Published diciembre 06, 2019 by

Pobre gatito

A finales de la década de los 90 del siglo XIX Joaquín Sorolla solía pintar temas históricos y sociales. De ahí nació la tristeza de la escena Otra Margarita, premiada en varias ocasiones, con mención especial en la exposición internacional de Chicago. Aquello probablemente supuso el espaldarazo definitivo que le dio fama internacional. Dejó atrás toda una obra dedicada a niños desdichados (premiada también, por cierto, en la Expo Universal de Paris de 1900). Arrastrado a buen seguro por los éxitos y la luminosidad de su abigarrada paleta, plasmó escenas soleadas de la vida en ese Mediterráneo levantino que tan suyo hacía en cada lienzo. Eran (son) mucho más alegres y agradables y de manera definitiva le proporcionaron fama mundial. Entre la ingente colección de luces y mares se encuentra uno de sus obras más inverosímiles, Jugadores de cartas, que preside el despacho del presidente del congreso de los diputados, que a fecha de hoy es presidenta. Impresiona ver cómo en un espacio reducido intervienen algunos personajes sentados a la mesa jugando a cartas en lo que se interpreta como taberna pesquera a los pies de un mar Mediterráneo que se divisa a lo lejos, al fondo más personajes que también se adivinan pescadores... todo un alarde de composición y sobre todo luz. Se palpa y se siente el salitre marengo. Pero lo principal es la partida de cartas... y un pobre gatito que se dirige hacia quien está detrás del caballete.

Resulta como poco curioso ver que esa ventana de luz rece, cual testigo penitente y silencioso, entre papeles y despachos de la presidencia del congreso. Hace unos días, la que ocupa ese trono, se encargó de lanzar cartas para que los diputados hicieran juego en ese tapete ajado y agujereado de la democracia. A continuación los señores tahúres del hemiciclo dieron constancia a la ciudadanía de lo que resultó ser la orgía más costumbrista del pueblo español. Cada cual puso de manifiesto la austeridad y la corrección, por un lado; lo estentóreo y casposo que puede ofrecer la hipocresía y los falsos patriotismos, por otro; y la estupidez y la ignorancia que, como siempre suele suceder con estos demonios, fueron los que más ruido hicieron. Todos en un tumulto de descrédito y desapego absoluto hacia la ciudadanía, a quien deberían guardar respeto, mostrándose como meros tahúres barriobajeros que juegan con cartas marcadas, y repudiando así el respeto que merece la propia cámara. De ese reducto debiera manar las esencias más dignificativas de la democracia y sólo hubo efecto espejo del costumbrismo al que ellos mismos han sometido al resto del pueblo español y continúan por el camino del hastío insoportable con ya descarado denuedo. Fíjense, hubiera valido con un «voy», o «lo veo», que es como decir «juro» o «prometo», pero no. Lo importante es dotar de vida propia la más grande de las estulticias que puede mostrar de sí mismo un ser humano: la ignorancia y su consecuente falta de respeto. Es decir, todo el mundo hablando del gatito y no de la partida de cartas.

No crean que esto es producto de la casualidad o de un hecho aislado. Que los diputados de este país tengan el mismo respeto y educación que un tahúr disoluto y desaforado, retratado con hipnótica decadencia por el mejor John Ford, Howard Hawks o Sergio Leone, es fiel reflejo de nuestra sociedad española. Esa sociedad a la que los representantes del pueblo llevan sometiendo a sus votantes a la tiranía del rencor, el revanchismo y el desprecio por su vecino por el simple hecho de tener entre las manos unas cartas distintas. Una parte de la sociedad española que ya comienza también a despotricar y farfullar contra la incipiente Navidad con la misma soltura con que se dirige al contrincante que juega con los forajidos de parche en el ojo y pistolas en ristre. La misma sociedad que nos ha traído a esa panda de irresponsables desaprensivos que ocupan un asiento en el hemiciclo... Aunque no sería justo meter a todos en el mismo saco, es a lo que nos han acostumbrado: a creer que todos jugamos con las cartas marcadas. Cierto es que siempre hay quienes dignifican donde están y respetan a los que no juegan con esos naipes bastardos.

El que firma aquí estas palabras a modo de reflexión no puede decirse que sea un analista político, así como tampoco diría que soy religioso, y mucho menos tradicionalista. Pero bien es cierto que uno se esfuerza en estar al menos informado para que no me la den con queso, aun a riesgo de que siempre haya un despreciable que te acuse de jugar con cartas marcadas: cree el ladrón que todo el mundo es de su condición. Dicho lo cual...

Que se acerque la Navidad significa que nos embargará un periodo de concordia y buenos deseos, de invitación a la reconciliación, recogimiento familiar y también espiritual. Que se acerque la Navidad significa que los peques se convierten en verdaderos y máximos protagonistas de una tradición familiar que no sólo consiste en recibir regalos y ofrecerlos. También significa dar cariño y recibirlo, repartir bondad sin esperar nada a cambio. Navidad significa recordar a nuestros seres queridos, esos que dejaron un asiento vacío en nuestro corazón, que su recuerdo ocupe ese lugar huérfano para festejar lo que siempre fue, y hacer honor al legado que dejaron en nosotros como personas, como seres humanos.

La Navidad significa esforzarnos por aunar fuerzas para acopiar amor, paz y prosperidad para el año que se avecina. Significa que la celebración ante una mesa donde podamos cenar a nuestras anchas, con ese punto de opulencia que no hacemos en todo el año, nos haga sentir agradecidos por estar vivos y por los alimentos que esperamos y deseamos no falten nunca en nuestra mesa. La Navidad significa recobrar fuerzas para que todo el año que está por venir podamos dar «gracias», «por favor», o pedir «perdón» y «lo siento»... La Navidad significa honrar a nuestros mayores, a nuestros menores, a nuestros hermanos y hermanas, a nuestros familiares...

No obstante, el uso que se le dé o cómo se celebre esta TRADICIÓN no es óbice para calificar la fiesta de paparruchas sin sentido, de hipocresía barriobajera, de insolidaridad y desprecio por los más desfavorecidos. Porque toda tradición que conforma nuestras raíces, que son esas cositas que están bajo tierra y por donde se alimenta el árbol de la vida, siempre tienen al acecho una legión de trolls que procuran denostar cualquier cosa que, racionalmente, no tenga sentido.

Los que respetamos las tradiciones (que no necesariamente celebramos o fomentamos) sabemos que las fechas que se avecinan se celebraban ya en la antigua Roma, que eran las festividades del nacimiento del Sol invicto del Dios Apolo, y también las «saturnalias», en honor a Saturno, que celebraban a principios del solsticio de invierno. Pero antes que ellos también los germánicos y los escandinavos celebraban en esas fechas el nacimiento del dios Frey, dios del sol naciente, la lluvia y la fertilidad (de donde proviene la tradición del rendir pleitesía al árbol de Navidad, porque ellos adoraban a un árbol de hoja perenne que representaba el universo). Pero todavía antes que éstos los aztecas, que celebraban el advenimiento de Huitzlilopochitl, dios del Sol y de la guerra, allá por el mes de Panquetzalitzli que de manera aproximada se fijaba entre el 7 y el 26 de diciembre de nuestro calendario gregoriano... y así podríamos estar largo tiempo hablando de diversos folklores populares que el mundo y la cultura cristiana han tomado como referencias para recordar al nacimiento de Cristo.

Sabemos también que el mundo está lleno de hipocresía, de falsos amigos, de amenazas, traiciones, de toda la maldad que anda sembrada por todos los rincones de la tierra y por lo que sufren seres humanos como nosotros: desfavorecidos, desahuciados, desamparados, huérfanos..., los que están solos..., los que no tienen para comer..., y todo por un puñado de guerras, de odio, de envidia, de venganza...

