Published diciembre 11, 2017 by

Un cuento de Navidad

Las guirnaldas navideñas decoraban cada rincón. Las luces parpadeaban con amabilidad invitando a la festividad natalicia del llamado hijo de Dios. El gentío llevaba impregnado en su semblante un pletórico halo de cortesía y complacencia. Por aquel otro lado veíase un quiosco de chocolate caliente y churros, con multitud de sabores y rellenos posibles, y en aquella parte de allí una caseta que ofrecía unos buñuelos riquísimos. El frío se arremolinaba por cada rincón del parque infantil, entre los árboles de la floresta que flanqueaba la alameda, o cruzando cada esquina del barrio. Puede verse el vaho de cada respiración de los transeúntes, que se desplazaban por doquier en un caos generalizado, pero en un orden que sólo cada individuo conoce de su destino. La bocina de algún incauto que apenas podía esperar unos segundos sin avanzar con el vehículo deflagraba impaciente, adueñándose de cada recoveco. Y por aquella otra esquina se escapan los acordes de un famoso villancico navideño made in USA. Todo podía verse desde la ventana de mi salón. Por entonces vivía en un edificio peculiar, de una ciudad peculiar, con vecinos no menos peculiares.

En el quinto vivía un individuo circunspecto, a veces risueño, introvertido, le recuerdo siempre cabizbajo al afrontar los primeros escalones del portal, que se empinaban como el preámbulo de un ensayo apocalíptico hacia el ascensor. Parecía un tipo sensible, lleno de temores hacia cualquier cosa que pudiera amenazarle: una señora con un paraguas; el perro del vecino del tercero 'a' que tenía cierto aspecto depredador, pero que apenas te acercabas era un trozo de pan y se deshacía pidiendo carantoñas a lametazos; un simple papel, o incluso la hoja de un abedul, que asaltaba en el camino por sorpresa...; cualquier cosa que pudiera turbar su apacible ánimo. Vivía acomodadamente gracias a un cargo ejecutivo en una empresa que nadie pudo saber nunca y que sólo cuatro privilegiados pudimos guardar ese secreto para siempre. Solía vestir con elegancia y cuidaba de su aspecto como de sus modales, «es la tarjeta de visita de cada ser humano, en especial la mía», me dijo en alguna ocasión al confesarle cierta admiración por su acostumbrado c aspecto. Aquella tarde le trajeron a casa un televisor de última generación, «un SONY de plasma» de cuarenta y tantas pulgadas, me comentó. Menudo lujazo, me habló días antes de todas las virtudes del aparato como si de un valor añadido a la vida se tratara; con definición ultra y colores increíbles. Aunque pareciera en cierto modo un tipo huraño, y podía entreverse un tanto apocado, en realidad se ofrecía cercano con quien pudiera sentirse receptivo a departir cualquier conversación con él. Y aunque pudiera parecer una contradicción, se dejaba ver poco y aún menos conversar con cualquier vecino. Evidenciaba, hasta por los poros de su piel si apenas prestabas atención, síntomas de una enfermedad llamada soledad forzada que le gangrenaba el corazón y le sometía en la misma medida para el imparable éxito de su vida profesional.

El del tercero, el del perro amenazante de aspecto fiero, aunque manso y tierno como pan recién hecho, era padre de familia numerosa hasta divorciarse hacía unos dos años. Funcionario del Ayuntamiento, sus hijos y su perro lo eran todo; también la filatelia y el fútbol. Seguidor del C.D. Salamanca (me hubiera gustado saber cómo sufrió la desaparición de su club antes de la reciente resurrección a la vida futbolística) y del Barça, por lo que comenzamos a empatizar por ahí apenas coincidimos las primeras veces por el soportal, entrando o saliendo del edificio. Un tipo bonachón, extrovertido, simpático, gustaba bromear con chanzas harto conocidas y manidas por el gran público. Tal como si de una noria se tratase, gustaba dar explicaciones de todo aquello de lo que sabía y no sabía como si tomara la piel de un conferenciante sagaz y experto. Pero se le veía siempre envuelto de un halo triste, incluso diría tildado de cierta misantropía. Era un clásico verle sacar su perro los domingos por la mañana, con el As, El País y sus suplementos bajo el brazo, vestido con el chandal Kappa del Barça de color verde azulado y una gorra negra del equipo charro. Y a pesar de que sus hijos siempre le visitaban los fines de semana, por aquello de continuar con una custodia que aún mantenía sin ninguna obligación legal de por medio, nunca le acompañaban a sacar a pasear a «Bola de Nieve». Procuraba entretenerme poco con él, ya que apenas si seguías su verborrea, te vapuleaba con una cascada de dimes y diretes, razones y contrariedades de la política, o simplemente los avatares de la cría y el cultivo de la remolacha... Era un gran tipo, a pesar de todo. Se le veía siempre tan alejado de todo y tan sufridor en silencio de su soledad.

Y qué decir de mi vecina con la que compartía puerta en mi misma planta. Me sacaba más o menos una década de ventaja. Solía rondarla un amigo con derecho a roce, «pero nada serio porque soy un alma libre y un bombón como este sólo se derrite cuándo y con quien yo quiera», me recordaba. Aquello no era impedimento para tirarme los tejos cada vez que me veía o coincidíamos en el pasillo, pero sí para mí, aunque reconozca que era ciertamente encantadora, además de estar de muy buen ver. Recordaba bastante a Julia Roberts versión pelirroja natural. Alguna que otra vez me invitaba a cenar o a unas birras en casa, mientras veíamos alguna película que daban por televisión o que tenía alquilada para la velada. Se dejaba ver siempre con atuendos sugerentes, confiadamente indiscretos, o pretendidamente cómodos o de andar por casa; cosas estas que no significaban que fuese ligera de ropa, aunque lo cierto era que daba opción a la morbosidad de la erótica florecida en los prometedores recovecos de la tentación. Confieso que nunca hubo nada más allá de las confidencias, porque me pareció siempre un ángel con problemas profundos de soledad no voluntaria y de desarraigos familiares similares a los míos. La vida no la trató especialmente bien y con el paso de las semanas acabamos siendo confidentes profundos de secretos pasados y presentes; heridas de guerras que mostrábamos con cierto desprecio, pero orgullosos de haber recibido aquellas lecciones de la vida, como dos buenos camaradas que se paran a departir entre batalla y batalla anécdotas de amargo dulzor en los labios mientras se muestran sus cicatrices. Alguna que otra vez se nos escaparon los besos tras el fragor de los efluvios del alcohol... y huelga decir dónde acabó todo. Lo que más anhelaba o adoraba ella era el dinero, sin llegar a lo enfermizo, pero la viruta suponía el cenit de algo que siempre careció y escaseaba más que nunca por aquellos días infaustos. Siempre le decía que se merecía un príncipe con posibles, porque era mi Pretty Woman preferida y algún día él aparecería de la nada para arrastrarla a la felicidad y tratarla como una reina. «No seas machista, anda», me increpaba antes de sellar su amonestación con un beso en los labios.

En cuanto a mí, llevaba viviendo en la cuerda floja por aquel tiempo hacía ya unos meses, con poca pasta  (por ser comedido y no decir ni un puto duro) y más hambre que el tamagochi de un sordo y la garrapata en un perro de peluche juntos. En las últimas semanas conseguí que Cruz Roja me diera un par de bolsas de alimento no perecedero, gracias a mi vecina la de la puerta de al lado, que me conminó a pasar por aquellos páramos como ella lo hizo en alguna que otra ocasión, y me sugirió de camino que evitara visitar Cáritas, porque me iban a pedir que les mostrara hasta las arrugas del pantalón del carnet de identidad. Le hice caso, fuese cierto o no. En ocasiones la vida gira de manera inesperada y te deja en un desamparo obsceno e irreverente.

Mi concupiscente amiga tuvo que salir hacia Burgos para visitar a su hermana, que al parecer contrajo una enfermedad inmunológica a causa del síndrome de inmunodeficiencia adquirida. Me quedé solo en aquel edificio con un montón de vampíricos vecinos que apenas sí se dejaban ver por el barrio, y salían de casa (quizá a media noche para alimentarse y acopiar víveres para las jornadas de reflexión festiva tras los climalits y las gruesas cortinas que no dejaban pasar ni siquiera el calor del sol) sin que nadie los viera prácticamente nunca; unos amigos que huyeron en cuanto vieron acercarse problemas que no eran los suyos; mi vecino el del SONY de plasma, que salió hacia casa de no sé quién por un problema familiar; y el del perro, que por aquellos días andaba también más solo que la una y apenas le vi salir de casa, si acaso para sacar al chucho.

Apenas si me quedaban para la víspera de nochebuena unas galletas y unos quesitos El Caserío. La búsqueda infructuosa de trabajo me dejaba en una situación de extrema gravedad, puesto que mi casera me insistía en que por favor me pusiera al día lo antes posible. Conocía mi situación y fue de lo más indulgente conmigo a pesar de las penurias que ella misma sufría como consecuencia de la mala cabeza del niño que cada vez más se convertía en algo mas demoledor que un cáncer: drogadicto, ladrón y violento. Todos ellos, mis vecinos y mi casera, conocían de manera directa o indirecta mi situación laboral y económica. Me ofrecieron un hombro en el que llorar, me prestaron unos oídos donde poder depositar todos mis lamentos y mis desazones, pusieron a mi disposición la puerta de sus casas para que pudiera dormir en el caso de que me quedase en la calle en las fechas que se avecinaban: más de lo que jamás me ofreció nunca mi propia familia de sangre. Sin señales de mi vecina, que ni parecía que pudiese volver por casa hasta pasadas las navidades. Lejos de familia, amigos (para qué llamar amigos a quienes huyen del barco cuando lo sienten naufragar) y rodeados de conocidos y vecinos de postín, mi cena aquella noche consistía en unos minisandwiches de galletas María con quesitos El Caserío aderezados con el bálsamo de unos buenos lagrimones de impotencia.

