Published julio 16, 2018 by

El sabor de la derrota

Lo reconozco. Me gustan las retransmisiones deportivas, en especial el fútbol. Seguidor no significa entusiasta, ni fan, ni apasionado. Simplemente me gusta disfrutar con ciertos partidillos de fútbol, con algunos eventos deportivos, con determinadas retransmisiones de competiciones de motor. Me gusta mirar de reojo las noticias deportivas para ver cómo van los distintos campeonatos, las disciplinas, los dimes y dietes, así, a vuelapluma. Y veo en el deporte, en particular veo en el fútbol, ahora que ya concluyó el mundial celebrado en Rusia, un espejo de lo que encontramos en la vida, sobre todo literatura.

Antes de nada relatar de pasada una paradoja interesante y que no solo se produce en el fútbol: es curioso ver cómo los equipos del primer mundo (preeminenemente de Europa) se nutren de hijos de inmigrantes. Ahora que tan en boga estaá rechazar la inmigración desde los estados del viejo continente (olvidando las lecciones que ha dado la historia, dando alas al resurgimiento de un fascismo que va en alza, propagando los mismos mantras que antaño, y que parece tomar las mismas posiciones de aquel partido nazi que sumió a Europa en caos y desastre absoluto) da gusto ver cómo aproximadamente el 70% de los jugadores que han quedado entre los cuatro primeros del susodicho mundial son hijos y nietos de inmigrantes que se parten la cara y el alma por defender los colores de un país; más que bien remunerados, todo hay que decirlo, porque con el sueldo extra de lo que gana cada uno podría vivir más que requetebién una familia al completo durante una década.

Pero especialmente en este mundial se produce un hecho significativo, digno del mejor Hemingway. El sabor de la derrota, valores humanos: el honor, la honradez, el orgullo, también la fanfarronería, la vanidad, lo superfluo, la mentira. Todo se da cita en un partido de fútbol, y en esta final que ha dado por concluido el campeonato del mundo se hace de manifiesto el espíritu del Nobel norteamericano. Cuando aquel pescador en El viejo y el mar demoraba su trofeo por ochenta y tantos días sin resultado alguno, tras insistir en esa pelea entre contendientes (pesacdor y trofeo), resulta que se acercan un par de tiburones y devoran la presa que tenía al alcance de la mano. El pescador, Santiago, recibe la lección de vida más importante que jamás recibió hasta entonces. La dignidad del perdedor, la gallardía, el valor y el esfuerzo por haber logrado atrapar a su presa después de un largo y arduo espacio de tiempo esperando su momento.

Quizá el lector haya traído a la memoria la odisea obsesiva del capitán Ahab, y su exacerbado odio contra ese fantasma blanco que persigue, el mismo que una vez le robó la pierna con la que golpeaba fuertemente sobre la cubierta cuando caminaba. Su obsesión obliga a estar dispuesto a sacrificar su vida, la de sus hombres, la del barco, la del mundo entero si hubiera sido preciso con tal de ver claudicar a ese fantasma neblinoso en medio de la inmensidad del mar. Su obsesión acabó por arrastrarle como esclavo la autodestrucción. Moby Dick se dio en otros partidos, en otros equipos. Quizá en el Brasil de Neymar o en la Argentina de Messi; también en la Alemania de Löw o en la España de Hierro. Los primeros porque la obsesión del equipo al completo oscilaba en torno a sus estrellas y se estrellaron con esa obsesión individualista del triunfo personal por encima de interés de todo equipo. «Nada es obstáculo, nada es viraje para mi camino de hierro», espetaba el capitán cuando se le sugería si no sería mejor desviarse del camino y volver a casa. De igual modo, murieron tanto la selección alemana como la española: amparados ambos en un viejo fantasma blanco que les obsesionó y nubló la razón, por lo que insistieron querer triunfar persiguiendo un ideal que quedó ya en el pasado y les llevó definitivamente a un desastre absoluto.

Ayer noche, el espíritu del viejo Santiago resucitó en su viejo barco, esta vez pintado de mantel a cuadros de restaurante italiano. La derrota de un país pequeño se hizo victoria moral, victoria ética, ganó la dignidad. Tras lograr atrapar el trofeo de disputar la final, luchando como jabatos muchos minutos de más para poder subir a bordo el premio de la felicidad, la transmutación de un gallito de pelea en tiburón desbarató con un par de dentelladas todo sueño de lograr un premio más que merecido, pero que, al fin y a la postre, logró empatizar de corazón con todos los que vimos ese partido, esa batalla, esa lucha. Y dejó quizá una premisa por la que debemos rebelarnos todos al unísono: enfréntate a tu adversario con la convicción de que vas a vencer y no sólo al que sabes que vas a derrotar. "Un hombre puede ser destruído, pero no derrotado", se decía convencido, en mitad de su particular lucha, el viejo Santiago. El mundo del deporte, particularmente el del fútbol, está lleno de literatura. Ayer ganaron los perdedores, que, aunque destruidos tras la victoria de los tiburones franceses, no fueron derrotados en ningún momento. El sabor de la derrota es el triunfo de quien vence por la vía de la ética y la moral, quien triunfa en valor y esfuerzo, obteniendo así el respeto solemne de todos.








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