Sí, señores trolls, lo sabemos todo y no por dejar de celebrar la vida, por no recordar una vez al año la esperanza, la concordia, la bondad, el honor, la familia, o que al menos todo eso existe, van a desaparecer todos sus antónimos. Créanme si les digo que nosotros no solucionaremos los problemas por dejar de celebrar la Navidad, y los tahúres que están en plena partida de cartas tampoco solucionarán nada de lo que nos atañe y por lo que sufren nuestros hermanos de sangre en todo el mundo. A nosotros nos queda la solidaridad, sí, y además son fechas propicias para ser más solidarios que nunca. Pero créanme también si les digo que los tahúres del hemiciclo llevan intentando solucionarlo desde que la democracia es democracia y ningún sistema de gobierno, ni siquiera los distintos totalitarismos, monarquías, aristocracias, teocracias, ni ninguna «cracia» que valga ha conseguido erradicar la pobreza, la miseria, las desgracias, las guerras, el hambre, la desigualdad, el odio, la hipocresía..., ni ninguna de esas cualidades que nos hacen tan humanos. Nada cambiará en el planeta tierra ni en este país por declinar y volcar todo el presupuesto del mundo en paliar lo que, por suerte y por desgracia, nos identifica con lo que somos en realidad. Nos queda, por tanto, celebrar y recordar nuestras raíces, por más que queramos denostar el sentido religioso, hipócrita, o folclórico de cualquier tradición. Nos hace más inteligentes y mejores personas respetarlas aunque no nos gusten o no queramos participar de ellas.

Siempre es mala fecha para intentar recordarnos a nosotros mismos que podemos ser fraternos y hermanos, entregar nuestra parte positiva y bondadosa a estar en paz con nuestro semejante. Habría sido indiferente si se celebrara en diciembre o en agosto. Porque personas sin hogar, sin nada que echarse a la boca, desfavorecidos, desahuciados, desamparados, huérfanos, solitarios...; así como sus causantes: guerras, desastres naturales, odio, envidias, venganza...; personas como ésas, como digo, hay todos los días del año. Pero la mayoría de valientes que los traen a casa por Navidad, porque con ello pretenden crear conciencia en los demás, son a los que luego olvidan el resto del año. Ninguno de todos esos trolls les recuerdan cuando están disfrutando las vacaciones, ni siquiera cuando están en la tumbona de la playa y disfrutan comiéndose un pescadito frito o un espetito de sardinas y un tintito de verano, o un almuerzo en el chiringuito con la familia, o cuando pasan el puente en un hotel idílico o en casa de la familia, o se van de viaje al otro lado del mundo a ver a una amiga para celebrar la amistad, o simplemente cuando van a relajarse a la playita en veranito o a la casa del campo a hacer turismo rural para escapar de la semana santa... Nadie entonces recuerda al pobre gatito.

Los desamparados, que ni siquiera les alcanza para echar una manita de cartas con nadie, tampoco tienen el «privilegio» de participar en la fiesta de la democracia, porque no tienen padrón donde ubicarse ni derecho a elegir a los jugadores para defender sus derechos en esa partida de cartas del congreso de los diputados. Nadie les recuerda entonces que esa inmensa minoría no pueden ni votar. Ésos son los niños desdichados que Sorolla dejó atrás para pintar la luz y el costumbrismo que cabe en una partidita de cartas con vistas al mar. Y quizá sea por todo esto por lo que nunca nadie se ocupa de su existencia y de su bienestar. Si quieren defenestrar la Navidad, creando conciencia social a todos los que quieran respetar y auspiciar una tradición milenaria, que según la época se ha celebrado de una u otra manera, pídanle a los tahúres del hemiciclo el cumplimiento de su deber. Pero sepan que nunca un jugador otorga dividendos a quien no apuesta por él. Nunca un diputado se ocupará de los desfavorecidos porque éstos nunca tienen ni han tenido la oportunidad de votarle. Este pobre diablo que firma abajo y se dedica a poner una palabra tras otra siempre sueña despierto con aquello que escribió Ana Frank en su diario: «Qué maravilloso sería que nadie necesite esperar ni un sólo momento antes de comenzar a mejorar el mundo». Al final acabamos mirando el lienzo y nos quedamos siempre con el detalle más nimio, esperando que el mundo lo cambien los jugadores de cartas... ¡pobre gatito!







Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat, 2019.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this
Published diciembre 02, 2019 by

Puñetazos en el plexo solar de la conciencia.

Por primera vez España acoge una cumbre del clima, que a mi humilde parecer sirven para bien poco; a lo sumo para dar visibilidad al problema más grave al que se enfrenta el ser humano en la actualidad. Como no podía ser de otro modo, siempre que surge esta temática salen a la palestra los dobermans de turno para hacer caja en forma de réditos políticos. Nunca deja de sorprenderme lo despreciable que puede llegar a ser el humano. Es la primera vez, como digo, que acogemos un evento de semejante enjundia, y siempre aparece por el horizonte un cainita intentando reventar el acto. Algunos ya han demostrado ser expertos en ese terrorismo intelectual pro derechos humanos y de la mujer, y los que los alientan han aprendido bien la lección. «Por eso dejé que mi cuerpo siguiera siendo la expresión misma de la sorpresa sacudida por contundentes puñetazos en el plexo solar de la conciencia, mientras en un rincón del secreter de mi cerebro sabía que estaba a buen recaudo la respuesta»; este alarde intelectual lo plasmó el gran Montalbán en Cuarteto.

Uno siente esos puñetazos en el plexo solar ante actos de incivilidad deplorables, donde lo más importante no es el debate que debe interesarnos casi por obligación, sino el rédito político que se puede obtener con ello. Poco importa que el mes de julio fuese el más caluroso en todo el mundo desde que se tienen registros, tal y como lo comunicó Copernico Climate Change, que es algo así como un servicio temático proporcionado por la Unión Europea para vigilar el cambio climático; créanme que seguiremos rompiendo registros en los próximos años. Ni siquiera nos provoca sorpresa ver esas imágenes virales de osos polares escuálidos y raquíticos en busca de su hábitat natural, habida cuenta del deshielo de Groenlandia a un ritmo nunca visto, cosa que obliga a estos animales a deglutir plástico a falta de comida orgánica. Y poco apenas si se tiene conocimiento de algo tan inaudito como el enorme islote del tamaño de España, Francia y Alemania que se ha formado en pleno Océano Pacífico, compuesto de ingentes cantidades de basura industrial, primordialmente plástico.

Una anécdota: ¿Sabían que la Oficina de Libertad Intelectual, departamento dependiente de la Asociación de Bibliotecas de Estados Unidos (American Library Association), documentó 483 libros impugnados o prohibidos el pasado año 2018? Dicha Oficina organiza una semana anual de libros prohibidos, y esa fue la cantidad total de los que el año pasado no consiguieron pasar la censura. Ya saben: «Todo libro que ha sido echado a la hoguera ilumina el mundo», (Ralph W. Emerson). Es lo que suele suceder siempre que alguien grita «esta es la realidad» y no la que miran a través de la veladura que nos ciega a diario. El miedo a transitar por terreno desconocido obliga a sacar el escudo de la censura, el descrédito, el desprecio... Siempre hay alguien que protege intereses espurios y sale a la voz de su amo para reventar el acto. Recuerden a Greta Thunberg, una joven sueca, activista medioambiental como sus padres, que padece asperger, fue el blanco de brutales comentarios discriminatorios por una intervención en la ONU haciendo una defensa del planeta. La activista sueca se ha convertido en un fenómeno mundial por su lucha contra el cambio climático. Aquella fugaz exposición de unos hechos incontestables la convirtió en un icono para los jóvenes de su generación y para todos en general, pero también en una víctima de violencia verbal y odio en las redes sociales. 

Una escritora reporta por twitter unas fotos de Greta comiendo un plátano, «quiere reducir las emisiones de gases, y luego come plátanos que vienen de lejos. ¿Por qué no come una manzana, que se produce localmente en Suecia?». Otro escritor pone el foco de atención en que tiene dos perros grandes, «esos perros deben estar comiendo carne, y las vacas son la mayor fuente de emisión de metano y una vaca usa hasta 15.000 litros de agua antes de alcanzar la edad de sacrificio». Otro de los numerosos haters trolls de twitter, a los que defino amablemente ignorantes, pone el énfasis en que ha comprado un sándwich en el tren, que viene con una envoltura de plástico, y así está contribuyendo al daño causado por el plástico a los mares; o que «es curioso que se imponga no tomar aviones como medida de ejemplo a seguir, pero que con el uso de trenes está utilizando claramente la energía eléctrica, que sigue siendo generada básicamente por el carbón». Lo más execrable: propagar bulos del estilo «se está enriqueciendo de su cruzada y ha sacado de trabajar a sus padres»...