Llegó el día de nochebuena. A mediodía arrancó a nevar ligeramente, apenas contactaban los copos con el suelo se deshacían, dejando el pavimento humedecieo y resbaladizo. No quise ni salir a la calle, tentado no obstante de hacerlo y colocarme en plena calle para pedir alguna moneda de caridad que me permitiera poder llevarme aquella noche algo a la boca y pasarla al menos con el estómago lleno. Viendo en televisión la chabacanería aviesa de las festividades de postín, habituales por los canales que por entonces emitían sus bramidos imposibles acopiados durante el resto del año, llamaron a la puerta. Mi vecina, que acababa de llegar de dar sepultura a su hermana y no quería pasar la noche sola, y aún menos una nochebuena en un páramo desolado de emociones en Burgos. Se me lanzó al cuello y poco a poco iba deshilachando su tejido férreo en jirones de lágrimas que se evaporaban al confundirse con el polvo del suelo, y algunas que penetraron por los poros de mi piel para atravesarme el corazón. Traté de consolarla en la medida que pude y, por supuesto, pasaría la nochebuena con ella. Llamaron de nuevo a la puerta. El vecino del quinto, el del SONY de plasma, se presentó de repente ante mi puerta para ofrecerme compartir la cena de nochebuena con él. Mi vecina aún no conocía personalmente al propietario del mejor televisor del barrio a pesar de convivir en el mismo edificio. Sin dudar, el acepté el ofrecimiento con la condición de que mi Pretty Woman pudiese sumarse a la fiesta... Mi concupiscente virtual se había quedado prendada del personajillo educado, pomposo y siempre cortés vecino del quinto.

Había invitado también a una compañera de trabajo que andaba escasa de compañía como todos los que allí nos congregamos. En un momento pensé en el dueño de «Bola de Nieve». Pregunté al anfitrión si habría inconveniente en que nos acompañara nuestro querido vecino del tercero. Sin problema, dijo, siempre y cuando no subiera con el perro. De repente nos vimos cinco personas brindando, riendo, comprendiendo incluso términos del estilo «fly to quality», «long-term», «capital de riesgo» o «ADR». Conocimos de primera mano toda la historia privada del papá de «Bola de Nieve». Mi vecina de planta también se arrancó a desahogarse y nos contó la historia de su hermana, y la suya propia. Mi vecino del quinto, el anfitrión, también quiso aportar su aparente vida fácil con los bajos fondos emocionales y físicos que tuvo que padecer en el seno de su familia y más tarde en el colegio (eludiré mencionar aquí sus apellidos, pero he de decir que el juego de palabras a buen seguro valdría un psicólogo hasta bien entrada la madurez). Pero cuál no fue mi sorpresa que la compañera de trabajo, voluptuosa y siempre sonriente, conocía a un asistente de producción que trabajaba para una importante productora de televisión, para los que comencé a hacer algunos trabajitos de edición en vídeo pasadas un par de semanas: fue un estupendísimo regalo de Reyes. Y, como era de esperar, entre el anfitrión y mi Pretty Woman surgió la chispa que les condujo desde aquella noche a unir sus vidas hasta el día de hoy. Jubilado de oro anticipadamente él, acompañante y fiel compañera ella: viajantes infatigables: el sueño de mi vecina concupiscente cumplido de cabo a rabo junto aquel príncipe azul, a pesar de ser uno de esos que durante muchos años tenía a golpe de intro el futuro de muchos españolitos de a pie, el lado oscuro que nunca podía permitirse sacar a la luz, hasta el extremo de vivir en un barrio de clase media sumido en la discreción.

El vecino del tercero volvió a su rutina porque así es como se sentía feliz, en su mundo, sus hijos, su perro, su filatelia y su fútbol de fines de semana. Desconozco dónde podrá estar ahora, quizá en el cenit de su felicidad o quizá escondido en alguna residencia. Pretty Woman y SONY plasma fueron felices y comieron perdices... Yo conseguí un trabajo que me permitió salir del agujero pero que me facultó para conocer de primera mano los intrínsecos mundos literarios y cinematográficos, en especial los primeros, y de los cuales me aparté durante casi una década... pero eso da para otro cuento de navidad. Lo cierto es que a veces, solo a veces, aquello que deseamos como el summum de la felicidad, tal vez sólo sea el principio de algún infierno blanco y profundo. Quién lo sabe. La única gran verdad es que, tras la nevada fría y gris de tristeza y soledad, se halla siempre una apacible velada de felicidad, y hay que disfrutarla, paladearla, mientras quede un minúsculo sorbo de vino sobre la mesa, porque una familia es la que se sienta con nosotros a la mesa en Nochebuena y porque antes o después se acaba todo.

Y es que, a fuer de ser sincero, viéndolos a todos compartiendo risas, anécdotas y demás viandas, comprendí por un momento que la felicidad no se alcanza por mucha persecución que se haga de ella, tan sólo se ha de estar preparado para poder aprovechar la oportunidad de acogerla en nuestro regazo cuando aparece. El tatuaje del recuerdo de aquellas personas, su impronta, sus debilidades, sus temores, su amistad…, su humanidad, permanece aún presente en mi memoria, y el color de esa felicidad perdurará por la eternidad mientras me quede tiempo para recordarlo.







Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat, 2017.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this
Published diciembre 07, 2017 by

Beber veneno por licor suave








Cristalinos párpados del sentido
práctico y ameno, traviesa mirada
de dulce nostalgia, lenta escalada
por algún pensamiento extrovertido.

Piel nacarada de tránsito ajeno
que recorre su alma, piel lacrada
que sonríe al viento su mascarada,
rostro anguloso de dulce veneno:

un momento, burbujas y color;
una sonrisa, carne de cañón;
una mirada, la luz de una flor;

en un gesto, quiebro de cartabón;
sin su presencia huye el buen humor
y entre sus labios, tequila y limón.

(La velocidad del olvido, Inédito)




Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat, 1995.
© La velocidad del olvido, (Inédito).
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this
Published diciembre 04, 2017 by

Goles fantasmas

Casi se cumplía el minuto treinta de la primera mitad. La pelota oscilaba entre el centro del campo y el extremo derecho del ataque blaugrana con cierta torpeza, sin un objetivo estratégico claro, pero siempre en constante avance. Los silbidos del público de la ribera del Turia trataban de amilanar a los foráneos y al mismo tiempo azuzaban a los suyos en pos de una persecución al contrario con el objetivo evidente de robar el balón. Se hace un claro en el entramado defensivo del conjunto ché y penetra el defensa portugués del Barça por la banda derecha, rebasando la imaginaria línea divisoria entre la trinchera y la franja ancha del centro del campo. El esférico llega hasta los dominios del interior diestro croata del Barça, que sin apenas dudar un instante envía el balón hacia el ariete culé, desplazado, en una suerte de movimiento inverosímil, a ese flanco diestro del terreno de juego, intentando quizá arrastrar consigo el persistente e inquisitivo marcaje de los centrales, sabedores que otorgarle un palmo de terreno con comodidad y en posesión del balón podría significar una sentencia condenatoria.

De repente, aquel ve llegar al astro rey que más resplandece en el sistema planetario universal del balompié. Tras unos pequeños toques de control de balón, el ariete uruguayo se lo entrega en bandeja al eternísimo diestro argentino, que sin pensarlo dos veces, al primer toque, en el borde del área, con el interior del pie izquierdo, realiza un chut aparentemente inofensivo, pero con el tósigo violento que puede ofrecer una mamba negra al calibrar su mordisco. El veneno impregnado en el cuero, violentado con un efecto centrífugo favorecido con el toque sutil que arrastra el recorrido del balón sobre el interior del pie, hiere de muerte al guardameta, que escupe el balón sin ser consciente del emponzoñamiento que ha paralizado sus manos, escurriéndosele y rebotando en las paredes del corazón de sus dominios hasta alojarse en la meta. El esfuerzo inútil del guardameta ché permite claramente a todos dar por válido el gol y comienzan las celebraciones.

Sin embargo, mientras los más allegados iban ya a festejar con algarabías ese gol que abría las esperanzas de la victoria, que con justicia iba mereciendo el conjunto culé, el timonel de ese barco, el hombre de amarillo, con su toga ficticia de jurado, juez y ejecutor del predio deportivo, toma conciencia del peso del asunto. Dictamina, sosteniendo la balanza de su justicia divina, olvidando quitarse en los vestuarios la mordaza de sus ojos, e impidiéndole ver la evidencia: gol claro que viste sábana merengue para volar como un fantasma. Y el espectro recorre el feudo de Mestalla, va dejándose llevar en los pies del lateral ché hacia la portería contraria con marchamo de gol, aunque acabó siendo inquilino al final de innumerables castillos en el aire con el que alimentar los debates de cafeterías, bares, restaurantes, cenas, encíclicas, talleres, oficinas... Curiosamente, estos mismos que sufren la idiosincrasia de la justicia, recibieron el mismo trato de favor en La Rosaleda, con el mismo cariz pero con resultado favorable. Y es que donde las dan, las toman. El karma, dicen.

