by

Parásitos (II)

Hace algún tiempo escribí un capítulo sobre cierto tipo de parásitos, donde prometí seguir escribiendo sobre esta clase de especímen. Lo prometido es deuda y aquí traigo una nueva reseña de rabiosa actualidad.

Leí hace poquito un artículo bastante interesante y con cierto tino sobre periodismo en el cine. Aquellas viejas historias de periodistas sin escrúpulos para quienes todo valía. No sé si vieron a Cary Grant y a Rosalind Russell en la desternillante comedia de Howard Hawks His Girl Friday, traducida al español como Luna Nueva (aún hoy sigo sin entender el porqué de las fallidas, y en ocasiones ridículas, traducciones al español de los títulos de los metrajes foráneos). La estrella periodística Hildy Johnson (Russell) entra por las puertas del editor del periódico Walter Burns (Grant) para anunciarle que va a dejar el periodismo con el fin de casarse y fundar una familia. Desde ese mismo momento el espectador sospecha ya que el editor y ex-marido de Hildy ni está dispuesto a aceptarlo ni lo permitirá de ninguna de las maneras. Así que se sirve de toda clase de tretas, chanzas y embrollos para retenerla en el periódico y hacer que vuelva con él. En los años 70 Billy Wilder haría una versión menos hilarante pero igual de afilada (The front pagePrimera plana—), donde Billy y asesores guionistas deciden transmutar de sexo en el guión a Hildy Johnson y será pues un reconocido reportero (interpreta Jack Lemon) que está a punto de contraer matrimonio y decide abandonar su trabajo, así se lo transmite a su redactor. Por lo que el maquiavélico Burns (Walter Matthau) hará lo imposible por impedir su boda y que deje el periódico.

Lo que trataban de evidenciar ambas películas, basadas en una obra teatral original del polifacético y superdotado Ben Hecht (siendo apenas un crío ya tocaba perfectamente el violín) y Charles MacArthur, era la denuncia de la escasa moral de un periodismo que ellos mismos conocían de primera mano: ambos fueron reporteros en el Chicago de los años treinta, copada por el imperio de Al Capone y el reinado de gánsteres y corrupción por doquier. Conocían los entresijos de un oficio por el que todo valía para copar el mejor de los titulares: sobornar policías, chantajear ediles o funcionarios, etc...

Lo cierto es que en aquella primera película de Howard Hawks se materializaba en apenas 90 minutos toda una suerte de tretas y desarraigo ético y moral periodísticos, y de una incorrección política que serían hoy día impensables, así que imaginen en 1940. Peor aún aquella de 1974 de Wilder, donde el humor chusco, la incipiente homofobia, el machismo recalcitrante y la baja estofa moral de un periodismo que rozaba lo impensable, a nivel actual de concienciación social, resultaban ser premisas fundamentales para anteponer por encima de todo el interés económico, quedando en lugar secundario el interés periodístico.

Pareciese que estoy hablando ni más ni menos que del periodismo de nuestros días, porque nada parece haber cambiado desde entonces. Bueno, sí. Ahora el periodismo obedece a un amo, al que lo sustente económicamente, más allá de la necesidad de contar una buena historia o desentrañar un buen reportaje de investigación. El reportero de hoy es parte de una maquinaria dentro de una corporación dentro de una multinacional dentro del mercado de valores. Es el pequeño engranaje al servicio de quien pone la pasta para que el motor funcione. Jamás podría ponerse uno contra el servicio que facilita, mal que bien, el abono mensual de su hipoteca, el colegio de sus hijos o el sustento de cada día; que es lo mismo que decir todo a la vez. Antes, el cetro del periodismo lo copaba la palabra escrita. El poder que ahora tienen otros medios mucho más inmediatos, y de mayor recorrido, que aquéllos acaparan un poder que va mucho más allá de la incipiente televisión en los 70 y el fundamento sólido.