Vivimos en un auge de neoliberalismo donde el tsunami del nacionalismo, el populismo fascistoide, y la xenofobia siembran de credibilidad las noticias falsas malintencionadas. Es un mantra, incluso, para algunos medios de comunicación, que no pueden vivir sin propagar una falsedad a tiempo aun a sabiendas de publicar mentiras y provocar en ocasiones daños irreparables que difícilmente pueden restañarse con unas disculpas públicas en un rinconcito del rotativo en su página digital.Nos están llevando hacia cierto tipo de degradación humana que había quedado en el olvido y sólo teníamos en cuenta en los documentales históricos y en los libros. Esos libros que, de seguir así las cosas, acabarán por tener el dudoso honor de entrar en esa lista de volúmenes censurados de la Asociación de Bibliotecas del mundo. Hemos visto claramente en estas últimas campañas electorales cómo los partidos políticos hasta basan sus programas electorales en el descrédito a sus opositores y en bloquear, a base de engaños y mentiras e incluso serias agresiones contra la Constitución, cualquier forma de gobierno que no contribuya a la estupidez. Vivimos en un sistema social donde es imposible, materialmente, que alguien haga algo en este mundo sin que otro alguien contribuya a despreciarlo, menospreciarlo, menoscabarlo... contribuir a su derribo, bien sea por envidia, por intereses comerciales o electorales, etc. Y nada cambiará mientras el sistema político no corrija nuestro modo de vida poniendo como ejemplo su propio modus operandi, es decir, ejemplaridad; cosa que se me antoja improbable.

A una preadolescente como Greta, por el simple hecho de querer defender lo que ha aprendido en casa; por la educación que ha recibido de sus padres; porque entiende que su casa, el planeta Tierra, hay que cuidarlo; la han calificado de «perturbada», «aprovechada», «loca», «majara», «subnormal», «esquizofrénica», «violenta», «explotada por sus padres», «sierva del comunismo»... sólo por defender la absurda idea de que el planeta se deshace cayendo por la taza del váter y vamos camino de tirar de la cadena y desaparecer.

Y si sólo fuesen trolls tuiteros y haters (ignorantes en su totalidad), pues tendría cierto poso de languidez, porque el ruido sólo necesita tiempo para que se convierta en el polvo del silencio. Pero cuando todo un presidente del gobierno de los iuesei reacciona de manera verbalmente agresiva, como no podría ser de otro modo tratándose de un Trump(oso), acaba siendo gasolina para los incendiarios profesionales de Twitter: «Parece que es una niña muy feliz, entusiasmada por un futuro brillante y maravilloso. ¡Qué bonito verlo!», tuiteó el mandatario de forma irónica burlándose ante millones de seguidores y no seguidores en todo el mundo. FOX news, que le baila el agua cual radiestesista zahorí, (al igual que millones de medusas por todo el mundo), aprovechó la veda y lanzó un improperio del estilo barriobajero con navaja, nocturnidad y alevosía, impropio de un medio de comunicación gigante y serio: «una niña sueca mentalmente enferma de la que se están aprovechando sus padres y la izquierda internacional».

Pues sí, va a ser que la pobre Greta no sea mas que una marioneta de quienes denuncian que sesenta y cinco oligopolios en todo el mundo se reparten el 71 % de los gases de efecto invernadero del planeta y que lo que se debe hacer es criminalizar a la vecina del quinto por no reciclar sus plásticos. Que no digo que no esté bien eso de reciclar, pero ni ella ni miles de personas como ella deben sentirse culpables de la fabricación indiscriminada de plásticos, embalajes y productos desechables con base de polímeros en su mayoría.

Quizá la pobre Greta esté también siendo manipulada por los «izquierdosos» comunistas del mundo, que seguro son los causantes de los incendios provocados e indiscriminados del mes de agosto, haciendo que los niveles de CO2 del planeta fuesen los más altos registrados de los últimos dos millones de años, (coincidiendo con el abandono de los primeros 'homos' de África y su expansión hacia otros continentes). Y quizá sea Greta la que está detrás de los animalistas, que denuncian que el metano emitido por las macrogranjas de la industria ganadera vacuna y ovina de todo el planeta son las responsables de casi una cuarta parte de todas las emisiones de metano. Gas que contribuye al calentamiento global con un 15%. Además se espera que a finales del siglo XXI el efecto de este gas supere al del dióxido de carbono. Y con total seguridad, Greta es la vocera oficial del Registro Nacional de Emisiones (RENADE), cuyos estudios concluyen que un total de 79,53% de las emisiones de CO2 proceden de fuentes fijas cuyo origen lo poseen 20 empresas aquí en España, o que los investigadores del Global Carbon Project apuntan a que estas emisiones crecerán en torno al 2,7%, hasta llegar a superar las 37 gigatoneladas, lo que supone un récord nunca visto en la historia de la humanidad...

Pero todo esto, mis ilustres ignorantes, parece que nos cae lejos, aunque lo veamos venir a kilómetros de distancia. Miramos la televisión y atestiguamos así que es cierta la patraña que nos quieren vender los revolucionarios bolcheviques del mundo. Así hemos contemplado las catástrofes a lo largo de la historia y así seguimos viéndolas. Como si tuviésemos un grano sospechoso en la piel aunque al que no hacemos el menor caso, ni al picor ni a los síntomas. No era ni más ni menos que un cáncer de piel... hasta que es demasiado tarde para poner remedio. El problema de este planeta es un cáncer cuyos cuidados paliativos deben ser drásticos y urgentes. Esa peste, al igual que todas las pestes, nos pillará con los pantalones bajados y no podremos siquiera ni echar a correr.

Preferimos la censura antes que la acción, echar tierra al oponente político antes que arrimar el hombro para hallar la solución, dinamitar al que piensa diferente antes que reconocer un error, actuar como un perro de presa ante el adversario para sacar rédito político antes que arrimar el hombro para contribuir a encontrar soluciones a la emergencia climática. La política se ha convertido en un nido de depredadores, incivilizados y arribistas. Han creado un clima cultural y social que la ciudadanía ha aceptado como legítimo y poco importa la verdad si lo que consiguen con ello es crear un caldo de cultivo de crispación permanente que les ayude a llegar al poder, cueste lo que cueste.

Aunque se equivoquen, necesitamos más Greta Thunberg y menos Trump. Necesitamos que las páginas que escriben activistas y ciudadanos como ella a diario se incendien en la hoguera de las censuras para que iluminen al mundo y propinen puñetazos en el plexo solar de la conciencia de todo ser humano, especialmente de los que tienen el poder de revertir esta situación.

Espero y deseo que tengamos la fortuna suficiente para evitar que las curvas de la «s» de suerte no acaben bajo el tumulto de pies a la carrera de una «m» de muerte. Ojalá este planeta no sucumba a la incivilidad del ser humano que está al frente de una catástrofe anunciada, y anda exhibiéndose en un rincón del secreter de mi cerebro como el único final posible. Porque el «homo» del siglo XXI no tiene un lugar por donde escapar o expandirse como el de hace dos millones de años.






Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat, 2019.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this
Published agosto 05, 2019 by

Morir es no estar nunca más con los amigos

Pocas cosas me sorprenden de la sociedad que estamos permitiendo construir a la orilla de nuestros dominios. Es tal el nivel narcótico que impregna todo cuanto llega a nuestras fauces que apenas si consigue inquietarme algo. O me he idiotizado en demasía, o he vivido mucho más de lo que debiera. A veces incluso reflexiono sobre ello y pongo en duda si he muerto en vida, aunque parezca contundente la conclusión. Parece que aún no, todavía quedan amigos en los que apoyarse. Tampoco creo que haya vivido en demasía, porque la vida es en sí misma una droga dura de la cual es difícil desintoxicarse y por ello todos vamos directos a camposanto antes o después; nos consumimos por sobredosis de vida: siempre quedarán cosas por vivir. Puede incluso que, hasta por el hecho de que esté escribiendo esto, se me excluya de los idiotizados del mundo, aunque, a fuer de ser sincero, de esa mácula nadie escapa del todo.