Ya quisiera yo que fuese así en todos los rincones. Lamentablemente, no. No sé si sabrán (intuyo que sí) que el PP está salpicado por tantos casos de corrupción que haría de este blog un serial interminable y angustioso. A mí me sigue sorprendiendo la capacidad de dominio y la paciencia de la ciudadanía de este estado español con respecto a la corrupción de los partidos que se aúpan al poder, y muy especialmente a un partido político que, en cualquier otro estado de la Unión Europea, ya habría sido declarado ilegal u obligado al menos a ser refundado. Tal cual lo merece el PSOE de Andalucía... Pero como suelen repetir los incautos ignorantes que aman ser esclavizados, como un mantra profundo de Kundalini Yoga, «prefieren que les robe un profesional a que les robe un perroflauta»; así queda implícitamente aceptado ser siervos oprimidos y que les roben la cartera y los donuts el de la corbata, y no el del perrito que ocupa todos los días la esquina. No obstante, quería detenerme en un pequeño detalle que casi pasa desapercibido y que apenas ha tenido repercusión, como muchos otros detalles que, de haberlos visto esos uniformados de amarillo que deciden los titulares, habrían puesto un altavoz del tamaño de un 155. Me estoy refiriendo a una de las innumerables jugadas maestras que acaban en golazo en fuera de juego o gol claro que traspasa la línea de meta pero no sube al marcador.

Puesto que las cosas de palacio van (excesivamente) despacio, durante el transcurso del partido hay siempre tiempo a cambiar las reglas de juego... o incluso a colocar elementos que hagan la vista gorda a las evidencias más flagrantes. Todo se inicia el pasado 20 de Mayo, en sesión plenaria del Congreso General del Poder Judicial, donde se nombra a Concepción Espejel como prresidenta de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional: en efecto, es el tribunal que juzgará el caso más grave de corrupción del PP, el que juzgará la presunta financiación irregular que mantuvo (hasta hace muy poquitas fechas) más de veinte años financiándose ilegalmente. Y ese tribunal ha cambiado a ultimísima hora de composición. Un cambio que depende indirectamente de aquel nombramiento del pasado mayo, quien al parecer iba a presidir los tribunales de Gürtel pero (válgame Dios, que de vez en cuando hay ciertos atisbos de cordura judicial) hubo recusación contra ella por sus propios compañeros debido a un problema de incompatibilidad por su más que flagrante proximidad al PP.

Ese ascenso de Espejel, y su sustituta, María José Rodríguez Dupla, ha derivado en el cambio a última hora, decidiendo hacer ejercer su alargada mano de presidir todos los juicios de su sección y que aún no se hayan iniciado, con el consecuente y escandaloso cambio de composición de sus tribunales... Rodríguez Dupla, conservadora de pro y afín a las lindes del Partido Popular, valedores y defensores de la despolitización de la justicia. Por decenas las protestas que solicitaban algunos magistrados, para que se respetaran éticamente las reglas de juego ya impartidas por la Audiencia Nacional. Pero la Sala de Gobierno, lejos de ver el gol legal traspasando la línea de meta, en su sánscrito arbitrio, hace oídos sordos y vista cansada y rechaza cualquier recurso contra aquélla decisión. Lo cierto es que se aplica a rajatabla las reglas de juego, que en el argot futbolístico es en caso de duda, no pitar. En el caso judicial, que se pueda cambiar la composición el tribunal siempre que no haya empezado la vista.

Dicho lo cual, a uno le hace asaltar la pregunta retórica: ¿acaso no es esto uno de los cientos de casos flagrantes de manipulación judicial? ¿No es esto un ejemplo más que evidente que no existe separación de poderes y que siempre tiene ventaja de arbitrio quien cope los sillones del poder, independientemente de quién sea quién los ocupe? Todo esto me trae a la memoria un pequeño pasaje que explica muy bien cómo han de tratarse las palabras según su significado y para lo que están designadas. Me refiero a una conversación que aparece en La Trilogía de Nueva York entre el falso detective Paul Auster (a quien suplanta Daniel Quinn) y su objetivo, el señor Stillman: «Ahora, mi pregunta es la siguiente: ¿qué sucede cuando una cosa ya no cumple su función? ¿Sigue siendo la misma cosa o se ha convertido en otra? Cuando arrancas la tela del paraguas, ¿el paraguas sigue siendo un paraguas? En general, la gente lo hace. Como máximo, dirán que el paraguas está roto. Para mí eso es un serio error, la fuente de todos nuestros problemas. Puede que se parezca a un paraguas, puede que haya sido un paraguas, pero ahora se ha convertido en otra cosa. La palabra, sin embargo, sigue siendo la misma. Por lo tanto, ya no puede expresar la cosa».

La Justicia, que debiera ser un ente social independiente de los poderes fácticos, es en realidad una burda marioneta, una muñeca vendada cuyos hilos manipulan quienes ostentan los sillones que unos incautos les otorgan cada cuatro años, creyendo ensalzar a la humildad y la verdad por encima de todo cuanto exista. Los mismos que les votan, los mismos que van al bar a protestar y a expresarlo por las redes sociales cuando se desengañan, desgañitándose vivos y sacando las zarpas de las palabras para zaherir al vecino del quinto o al hermano que está al otro lado de la ciudad. «Fue gol», «fue fuera de juego», «debían de haberlo expulsado»..., «son unos manipuladores», «son unos corruptos», «hay que sacarles del poder»..., y todo mientras mojan unos churros en el chocolate o se beben un gin-tonic a la salida del trabajo, o quizá junto a una caña y una tapa de ensaladilla rusa; porque los desagravios, las penas y las indignaciones, departidas con el estómago lleno o apaciguando la sed, son menores. Y así, cuando llegue el final del partido, todos a discutir al bar y a opinar para nuestros amigos en las redes sociales, donde crear debates absurdos y faltos de rigor se ha convertido ya en deporte nacional.

Así pues, cuando el gol parece gol pero no lo es, y viceversa, no puede llamarse gol, hay que aplicarle un apelativo o inventar una palabra para ello. Un paraguas deja de ser paraguas cuando no funciona como tal. La justicia deja de ser justicia cuando no funciona como tal. Por eso, cuando los más allegados ya iban a festejar con algarabías el juicio al PP con esperanzas de victoria, que con «justicia» iba mereciendo el conjunto de la ciudadanía, el timonel de ese barco, con su toga ficticia de jurado, juez y ejecutor del predio político, toma conciencia del peso del asunto, y dictamina sosteniendo la balanza de su justicia divina. Olvidamos quitarnos en los vestuarios la mordaza de los ojos, impidiéndonos ver la evidencia. Un gol claro que acabó siendo fantasma: un juicio claro de sentencia más que evidente que acabará en protesta de taberna.

«Y si ni siquiera podemos nombrar un objeto corriente que tenemos entre las manos, ¿cómo podemos esperar hablar de las cosas que verdaderamente nos conciernen? A menos que podamos comenzar a incorporar la noción de cambio a las palabras que usamos, continuaremos estando perdidos», concluía Peter Stillman al falso Paul Asuter, Daniel Quinn. Así que cuando llegue el final del partido todos a entregar nuestras almas en las próximas elecciones y a seguir discutiendo en el tercer tiempo si fue gol o no. Curiosamente, estos mismos que sufren la idiosincrasia de la justicia, recibieron el mismo trato de favor en su rosaleda de similares características, con el mismo cariz y con resultados favorables. Y es que donde las dan las toman. El karma, dicen.








Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat, 2017.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this
Published noviembre 20, 2017 by

El cenit de la cultura basura


El Ministerio de Educación, Cultura y Deportes hizo público el pasado 17 de septiembre (2017) los premiados de este año en sus distintas categorías. Haré un inciso previo. Entre las distintas modalidades se encuentra la de tauromaquia, cosa que me parece repugnante, aunque esto es una opinión muy personal: «Herido está de muerte, el pueblo que con sangre se divierte». (Juan Ramón Jiménez). Podría ser parte de la cultura o de la forma de concebir la tradición de un país y aceptarlo sin ningún ápice de dudas en otro tiempo, pero en pleno siglo XXI, con la que está cayendo ya, ni siquiera podría entrar en la categoría de fiesta popular, a pesar de que otrora fuese parte de la vida y costumbre del reino de España.

Esta reflexión la pongo de manifiesto como preámbulo al premio de cultura en la modalidad de televisión y que a continuación cito textualmente del Ministerio de Educación, Cultura y Deportes: «Concedido al programa televisivo El Hormiguero. La productora 7yAcción es una de las compañías de entretenimiento líderes en España. Fue creada en 2007 por Pablo Motos, uno de los presentadores con mayor relevancia de nuestro país y Jorge Salvador, un ejecutivo que acumula más de 25 años de experiencia en el sector audiovisual. El Hormiguero es el programa más exitoso de 7yAcción que emite Antena3 y de un gran éxito internacional».