Se dio por calificar al periodismo, y no sin razón, el cuarto poder. Cuando se activa la maquinaria de ese poder es capaz de derrocar gobiernos, aupar a la supremacía de los estados a gobernantes corruptos, desencadenar guerras, provocar hambrunas, movilizar al fascismo, promover caídas de bolsas, sacudir la economía mundial... Y son las grandes corporaciones, aquellas que se mueven como pez en el agua y dominan en los mercados de valores, las que viven a costa de las masas que consumen y divulgan información, en su mayoría manipulada, a golpe de clic. En esos otros tiempos reflejados en aquellas pequeñas joyas del cine (y en otras muchas) la idea era la misma, pero se trataba de allanar el camino del medio sobre la verdad con tal de alcanzar notoriedad. Hoy de lo que se trata es de usar todos esos medios para allanar el camino con el único objetivo de esconder la verdad, porque el beneficio económico para los que sustentan todos los granes medios (y los pequeños) es ingente. El efecto de sacar a la luz la verdad oculta a tiempo consiste en, aunque parezca una suerte de delirio conspiranoico, manipular el curso de las cosas en sus diversas vertientes, aupar o derrocar gobiernos, desestabilizar economías, provocar guerras o invasiones, etc.

Poco ha cambiado el periodismo desde aquellas críticas ácidas, en definitiva. Peor aún. Ahora existe un submundo periodístico por las redes, cronistas de sofá, hooligans ideológicos, expertos analistas de 240 caracteres, tertulianos de tabernas con la Wikipedia en la mano... con aspiraciones todos ellos a acumular notoriedad a través de aglutinar la mayor cantidad de likes posibles, porque a la postre se traduce fama; algunos hooligans de tabernas ideológicas que desconocen el champú anticaspa incluso ganan dinero con ello. Da igual el modo de embarrar una noticia, el hecho es llamar la atención y que el titular sea capaz de captar cuanta mayor atención sea posible. Inocentemente, empresas creadas por grandes holdings, escudos de poder de otros operativos macroeconómicos, aprovechan agujeros que se crean para tal fin y así, entre los fallos deliberados de seguridad de Facebok, la intrusión de crackers en la de Twitter, la integración inocente de todo tipo de apps en todos los dispositivos que usamos a diario y en las susodichas redes sociales, o definitivos test o encuestas (como el de Kogan por el que se destapó el entramado deliberado del agujero de seguridad de Facebook), hacen de todo el conglomerado social algo maleable y manipulable; polichinelas manejados desde los hilos cual marionetas de feria para divertimento del populacho contrario, que a su vez actúan de igual modo para reírse del que tienen en frente, siendo obligados a una confrontación social con objeto de provocar fractura social. Ejemplos de esto son la todavía polémica victoria de Donald Trump, el Brexit, la incomprensible estancia en el gobierno de España del partido político más corrupto de la historia de todas las democracias de Eurpoa o el auge inaudito del fascismo llegando al poder en determinados enclaves europeos, cuyo principal objetivo es frenar la migración desde el mediterráneo o el extremo oriente.

Todos esos medios posibles, todos los periodistas formales e informales, todos ellos son hoy día un servicio que entra dentro del engranaje de una maquinaria dentro de una corporación dentro de una multinacional dentro del mercado de valores, que sólo se mueve por el interés de la riqueza y cuyo objetivo fundamental es proteger intereses y multiplicar dividendos. Son esos parásitos los que en realidad manipulan la verdad para hacernos subyacer en una realidad que en modo alguno se parece a la que debiera ser. Todo acaba sometido siempre a la tiranía del dinero. 

En este país se cumplen con especial relevancia ciertos trámites de manera flagrante: vivimos en un orden de cosas donde un grupo de periodistas más o menos independientes, tras sacar a la luz las miserias de una universidad que otorgaba títulos al oligopolio político por doquier, deben sentarse en un banquillo por ejercer su derecho a informar de la verdad. O periodistas que, tras desentrañar algunas de las muchas miserias de la soberanía universal de la corona, les obligan a abandonar sus cargos y puestos de trabajo. Pero lo que quiero que vean es que detrás de estos soldados, y de esos otros que siguen a pie juntillas su línea editorial sin salirse un ápice de la tangente, están los parásitos; los que manejan en realidad el cotarro de todo cuanto sucede y debe suceder. Es, simplemente, un pequeño tablero de ajedrez donde esos parásitos mueven sus fichas a través de todos esos medios donde los peones han de ser o no sacrificados mientras unos pocos se regodean.

