Published febrero 27, 2017 by

A vueltas con la 'posverdad'

No es la primera vez que lo comento ni creo que sea la última. Este es un país de robagallinas. Sí, un país de listillos pasados de rosca, de chulitos sin fronteras, de vividores sin escrúpulos. Lo ha sido desde que España es España. No tenemos la exclusiva, es cierto, aunque somos precursores. No me sorprende. Lo llevamos en los genes y quienes se mueven de ese estatus tienen en las instituciones cómplices que participan de sus prebendas. Por supuesto, tienen el amparo del poder judicial, porque suelen ser elegidos a dedo por aquéllos que cada cuatro años elegimos los ciudadanos para que nos representen. Esto que parece una obviedad no lo es tanto y tiene una explicación que viene de lejos y parece más evidente de lo que parece. 

Hace unos años tuve la oportunidad de leer un libro muy elocuente y que arroja luz de forma inflexiva sobre lo susodicho. Fuego y ceniza: éxito y fracaso en la política, de Michael Ignatieff (Taurus, 2014). El canadiense dejó su cátedra en la Universidad de Harvard. Acudió a la llamada para liderar el Partido Liberal canadiense y optó a la presidencia como primer ministro. Fue en busca del fuego del poder; por pura curiosidad, por la experiencia, y no por puro afán de servir a la ciudadanía, de servir a la comunidad, de liderar un país y llevarlo en las espaldas. Finalmente acabó desintegrado por ese fuego y contó toda su experiencia vital desde sus cenizas en ese libro.

De las cosas que más penalizaron su descalabro, como «nuevo» modelo de política, fueron las declaraciones sin medida. Ese tipo de opiniones que cualquiera te comprende en la barra de un bar o con un café como testigo, pero que con los altavoces de la opinión pública y la prensa es un arma de doble filo. Eso en España tiene coste cero. En cualquier país civilizado y con ciertos niveles educacionales tiene consecuencias para quien abre la boca sin prejuicios. En política, cualquier declaración pública siempre es interpretada del peor modo posible, nunca hay opción al optimismo. Claro está, que cuando digo «política» me refiero a la de aquí. Las declaraciones más pueriles las aprovechan los contrarios para sacar punta hasta que se agota el lápiz. Estos réditos que en cualquier otro país resultarían inapelables para el político de turno y lo sentenciarían a la decapitación, en esta España nuestra solo te desplazan de lugar, hasta que olviden lo dicho. En ocasiones ni tan siquiera eso.

Retumba en la conciencia de los que tenemos memoria las declaraciones memorables del pistolero del hemiciclo, cuando esputó sin pudor que «algunos se han acordado de sus padres, parece ser, cuando había subvenciones para encontrarlos»; se refería, obviamente, a la ley de memoria histórica. Otro ejemplo, el alcalde de una localidad catalana, conocido a nivel nacional por sus habituales e incendiarias declaraciones de tintes fascistas, decide unilateralmente prohibir el rezo en plena calle como prólogo de los venideros días de Ramadán, pateando la constitución a golpe de balón y con la connivencia de un gobierno central que encima le ríe la gracieta. Un tercero escribe en una conversación por WhatsApp que a una conocida presentadora de televisión «la azotaría hasta que sangre». El simple hecho de pensarlo supone una connotación tan repugnante que me da grima colocar aquí siquiera un símil. Son sólo mínimos ejemplos de lo gratuito que lee uno prácticamente a diario en la prensa. 

Se ha convertido (y es probable que se acomode en un futuro próximo) en un mal endémico de una sociedad hastiada, cada vez más polarizada y acostumbrada ya a insultar y vilipendiar al adversario sin coste alguno. Utilizar la mentira como arma arrojadiza contra el «enemigo» (lenguaje bélico que ha comenzado a sembrar de discordia la ultraderecha en toda Europa), que es como decir contra los que opinen de manera diferente. Es la sopa de todos los días. 