Ha podido comprobar que las razones culturales esgrimidas por el Ministerio se ciñen a «los años de experiencia de la productora» y de ser El Hormiguero un programa producido por «una de las compañías de entretenimiento líderes en España». Una garantía cultural fuera de toda órbita eso de los años de experiencia (que para un currículum vitae puede valer) y sobre todo ser líder del entretenimiento en España, o lo que es igual, líder de audiencia, que a la postre se traduce en cash, lo de interés cultural, ya si eso… Me sorprende sobremanera que el Ministerio de Cultura haga coincidir en el mismo punto de confluencia la palabra cultura con entretenimiento; dos conceptos análogos en la misma dirección, pero diametralmente opuestos en el sentido intrínseco que parecen querer comprender los indiciarios árbitros del galardón. Cultura, según la RAE, es el «conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico», y «conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial en una época, grupo social, etc...»

El programa es un espacio de entretenimiento al que acude un invitado, o varios, estelar(es)(¿?) para que se divierta(n), según su propio presentador («Hoy viene a nuestro programa a divertirse...»). Se hace partícipe al o los invitado(s) de los jueguecitos y chuminadas varias, no para enseñar, sino con el objeto de entretener y sorprender; cosas divertidas sin más trascendencia que la espectacularidad del momento y el entretenimiento lúdico. Ofrecen también pruebas de superación, concursos chorras que provocan en ocasiones vergüenza ajena y un sin fin de redundancias espectaculares varias que, a fuer de ser sincero, nada tienen que ver con el objetivo que marcan los invitados, esto es, la promoción de sus nuevas películas, o nuevos discos, o nuevos espectáculos, o las matanzas estelares de los diestros…, apenas supone un diez por ciento del programa que emplea todo su arsenal de espectáculo dantesco en chanzas y vilipendios varios, y que supuestamente aglutina un «conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial».

Digo todo esto porque algo tan sencillo como que a un programa de televisión se le haya premiado por las razones esgrimidas por parte del Ministerio de Cultura, me parece el mejor ejemplo de por qué la sociedad española se encamina al triple mortal del más difícil todavía de la estupidez. Es decir, cuando los ciudadanos de a pie contemplan a través de sus tablas tontas (lo de cajas quedó en el siglo pasado) que al inominable programa se le otorga un premio de cultura, confunden la apuesta por ésta como un espectáculo, fomenta la idiosincrasia esperpéntica del ser humano como medio conductor de la excelencia cultural radiotelevisiva, e insta a los jóvenes a apostar por esa subcultura del entretenimiento basura de desperdicio de tiempo como ejemplo para poder recitar un poema en cada esquina y cobrar entrada por ello como una estrella del rock; dicho sea de paso, cosa que ya sucede y por interés puramente comercial las grandes editoriales ya cuentan con su adalid «poepatético». Al final uno cree que Unamuno debió de vestirse de saltimbanqui y meterse en un cañón circense para ser más mediático. Cuando uno de esos ve a Luis García Montero, a Joan Margarit o a Pere Gimferrer, les escupe a la cara (alegóricamente, claro) diciéndole que no les llega a la altura de las babuchas a los dioses de la literatura del momento; que quiénes son los estúpidos esos de Javier Sádaba, Emilio Lledó o Chantal Maillard; que quién será el majara ese que interpreta Banderas (Marcelino Sanz de Sautuola) en su nueva película... y me planto aquí que la lista es larga.

El caso es que cuando un joven oye en las noticias lo cultural que es El Hormiguero, que hasta le dan premios de cultura todo, con frecuencia acaba uno por oír a los más pequeños, en cualquier esquina, que cuando sean mayores quieren ser famosos a toda costa. Eso crea una especie de conciencia colectiva en la que la cultura tiene que ver intrínsecamente con fama y espectáculo de farándula. Pero hay algo más grave aún. El modo de tratar a los invitados, que es de lo más respetable, aunque a mi modo de ver se les retrata en una suerte de espectáculo dantesco y bochornoso que el espectador acepta como un ejemplo cultural y natural, dada la enjundia del galardón. Los hay incluso que disfrutan y se divierten, pero apenas reparan que para aquello que se les invita al programa, esto es, para la promoción de sus respectivos trabajos (culturales) quedan en un tercer o cuarto plano, se reduce a fuego vivo en apenas unos segundos. Lo que prima es la parafernalia, el ejemplo viviente para los más jóvenes (sin olvidar a los menos jóvenes) de que la cultura pasa por dar un par de vueltas de campana sobre una moto y una prueba de superación bajo el agua, porque eso sirve para vender muchos libros y que vaya todo el mundo en masa a ver la última película del fulano de turno. Cuando quien llega al programa es un elemento femenino, la cosa cambia a peor.

Voy a dejar atrás toda esa serie de comportamientos basados en topicazos aberrantes que se tienen en cuenta siempre que en el programa hay un encuentro con una (o varias) mujer(es); porque a esa bazofia ni se le puede llamar entrevista. La coloca en situaciones denigrantes que ni ella misma se percata del jardín en el que las han arrojado (a veces parece que la gracieta la pasa por alto debido la obligación de la promoción, que en realidad apenas si se produce). Pero incido ahora en el constante descalificativo áureo en torno a las féminas puesto que lo que prima en las preguntas de su conductor están ligadas en su mayoría a su aspecto físico, casi siempre con un tono sexual casi explícito. Como ejemplos, la mítica entrevista a «Las chicas del Cable» (Netflix), donde se les pregunta con qué actor de Hollywood les gustaría hacer una escena de cama, a lo que sorprendentemente responde cada cual el nombre de una estrella del firmamento jolibudiense, con preferencias y todo, oiga. Y con el añadido de preguntas interesantísimas del calibre: «¿Cuántos pendientes caben en tu oreja?». Y qué decir de aquella otra mítica charla (por calificarlo de  manera suave y digna) a Mónica Carrillo: «Tú eres un mito erótico y lo sabes», «Yo incluso veo las noticias sin volumen» (el estar informado parece que no forma parte del ideario cultural del presentador, a menos que haya que despotricar contra cualquier ideología que huela a izquiera o leer directamente de la Wikipedia), «¿tú llevas bikini o bañador?», «¿Crees que los hombres te leen por lo que escribes o porque les atraes tú?»... Así es el universo cultural del premiado por el Ministerio de Cultura. Y como colofón el tête a tête con Mónica Naranjo, esperpéntico: «Si yo tuviese el culo así haría el programa de espaldas», un comentario de garante cultural para ejemplo de este país; «¿pero esto es de verdad?» dice con tono incrédulo al mostrar la imagen de portada del disco de la cantante, donde aparece desnuda de espaldas; y redoble de tambores: «esto lo hago por el interés periodístico», con lo que acto seguido besó el culo de la cantante y pidió un aplauso para su trasero. Por el interés periodístico…

Siempre lleva por bandera el mismo tono irreverente, impregnado de tufo machista. Me quedaré con las ganas de que alguna mujer desplante estas actitudes para que hagan caer al lodo de la ignominia al maestro de la esgrima chabacana (no me extrañaría nada que acuda a algún miembro de la RAE para sacudirse la caspa del hombro). Pero si concluimos ya en que las habilidades de las chicas colaboradoras caen en la nulidad intelectual (porque parece que carecen de cerebro para dar más de sí), que los monólogos y chistes habituales que marcan los guionistas suelen ser de un pestazo a sudor y tabaco de mediados de siglo pasado, comprenderá usted que me indigne sobremanera que el estado español, con el dinero de todos, sea nuestro portavoz garantista de la cultura y premie CULTURALMEMTE (permítame la redundante cacofonía) este programa como el mejor de 2016. Me gustaría saber en qué ayuda el «conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico» cuando acaba la emisión de cada programa. Quizá la garantía cultural lo hayan medido según el calibre del trasero de Mónica Naranjo, dadas las circunstancias.

Desde hace muchos años ya, se nos quiere vender España como un estado rico en cultura. Si el concepto de quien tiene que velar por la cultura en este país, el Estado, premia la chabacanería, el machismo rancio, el espectáculo inútil, el divertimento banal y la sonrisa fácil casposa de mediados de siglo XX, y que denigre a la mujer en televisión, nadie podrá extrañarse de que estas actitudes se prolonguen en la calle, en el día a día, en la cosificación explícita o subliminal de la mujer por cada rincón y actitud... Que sí, que yo lo entiendo, que el programa es entretenido; no discuto eso a quien le parezca divertido, con su respetable encefalograma plano, mientras presencia el absurdo global. Que sí, que yo entiendo que sea un programa de éxito y que tenga las máximas cuotas de audiencia de este país y que le den premios por ello. Pero un galardón cultural cuyo resorte por el que pivota la garantía de concedérselo sea porque «la productora 7yAcción es una de las compañías de entretenimiento líderes en España. Fue creada en 2007 por Pablo Motos, uno de los presentadores con mayor relevancia de nuestro país y Jorge Salvador, un ejecutivo que acumula más de 25 años de experiencia en el sector audiovisual. El Hormiguero es el programa más exitoso de 7yAcción que emite Antena3 y de un gran éxito internacional», sólo consigue contribuir a alimentar ese monstruo que creíamos muerto por inanición, y con las posturas de este arranque de siglo parece ganar en salud la cultura del pelotazo de finales del siglo pasado. Las aspiraciones culturales de las nuevas generaciones van dirigidas con premios así a la persecución de la fama a toda costa, a acumular dinero fácil, esa cultura del pelotazo, en conclusión, que te lance al estrellato de manera rápida para poder enseñorearlo en programas culturales de postín como los Debates de Gran Hermano, Mujeres & Hombres y Viceversa o El Hormiguero. Premios al alcance de cualquiera, si lo premia el Ministerio de Cultura. ¿Y saben lo peor de todo? Que estos premios van firmados y avalados por S.S.M.M. los Reyes de España.