Tenemos una idea muy equivocada del parasitismo. Creemos que es un reducto marginal y despreciable. Hemos tenido poco en cuenta cómo saben aprovechar los recursos que tienen a su alcance para sacar el máximo provecho con el mínimo esfuerzo. Traigo a colación lo que el DRAE define como parásito: «1) Dicho de un organismo animal o vegetal: que vive a costa de otro de distinta especie, alimentándose de él y depauperándolo sin llegar a matarlo». (...) «4) Persona que vive a costa ajena».  Y así es cómo el modus operandi de aquéllos es extraer el néctar de sus peones sin llegar a dejarles fuera de circulación, porque les necesitan para la subsistencia, que hagan frente común para sus intereses. Y en general, el populacho, en última instancia, se pone en el pellejo de Hildy Johnson (Rosalind Russell) y acaba claudicando: «Walter, eres maravilloso de un modo repugnante». Y es el redactor (Walter Matthau) el que responde del mejor modo posible que nunca se ha de dejar la información esencial para el desarrollo de una noticia. De ahí que el titular y encabezamiento han de estar lo más alejado posible de la realidad para dirigir la opinión pública: «¿Y quién demonios lee el segundo párrafo?». Eso mismo digo yo. A nadie le importa lo que de verdad importa. Lo que vende es el escándalo. Así que no dejes que la verdad te estropee una buena noticia. O, también, no te entretengas en leer el segundo párrafo: todo el meollo que genera ruido y está rebozado de azúcar está en el primero.






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Published junio 25, 2018 by

El ventilador

Algo se ha fracturado gravemente en este país. Allá por donde pisamos suena a cristales rotos. Parecía que corrían vientos favorables para el clima de aire irrespirable que se había viciado, y mucho, como consecuencia de la corrupción; de una crisis económica de la que será harto difícil salir puesto que la deuda de España es materialmente impagable; del repunte fascista que andaba escondido tomando resuello en cada esquina (y que irá en aumento en los próximos años); de la crisis manifiesta de valores que aúpa fundamentalmente al machismo a tomar el cetro del supremacismo de género sobre todas las cosas; de la flagrante malversación de libertad de expresión que algunos confunden con falta de respeto; del creciente nacionalismo que ha sido auspiciado por parte de quienes creían que adornándose con una bandera como bufanda podrían espantar el odio; de un largo etcétera en el que, a buen seguro, Mersault se ausentaría encogiéndose de hombros, tal y como suelen hacer quienes ostentan el cetro y quienes les votan. Parecía que alguien había abierto una ventana al fin, pero los espejismos tienen siempre esa sensación de bofetada al alma que te deja sin aliento, sin ánimo, sin esperanza, cuando uno cree que lo que ve es un paraíso y al acercarse se percata que es un vertedero.

Nos las prometíamos muy felices cuando vimos tomar posesión de sus cargos a los nuevos ministros, de abrumadora mayoría femenina por primera vez en toda la historia de las democracias habidas y por haber. Parecía que nos abrazaban nuevos tiempos, que nos acariciaba por fin aire fresco que parecía renovar el que se había viciado en ese habitáculo cerrado e irrespirable en el que se ha convertido este país. Pero también se nos había olvidado excesivamente pronto que el régimen que estalló en mil pedazos tras el fallecimiento del caudillo, se anquilosó en todos los rincones de cada pueblo, de cada pedanía, de cada ciudad, de cada provincia, de cada región... y nunca murieron: el odio se hereda como se hereda un mausoleo, como se hereda una caja de galletas de latón llena de recuerdos, como se hereda una casa.

Nos hemos dado de bruces con la realidad. Sí. Se ha renovado todo el ejecutivo, pero la constitución es la misma, el código civil y penal es el mismo, los dirigentes de la seguridad son los mismos, los que gobiernan sobre el poder judicial son los mismos, los tonsurados son los mismos..., nada ha cambiado. El blanco de las paredes continúa teniendo ese color ajado y amarillento de tanto humo de habano de cafecopaypuro tras esos menús a seis euros del congreso, de tanto roce de silencios cómplices, de tanto mirar para otro lado, de salpicaduras sanguinolentas de miles de suicidios por motivos económicos derivados de una crisis que se fraguó entre las cenizas de puros a media tarde y refrescados por gintonics de diseño... El aire parece haberse renovado, pero solo es aire de ventilador que remueve el mismo de antaño y sigue siendo vaporoso, maloliente, enmohecido y asfixiante; se remueve artificialmente y produce una sensación de falso frescor. A poco que se ha acercado la podredumbre a sus aspas, nos ha salpicado a todos en las mismísimas narices.

