Published diciembre 11, 2017 by

Un cuento de Navidad

Las guirnaldas navideñas decoraban cada rincón. Las luces parpadeaban con amabilidad invitando a la festividad natalicia del llamado hijo de Dios. El gentío llevaba impregnado en su semblante un pletórico halo de cortesía y complacencia. Por aquel otro lado veíase un quiosco de chocolate caliente y churros, con multitud de sabores y rellenos posibles, y en aquella parte de allí una caseta que ofrecía unos buñuelos riquísimos. El frío se arremolinaba por cada rincón del parque infantil, entre los árboles de la floresta que flanqueaba la alameda, o cruzando cada esquina del barrio. Puede verse el vaho de cada respiración de los transeúntes, que se desplazaban por doquier en un caos generalizado, pero en un orden que sólo cada individuo conoce de su destino. La bocina de algún incauto que apenas podía esperar unos segundos sin avanzar con el vehículo deflagraba impaciente, adueñándose de cada recoveco. Y por aquella otra esquina se escapan los acordes de un famoso villancico navideño made in USA. Todo podía verse desde la ventana de mi salón. Por entonces vivía en un edificio peculiar, de una ciudad peculiar, con vecinos no menos peculiares.

En el quinto vivía un individuo circunspecto, a veces risueño, introvertido, le recuerdo siempre cabizbajo al afrontar los primeros escalones del portal, que se empinaban como el preámbulo de un ensayo apocalíptico hacia el ascensor. Parecía un tipo sensible, lleno de temores hacia cualquier cosa que pudiera amenazarle: una señora con un paraguas; el perro del vecino del tercero 'a' que tenía cierto aspecto depredador, pero que apenas te acercabas era un trozo de pan y se deshacía pidiendo carantoñas a lametazos; un simple papel, o incluso la hoja de un abedul, que asaltaba en el camino por sorpresa...; cualquier cosa que pudiera turbar su apacible ánimo. Vivía acomodadamente gracias a un cargo ejecutivo en una empresa que nadie pudo saber nunca y que sólo cuatro privilegiados pudimos guardar ese secreto para siempre. Solía vestir con elegancia y cuidaba de su aspecto como de sus modales, «es la tarjeta de visita de cada ser humano, en especial la mía», me dijo en alguna ocasión al confesarle cierta admiración por su acostumbrado c aspecto. Aquella tarde le trajeron a casa un televisor de última generación, «un SONY de plasma» de cuarenta y tantas pulgadas, me comentó. Menudo lujazo, me habló días antes de todas las virtudes del aparato como si de un valor añadido a la vida se tratara; con definición ultra y colores increíbles. Aunque pareciera en cierto modo un tipo huraño, y podía entreverse un tanto apocado, en realidad se ofrecía cercano con quien pudiera sentirse receptivo a departir cualquier conversación con él. Y aunque pudiera parecer una contradicción, se dejaba ver poco y aún menos conversar con cualquier vecino. Evidenciaba, hasta por los poros de su piel si apenas prestabas atención, síntomas de una enfermedad llamada soledad forzada que le gangrenaba el corazón y le sometía en la misma medida para el imparable éxito de su vida profesional.

El del tercero, el del perro amenazante de aspecto fiero, aunque manso y tierno como pan recién hecho, era padre de familia numerosa hasta divorciarse hacía unos dos años. Funcionario del Ayuntamiento, sus hijos y su perro lo eran todo; también la filatelia y el fútbol. Seguidor del C.D. Salamanca (me hubiera gustado saber cómo sufrió la desaparición de su club antes de la reciente resurrección a la vida futbolística) y del Barça, por lo que comenzamos a empatizar por ahí apenas coincidimos las primeras veces por el soportal, entrando o saliendo del edificio. Un tipo bonachón, extrovertido, simpático, gustaba bromear con chanzas harto conocidas y manidas por el gran público. Tal como si de una noria se tratase, gustaba dar explicaciones de todo aquello de lo que sabía y no sabía como si tomara la piel de un conferenciante sagaz y experto. Pero se le veía siempre envuelto de un halo triste, incluso diría tildado de cierta misantropía. Era un clásico verle sacar su perro los domingos por la mañana, con el As, El País y sus suplementos bajo el brazo, vestido con el chandal Kappa del Barça de color verde azulado y una gorra negra del equipo charro. Y a pesar de que sus hijos siempre le visitaban los fines de semana, por aquello de continuar con una custodia que aún mantenía sin ninguna obligación legal de por medio, nunca le acompañaban a sacar a pasear a «Bola de Nieve». Procuraba entretenerme poco con él, ya que apenas si seguías su verborrea, te vapuleaba con una cascada de dimes y diretes, razones y contrariedades de la política, o simplemente los avatares de la cría y el cultivo de la remolacha... Era un gran tipo, a pesar de todo. Se le veía siempre tan alejado de todo y tan sufridor en silencio de su soledad.