Cuando se dice y se comenta por ahí que «hay un exceso de sensibilidad en nuestra sociedad» y que «hay que tener muchísimo cuidado de cómo se habla y de lo que se dice», que «todo parece que se puede sacar de contexto»... etc., y sobre todo viniendo de una MUJER, es que esta sociedad necesita sobredosis educacional, esa que escasea por tantísimos recortes y por cada vez peores planes de estudio. Si no emplazas a los demás a respetarte como mujer, nadie lo hará por ti. Este es el primer ejercicio intelectual que debiera comenzar a exigir una mujer para cambiar la sociedad: para cambiar el mundo, uno ha de cambiar como ejemplo y exigirlo, sobre todo, a los casposos que se sienten cómodos con posiciones sociales de otras épocas.







Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat, 2017.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this
Published noviembre 06, 2017 by

Un poema Inédito










Las sábanas de aquel viejo hotel
huelen a primer beso,
fragancia núbil de crepúsculo;
preámbulo de la noche,
inexorable como un insomnio,
irrepetible como la muerte.

Por la ventana deambula
el claroscuro tungsteno
reflejado en una piscina,
prisionera de una cárcel;
a lo lejos también el mar
queda aislado por otra frontera.

De la caducidad de un hotel
nada sirve, nada se repite,
sólo la noche.

Lejos queda el descanso,
la libertad de la luz del día,
los besos únicos y singulares,
quizá unos acordes de Bob Dylan
a la orilla de unas caderas,...

las noches de hotel
son prisiones de las que uno
siempre quiere escapar;
como de la muerte,
que es como decir del primer beso,
que nunca se repite
pero siempre llega.


De "Ecos de un abismo"
(ELVO, 2022)


                   

Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat, 2017.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this
Published junio 21, 2017 by

Las ramas del silencio









Entre madera y descanso
ocupa un lugar el murciélago,
que se abriga con el manto de sus alas
y duerme olvidado en una rama.
No despierta porque amanezca,
sólo cuando la conciencia
agita el recuerdo del reposo.

Si la mandrágora del silencio
se oculta en la pedanía del descanso,
entonces la muerte
aguarda tras la esquina,
en la rama de algún recuerdo:
el manso es capaz de morder
cuando despierta de su letargo
y beber la sangre de las alegrías
mientras viva la noche en la conciencia...

Las almas de los muertos
no vuelan a ninguna parte,
entre madera y descanso
se abrigan con el manto de sus alas
y duermen olvidados en alguna rama.

                   

                               

Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat, 2016.
© Jazmines para una Biznaga, 2016.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this
Published junio 19, 2017 by

La cobardía y Mearsault

Ya he comentado en alguna que otra ocasión que me gusta dar tiempo a todo aquello que se comenta en caliente o esas noticias que produce urticaria entre la población bienpensante. Por eso heme aquí dándole a la tecla por un pequeño detalle relacionado con el atentado terrorista de Londres del pasado tres de junio. Parece que hemos olvidado con facilidad una fecha tan cercana. Se me vienen muchos flashes de corte filosófico al recordar ideas relacionadas al existencialismo y reflexiones parecidas cuando se producen atentados o catástrofes naturales. 

Cada cual tiene su significación y cada significante lleva consigo un significado. Los mercenarios del DAESH perpetraron su penúltimo ataque en suelo europeo, una invasión silenciosa que viene de vuelta tras las perpetrada de manera brusca por el mundo occidental, metiendo las narices donde no les llamó nadie. Pero esto no es lo que me ocupa ahora, porque solo este axioma daría para postear varias parrafadas a modo de ensayo. A lo que iba. Los mal llamados lobos solitarios (cinematográficamente queda bien para producciones iuesei), que en realidad son locos asesinos que toman la religión como justificante de sus actos en venganza por el asedio injustificado de occidente sobre sus lugares sagrados, salieron a la calle a cercenar la vida de cuantos saliesen a su paso. Y un tal Ignacio Echevarría sale a la palestra por su heroicidad. Lo fácil ahora sería hacer una oda de ensalzamiento al héroe del monopatín, que merece cientos si es necesario, y que no debiéramos olvidar con tanta prisa. No obstante, lo que me ha empujado a escribir sobre ello es la ingente cantidad de comentarios que corren por la red de redes en defensa de la cobardía, de huir y no mirar hacia atrás. De «por qué tuvo que meterse en berenjenales de camisas de once varas» el pobre Ignacio. Porque «la vida es el único tesoro que tenemos como para desperdiciarlo en ayudar a cualquiera» que lo necesite. «La valentía es una milonga que empuja a los cementerios del mundo a miles de héroes». Incluso han llegado a comentar (para tirarse de los pelos del pecho, porque afortunadamente no me quedan en el cuero cabelludo) que prefieren hijos cobardes (auspiciados por también la cobardía de sus progenitores) que visitar la tumba de un héroe.

Todas esas odas a la cobardía, en sí mismas, tienen las patas tan cortas que ni siquiera su propia indolencia les sería suficiente como para salir huyendo hacia mejor estado. No les daría tiempo.  A mí, personalmente, me producen vómitos multicolor que se abigarran a la indignación. Pero lo que yo piense aquí está de más, porque lo que quiero transmitir es el clamor de la sangre de los héroes al oír y leer palabras semejantes. Cuando alguien desde su sano juicio decide que es preferible la cobardía de un hijo a que le haga frente a la vida, con sus riesgos y sus aristas, le estigmatiza, le anima al egoísmo, al yo por encima de todas las cosas, se le anima a no desear el bien de ningún otro congénere, a no ser que el de uno mismo esté primero y por encima de cualquier otro. La bondad, la mano tendida al prójimo, está de más. La primera de las premisas del fascismo. 

Reaccionar con cobardía a una amenaza de muerte es otorgarle la razón al amenazante. No habría dibujantes en Charlie Hebdo, ni en El Jueves, ni en Mongolia; no habría periodistas de investigación sacando a flote las toneladas de basura de la corrupción, no habría existido Watergate... Y es en ese estado en el que se ha sumido la sociedad en la que vivimos, donde la tribuna de cualquier red social se convierte en un megáfono insultante para verter toda clase de basura, con tal de tener unos pequeños aplausos para reconfortar nuestro ego, o acumular todos los comentarios posibles y tantos likes como seamos capaces de acopiar para mostrar nuestra supremacía. 

Vivimos en una sociedad que vive por inercia, que hace las cosas solo por hacerlas, sin expresar sentimiento de odio, ni repugnancia, ni felicidad, ni amor... simplemente indiferencia. Quizá se hayan visto reacciones en cadena en repulsa al atentado, a la catástrofe, a la subyugación de la voluntad, pero todo queda en el olvido pasadas unas pocas fechas. Podría contar a bote pronto cientos en la última década: ya olvidamos (y no duden así seguirá) que un país como Siria está asolado y casi a diario bombardeado, que en Fukushima sigue existiendo (tampoco duden de que así seguirá por muchas décadas) un problema de alcance mundial, que tras el terremoto de Haití en 2010 le siguió un ciclón que devastó la isla y aún intenta recuperar la población todo lo perdido (quedará en el olvido), además de recomponer en la medida de lo posible ese Estado... En el país de los ciegos, el tuerto es el rey.  Porque ya parece haberse sumido todo en el olvido y a mí se me da bien traer al recuerdo de vez en cuando hasta donde llega a veces la mezquindad y la hipocresía humana.

El listado de seres humanos que murieron de un modo u otro para que los que disfrutamos de libertad y democracia tengamos la oportunidad de elegir gobierno, de que las mujeres puedan votar, de que los trabajadores tengan derechos, de que la analfabetización suponga una mera anécdota y podamos disfrutar de escolarización..., esos héroes y heroínas que dieron su vida para que aquellos que ven incomprensible que alguien pueda incluso dar la vida por su congénere tengan la oportunidad de tener un buen coche, una casa, vestuario a elegir, una nevera llena… 

Podría ocupar este post con la valentía de bomberos, policías nacionales, guardias civiles, agentes de protección civil..., que con sus vidas protegen y amparan a los ciudadanos de a pie. Tampoco voy a traer a colación aquí a los que aún mueren en defensa de la libertad de prensa y de opinión, por liberar a su pueblo de la opresión de un régimen dictatorial, por la medicina y las vacunas de su pueblo, por los médicos que dejan el alma en que los pueblos más castigados tengan acceso a las vacunas más básicas... La lista de personas que de un modo u otro han dado la vida por que tengamos oportunidad de disfrutar de aquello que disfrutamos o bien de aquellos que luchan encarnizadamente por que haya personas que puedan cubrir sus necesidades más básicas sería interminable. Todas esas personas han luchado y dado su sangre para que podamos tener aquello de cuanto disfrutamos en las sociedades occidentales, así como los que aún la dan para que los que no lo disfrutan puedan algún día tener al alcance de la mano aquello que los de aquí ni tan siquiera lo apreciamos. Dieron su sangre para que la vida continuase evolucionando, creciendo.