No voy a entretenerme en la repugnancia de ese mantra manido y fascista de «primero los de aquí», cuando se asomaron los sin patria del Aquarius, los que nadie quería que atracasen en sus puertos; o los que siguen cruzando y muriendo en el estrecho o en el mar de Alborán, ésos no van en naos de renombre y parece como si tuviesen menos importancia. Hasta parece que hay migrantes de primera y de segunda categoría. «Primeros los de aquí», dicen, mientras arremeten contra el ejecutivo con furia vomitando espumarajos por las comisuras de las uñas desde sus dispositivos móviles, que se fabrican con el corazón de coltán que esos niños esclavos se dejan las manos, la vida, por obtener una miserable recompensa con la que, en muchos casos, pagan el billete de un batel sin bandera, sin patrón y a la deriva, con el objetivo primario de salvarse, porque la inmensidad del agua es más segura que lo que dejan atrás. Y todo para que los que gritan «primero lo de aquí» puedan fabricar todo lo tecnológico que inunda sus hogares, nuestros hogares. «Primero los de aquí»... mientras se ríen, mientras aplauden con sorna, mientras se mofan, mientras apalean a esos indigentes que no tienen un techo donde dormir o un plato de comida que no sea el del comedor social, esos que son de aquí y sobre los que se orinan si es preciso mientras duermen en mitad de la nada; se creen con ese derecho porque «son de aquí». No, no voy a entretenerme con la repugnancia de los que vomitan eso de «tenemos que pagarles la seguridad social y una pensión de 530 euros» (que sólo existe en su imaginario de odio y desprecio) a la gente que viene de fuera cuando «a los de aquí» no les damos ni agua. En realidad les importan un pimiento de la patagonia que seiscientas vidas españolas, o mil, o cinco mil, de cualquier lugar, reciban o no ayudas de ningún tipo. Lo que les importa, lo que realmente defienden, es que un miserable empresario se haga multimillonario gracias a los 2,86 € que les pagan por hora trabajada y se sienten conformes «porque son de aquí»; esos mismos que reclaman que metan en sus casas a los sin patria del Aquarius que son incapaces de dar de comer, aunque solo sea por un día en sus casas, a cualquiera de «los de aquí».

Tampoco voy a entretenerme con esa misma sala de la Audiencia Provincial de Navarra que condenó a los cinco miembros de la archiconocida (por desgracia) «manada». La misma Audiencia Provincial que les deja en libertad hasta que haya sentencia firme. Era de esperar. En cuanto el ventilador se ha puesto a funcionar, la primera porquería nos ha salpicado en toda la cara. No se trata de que legalmente tengan o no derecho esos «entes» que se han dado a comparar con animales, degradando a todo el reino salvaje a la categoría de inmundicia. Se trata de que la judicatura, por completo, se dedica a hacer lo contrario de lo que deben hacer: APLICAR la ley y no interpretarla. Esa misma ley para la que unos pobres diablos que vociferan improperios repugnantes contra la corona se les castigan con casi penas similares que a esos «entes» a las que hago referencia aquí; y no es que sienta simpatía por los susodichos pobres diablos tuiteros; ni les aliento, ni me parecen siquiera individuos que tenga que tenerles consideración: repruebo esa actitud del insulto fácil y chabacano como medio de justificar sus argumentos, aunque defenderé siempre su derecho a poder hacerlo: esto es lo que significa democracia.

La ley no puede ser interpretada a capricho, ni siquiera por la protección ideológica de ciertos estamentos o representantes del estado, porque repentinamente la ley deja de ser para todos igual y es comedida e indulgente para algunos y para otros ideológicamente implacable. Y es que expresión no es lo mismo que creatividad. Aquí en España somos más chulos que un ocho y la ley se interpreta, como si de un texto de Kierkegaard o Kant o Rosseau o Nietzsche cualquiera se tratase, a juicio y gusto ideológico del flemático juez de turno. Y quizá aquellos que insisten en soslayar una diferencia entre creatividad y expresión debieran saber que en primero de carrera (y es vox populi) se estudia eso de «la justicia nace del pueblo»: «ha e ser impartida por  jueces y magistrados integrantes del poder judicial, INDEPENDIENTES, inamovibles, RESPONSABLES y sometidos únicamente al imperio de la ley». Por lo que mucho más respetable que la propia judicatura es la soberanía del pueblo, porque de ahí mismo nace el germen de la justicia. Y nada más reprobable y repugnante es la INTERPRETACIÓN de un código penal valorado desde la ideología, las creencias y las filiaciones de cada cual.