Y qué decir de mi vecina con la que compartía puerta en mi misma planta. Me sacaba más o menos una década de ventaja. Solía rondarla un amigo con derecho a roce, «pero nada serio porque soy un alma libre y un bombón como este sólo se derrite cuándo y con quien yo quiera», me recordaba. Aquello no era impedimento para tirarme los tejos cada vez que me veía o coincidíamos en el pasillo, pero sí para mí, aunque reconozca que era ciertamente encantadora, además de estar de muy buen ver. Recordaba bastante a Julia Roberts versión pelirroja natural. Alguna que otra vez me invitaba a cenar o a unas birras en casa, mientras veíamos alguna película que daban por televisión o que tenía alquilada para la velada. Se dejaba ver siempre con atuendos sugerentes, confiadamente indiscretos, o pretendidamente cómodos o de andar por casa; cosas estas que no significaban que fuese ligera de ropa, aunque lo cierto era que daba opción a la morbosidad de la erótica florecida en los prometedores recovecos de la tentación. Confieso que nunca hubo nada más allá de las confidencias, porque me pareció siempre un ángel con problemas profundos de soledad no voluntaria y de desarraigos familiares similares a los míos. La vida no la trató especialmente bien y con el paso de las semanas acabamos siendo confidentes profundos de secretos pasados y presentes; heridas de guerras que mostrábamos con cierto desprecio, pero orgullosos de haber recibido aquellas lecciones de la vida, como dos buenos camaradas que se paran a departir entre batalla y batalla anécdotas de amargo dulzor en los labios mientras se muestran sus cicatrices. Alguna que otra vez se nos escaparon los besos tras el fragor de los efluvios del alcohol... y huelga decir dónde acabó todo. Lo que más anhelaba o adoraba ella era el dinero, sin llegar a lo enfermizo, pero la viruta suponía el cenit de algo que siempre careció y escaseaba más que nunca por aquellos días infaustos. Siempre le decía que se merecía un príncipe con posibles, porque era mi Pretty Woman preferida y algún día él aparecería de la nada para arrastrarla a la felicidad y tratarla como una reina. «No seas machista, anda», me increpaba antes de sellar su amonestación con un beso en los labios.

En cuanto a mí, llevaba viviendo en la cuerda floja por aquel tiempo hacía ya unos meses, con poca pasta  (por ser comedido y no decir ni un puto duro) y más hambre que el tamagochi de un sordo y la garrapata en un perro de peluche juntos. En las últimas semanas conseguí que Cruz Roja me diera un par de bolsas de alimento no perecedero, gracias a mi vecina la de la puerta de al lado, que me conminó a pasar por aquellos páramos como ella lo hizo en alguna que otra ocasión, y me sugirió de camino que evitara visitar Cáritas, porque me iban a pedir que les mostrara hasta las arrugas del pantalón del carnet de identidad. Le hice caso, fuese cierto o no. En ocasiones la vida gira de manera inesperada y te deja en un desamparo obsceno e irreverente.

Mi concupiscente amiga tuvo que salir hacia Burgos para visitar a su hermana, que al parecer contrajo una enfermedad inmunológica a causa del síndrome de inmunodeficiencia adquirida. Me quedé solo en aquel edificio con un montón de vampíricos vecinos que apenas sí se dejaban ver por el barrio, y salían de casa (quizá a media noche para alimentarse y acopiar víveres para las jornadas de reflexión festiva tras los climalits y las gruesas cortinas que no dejaban pasar ni siquiera el calor del sol) sin que nadie los viera prácticamente nunca; unos amigos que huyeron en cuanto vieron acercarse problemas que no eran los suyos; mi vecino el del SONY de plasma, que salió hacia casa de no sé quién por un problema familiar; y el del perro, que por aquellos días andaba también más solo que la una y apenas le vi salir de casa, si acaso para sacar al chucho.

Apenas si me quedaban para la víspera de nochebuena unas galletas y unos quesitos El Caserío. La búsqueda infructuosa de trabajo me dejaba en una situación de extrema gravedad, puesto que mi casera me insistía en que por favor me pusiera al día lo antes posible. Conocía mi situación y fue de lo más indulgente conmigo a pesar de las penurias que ella misma sufría como consecuencia de la mala cabeza del niño que cada vez más se convertía en algo mas demoledor que un cáncer: drogadicto, ladrón y violento. Todos ellos, mis vecinos y mi casera, conocían de manera directa o indirecta mi situación laboral y económica. Me ofrecieron un hombro en el que llorar, me prestaron unos oídos donde poder depositar todos mis lamentos y mis desazones, pusieron a mi disposición la puerta de sus casas para que pudiera dormir en el caso de que me quedase en la calle en las fechas que se avecinaban: más de lo que jamás me ofreció nunca mi propia familia de sangre. Sin señales de mi vecina, que ni parecía que pudiese volver por casa hasta pasadas las navidades. Lejos de familia, amigos (para qué llamar amigos a quienes huyen del barco cuando lo sienten naufragar) y rodeados de conocidos y vecinos de postín, mi cena aquella noche consistía en unos minisandwiches de galletas María con quesitos El Caserío aderezados con el bálsamo de unos buenos lagrimones de impotencia.