Vivimos sumergidos en un nivel de indolencia e hipocresía capaz de preñar de plástico todo el mar de agua del que estamos hechos. Apenas pestañeamos y olvidamos lo sucedido hasta que alguien lo recuerda de pasada a la sombra de unas tapas en el bar virtual de Facebook o Instagram, regadas con una refrescante cerveza cibernética que nunca paladearemos... y ahí queda todo: la vecina sigue invirtiendo en plástico para su cara y sus curvas y seguimos utilizando plástico hasta para beber agua. Normalizamos todo cuanto caiga en nuestras manos desde las redes sociales. La misma muerte, por ejemplo, cuando cada cual expande como un virus con el tacto de un dedo con el fin de predicar sobre el dolor que al final permanece inerte en esa misma orilla de lo virtual que linda con la realidad. Apenas aparece un nuevo aliciente la realidad ha caducado.

Sucede con todo lo que ocurre en la nuestra vida (cuando digo «vida» me refiero al primer mundo y también al segundo, el tercero padece ya de por sí un infierno del que resulta imposible salir tal y como está diseñada la dinámica de consumo actual). Alguien tiene éxito y afilamos los colmillos  para ignorar su felicidad como lágrimas en la lluvia que cae sobre la isla Perejil. Si por otro lado cierran las fronteras de todo un país por alerta de epidemia de ébola, ni siquiera prestamos atención a las noticias porque dejamos que suene de fondo mientras acabamos el plato de comida que aquellos que sufren en aquel país remoto jamás podrán catar. Un afamado músico que nunca hemos escuchado fallece y nos apresuramos a compartir la noticia con fervor con tal de dejarnos llevar por la corriente de todas las redes sociales a las que estamos suscritos, sin dejar de lamentar la pérdida al compás de tal o cual canción...  que nunca escuchamos y olvidaremos antes de que salga el sol o un gallo cante tres veces. Todo cuanto se toca está sujeto al exhibicionismo del que más sabe, del que más bonito lo dice, del que más impresiona... eso que todos conocemos como «postureo», y que todo cristo practica sin pestañear antes de decir «yo no lo hago, yo sólo comparto».

Eso mismo... Compartimos todo cuanto sucede a nuestro alrededor, idealizando hasta la extenuación cuanto pueda captar nuestra cámara, preñando de filtros cada pixel para enmascarar así la realidad de tristeza y desamparo que nos abruma a diario. Y qué decir de las ideas políticas, que han entrado en una guerra inaudita sobre la paleta de color amalgamada de la idiotez, tan abigarradas que la imagen de una anciana rebuscando en la basura sirve de arrojo venenoso a izquierda y derecha para reivindicarse; y sin embargo ambos extremos se abrazan en el mismo espacio de inacción, porque ninguna de las partes consigue remediar que continúe sucediendo cualquier tragedia humanitaria. Les interesa tener armas arrojadizas que alimente la voracidad de sus fieles; el odio y el rencor hacia algo tan intangible y superfluo como una idea contraria: se odia el continente, no el contenido. ¿No es del todo absurdo? Tiene explicación. Amamos cuanto vemos, no lo que habita en el interior. Las ansias de parecer prevalecen sobre lo real y por eso somos capaces de comprar un objeto con tal de que nos lo presente en esa caja tan bonita donde va guardado, aunque el objeto tenga nula utilidad.

Y en la cúspide de todo lo que nos va ahogando y nos impide luchar para emerger a la superficie tenemos a ciertos animalillos que van mostrando día a día sus inauditas e incalificables habilidades, lo ostentoso de sus vidas ficticias o lo más magro de su complexión con el simple objeto de exhibirse en esa carnicería que sólo existe en la ensoñación de cuántos les imitan, que aspiran a tener una vida que nunca tendrán y acaban copiando esos modus operandi de la fauna intrépida de las redes sociales. Ya desde pequeñitos permitimos incluso que admiren en sus tabletas cómo juegan otros de su edad en un duelo en el que sólo en sus deseos ganarán; circunstancia esta que inculcará en sus cabecitas cómo de mayores ser todo un bufón medieval moderno, al que se le ha dado por denominar influencer, anulando así el bastión artístico universal de un niño: la imaginación. Se construye desde esa perspectiva una sociedad que no crea, sólo copia patrones.

Sentimos la urgente necesidad de identificarnos con etiquetas o que somos o pertenecemos a algo o a alguien, curiosamente en una era marcada por ofrecernos de manera ominosa la apuesta personal por la libertad y la independencia. Compra el producto, conduce el coche, adquiere la casa..., y siéntete libre como un pájaro, como si la libertad tuviera alas. Esa libertad, cualquiera de las libertades, tiene siempre un precio, el precio que nadie te revela hasta que te toca pagar... y luego llegan los lamentos. Bob Dylan lo estampó entre signos de interrogación: «¿Acaso los pájaros no son prisioneros del cielo?». Sumamos etiquetas para identificarnos en cualquier lugar del mundo. Nos han inculcado que globalizar todo cuando sucede en cualquier rincón nos hará más libre y en realidad nos ha hecho caer en una esclavitud cuasi perfecta, sin necesidad de cadenas ni verdugos con látigos. ¿Acaso la inmensa mayoría de mortales no trabajan desde el móvil o la tableta en su período de vacaciones? Desconéctate, perderás el empleo...

Siempre tuve presente que la poesía era el único instrumento capaz de cambiar las cosas, todas estas cosas. En mi inmensa ignorancia ya sólo soy capaz de creerlo de manera utópica, porque comprendí que sólo podrá cambiar cosas en mí, no en los demás; dado que la poesía de hoy, la que alientan tanto críticos como intelectuales y sobre todo editoriales, se está ahogando en la misma orilla en la que se ahoga todo lo que nos incumbe como seres vivos, se ha alejado una inmensidad de su utilidad primordial: reflexión, metáfora, sentido. Basta una simple ocurrencia ideada desde la escatología matutina sentado en la taza del váter, apoyada por cientos, si no miles de borregos amaestrados en esas lides del deseo de las vidas ajenas, para que, como una plaga, se expanda ese mensaje erróneo por doquier, hasta llegar a las plataformas editoriales más mediáticas, que luchan por esos adalides de la escatología para hacer caja con ello.

En la poesía se concentra el universo en breves palabras. Una amalgama de reflexión que alberga tanta importancia, que tanto el mensaje como lo escrito confluyen en un mismo plano, dando a luz una realidad universal. El poeta no tiene por finalidad comunicar un pensamiento, sino despertar en los demás un estado emocional en el que nazca un pensamiento análogo (pero no idéntico) al suyo. La ‘idea’ desempeña (en él como en los demás) tan sólo un papel parcial”.  Así reflexionaba Paul Valéry y es totalmente lo opuesto a lo que nos han inculcado en este último lustro: la idea es el papel primordial y el estado emocional que surge como consecuencia es tan sólo algo secundario; tanto, que se premia la la estética, y no así la consecuencia universal de la poesía: el estado emocional que da como resultado una reflexión. Nos han inculcado de un modo pertinaz que debemos amar el continente, no el contenido. Uno llega a oír incluso cómo hay quien se decide a comprar un libro por lo bonito que es.

Tal es así, que hasta a ciertos elementos cuasi analfabetos de la sociedad se les considera adalides del abismo y, por extraño que parezca, hasta prestigiosos poetas y catedráticos de postín se apresuran a auparlos a la categoría de gestores de una cultura de la que carecen. Dicho así, dan la impresión de ser capaces de vender a una madre por salir en una foto para que se viralice su presencia por doquier a cambio de prostituir la verdadera esencia de la poesía: despertar estados emocionales con capacidad de hacer brotar vida en ese estado de reflexión permanente al que obliga, o lo que es igual, concentrar el universo en unas pocas palabras. «Nos seguirán porque salimos en la foto con fulano y mengano, ¡qué privilegio!», he llegado a oír. Quizá sea ése el quid de la cuestión por el cual todo el mundo parece haber tomado un interés desmedido en hacerse poeta: propagar su popularidad con aquestos adalides del postureo y viralizar esa aureola. Es la realidad: la poesía se ha transformado en un mero adorno que decora los muros infinitos de las redes sociales. «Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan / decir que somos quienes somos, / la poesía no puede ser sin pecado un adorno», escribió Gabriel Celaya (La poesía es un arma cargada de futuro). Un adorno de sin un claro futuro que parece morir en su misma orilla. Porque «morir es no estar nunca mas con los amigos», apuntó Gabo. Y la poesía, más que ser un elemento vinculante, se ha convertido en excluyente, y por tanto elitista e impoluto, que no toma partido por nada ni por nadie y ni tan siquiera es capaz de mancharse las manos. Podría decirse que ha dejado de ser un alarde de valentía, es todo lo contrario.