Podría entretenerme con muchas disquisiciones más: partidos políticos condenados por corrupción que la ley no es capaz de disolver u obligar, al menos, a que se refundan y devuelvan lo sisado; políticos que se autogestionan sus propios estudios a capricho y por un poco de dinero sobre la mesa resultan ser eminencias en espacialidades de las que apenas han oído hablar, mientras el resto de los mortales tienen que pasar por caja entrampándose hasta las cejas e hincando los codos como mulas; miles y miles de personas que se convierten en turbamultas peligrosas cuando se atan la bandera sobre la frente o al cuello como si de un supermán de andar por casa se tratase, obligando al vecino a que la ame como aquél la ama, a pesar de cobrar parte de su sueldo en dinero negro y su mujer lleve inventándose una depresión de aúpa para poder dedicarse a otras tareas más lúdicas y cobrando la baja sin sobresaltos; o qué decir de todos esos muertos esparcidos por las cunetas de España a los que no se permite a nadie repatriarlos al camposanto, donde deberían descansar en paz de una vez y así cauterizar la sutura de una herida histórica que aún permanece abierta y sangra a poco que se la zarandea...; cuán largo sería el etcétera de cosas en las que no quiero entretenerme.

En fin, que aunque no quiero comentar nada en especial sobre lo susodicho, sí me sirve para ejemplificar algo que siempre he considerado importante y la sociedad española ha de superar antes de que esto acabe estallando por algún sitio. Nos han vendido que pasamos una transición modélica, cuando en realidad somos víctimas de las supuestas virtudes que nos vendieron, porque ese aire fresco que parecía renovar un país apolillado se vicia cada vez que el ventilador deja de funcionar: la política española es absoluta y manifiestamente de baja calidad porque ni siquiera conoce el mecanismo de una ventana, y créanme si les digo que a medida que va creciendo en número los imbéciles que propagan bulos la cosa irá a peor.

No se trata de encender el ventilador para que corra aire fresco, ni siquiera de instalar un aparato moderno de aire acondicionado. Hasta que la ciudadanía no asuma que hay que abrir las ventanas para renovar de verdad este aire irrespirable que nos envenena a todos, jamás podremos ver más allá de nuestras narices, de nuestros ombligos, de nuestras paredes, de las cuatro paredes que quedan a nuestro alcance. Esas paredes de color ajado y amarillento de tanto humo de habano, de tanto roce de silencios cómplices, de tanto mirar para otro lado, de salpicaduras sanguinolentas... Algo se está resquebrajando, algo se ha fracturado en este país y no queremos siquiera asomarnos a la ventana por miedo al qué dirán. Suena por doquier a cristales rotos cuando caminamos. Preferimos atarnos una bandera al cuello y emular a Supermán, ondeando el trapo junto al ventilador, para obligar al vecino a que haga lo mismo que nosotros, o nos lanzaremos a su yugular. Mientras tanto, a pesar de las pataletas que de cuando en cuando se reflejan en la calle, sólo soy capaz de ver a Mersault encogiéndose de hombros y diciéndose entre las paredes de esa habitación cerrada, «¿para qué abrir la ventana?». Mejor pongamos el ventilador y vayamos a reciclar los cristales rotos al contenedor... Pero no somos conscientes siquiera que lo que se recicla no es el cristal, sino el vidrio. El cristal hay que depositarlo en la basura, sin más. Ni siquiera tenemos claro eso. Lo único que se nos da bien es enchufar a la luz el ventilador, ese espejismo infame de aire fresco.








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Published junio 20, 2018 by

L'ange déchu








Naître du ventre le plus pur,
de la plus brillant lumière,
un rêve de l'ombre d'un rêve
parmi des ténèbres gravement blessées rêvées.

Un adieu cachés dans le coeur
étale un large chemin
vers la lumière rouge et infinie
des flammes de feu vivant
qui caressent les entrailles
de l'eau empoisonnée:
il n'y a pas de sorties de secours.

En embuscade toujours dans l'ombre,
en regardant du coin de l'oeil à l'espoir,
il se déguise en mensonge
pour se nourrir de la vie :
sa tenue ténèbres d'un rêve
et la lumière de ses yeux celle qui brille le plus.


"Des Jasmins pour une Biznaga"
(Málaga, 2016)


ESPAÑOL





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© Daniel Moscugat, 2016.
© Jazmines para una biznaga, 2016.
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Published mayo 07, 2018 by

Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios.