En los últimos tiempos se ha dado a conocer algo a lo que ya apuntaba Ignatieff en la narración de su experiencia política. Eso que conocemos como posverdad. Ese palabro que el diccionario Oxford eligió como palabra del año y que ha traspasado fronteras, también la nuestra. Se define como lo «relativo o referido a circunstancias en las que los hechos objetivos son menos influyentes en la opinión pública que las emociones y las creencias». Tenemos el patio inundado de frases propagandísticas que manipulan la realidad de manera populista para apelar a las emociones del individuo, a lo más primitivo de nuestro arraigo. De ahí, por ejemplo, el éxito de los del diccionario, y comprobarán que será aún mayor con el paso de los años. Esta hecatombe de fantasía ha aupado a la presidencia del gobierno estadounidense a un loco megalómano con tendencia irrefrenable a la corrupción o manipulación de la ley para beneficio propio; así como también a una creciente ultraderecha fascista con aspiraciones de reeditar los grandes éxitos del nazismo en Europa, que acopia votos suficientes como para liderar sus respectivos países o gobernarlos (Francia, Alemania, Austria, Holanda, Inglaterra, Hungría…,). Hay que ser muy cazurro para otorgarle un mínimo de confianza a calaña más repugnante, pero para gustos colores. 

Hay una larga lista de inmoralidades nacionales e internacionales que andan auspiciadas o amparadas por ese palabro, por el sentimiento profundo, por la emoción mas primitiva e irracional humana: el instinto de conservación, de propiedad. Se trata, ni más ni menos, de populismo. Moldear la realidad existente y aprovechar la coyuntura para distorsionarla, apelando a ese instinto irracional. Y ese es el problema. Uno no sólo ve cómo todo se magnifica y se distorsiona y se acrecienta, además hay que soportar esos eccemas en la piel de la sociedad en forma de escándalos judiciales. Letrados y jueces manipulados para versionar la realidad al antojo del ínclito de turno. Hechos que se enmascaran con el objetivo de esconder la verdad. Se visten de piel de cordero para presentarse con candidez y ocultan la ferocidad del lobo hambriento, que encuentra en su manada la mejor concupiscencia para justificar cualquier acto, por depravado que sea. Y así hemos regresado a esos extremos que reaccionan por emociones y no por reflexiones. 

El problema de fondo tal vez sea, al menos aquí, educacional. De otro modo ni permitiríamos ni ampararíamos la impunidad de ningún robagallinas, ni de listillos pasados de rosca ni de chulitos sin fronteras o vividores sin escrúpulos… Esos que copan las portadas de todos los escándalos habidos y por haber y que continúan campando a sus anchas con impunidad.

Los que lo ven aspiran a editar y reeditar esos éxitos, a ser listillos como ellos, artistas de lo ajeno en mayor o menor medida. Quienes los amparan, protegen, defienden o perdonan, suspiran con apuntar hacia sus miras y siempre queda en el aire ese hálito en el subconsciente colectivo: si yo estuviese en su lugar también lo haría. Porque las emociones que enmascaran la distorsión de la realidad supura ignorancia, adormece el raciocinio, entumece la reflexión y al final sólo respondemos al instinto primitivo que venden con su ejemplo. ¿Creen que aquellos ejemplos que cité anteriormente pagaron algún precio político o social, o acaso esos otros muchos que crecen como champiñones siguiendo ese patrón en lo más sombrío del terreno de juego sufren algún tipo de consecuencia? En modo alguno. No solo campan a sus anchas, sino que sus aspiraciones fueron y son renovadas, tanto por sus secuaces como por sus hooligans. Son instrumentos en sus distintos aparatos políticos o sociales de la glotonería a la que está sometida esa invención malevolente que manipula la realidad de manera populista para apelar a las emociones más básicas e irracionales del individuo.

La posverdad, ese monstruo infame, insaciable, cuyo estómago carece de límites, tiene su talón de Aquiles en nosotros mismos, en nuestra capacidad de reflexión. Que la permitamos y fomentemos solo aviva la llama de la ultraderecha y el caciquismo que basa su forma de hacer política en el descrédito y la mentira. Somos nosotros, a nivel individual y por ende a nivel colectivo, los únicos capaces de poner freno a este disparate. Somos el fuego que puede incendiar y reducir a cenizas a los que practican ese juego absurdo al que cada vez se abonan más acólitos, y tras las bambalinas se frotan las manos la sombra del neofascismo, porque ese es el medio en el que mejor se desenvuelve. Solo resta que cada individuo, cada ser con criterio y reflexión, sea capaz de borrar el prefijo de ese palabro y dejar en evidencia la única palabra que lo desenmascare todo: verdad. Sin prefijos. Así lo dejó grabado a fuego en el tiempo el propio Platón: «Hay que tener el valor de decir la verdad, sobre todo cuando se habla de la verdad».








© Daniel Moscugat, 2017.
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