Es perfectamente humano sentir miedo ante una situación de peligro, la reacción de protección de lo que uno ama es un instinto natural. Cada uno de los héroes que intentaron mediar en pos de la libertad y el respeto por la vida nunca pensaron en que podrían haber perdido aquello que defendían. Pero resulta pavoroso comprobar cómo existen individuos que su concepto del existencialismo es el de Meursault (El extranjero, Albert Camus. 1942), el que vivía por inercia, el que hacía las cosas solo por hacerlas, sin expresar sentimiento de odio, ni repugnancia, ni felicidad, ni amor... simplemente indiferencia. La esencia o reflejo de una sociedad individualista como la de hoy que vive por inercia, como si no hubiese pasado el tiempo, como si las sensaciones de abandono y desgana permaneciesen aún presentes en el ánimo de una sociedad española que siente indiferencia ante el robo sistematizado de la clase política y sus amigos de mesa y mantel. Se vive para el individualismo más voraz de cuantos hayamos vivido nunca a lo largo de la historia, donde un tweet es similar a un disparo o un vómito de Facebook es un mantra que todo el que termina siguiéndolo acaba enfermo de soledad.

En efecto, la vida es el único tesoro que tenemos, pero la vida solo podemos defenderla con la vida, aun a riesgo de «desperdiciarla», o incluso perderla, en la lucha. En modo alguno estoy predicando que debemos salir a la calle a tirarnos en brazos de todo aquel que atente contra la vida de los demás; así, sin ton ni son, como queriendo que nos liquiden para convertirnos en idiotas, no en héroes. Pero el acto de proteger la integridad en la medida que alcance nuestro amor a la propia vida es lo que determina el grado sumo de respeto y amor a la nuestra. La valentía no es ninguna milonga y no es precisamente lo que lleva a los cementerios del mundo a los héroes. Es precisamente la cobardía del que mira desde otro lado y sale huyendo, dejando solo al que trata de defender esa posesión que cree que defiende el que sale corriendo, la que fomenta esta sociedad desarraigada del individualismo. 

Preferir hijos cobardes que visitar la tumba de un héroe es cercenar el derecho a decir todo esto que ahora mismo estoy tecleando sobre mi viejo portátil. De ser así, todas esas manifestaciones, luchas, protestas, etc., que han llevado al camino del progreso a esta sociedad, de la mano de la cobardía de esconder la cabeza bajo tierra para así hacer desaparecer el problema, nos habría dejado estancados en el oscurantismo del medioevo. Porque unos cuantos hijos de padres que les aleccionaron en la vida y su sagrada defensa, dieron la suya en algún momento para que yo, Daniel Moscugat, pueda decir cuanto se me ocurra opinar (dentro de lo que establece la legalidad y el respeto) y usted, querido lector, tenga la libertad de poder elegir leer estas líneas sin que nadie le reprenda por ello ni recibir castigo alguno. Tan sólo por eso estaré enormemente agradecido a todos esos héroes. Nunca podré agradecerle nada al cobarde que huyó y no defendió este privilegio que ahora ejerzo. Y sí le debo todo lo que soy a todos aquellos que dieron su sangre porque yo pueda ejercer mi libertad a plenitud.

Por desgracia, vivimos un tiempo de individualismos cobardes que siempre terminan escondidos, bien bajo las alas de la intolerancia y la fuerza, bien tras la pantalla de un ordenador o un teléfono móvil, donde despotricar contra todo enmascarado tras un sobrenombre. Y, desafortunadamente, estamos rodeados del costumbrismo existencialista de Mearsault: «así son todos los días», «uno acaba por acostumbrarse a todo», «nada ha cambiado...». Pero, por fortuna, siempre habrá alguien que, a lomos de un patinete, pase velozmente por donde caminamos, nos haga despertar del letargo en el que andábamos sumidos y nos obligue a increpar al mundo su osadía, aunque la mayoría siga huyendo ante cualquier duda o amenaza. Siempre habrá alguien que nos haga reaccionar, y ese, tanto si da su vida como si no, será un héroe al que recordar.








Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat, 2017.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this
Published junio 07, 2017 by

Per sona

Para entender esta parrafada viajo hasta los albores etimológicos de la palabra «persona». Según la Real Academia Española, propone de manera escueta, aunque explícita, que el origen de esa palabra proviene del latín persōna (máscara de actor, personaje teatral, personalidad), y este a su vez del etrusco φersu, que a su vez toma del griego prósōpon. Bueno, esto traducido es algo así como que la voz con la que se dramatizaba y declamaba, en el teatro griego, desde el escenario no era en ocasiones lo suficientemente potente como para alcanzar a todo el público asistente. De modo que se usaban máscaras para expresar sentimientos alegres, tristes, melancólicos, irascibles... Aquellas máscaras recibían el nombre o apelativo para sonar (per sona). Se deduce, pues, según la propia etimología de la palabra y la personalidad, y resumiendo porque esto daría para hablar largo rato, esa máscara de actor que todos llevamos consigo es nuestro personaje teatral, lo que oculta todo cuanto llevamos dentro que queremos esconder y, a su vez, todo aquello  que queremos hacer oír hacia el exterior.

Por circunstancias personales que no vienen a cuento, especialmente el último año y medio, llevo haciendo el recorrido Málaga-Benajarafe por autovía. Ésta tiene unas restricciones de velocidad bastante específicas, donde la mayoría del recorrido tiene prohibido superar los 80 km/h, siendo un par de tramos explícitos y bastante reducidos los que permite circular hasta los 100 km/h. La brutalidad y el exceso de velocidad, salvo honrosas excepciones (que son los puntos estratégicos donde han de reducir la velocidad por la presencia de radares), son la tónica general. Mi pareja, conductora experta y prudente, respetuosa con la velocidad, las marcas viales y la señalización pertinente, y este que firma abajo, comentamos en ocasiones las numerosas jugadas diarias como si de un partido de fútbol se tratase. Hemos presenciado accidentes inverosímiles, colisiones aparatosas, atestados con resultado mortal, adelantamientos imprudentes que emulan los que solía hacer Fernando Alonso, rebasamientos a 160 o 180 km/h (aproximación que puede medirse con facilidad), maniobras inverosímiles que hacen pensar en el flagrante desconocimiento del código de circulación (como por ejemplo el ignorante y asesino en potencia de turno que reclama, con sonoros golpes de claxon y aspavientos de energúmeno, que le dejes pasar cuando está situado en un carril de incorporación con un obligatorio ceda el paso en sus mismísimas narices, tanto en marcas viales como en señalización), la absoluta falta de escrúpulos e igualmente desconocimiento del susodicho código que determina que ningún, repito, ningún conductor sabe respetar a la hora de enfrentarse a una señal de STOP (cuando esto ha sucedido en alguna ocasión ante nuestras narices, es decir, que un precavido decide detener por completo el vehículo ante la línea de detención, haya o no circulación que discurra por la vía a la que se incorpora, lo celebramos y le concedemos un pequeño premio virtual al conductor del año). En especial, dejo para este pequeño final los túneles: un privilegiado escondite para adelantamientos al más puro Indianápolis, excesos de velocidad inauditos, eslálones de vértigo que ni el mismísimo Sébastien Loeb sobre el hielo sería capaz de ejecutar, absoluta falta de respeto a la distancia de seguridad del que precede con el consecuente acoso para que aceleres... Demasiadas cosas que no acaban en descarnadas tragedias porque la fortuna, el ángel de la guarda, Dios, la providencia, los santos del cielo, los dioses de la galaxia y toda la corte de mártires de todas las religiones habidas y por haber deciden que no es el momento.

Podría estar escribiendo, en líneas generales, sobre ese trayecto diario, que debiera estar muchísimo más vigilado por las autoridades (y de paso harían caja de manera ingente); un trayecto ejemplificador de tantos otros de la geografía nacional del que podría narrar a diario un relato, y la sorpresa por parte del lector no me cabe duda que sería mayúscula. Y en este punto está preguntando... ¿Qué tiene que ver esta denuncia con la etimología de la palabra «persona»? 

La carretera es un fiel reflejo de la hipocresía de la sociedad en la que vivimos y a la que nos enfrentamos cotidianamente. Así, sin anestesia y sin paños calientes. Es el algodón del mayordomo de Ten. Utilizamos la máscara de la personalidad para convencer a quienes nos ven actuar de nuestros estados de ánimos, de quiénes pretendemos o queremos ser. Mostramos sensibilidades, sentimientos, prédicas y demás aferes que enmascaren lo que llevamos dentro. Somos, querámoslo o no, actores que interpretan un papel de cómo queremos que nos vean y quienes nos gustaría ser en realidad. Y cuando nos ponemos frente al volante y entramos en el habitáculo angosto del vehículo, o sobre dos ruedas cuerpo descubierto, nuestro territorio privado y donde no hay cabida a la interpretación, aflora entonces quiénes somos. El vehículo es una extensión de lo que llevamos más hondo, es un habitáculo donde dejamos a un lado esa máscara para que dormite en un estado aletargado que recuperamos al estacionar. Ese alter ego que permanece indómito en el subconsciente aflora cuando hacemos nuestro el territorio de un trayecto por corto que sea. En ese trayecto se engrandece el ego, el yo que está alimentado por el conjunto de lo social, por lo que aprende. Ese trayecto en el automóvil describe con fidelidad lo que somos intrínsecamente.