La cita, probablemente apócrifa, del estadista alemán Otto von Bismarck, responsable, dicho sea de paso, de la unificación de los estados bávaros (Babiera, Sajonia, Prusia...), deja entre bambalinas y oropeles el talante de nuestro carácter: «España es el país más fuerte del mundo. Los españoles llevan siglos intentando destruirlo y no lo han conseguido». Ya puestos a citar, se me viene a la mente aquello de Jaime Gil de Viedma: «De todas las historias de la Historia, la más triste sin duda es la de España porque termina mal».

Ya he comentado en muchas entradas de blog que me gusta opinar sobre lo divino y lo humano después de que todo el mundo aplaude, vitoree o abuchee o increpe el primer balonazo del partido. Las cosas, como el vino, tiene mejor poso y sabe mejor; uno puede apreciar mejor las cosas y opinar sin apasionamiento ni trivialidades. Así tengo tiempo de reírme y de lamentarme al final, porque toda discrepancia siempre desemboca en el mismo desagüe; de otro modo España no sería lo que hoy es. Resulta que todos miran lo que hacen los jugadores con la pelota y no el porqué se comporta la pelota de ese modo en el infinito de la nada, abrigada por las leyes de la física. La pelota..., que en definitiva es el elemento indispensable para que haya juego. Sólo se preocupan de ello cuando existe un gol fantasma.

A colación de la sentencia que la Sección Segunda de la Audiencia de Navarra, un torrente de reacciones multitudinarias inundaron las calles, no solo de España, sino también de medio mundo. Una reacción comprensible y justificada, dados los hechos probados y la incomprensible reacción de la susodicha Sección Segunda al catalogar el deplorable acto perpetrado por la ya mundialmente conocida como «La Manada» de «abuso sexual contiuado» y no de lo que es de todas todas: agresión sexual, violación.

Traigo aquí a modo de introducción el recuerdo de una joven que conocí hace ya muchos años y me confió una historia que me impactó en aquel momento por no esperarla de alguien, en apariencia, inofensiva y tímida en altas dosis. Gastaba veintipocas primaveras y no andaba muy acostumbrado a presenciar sinceridad tan bárbara y elocuente; era casi una década menor que ella. Resulta que esta amiga se llevó a su apartamento a cuatro amigos con quienes mantuvo relaciones sexuales, una cama redonda lo llamó ella. Lo explicó con naturalidad y sin reparar en algún que otro detalle. Con esta simpleza quizá, grosso modo, habría que explicarle al juez que «interpretó» las imágenes de los vídeos que pasaron por manos de su señoría como consentidas, qué es lo que es consentimiento y qué es lo que no lo es. Porque si te introducen en el rellano de un portal cinco tíos más bien cachas a quienes no conoces y tú apenas eres una niña y te penetren repetidas veces por todos los orificios de tu cuerpo sin que tú hagas amagos de querer de uno o de otro, no parece que eso corresponda a algún tipo de consentimiento implícito, más bien el de coacción para iniciar un acto deplorable.

Mi amiga se lo pasó bien, disfrutó de lo lindo, según sus propias palabras. Fue algo consentido y que ella misma propuso, quiso y se dejó hacer. La diferencia es obvia para quienes vivimos el día a día. Pero para el código penal parece que los recovecos son tan arteros, discurren por subterfugios tan ladinos y andan tan taimados, que lo que pudiera parecer una obviedad, por el tecnicismo tecnocrático de la judicatura para diferenciar (mejor dicho, confundir) el blanco roto del blanco hueso se lleva al extremo de declararlo blanco nuclear sin más. De ahí que la gente se eche a la calle, porque parece que se nos ha olvidado, especialmente a muchos juristas, que «la justicia emana del pueblo» (Constitución Española, Art. 117, 1º); que sí, que la imparten ellos, pero que nace de la calle. Y por eso la gente se ha echado a la rúa, no sólo en España, hasta desde la ONU se hicieron eco de esa polémica sentencia al criticar que ésta «subestima la gravedad de la violación».