Llegó el día de nochebuena. A mediodía arrancó a nevar ligeramente, apenas contactaban los copos con el suelo se deshacían, dejando el pavimento humedecieo y resbaladizo. No quise ni salir a la calle, tentado no obstante de hacerlo y colocarme en plena calle para pedir alguna moneda de caridad que me permitiera poder llevarme aquella noche algo a la boca y pasarla al menos con el estómago lleno. Viendo en televisión la chabacanería aviesa de las festividades de postín, habituales por los canales que por entonces emitían sus bramidos imposibles acopiados durante el resto del año, llamaron a la puerta. Mi vecina, que acababa de llegar de dar sepultura a su hermana y no quería pasar la noche sola, y aún menos una nochebuena en un páramo desolado de emociones en Burgos. Se me lanzó al cuello y poco a poco iba deshilachando su tejido férreo en jirones de lágrimas que se evaporaban al confundirse con el polvo del suelo, y algunas que penetraron por los poros de mi piel para atravesarme el corazón. Traté de consolarla en la medida que pude y, por supuesto, pasaría la nochebuena con ella. Llamaron de nuevo a la puerta. El vecino del quinto, el del SONY de plasma, se presentó de repente ante mi puerta para ofrecerme compartir la cena de nochebuena con él. Mi vecina aún no conocía personalmente al propietario del mejor televisor del barrio a pesar de convivir en el mismo edificio. Sin dudar, el acepté el ofrecimiento con la condición de que mi Pretty Woman pudiese sumarse a la fiesta... Mi concupiscente virtual se había quedado prendada del personajillo educado, pomposo y siempre cortés vecino del quinto.

Había invitado también a una compañera de trabajo que andaba escasa de compañía como todos los que allí nos congregamos. En un momento pensé en el dueño de «Bola de Nieve». Pregunté al anfitrión si habría inconveniente en que nos acompañara nuestro querido vecino del tercero. Sin problema, dijo, siempre y cuando no subiera con el perro. De repente nos vimos cinco personas brindando, riendo, comprendiendo incluso términos del estilo «fly to quality», «long-term», «capital de riesgo» o «ADR». Conocimos de primera mano toda la historia privada del papá de «Bola de Nieve». Mi vecina de planta también se arrancó a desahogarse y nos contó la historia de su hermana, y la suya propia. Mi vecino del quinto, el anfitrión, también quiso aportar su aparente vida fácil con los bajos fondos emocionales y físicos que tuvo que padecer en el seno de su familia y más tarde en el colegio (eludiré mencionar aquí sus apellidos, pero he de decir que el juego de palabras a buen seguro valdría un psicólogo hasta bien entrada la madurez). Pero cuál no fue mi sorpresa que la compañera de trabajo, voluptuosa y siempre sonriente, conocía a un asistente de producción que trabajaba para una importante productora de televisión, para los que comencé a hacer algunos trabajitos de edición en vídeo pasadas un par de semanas: fue un estupendísimo regalo de Reyes. Y, como era de esperar, entre el anfitrión y mi Pretty Woman surgió la chispa que les condujo desde aquella noche a unir sus vidas hasta el día de hoy. Jubilado de oro anticipadamente él, acompañante y fiel compañera ella: viajantes infatigables: el sueño de mi vecina concupiscente cumplido de cabo a rabo junto aquel príncipe azul, a pesar de ser uno de esos que durante muchos años tenía a golpe de intro el futuro de muchos españolitos de a pie, el lado oscuro que nunca podía permitirse sacar a la luz, hasta el extremo de vivir en un barrio de clase media sumido en la discreción.

El vecino del tercero volvió a su rutina porque así es como se sentía feliz, en su mundo, sus hijos, su perro, su filatelia y su fútbol de fines de semana. Desconozco dónde podrá estar ahora, quizá en el cenit de su felicidad o quizá escondido en alguna residencia. Pretty Woman y SONY plasma fueron felices y comieron perdices... Yo conseguí un trabajo que me permitió salir del agujero pero que me facultó para conocer de primera mano los intrínsecos mundos literarios y cinematográficos, en especial los primeros, y de los cuales me aparté durante casi una década... pero eso da para otro cuento de navidad. Lo cierto es que a veces, solo a veces, aquello que deseamos como el summum de la felicidad, tal vez sólo sea el principio de algún infierno blanco y profundo. Quién lo sabe. La única gran verdad es que, tras la nevada fría y gris de tristeza y soledad, se halla siempre una apacible velada de felicidad, y hay que disfrutarla, paladearla, mientras quede un minúsculo sorbo de vino sobre la mesa, porque una familia es la que se sienta con nosotros a la mesa en Nochebuena y porque antes o después se acaba todo.

Y es que, a fuer de ser sincero, viéndolos a todos compartiendo risas, anécdotas y demás viandas, comprendí por un momento que la felicidad no se alcanza por mucha persecución que se haga de ella, tan sólo se ha de estar preparado para poder aprovechar la oportunidad de acogerla en nuestro regazo cuando aparece. El tatuaje del recuerdo de aquellas personas, su impronta, sus debilidades, sus temores, su amistad…, su humanidad, permanece aún presente en mi memoria, y el color de esa felicidad perdurará por la eternidad mientras me quede tiempo para recordarlo.







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