La peculiaridad que nos confiere el asfalto tiene que ver en parte con la adrenalina, en especial si se cruza con la testosterona. De todos es sabido los estadios por donde pasa un descuido o simplemente el respeto a las normas de tráfico, teniendo como cabeza visible o responsable a una mujer. La verborrea falacia del machismo más casposo da paso, no sólo en la locuacidad del bocazas de turno, también en las prácticas de conducción que van acompañadas de agresividad, alteración del orden, gestualidad ostensible, grosería..., póngale el lector el resto de imaginerías. Es algo así como lo que se ha dado a conocer con el sobrenombre de «poscensura». No hace muchas fechas leí un artículo más que interesante, que hace un resumen de ello y que aludiré con una simple oración para equiparar la magnitud: «Adular al superior, ofender al inferior y quejarse por la indignación del ofendido: he ahí la fórmula del ascenso social en el escalafón intelectual de nuestro tiempo».

Nadie está exento hoy por hoy de verse sometido a la ofensa pública a través de las redes de alcantarillado social por el simple placer de vernos indignados por tales ofensas. Salen a la palestra víboras, ratas y otras alimañas con afán de medrar a cambio de unos ejemplares publicados en alguna editorial de renombre o simplemente por el beneplácito de ser custodiado por las alas del ofensor (que traducido significa «intelectual venido a menos»). Como contraprestación solo han de prestar lealtad, como si estuviesen al amparo de un contrato de vasallaje, bajo la amenaza de ser considerados traidores a la causa del señor feudal, infligiendo vejación y humillación gratuitos a todo aquel que se sienta humillado. Unos se sienten intocables ante el linchamiento y escarnio público y los otros medran en el escalafón mediático intelectual: todos contentos con su papel.

Sucede de un modo parecido con los conductores avezados que se echan a la calle a diario. Algunos se sienten con la potestad de ofender al inferior, al que posee un coche viejo o aparentemente de inferior cilindrada, tamaño, precio o potencia, o simplemente por ser del género femenino, y es propio en lacayos de estrato social susodicho que liberen el claxon en apoyo al todopoderoso camión, furgoneta, potente vehículo de tecnología alemana o deportivo italiano. Un código no escrito que cada cual lleva en la guantera y que en uno de sus múltiples artículos lleva explícitamente impreso que quien respeta las normas de tráfico allá por donde va es un maldito imbécil que no merece el menor de los respetos, y del mismo modo aquel que es capaz de tomar una curva a 140 kilómetros hora, o quizá por ejecutar un adelantamiento al doble de la velocidad del que tiene ante sí, o incluso por acosar intimidatoriamente por la retaguardia hasta el punto de verse obligado a cambiar de carril sin la más mínima precaución, es un auténtico macho ibérico. La eterna disyuntiva: nadar contracorriente haciendo las cosas como uno debe por respeto hacia los demás conductores, o infringir los preceptos y avasallar a todo el que no cumpla con esa ley intelectual no escrita de apartar a todo aquel que pretenda ser honesto.

Apenas hay mucho más que decir, pues he sido sumamente comedido y casi que no he querido entrar en la misma retórica del conductor intelectual (perdón, habitual) que pulula por estas carreteras de dios. En esta era de la tecnología y la información, de la cultura libre y compartir todo, del buenismo bien y lo políticamente correcto, ni tan siquiera nos paramos a pensar la procedencia de las etimologías de las palabras que usamos diariamente. Esto no es la antigua Grecia, aunque vamos en ese camino de retrospección en el que usamos y necesitamos máscaras (fotos de perfil, información pseudofilosófica, acumulación de likes y selfies y «amigos», y de un largo etcétera que conocemos todos). Las necesitamos porque la voz ya no es lo suficientemente potente como para alcanzar a nadie. Necesitamos usar máscaras para expresar sentimientos alegres, tristes, melancólicos... «para sonar» (per sona).

Se deduce, pues, que esa máscara de actor que todos llevamos consigo es nuestro personaje teatral, lo que oculta todo cuanto llevamos dentro y queremos esconder, y, a su vez, todo aquello que queremos hacer oír. Eso cabe dentro del habitáculo de un vehículo, del mismo modo que en cualquier perfil de cualquiera de las redes sociales de las que somos esclavos, desde donde ejecutamos las acciones pertinentes de nuestro verdadero yo, afectando a cualquiera que pasaba por ahí, cualquiera que no conocemos, o en ocasiones hasta conocemos bien, pero que nos suele importar más bien poco. Porque el punto de inflexión es el alimento de ese ego que escondemos tras la máscara. Y el verdadero problema es que esa actitud puede explotarnos algún día en la misma cara y ni tan siquiera el habitáculo en el que creemos estar protegidos o ser inmunes de todo cuanto hay a nuestro alrededor nos protegerá de la terrible tragedia de perder algo valioso sobre el asfalto... o quién sabe si sobre la línea de tiempo de nuestra máscara social.







Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat, 2017.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this
Published mayo 31, 2017 by

Ángel caído









Nacer del vientre más puro,
de la luz más brillante,
sueño de la sombra de un sueño
entre tinieblas malheridas soñadas.
Una despedida escondida en el corazón
esparce un ancho camino
hacia la luz roja e infinita
de las llamas de fuego vivo
que acarician las entrañas
del agua envenenada:
no hay salidas de emergencia.

Emboscado siempre en la sombra,
mirando de reojo a la esperanza,
se disfraza de mentira
para alimentarse de la vida:
su atuendo tiniebla de un sueño
y la luz de sus ojos la que más brilla.








Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat, 2016.
© Jazmines para una Biznaga, 2016.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this
Published mayo 29, 2017 by

Las mascotas del siglo XXI

Como cualquier niño de cualquier barrio, soñaba con tener una mascota, un animalito simpático y cariñoso con quien compartir mi tiempo y espacio. En mi barrio convivíamos dos bandos claramente diferenciados: los que preferían los perros y los que anhelábamos los gatos. Era una cuestión de principios que se rompía tan sólo con animales en cierto modo impopulares y no por ello menos importantes, aunque sí en las preferencias: canarios, tortugas, cobayas, hámsteres… Pero, al fin y al cabo, todos opinábamos y soñábamos con tener un perro o un gato; entre otras razones, porque eran relativamente accesibles. Los más afortunados podían adquirir alguno, los menos tendríamos que esperar un «desafortunado» apareamiento que nos ofreciera la oportunidad de codiciar un ejemplar.

Era una cuestión de principios que subyacía supeditada a las posibilidades reales de cada familia y su solvencia económica. Un animalito suponía una boca más que alimentar, a pesar de que la mayoría se nutría de las sobras del día, y el horno no estaba precisamente para bollos sobrantes. Poseer una mascota era casi un estatus social (del mismo modo que lo es ahora disponer de un smartphone último modelo). Y así andábamos, «como el perro y el gato», discutiendo cuál de ellos era el mejor animal de compañía, el sempiterno debate sobre las ventajas e inconvenientes que ofrecían. Llegábamos a maquinar incluso el modo de obtener un ejemplar, por callejero que fuese; importaba un rábano el pedigrí, la raza o el estado en el que se encontrase. Lo importante era tener un reflejo de nosotros mismos, una extensión, una insignia para nuestro hogar, una señal que nos identificara…, una mejora de nuestro estatus.

Con el paso del tiempo, esos inicios carecieron de relevancia, hasta que llegó el tiempo en que lo habitual era contar con una mascota en casa: mal que bien cuidada y en gran medida acababan callejeando más de lo que debieran. Las mascotas pasaban a ocupar un segundo plano, tal vez debido a la responsabilidad que suponía (y supone) cuidar del animalito, tener que cambiar la arena (gatos) o sacarle a la calle a que hiciese sus necesidades al menos dos veces al día (perros), alimentarle, llevarle al veterinario (los que podían permitírselo), etc.

 La diversidad y la fácil accesibilidad dio pie a costumbres, así que lo que en un principio carecía de importancia, léase el origen de la criatura, pasó a ser una prioridad, esto es, inaceptable poseer un animalito sin pedigrí; eso quedaba para los menos afortunados o los económicamente menos estables o desfavorecidos (tal como sucede hoy con la tecnología). Entonces llegó el boom de las «marcas»: que si yo tengo doberman, que si yo gato de angora, y yo un yorkshire, y yo un persa, y yo un cocker spaniel... Lo curioso es que perdura hasta hoy el afán de símbolo de estatus social poseer una mascota «de marca» Y al poco tiempo, el ansia de alcanzar dicho estatus dio paso a que surgiese la ambición por reflejar nuestra propia personalidad en la mascota y apostillar así nuestro yo, considerándose csda cual un ser único y especial.

Se inició un triste y lamentable espectáculo que copa todavía las primeras portadas de la prensa, del mismo modo que calificaba el carácter malicioso y cruel del ser humano en general. Aquellos fantásticos «seres maravillosos» se veían abandonados en la calle a su suerte: ¿Porque era demasiado grande para ocupar un espacio en casa? ¿Porque el pobre animal necesitaba de unos cuidados especiales debido a cualquier enfermedad congénita, además del gasto que supone para la economía familiar? Lo que describe a pies juntillas la calaña del ser humano en general (no es adecuado generalizar, lo sé, la realidad tiene siempre matices, pero así se calibra el nivel de crueldad: como sociedad, no a nivel individual) era otra mucho más habitual y reconocible. Los regímenes económicos andaban serenos y nadando sobre la piscina del bienestar y la posibilidad de salir de vacaciones en familia quedaba reducida a sus miembros: el animalito no entraba en los planes endogámicos de satisfacción y esparcimiento estival… así que puerta. Destino: próxima gasolinera.