Se ha hablado mucho sobre la «dictadura de la calle». Que cuando algo no es del agrado del populacho todo el mundo sale a protestar contra la aplicación de las leyes o del reglamento. Quizá haya que recordar que en Mayo del 68, hace unos días que se cumplieron cincuenta años de aquello, la gente, especialmente los universitarios, salieron a la calle a protestar por la necesidad de reformar profundamente los resortes de la democracia. Propuesta que no solo afectó a Francia, sino que se extendió como la pólvora por media Europa. Comenzó una nueva era de reformas y en menos de un año, por ejemplo, De Gaulle desapareció del mapa político francés. Aquí, ahora, no hace mucho se pedía que la prisión permanente revisable se mantuviese en activo por la gravedad de los delitos cometidos por la asesina del pececito Gabriel, Ana Julia. Ahí hubo una parte de la ciudadanía (y de los políticos) que se opusieron al respecto. La otra se echó a la calle. Todo se ha embarrado de partidismo mediático, porque lo que es bueno para los azules, ha sido una contrariedad para los rojos. En última instancia, no se trata de un problema social, sino de una bandera política que izar en el caso de vencer. Para este caso, la gente se ha vuelto a tirar al ruedo de la idiosincrasia, separando literalmente el país en dos, porque a pesar de lo que pudiera parecer, hay una parte de la ciudadanía que sospecha e incluso inculpa el comportamiento de la joven implicada en el caso de «La Manada», (he aquí el último ejemplo) «repugnantes» es un término demasiado laxo como para poder calificar a ésos. Y esta es la pequeña diferencia anquilosada en este país, las dos Españas, la eterna roja y azul, la eterna republicana y monárquica, la socialdemócrata y la fascista: señal inequívoca de que nunca se suturaron bien las heridas. «Españolito, que vienes / al mundo, te guarde Dios. / Una de las dos españas / ha de helarte el corazón». 

En efecto, es necesario que la ciudadanía salga a la calle a dar la voz de alarma al ejecutivo por algo que le compete directamente: redactar las leyes de manera que el poder judicial acabe aplicándolas en su justa medida. Y aquí han incurrido en un error de trascendencia colosal los medios de comunicación, al opinar respecto del poder judicial que ha de interpretar las leyes, y ese NO ES su cometido. La justicia, como uno de los tres poderes del estado, NO está sujeto al principio democrático porque no son elegidos por sus ciudadanos. Y quizá por ello su responsabilidad es aún mayor que la de los otros dos poderes constitucionales. De ahí que no está en su capacidad de ejecución la de interpretar, sino la de ejecutar, valga la redundancia.

El poder judicial se limita, NO a interpretar la ley, sino a estudiarla y APLICARLA. Y en esto mismo deberíamos darle entre todos un pequeño tirón de orejas al poder mediático que aglutina hoy por hoy los medios de comunicación y su influencia desmedida sobre la ciudadanía, en especial la borreguil, que sigue a pie juntillas los dictámenes que sentencian taimadamente en sus titulares. Gran parte de los medios, y aún más los tertulianos profesionales, han incurrido en el gravísimo error de juzgar a los magistrados responsables de dictaminar sentencia en el caso de «La Manada» como de malinterpretar la ley. E insisto: el poder judicial NO está para interpretar la ley, sino para aplicarla. Lo cual llegamos a la conclusión: si un juez declara una sentencia y en su auto permite confundir el blanco roto con el blanco hueso, y simplemente limitarla a blanco nuclear ante la duda, si una sentencia cataloga de abuso sexual lo que es a todas luces agresión, violación, es que algo hay que cambiar en el código penal para evitar futuras generalidades y especificar con mayor legibilidad qué es delito.

Y por cosas por las que ahora voy a comentar es por lo que me 'sulibella' escribir u opinar a toro pasado; además de porque todo lo que tiene poso y maceración de barrica, sabe mucho mejor, como dije antes. Salen a la palestra las declaraciones más inquietantes que haya podido hacer un ministro de justicia en los últimos años. Una auténtica temeridad la de Rafael Catalá al alertar de las deficiencias del sistema de justicia afirmando que el magistrado que emitió un voto a favor de la absolución de «La Manada» tenía (tiene) un «problema singular». Se equivoca de facto, desde el principio al final. En el caso de que el ministro de justicia observe una deficiencia en la judicatura, lo que ha de hacer es reformarla, no criticar ni mucho menos poner en tela de juicio a quienes dictaminan en base al código por el que han de impartir justicia. Se le olvida al ministro que, de los tres poderes, es el único que no es elegido por el pueblo. Que ellos NO interpretan la ley, sólo la aplican. Y si ésta y otras muchas sentencias que están salpicando la actualidad en los últimos meses no gustan ni al ejecutivo, la obligación de Catalá es lubricar los engranajes de todos los resortes de la justicia para poner el mecanismo de reformas a funcionar y colocar los puntos sobre las íes que parece han desaparecido o nunca existieron. No es de extrañar que todas las asociaciones judiciales hayan puesto el grito en el cielo y al unísono pidieron su dimisión. Una «temeridad», como sugiere el comunicado, que un ministro de Justicia vierta juicio púbico con comentarios sobre la falta de capacidad de un magistrado.

En efecto, es repugnante, tanto la sentencia como el voto particular del magistrado díscolo de la Sección Segunda de la Audiencia de Navarra. Pero, de ser una casualidad, quizá se habría partido desde el punto de vista de la opinión personal que todo esto fue una mala aplicación de la ley, y para ello existen mecanismos sancionadores para jueces y fiscales, además de las apelaciones pertinentes para ambas partes. Pero no ha sido la única similar en los últimos tiempos. Les dejo aquí un par de enlaces que dan pavor tan sólo leer los titulares (Enlace 1) (Enlace 2). Los que tienen obligación de tramitar la modificación del código penal los votamos nosotros cada cuatro años. Pero hay un problema: resulta que el órgano al que el ministro Catalá ha encargado la reforma tipificada como delito sexual la violación y la agresión sexual, es la sección Penal de la Comisión General de Codificación del Ministerio de Justicia. Un órgano compuesto por veinte juristas, ninguno de ellos mujer. Ya me dirán ustedes cómo se va a reformar el reglamento del balompié, más conocido como fútbol, si los implicados que han de hacerlo pertenecen la asociación nacional de fabricantes de ropa deportiva o al consorcio de luminotecnia industrial  (con todos mis respetos para esos colectivos). Es como querer legislar sobre educación y sanidad sin tener en cuenta a los principales integrantes de la cadena educacional y sanitaria (¡ahí va!, acabo de percatarme de que esto ya sucede).

En fin, dicho todo esto, recuerdo de nuevo, por último, la experiencia de mi amiga. En esa cama redonda en la que anduvo enfrascada en lides sexuales con cuatro partenaires. Y vuelvo a ver de manera incomprensible que, en cualesquiera de los contextos que se ha querido incluso incriminar el comportamiento de la joven de «La Manada», en ningún caso podría decirse que ha sido algo consentido. El consentimiento no es nada relativo, es afirmar que se quiere, complacerte en en estar de acuerdo con algo y conceder tu permiso. Lo contrario, es no. Si en algo hay de meridiano en todo este asunto es que la voluntariedad humana, ese matiz de blanco, estriba en un consentimiento implícito o explícito, en blanco roto o blanco hueso: no todo es blanco nuclear sin matizaciones como parece haber en el código penal, y media, ante la duda, decidir que la generalidad es lo definitorio. Hay que determinar qué lo es y el porqué. El primer y grave error es que se juzga por géneros y lo que se debe juzgar son personas, independientemente de sus gustos, pasiones, aficiones, escala social, género, entidad o empresa... Alguien que agrede a alguien o individuos que agreden a individuos han de ser castigados a tenor de las pruebas que se presentan. Los jueces dictaminan, son los políticos los que deben interpretar la gravedad de las agresiones, sean cuales fueren estas desde el punto de vista social. Recuerden: la justicia emana del pueblo.

Que al código penal en esta materia le falta un hervor (más de uno) y anda extraviada (a las pruebas me remito) entre una veintena de hombres, es un hecho, no una conjetura. Que esta historia, como otras muchas hitsorias, acabará mal, no me cabe la menor duda. Porque todo el que quiere legislar quiere arrimar el ascua al saco rojo o al azul. Porque no se legisla para beneficio de la ciudadanía, se hace para loa del bando vencedor y agravio del perdedor. Y gracias a esta disputa ambivalente, interminable, todo el revuelo mediático quedará sumido por cuatro supercherías de magia con el balón en los pies, nos colarán un golazo por toda la escuadra y quizá volveremos a ver la moviola de todos estos días convulsos cuando se repita en cualquier momento del partido una falta injusta que el árbitro seguirá sin ver. Porque España es el país más fuerte del mundo, ya que los españoles llevan siglos intentando destruirlo y no lo han conseguido. Porque este país es un señor que critica la justicia, le roba al vecino y encima siembra la sospecha de dónde sacará la pasta para todo lo que tiene. Necesitamos más a Machados y Gil de Biedmas y ver un poco menos la tele.







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