Con el paso del tiempo surgió el exotismo descerebrado e irracional de los replicantes, no sólo de este país, también del resto del planeta, por contagio febril, gracias a la magnificencia propagandística de las redes sociales. El poder adquisitivo permitió, no ya tener un perro, un gato, un canario, un loro, una tortuga o un hámster, sino cualquier criatura exótica, extraña o inverosímil que tratase de reflejar con aspectos más metódicos la personalidad del amo y señor de la criatura, que resultase ser el azogue de nuestra preferencia vital en esta vida tan superflua: con idéntico final que las mascotas convencionales. Sin embargo, las inocentes y exóticas criaturas generan cambios en el ecosistema natural de cada región, modificando el hábitat y poniendo en serio riesgo especies autóctonas que convivían en paz. En pocos años los hechos insólitos de abandono de mascotas en nuestra variopinta flora y fauna se propagan por doquier. La voz de alarma se cierne, no ya tan sólo con la constante aparición de vagabundos caninos y felinos, sino de saurios, aves, anfibios y demás criaturas salvajes que retornan a la naturaleza, mas no a las comunidades medioambientales a las que pertenecen. Actos de auténtico vandalismo ecológico que carecían de castigo penal y de total impunidad. Hasta pasada la primera década del siglo XXI, siendo tan laxa como inútil.

A pesar de continuar siendo tema candente, la ambición por la compañía de una mascota sigue acaparando tintes mediáticos y copando límites insospechados, en la gran mayoría de los casos infringiendo la ley y haciendo peligrar continuamente, sin que aparentemente suceda apenas nada para los grandes medios o consorcios de comunicación, los ecosistemas de todo el mundo. En cambio, desde hace apenas unos pocos años, ha surgido la explosión demográfica de una nueva especie mucho más destructiva y demoledora que cualquier otra especie fuera de su hábitat y que mucho me temo se asemeja a la nuestra más que cualquier otra. Ésta es quien mejor define nuestros gustos, nuestras apatías y alegrías, nuestras tristezas y menesteres. Poco a poco ha ido inmiscuyéndose en los hogares de todo el mundo, hasta el punto de que hasta en lugares remotos e insospechados, allá donde resultaría impensable su presencia, encontramos esta especie. Hoy en día es extraño ya no ver un ordenador personal, una tableta o un portátil en cada hogar, y no digamos ya un smartphone en el bolsillo de cualquiera, hasta de los preadolescentes. Un microprocesador, o más, para cada individuo, pues carece de importancia si se trata tecnológicamente de un móvil 3G o 4G, un ordenador portátil, un PDA, un navegador GPS… Lo importante es que un «bicho» de estos abrace nuestra vida y succione nuestro tiempo vital. He aquí lo importante, hacemos de él una extensión de nosotros mismos, copia fiel e inherente de lo que somos en realidad, donde registramos y compartimos nuestra privacidad a ojos de extraños que no conocemos, donde depositamos nuestra confianza y los datos privados más comprometidos.

En cambio, como era de esperar, surge un nuevo abandono que se antoja inevitable debido a su caducidad programada, no antes de las vacaciones, sino después, al regreso: cada año, nuevos modelos, nuevas capacidades, nuevos aires, nuevas tecnologías. Vemos cómo cada año, de septiembre a noviembre, se llena todas las plataformas de propaganda para que acudamos, en las fechas fatídicas de navidad, a los «pet-shops» de los centros comerciales, grandes superficies y demás aplicaciones de compras online de avaros consumidores al acecho de la mejor , o de la que mejor se adapta a las necesidades, como acto reflejo de su estatus social, real o soñado, puesto que sus anteriores compañeros se quedaron obsoletos o bien perecieron por «Alzheimer» prematuro. Esos desechados ocuparán un lugar en el ecosistema que no les corresponden. Y volveremos a caer en la trampa. Y volveremos a clamar como corderos al degüello: ¡hasta cuándo estas prácticas de abandono!.

Es un acto de la más infame cobardía que se repite cíclicamente y el tornado no parará, del mismo modo que no paran otros tornados de semejante calibre aunque de distinto matiz, hasta que sus ojos no tengan nada más que engullir y lamentablemente no podamos estar aquí para remediarlo y mucho menos para verlo.

Hace unos días, los ojos de una criatura, una de entre millares de descarriados abandonados, me miró, movió el rabito y me endosó sendos lametazos en respuesta a mis caricias. Abandonada la perrita a su suerte, su apariencia era de mascota bien avenida, de buenos cuidados, de uñas impolutas, de pelo brillante, cariñosa a más no poder, dócil, gentil y… abandonada. Una perrita semejante a las cientos de criaturas descarriadas que aparecen por todas las plataformas de protección animal. Sí, volverán las vacaciones y los abandonos, acabarán las vacaciones y las vidas de sus abandonados; también las de aquellos que murieron en casa de inanición eléctrica. Yo también volví a recordar mi infancia y mis ambiciones de niño por tener un minino y a rehusar ese sueño una vez más, porque tristeza me producían por entonces los animalillos despreciados por un destino turístico, por momentos placenteros, por instantes de esparcimiento que, al fin y al cabo, son efímeros.

Mi rabia para todos aquellos que apartan a un lado la existencia de un ser vivo para disfrutar de unas vacaciones, para los que renuncian a su responsabilidad con el ecosistema y voluntariamente lo contaminan abandonando de cualquier manera sus aparatos electrónicos. Cuando estemos en el ojo del huracán será ya demasiado tarde. Tanto como para aquella perrita: secuestrada por la perrera municipal, esperó con paciencia el día de su ejecución; al igual que nosotros, no lo olviden. Sólo nosotros podremos rescatar mascotas como aquella perrita, solo nosotros podremos rescatarnos a nosotros mismos de las garras tóxicas de las mascotas del siglo XXI.








Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat. 2006.
© Daniel Moscugat, revisión febrero 2017.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this
Published mayo 24, 2017 by

La dama de la pamela roja

Siempre me fascinaron las mujeres orientales. Sofisticación, elegancia, honestidad, exquisitez, delicadeza, vaporosa candidez... Hasta tal punto se magnifica mi fascinación que mi compañera de trabajo me produce cierto morbo, oriunda como es ella de Corea del Sur, a pesar de que deteste su carácter. Me resulta un ser odioso como compañera de trabajo; no así como mujer, que me parece un encanto, una delicada flor de cerezo. Hice todo lo que pude para que la dueña del negocio apareciese y la mandase al paro, zancadillas a diestro y siniestro que no sirvieron para nada. De haber prosperado ese acoso, me hubiera quedado como capataz único del feudo. Pero no hubo forma de que apareciese la divina providencia, ni circunstancias que denostasen su trabajo como para que le diesen la patada.

A colación de esto, desde hacía poco más de una semana llevaba encandilado perdidamente de una auténtica dama oriental, desconocía si japonesa, china, coreana, vietnamita o vaya usted a saber. Me fascinaba ese halo de discreción, sobriedad y serenidad con la que se adornaba sin pretenderlo, tan sólo con su discurrir cuasi etéreo por la superficie del mampuesto. Lo cierto es que me la encontraba a diario sentada con su vestido rojo corto, adornando su bella presencia con una pamela de idéntico color, de la que se valía para solapar cierta timidez y su virginal tez blanca de los rayos del sol. Elegancia y pura honestidad, no exenta de cierta sofisticación. Siempre sosteniendo una carta en las manos, sentada en un banco de piedra de la avenida principal, la misma que me conducía hasta mi lugar de trabajo.

El caso es que ayer, después de una semana viendo a esa mujer misteriosa, frágil y encantadora, dirige su atención hacia mí justo cuando la miraba sin disimulo mientras caminaba hacia ella, con un gesto ciertamente sensual me invita a sentarme a su lado, en el banco. Llegaba tarde a trabajar. ¡Qué demonios!, me dije. Que esperara sentada la creída de mi compi; o mejor, que esperase de pie. Me frotaba las manos, casi literalmente, y babeaba ya como un caracol. Sin mediar palabra preguntó si me llamaba Fernando. Y le dije que sí. Me preguntó si tenía treinta y seis años. Y le dije que sí. Luego que si trabajaba en el centro de modas La Oriental. Y le dije también que sí. Todo en un correcto e impecable español. ¿Cómo sabe tanto sobre mí?, pregunté entre sorprendido y receloso: era yo quien parecía espiarla y sin embargo, sin apenas reparar en mí, me preguntó obviedades con las que parecía querer asegurarse de hablar con la persona idónea. Simplemente me entregó la carta que sostenía en las manos, al parecer la misma que repasó una y otra vez durante toda esa semana. Era mi carta de despido, ni más ni menos. Ese mismo día debía pasarme por el resto de papeles que esperaba en la gestoría. 

Elegancia y pura honestidad, no exenta de cierta sofisticación. Así tal cual definiría a la madre de mi compañera de trabajo... ¡Ni lo vi venir! Con una sonrisa, apostillando así su discreción, sobriedad, serenidad y elegancia, me susurra que, en futuras oportunidades, dejase de hacerle la puñeta a los compañeros de trabajo, especialmente si son familiares de los propietarios... aun sin saberlo.

Pues sí, me siguen fascinando las mujeres orientales... especialmente si son sofisticadas, elegantes, honestas, delicadas, discretas, sobrias, serenas, tímidas. Pero les confieso que he aprendido a no fiarme de ellas, especialmente si huyen del sol bajo una pamela y leen cartas en público a media mañana. Todas tienen un parecido razonable.





Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat, 2017.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this