En la orilla de mis dominios yo sólo quiero y deseo que habite la amistad al cobijo de cervezas, vinos, tapas, cenas, buenas charlas, mejores reflexiones y, cómo no, abrazos y cariño. Esa orilla es un lugar donde escuchar es un instante eterno y ayuda a desoír el ruido que perece donde desfallece todo a día de hoy. A modo de profecía decían los versos del poema de Celaya que mencioné antes: «Estamos tocando fondo. / Maldigo la poesía concebida como un lujo / cultural por los neutrales / que, lavándose las manos, se desentienden y evaden. / Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse». Hay que tomar partido hasta desfallecer en la orilla, donde siempre estarán los amigos esperando para ayudarnos a tomar aliento y ponernos en pie. Y si alguna vez no los hallamos cuando nos desplomemos desfallecidos sobre la arena y casi sin aliento, entonces habremos muerto. Porque tan cierto como escribo estas últimas líneas, ser honesto y enfrentarse don dignidad y verdad a todo cuanto ha quedado atrás en esta reflexión te pone en entredicho ante un pelotón de fusilamiento, y los muros de las lamentaciones acaban repudiándote y empujándote a un mar de despecho y desprecio con el único fin de que mueras solo sobre la orilla. 








Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat, 2019.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this
Published julio 31, 2019 by

Sobre la inmensa mayoría silenciada de siempre

Hace unos días leí unos comentarios despectivos hacia las escritoras de novelas románticas (el género rosa, como dicen algunos con ese afán de ponerle etiquetas a todo): nótese que no referían el genérico masculino, desde los inicios promulgaban la crítica  hacia «ellas». Comentarios que derivaron en reflexiones, a cual más misógina, salpicada de casposa testosterona por parte de esos «eruditos»: si tan importantes son, por qué nunca ganan premios de la crítica o alguno de los premios importantes del país, apuntaba uno. En cierto modo no le faltaba algo de razón. El género en cuestión siempre ha sido defenestrado y arrostrado por el fango del incómodo éxito de ventas al margen izquierdo del cuaderno intelectual; de ahí que ningún miembro del jurado quiera nunca quemarse los dedos otorgando el premio a una novela romántica.

El problema de fondo es que tiene mucho que ver con que la inmensa mayoría de autores del género (mal llamado) «rosa» son mujeres, porque hablan de esa cosa cursi del amor romántico y porque se supone no es un dechado intelectual de virtudes. No es un secreto (y si lo es, haré de Lázaro y revelaré el gran secreto de don Manuel, antes de que Blasillo se apresure a gritar las medias verdades por las calles para que no pueda oír la mía) que entre los círculos intelectuales y de gran calado es oír hablar de novela romántica y comenzar a producir urticarias, dejando escapar por la comisura de la boca una sonrisa, de esa clase que resultan ser balsámicas para sus lesiones cutáneas, con la grafía de toda una perorata de manidos clichés de ignorancia prosopopéyica que dilapida cualquier atisbo de interés literario. Ese silencio remozado con el adorno de esa curva grosera y despectiva es capaz de acallar cualquier argumento.

El silencio, en ocasiones, es delator: «brota del fondo del silencio / otro silencio, aguda torre, espada, / y sube y crece y nos suspende / y mientras sube caen / recuerdos, esperanzas, / las pequeñas mentiras y las grandes,". Ese silencio de desprecio en torno al género romántico, o «rosa», como prefieran, brota para suspenderlo entre esas pequeñas mentiras y esperanzas de quienes se atreven a juzgar qué es bueno y qué no lo es, sobre todo ésos que deben dar ejemplo de ecuanimidad e imparcialidad. A mi recuerdo, pues, viene inapelable el trabajo de una autora que ha sido leída por mas de cuatrocientos millones de personas en todo el mundo, que ha escrito casi cinco mil títulos y ha sido traducida a casi una treintena de idiomas. Ya quisieran entre todos los intelectuales de este país juntos sumar siquiera cifras parecidas a las que consiguió (y continúa haciéndolo, editorial Planeta puede dar fe de ello) María del Socorro Tellado López, también conocida con su seudónimo Ada Miller, pero mundialmente aclamada como Corín Tellado.

No deja de ser curioso que, al teclear en el buscador del navegador los escritores más leídos de la lengua castellana, nunca aparece ese nombre entre los autores. Todos los que aparecen siempre son hombres y no llegan ni a hacerle cosquillas a la magnitud del alcance de María del Socorro, sólo superada por el grande entre los grandes, don Miguel de Cervantes. Una mujer que no sólo luchó contra la inclemente y repugnante censura de la época, sino también lidiar contra el machismo imperante de una sociedad diseñada por hombres y para hombres en el sentido semántico más casposo y retrógrado. Puso en relieve de la manera más sutil que le permitieron las circunstancias trazar los parámetros de la sociedad que le tocó vivir, y edulcorar con realidad y personajes que podrían ser el vecino del cuarto y la señorita del bajo «b» todas y cada una de las historias que pergeñó para beneplácito y ensueños de medio mundo.

Es lo que tiene ser mujer, que te olvidan fácilmente en el rincón de pensar a las primeras de cambio hasta que alguien por capricho, un modo supino de calificar el interés comercial, y en especial si se cumplen efemérides de su onomástica, decide que puedes volver a tu lugar, siempre en un segundo plano y si ese reflote tiene perspectiva de dar suculentos réditos económicos.

Si por un momento cree que es exagerado todo lo susodicho, pregunte por María Andrea Casamayor, que redactó el primer libro de ciencia y tuvo que firmar con un nombre masculino para que viera la luz; o la que probablemente pudo ser la primera astrónoma española Fátima ben Ahmed, hija del Astrónomo Mosama ben Ahmed; María Andresa Casamayor, que redactó el primer libro de Aritmética publicado por una mujer en España... ¡con solo 17 a años!; y ya que hablamos de matemáticas, presente en nuestro siglo XXI hasta hace bien poco que nos dejó, la matemática especialista en álgebra María Josefa Wonenburguer, con dos doctorados a sus espaldas que nunca le fueron reconocidos por razones de testosterona diplomática, tuvo que emigrar a Estados Unidos para ver recompensada su brillantez y privilegiada lucidez. La lista de olvidos descuidados es tan ominosa que no cabría en un solo diccionario enciclopédico, habría que elaborar uno por cada materia: filosofía, artes, ciencia...

La sensación de que las mujeres, en cualquier sentido, han de trabajar el doble es tan manifiesta que a veces (casi siempre) uno siente vergüenza ajena de pertenecer al género masculino. Si de algo me hago acreedor es de poner el foco donde más duele, y en esta ocasión habría que decirles a los intelectuales de turno, a los de siempre (porque, además, no existen «las» de siempre), esos que hacen ostentación de su ominosa equiparación de género, que saquen sus cabezotas del ombligo y empiecen a desempolvar el recuerdo y el legado de cuantas mujeres contribuyeron a mejorar las vidas de los seres humanos. Si por cada homenaje a García Lorca se hiciera uno a Hipatia de Alejandría, el mundo viviría con un mayor respeto hacia el conocimiento y la reflexión... y hacia las mujeres. Y no me entienda mal, no digo que los recordatorios al legado del poeta granadino no sean de mi agrado. Digo que esos que se frotan las uñas sobre la solapa de la chaqueta, regalados de sí mismos, hagan ejercicio de esfuerzo en mirar más allá de su egocentrismo masculino y del de sus amiguetes aduladores de pandereta a los que no se cansan de premiar y dar palmaditas en el hombro de lo bien que lo hacen... pero que apenas nadie les lee. Desempolven a esa autora que, tras Cervantes, es la mas leída de toda la historia de la literatura española..., y a mucha honra escribía novelas románticas. Pero claro, no se llama Arturo, ni Carlos, ni Javier, ni Manuel. Carece de riqueza intelectual perfumada de testosterona, de silencios cómplices que lleven escritas toda una perorata de manidos clichés de ignorancia prosopopéyica que dilapide cualquier atisbo de interés literario.

... «y queremos gritar y en la garganta (continuaba Octavio Paz en su poema Silencio) / se desvanece el grito: / desembocamos al silencio / en donde los silencios enmudecen». Al final quedan esos curvilíneos silencios prolongados cuya elocuencia envilecen todo aquello que tocan y lo abocan al ostracismo, donde los silencios de las mujeres anónimas enmudecen por atragantarse de testosterona. Quién remediará esto alguna vez y le pondrá punto final.








Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat, 2019.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this
Published marzo 31, 2019 by

No basta renovar para mejorar

Decía Machado, grande entre los grandes, que «no basta mover para renovar, ni basta renovar para mejorar». Ahora que apenas hace un mes se cumplen cien años de la muerte del maestro, resulta que anda todo patas arriba allá por donde uno mire (no parece que vaya a mejorar los próximos años), sobre todo aquí en casa, donde también llegará la ignominia de ley sobre derechos de autor que se aplicará en todo el viejo continente. La Unión Europea aprobó el pasado veinte de marzo una nueva ley de copyright en la que defiende, todo muy loable, los derechos de los autores en todas las extensiones que ofrece internet tal y como lo conocemos hoy día. Hasta aquí, todo bien. Me pareció en su momento, y me sigue pareciendo ahora, que padres, madres, niños, abuelos, púberes y demás fauna yutubera aprovechan el vacío legal que ofrecen estas plataformas para tomar del banquete digital todo cuanto les apetezca del trabajo musical, cinematográfico, literario..., artístico en general, y convertirlo en audiencia o reproducciones, que traducido significa pasta, money, viruta, parné, cash... y sin tributar un sólo céntimo a los respectivos autores. No obstante, la directiva europea, en el artículo trece deja en manos de un algoritmo la capacidad de decisión que debe estar en manos de un juez, y esto sí que me parece poco menos que un golpe de estado contra la razón y la libertad. La palabra más utilizada por expertos en derechos de autor es «barbaridad». Y lo secundo: no basta renovar para mejorar.

Ahora que estamos en precampaña electoral (que Dios nos pille confesados, porque ni hemos entrado en el estado permanente de «consignas» y demás «barbaridades» ocurrentes y ya nos llueve torrencialmente esa borrasca) no hacemos más que oír eslóganes de todo tipo en busca de la confrontación, cosa que irá en aumento gracias a las redes sociales, con el objeto de rendir cuentas permanentes con el pasado. Unos vociferando a gritos contra otros, estos increpando e insultando a aquéllos, y entre medias están los adalides nostálgicos de la resurrección del régimen fascista criminal que asoló España, queriendo acabar con todos para ajustar cuentas generalizadas con aquellos que no piensen como ellos, dando buena cuenta, tanto gráfica como ideológicamente, qué es el fascismo y lo que ofrecen en su repertorio. Todos estos dan por bueno el verdadero origen y significado de la palabra slogan, del gaélico «slaugh-ghairm», cuyo significado literal era «grito de guerra». La evolución de la palabra derivó hasta «slogorne», consigna. De ahí que en el llamamiento político se utilicen «consignas» a modo de grito de guerra para arengar a un electorado más o menos emotivo y borreguil.

Cada vez que entramos en campaña electoral, nos encontramos en una batalla de clanes, cuyos líderes arengan a sus soldados con sus slaugh-ghairm. Y para más inri, en vez de confeccionar listas electorales con personas capaces o gestores dignos, los partidos políticos andan a la gresca confeccionando «platós» de televisión, intentando copar el máximo número de flashes y las máximas garantías de audiencia y cuotas de share: y, por supuesto, el máximo rendimiento en las plataformas digitales de vídeo para obtener de camino réditos económicos y seguidores mansos y dóciles, a base de pequeños spots fuera de contexto, que aparentemente propinan zascas al contrincante. Cuanto más famoso el personaje, sea cual sea su faceta, más posibilidades de viralizar todo cuanto diga por las redes sociales y por las plataformas yutuberas. Apenas nadie lee los programas electorales ni sirven para nada porque a la vista de todos quedó como ejemplo aquel mítico programa que encumbró al ahora ex presidente del gobierno en una mayoría absoluta infame y catastrófica para la economía española (y para la cultura, la educación, la sanidad, etc.), y que no cumplió ni un solo punto de cuantos prometió sobre el papel en campaña electoral, siendo éste el único programa electoral incumplido al completo por un partido político en la breve historia de nuestra joven democracia.

Con lo que no contábamos en este preludio de elecciones es que, además de las arengas, íbamos a sufrir la presencia infame de la ignorancia copando hasta los titulares de prensa. En esta precampaña infausta, donde nos jugamos aún más de lo que parece y la fractura de este país es ya manifiesta, entró en escena un personajete incauto e ignorante, que además resulta ser presidente de un país, y pretende dar lecciones de historia al más puro estilo yutúber, exigiendo que el gobierno de España, con don Felipe VI a la cabeza, pida perdón por algo que sólo él (y la cohorte de ignorantes que le siguen a pie juntillas como borregos) ha podido leer en su libro de historia. Porque resulta que lo que sucedió en la patria de Tenochtitlán fue una salvajada de un grupo de cuatrocientos cincuenta o quinientos españoles que tuvieron como infantería a los sometidos por el pueblo azteca, pueblos contrarios o enemigos, como los tlacaltecas. Y así se liberaron de esa tiranía con ayuda de los españoles.

Sería bueno recordar, quizá, que hasta la independencia de Méjico en 1821, la Corona recompensó a los que participaron en la conquista con una exención de todos los impuestos habidos y por haber, y que fue a partir de ese año cuando comienza la llamada «tragedia de los indígenas». Bien pensado, quizá debiera revertirse la petición de disculpas: López-Obrador debería dirigirse a su propio pueblo indígena y pedirles perdón por todas las tropelías cometidas contra su estatus de pueblo soberano. Aquella conquista no fue la de España, sino la de unos indígenas sobre otros con la ayuda de la Corona Española. Pero este es también el estilo de la campaña que nos queda por ver, la de la posverdad y la lucha por la presencia masiva en la televisión, los medios de comunicación y las plataformas digitales como YouTube. Cuanto mayor sea la barbaridad, más presencia por doquier, que traducido significa, por ende, más visitas, más pasta.

Está claro que el tal López-Obrador (y la cohorte de indignados ignorantes que dramatizan impunemente con sus eslóganes haciendo la ola) tiene de fondo un consumado espíritu yútuber de la inmediatez y el speach facilón que enganche rápido y sin pensar. Él y todos los políticos que salen a la palestra en campaña para ver quién dice la barbaridad más grande jamás contada, van con el único objetivo de contar por miles las visitas a sus perfiles y sus yutubes, convirtiendo sus barrabasadas y barbaridades en consignas para los suyos, y no para lo que debería servir en el fondo: ofrecer soluciones a los problemas de la ciudadanía, la economía, el paro, la sanidad... En el caso del presidente mejicano, su magnífica y breve exigencia no es otra cosa sino fomentar su presencia en la vida pública hispanohablante para resarcirse como personaje público y, de camino, desviar la atención hacia otros derroteros que no son los verdaderos problemas que acucian a su país y que no sabe cómo afrontar. Del mismo modo, las estrellas del firmamento político del nuestro vituperan a sus contrarios y procuran rodearse de entornos idílicos y de estrellas mediáticas para salir lo mejor posible en sus vídeos y aumentar las visitas, que a la postre son réditos que las plataformas conceden a sus partenaires. Y todos estos han dicho hasta la saciedad que han venido para renovar la política y mejorar su estatus: «no basta mover para renovar, ni basta renovar para mejorar».

Si algo espero en la aplicación del artículo 13 de la nueva directiva europea sobre los derechos de autor, es que sea un vehículo para silenciarr las bocas de aquéllos y su visibilidad en las redes, dado que esta clase social pretende «mover para renovar» y nos hacen creer que van «renovar para mejorar», y vemos sobradamente (si no nos ciega lo sectario del partidismo de cada cual) que con eso no basta. Porque la ciudadanía necesita veracidad y moviendo la caca de un lado a otro no se renueva el aire ni renovando el aire se mejora el aspecto del lugar donde esté depositada la caca. «Ya está todo inventado», decía el maestro Borges, «a lo más que llegamos es a copiar con nuestro propia voz». Así que si el algoritmo hace de juez Dred y elimina de la fanfarria a los nuevos yutúbers políticos que dominan la parafernalia mediática de hoy y silencia los manidos y anacrónicos slaugh-ghairm, que a buen seguro ya tienen propietarios, nos hará un favor a la ciudadanía. Si no es así, que es lo más probable, entonces el maldito artículo trece sólo sirve para copar titulares y, sobre todo, para ayudar a fomentar la presencia de estos nuevos yutúbers, que acumulan grandes cantidades de reproducciones, que traducido significa pasta, money, viruta, parné, cash... y por supuesto hará mejores las palabras de Machado.








Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat, 2019.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this
Published febrero 13, 2019 by

¿Habrá otro más pobre y triste que yo?

La mañana se mostraba desabrida, con tizne de melancólica, algo abúlica y aroma bucólico. La gente parecía llevar escrito en el rostro aquellos versos de Calderón: «¿Habrá otro, entre sí decía, / Más pobre y triste que yo?». Con esos trazos caminaba la concurrencia con parsimonia, denotando cierto hastío, que iba embotado de costumbrismo monótono cada arteria de la ciudad. Algo pareció llamar la atención de todos, como si hubieran encontrado oro en ese pequeño detalle que resalta entre la tibia ceniza de lo cotidiano. Imposible caminar por la acera para embocar el mercado de Atarazanas y al otro lado (me separaba el torrente de alquitrán que regurgita por pura diacronía folcrórica el tráfico rodado) vi cómo un par de individuos atendían a una señora mayor en el suelo; al parecer había sufrido un vahído. Zurría hasta en lo más recóndito de mis entrañas al ver, prudencialmente cerca, unos adolescentes grabando la situación con sus respectivos teléfonos, incluyendo selfies, a mi parecer, groseros y maleducados. No cabe duda que a los pocos segundos harán las delicias de sus seguidores y amigos de Instagram, Twitter o de donde demonios, a estas horas ya, hayan subido sin duda alguna esos vídeos y fotos.

El sociólogo Henri Tajfel, desarrollando la Teoría de la Identidad Social (les dejo aquí un pequeño extracto para el que no esté relacionado con ello o quiera saber algo más del asunto), llegó a la conclusión, entre otras cosas, de que tendemos a compararnos entre nosotros con estatus inferiores, porque nos hace sentirnos mejor y hace tener de nosotros mismos una imagen positiva. Algo así como hacernos un selfie junto a alguien y que el resultado nos halague por la extraordinaria fotogenia conque nos representa y quien está a nuestro lado aparezca con los ojos entreabiertos, por ejemplo, en un gesto poco ortodoxo. Cuando salimos ganando en la comparación, sentimos que el otro pierde y nosotros ganamos, en nuestro interior dibujamos una estupenda sonrisa y nos alegramos, porque nosotros ganamos, los otros pierden. Este el morbo de comportamiento social que, cuanto más individualista es el ser humano, más se encona en las entrañas va in crescendo y ocupando un espacio en todos los estratos sociales, económicos y hasta políticos. Y además es un sentimiento primitivo, ancestral, que tiene mucho que ver con repudiar lo ajeno y proteger lo que siente uno como propio, eso que ahora algunos tratan de poner de moda: los nuestros, sí; los otros, no.

Personalmente, aquel representativo gesto de los adolescentes supuso, a mi juicio, un ejemplo de muchos para evidenciar cómo disfruta el ser humano con el espectáculo del dolor ajeno. A estas alturas de la vida, quién no ha presenciado, mientras iba en el coche, a las asistencias sanitarias y la policía o la guardia civil poniendo todo de su parte para restablecer en la medida de lo posible el orden en la carretera tras el impacto de dos o tres vehículos. Todo el mundo ha ralentizado la marcha para ver todo cuanto se pueda ver. Nos produce morbosidad el mal ajeno. La teatralidad de la catástrofe. 

Morbo, dice la RAE, que es «enfermedad», «interés malsana por personas o cosas», «atracción hacia acontecimientos desagradables». Esta sociedad sucumbe cada vez con más descaro e impudicia. Cuando unos jóvenes son capaces de impresionar a sus seguidores con vídeos del síncope de una anciana en plena calle, con el espectáculo dantesco de los medios informativos recreándose hasta la saciedad en la desgracia de un pequeño atrapado en un pozo, con las interminables reproducciones de la guerra en Siria que produjo miles de masacres, o con los millares de cadáveres de los que se va nutriendo el mar mediterráneo casi a diario (mueren 2 niños ahogados cada día en el mediterráneo).

Los síntomas de que vivimos en una sociedad enferma, morbosa, interesada especialmente por los acontecimientos catastróficos o las desgracias personales, es precisamente la falta de respeto, la escasez de ética, la ausencia de tolerancia hacia lo ajeno, sobre todo a la privacidad del dolor ajeno, anda en vías de extinción. La familia del pequeño fallecido en un pozo sigue de duelo y tendrá que llevar en sus conciencias la retransmisión en vivo y en directo de la extracción de un féretro bajo la tierra y es evidente que la noticia ya no interesa a nadie, y mucho menos el dolor de esa familia. La comunión de los medios de comunicación para ponernos al día, a la hora de almorzar o de cenar, en relación a la crisis humanitaria preñada de millares de cadáveres sirios, es un escarnio que ya no interesa a nadie; que sigue su curso, pero ya ha dejado de ser novedoso, porque ésos no son los nuestros y porque la morbosidad de la desgracia ajena, la teatralidad de la catástrofe, radica en la primicia; una vez el conflicto ha llegado a los confines de la tierra, y se vuelve costumbre, deja de interesar. Hemos convertido la morbosidad, el dolor ajeno, en un entretenimiento informativo, en un espectáculo dantesco, en la perversidad más absoluta, en la falta de respeto al duelo y al dolor más repugnante. Cuando se traspasa la finísima línea que separa la información de la morbosidad, la costumbre acaba normalizando situaciones que si la sufriéramos en lo personal, difícilmente pudiéramos dormir tranquilos y apenas deglutir como almas penando por el purgatorio. Todo ello denota una falta de madurez y de desarrollo intelectual, sobre todo moral, fuera de toda órbita. Poco importa si un acto es pequeño e inofensivo o grande y universal: «El que es fiel en lo muy poco, es fiel también en lo mucho; y el que es injusto en lo muy poco, también es injusto en lo mucho». (Lucas 16:10).

Apenas si hemos desarrollado verdadera empatía desde el siglo de oro hasta ahora. Resulta incluso escabroso que perviva la sensación de estar reivindicando derechos y conquistas sociales que parecían haberse establecido y asumido por la sociedad y el estado de derecho. Cuando la moralidad se distancia del pudor, da pie a que se desarrollen hábitos, como los que he grafiado al inicio. La respuesta a la pregunta de si «¿Habrá otro más pobre y triste que yo?», el propio Calderón ya había sido el mejor ejemplo de sociólogo (y mucho antes el infante Don Juan Manuel: «Por pobreza nunca desmayéis, pues otros más pobres que vos veréis».); es de lo más elocuente y resume bien toda vorágine de lo que es la miseria del ser humano: «Y cuando el rostro volvió / Halló la respuesta, viendo / Que iba otro sabio cogiendo / Las hierbas que él arrojó». Seamos sinceros: cuando dejé atrás aquellos jóvenes regodeándose en la más absoluta repugnancia, me prometí escribir esta parrafada y quería terminar con el deseo, al menos, de que quien venga detrás, recoja las hierbas que acabo de arrojar.








Cuentan de un sabio que un día
Tan pobre y mísero estaba,
Que sólo se sustentaba
De unas hierbas que cogía.
¿Habrá otro, entre sí decía,
Más pobre y triste que yo?
Y cuando el rostro volvió
Halló la respuesta, viendo
Que iba otro sabio cogiendo
Las hierbas que él arrojó.

Quejoso de mi fortuna
yo en este mundo vivía,
y cuando entre mí decía:
¿habrá otra persona alguna
de suerte más importuna?
Piadoso me has respondido.
Pues, volviendo a mi sentido,
hallo que las penas mías,
para hacerlas tú alegrías,
las hubieras recogido.

(Calderon de la Barca, fragmento de "La vida es sueño".)






Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat, 2019.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this
Published febrero 07, 2019 by

El compromiso con la solidaridad

Una bandada de zuritas hambrientas se pavoneaban en torno a la fuente al tiempo que picoteaban en el suelo desordenadamente. Apenas transitaba gente a esa hora por la plaza de la Constitución, a pesar de ser día laborable. El sol radiante palpaba con sus tentáculos coruscantes los primeros recovecos de los soportales y las esquinas. Aparece por calle Especerías un anciano, meditabundo y harapiento, que lleva consigo toda una suerte de cachivaches varios y un bocadillo en la mano. Se le adivinaba caminar con intención de ocupar algún banco de piedra donde sentarse y poder disfrutar del manjar matutino, pero entre los adornos festivos, los arreglos intempestivos aquí y allá y algunos ocupantes en los pocos asientos disponibles, le obligaron a sentarse en uno de los escalones del marco incomparable del escaparate de una de las tiendas más exclusivas de la plaza, aún clausurada al público.

Deglutía con voracidad su pequeño bocadillo de margarina con mortadela, obsequio de Fernando, el dueño de una cafetería que atendía desde bien temprano a los valientes más madrugadores, también a esas aves nocturnas de extraño pelaje que tomaban el último tentempié antes de plegar alas y anidar. Al salir de aquel templo del café, observó un enorme cartel publicitario. «Nuestro compromiso con la solidaridad». Así rezaba el pasquín justo a la izquierda, junto a la puerta. La foto hacía alusión a la abnegada labor de apoyo incondicional que la tienda exclusiva, la misma donde había decidido tomar asiento para degustar su manjar con tranquilidad, ofrecía a los más desfavorecidos. El viejo lo contempló sin embargo con desgana, escupiendo una sonrisa de hastío preñada de resignación. Y la bandada de palomas que revoloteaba por las inmediaciones perdía algunos de sus integrantes que comenzaron a pulular por sus cercanías.

A medida que descuajaba cada bocado del bocadillo, pellizcaba pequeñas migajas que repartía entre las más aventuradas a acercarse, aunque eran las más avispadas las que arrebataban de un modo hostil, casi febril, esos suculentos trofeos. Una de ellas, a unos metros, viendo que no se hacía con ningún adarme, se conformó con abrevar en el hueco de la esquina levantada y mellada de un mampuesto de mármol que acumulaba un minúsculo charquito de agua. Al viejo le llamó la atención aquella paloma de color azabache bastante lóbrego, que con las mismas alzó el vuelo y fue a mejor abrevadero, que no era otro que la fuente de Génova, pocos metros más allá.

Las correderas de la exclusiva tienda comenzaron a descubrir las impolutas cristaleras que ofrecían todo tipo de promesas al veinte, treinta y hasta el cincuenta por ciento de descuento, dejando entrever los impostados modelos sin rostro que ostentaban inertes el variopinto vestuario en actitudes inverosímiles y difícilmente creíbles. Entonces una centella apareció entre las cristaleras de la puerta del local, que se abrieron de forma repentina como si se tratase de Moisés atravesando el mar diáfano de aquel parapeto cristalino, un individuo enjutado en un traje cuyo corte casi le caía a medida, ancho de espalda, alto, repeinado de tal modo que su cabello parecía un pequeño manto hilado de fina seda blonda, buena planta y bien parecido. Un ángel querubín portador de nuevas. El distintivo de la solapa le bautizaba de manera formal don Pablo. Con la diligencia de un apóstol se dirige al viejo, que aún se debatía entre los bártulos y lo que le quedaba del bocata, que sustentaba en ese instante entre los dientes, y le espeta sin la vaselina de la educación mínima de unos buenos días: «Señor, aquí no puede quedarse. Váyase a otro sitio».

El anciano ataja como puede sus míseras pertenencias y consigue incorporarse, aún con el bocadillo sujeto entre los dientes. Dos pasos más allá tropieza con el saliente de mármol del suelo donde la única paloma negra entre la turba emigró a aguas más cristalinas para saciar su sed. El resto de bocadillo con margarina con mortadela fue a parar a las cercanías de aquella paloma negra, que por ser más discreta y menos atrevida que las demás le llegó de boca del viejo lo que para él era limosna y para ella un manjar apoteósico. Aquella montaraz zurita atacó con locura desmedida, picoteando a diestro y siniestro todo cuanto pudo antes de que la horda de compañeras se abalanzaran hacia el pan suyo de cada día, lleno de churretes de gracia, el señor siempre estaba con ellas... Desde el suelo, se sonrió el viejo viendo que aquel tropiezo, sin quererlo, supuso un pequeño pero verdadero compromiso con la solidaridad, y sin foto publicitaria que lo atestiguase. Miró al cielo, esperando alguna señal divina que pudiera otorgarle el mismo premio que recibieron aquellas desamparadas que vivían de la caridad humana, pero lo único que obtuvo fue una soberbia deposición de una de las muchas palomas que se arrojaron hacia el festín.








Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat, 2019.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this
Published enero 15, 2019 by

15 de enero (III): Insomnio









"Toda la primavera
dormía entre tus manos"
(Ernestina de Champourcín)

Escríbeme sobre las sábanas
el fragor de tantas noches insomnes
para poder leerte antes de dormir
y conciliarme así con el mundo.

Escríbeme todas esas veces
que nos cobijamos bajo el cielo patrio
de un café recién hecho,
cuando caminamos juntos
sobre el infierno azul
que besa nuestros pies
y derrama eternidad
por donde el sol escapa,
la de veces que nos empapamos
de sonrisas al calor de las páginas
de un libro abierto,
o cuando acaricias toda la primavera
dormida entre tus manos...

Escríbemelo, por favor,
que la página en blanco
me produce insomnio.


Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat, 2019.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this
Published enero 08, 2019 by

La vida es nada, y sin embargo lo es todo

Con el objetivo de penetrar de nuevo en uno de esos mundos imaginarios en los que me sumergía con regularidad, pretendía escabullirme de la vigilancia de alguno de mis hermanos y de mi madre, cuando ésta parecía trastear en la cocina algo que me resultó extraño.  Espiaba tras el quicio de la puerta y vi cómo sacaba del refrigerador una gran bola de color rojo y la colocó sobre una tabla. Cuando agarró el cuchillo para seccionar aquella mole intuí, como es lógico, que se trataba de algo comestible. ¿Qué demonios sería eso? ¿Una fruta exótica? ¿Un dulce tal vez?

Sajó desde el centro hacia abajo y a continuación hizo otra incisión similar para separar una cuña. Cortaba un poco de aquella cosa amarillenta envuelta en una capa roja de varios milímetros, bastante maleable según comprobé al acercarme y ver cómo mi madre separaba esta capa de aquella carne ambarina. Manaba un olor nutritivo, una fragancia avainillada con un fondo azafranado y dulzón que no olvidaré jamás. Aquello podría ser una insignificancia, apenas nada, pero para mí fue un todo.

Mi madre vio el interés que ponía en ese extraño producto que cortaba en cuadraditos y me dio a probar una pequeña tira de la parte más fina de la cuña, al tiempo que ella se llevó otro trocito a la boca y deglutía, tildando cada movimiento mandibular con un sonoro «mmmmm», e invitándome a que hiciera lo mismo que ella. Palpaba esa textura maleable y amarillenta y la imité. Aquel sabor sigue aún erizándome los vellos al rememorarlo. ¡Cómo se deshacía en la boca ese trozo lechoso y extraño! Sentí ese sabor lácteo, penetrante y cremoso abrirme el estómago en canal y llamaba a continuar comiendo de aquel manjar exquisito. Le pedí un poco más y mi madre me metió otro trozo en una pequeña rebanada de pan que dividió por la mitad. Me dejó en la mano un mini bocadillo de aquella ambrosía. Cuando dio la vuelta a la bola desgajada y la cubrió con un papel graso, pude ver en la etiqueta una palabra: Edam, seguido de otra palabra que pasados los años supe que se trataba del origen, Holland. No tenía idea de lo que significaba eso. Que es de Holanda, queso de bola, me decían.

Con insistente regularidad volvía por la cocina, día sí y día también, pidiendo un poco de esa manduca celestial, esa delicia amarillenta envuelta en lo que parecía ser una especie de cera roja que la cubría. Pero no hubo suerte, aquello se reservaba para contadas ocasiones y en especial para mi padre.

Pasaron dos décadas desde aquello. Vivía en Málaga y no en la France como cuando era pequeño. Muchas otras veces había disfrutado de aquel sabor de la infancia, aquella textura suave y sedosa del comúnmente conocido queso de bola; que es decir cuasi técnicamente queso estilo edamer o de denominación de origen Edam. Quizá aquel primer episodio fuese el culpable de mi confesa devoción incondicional por el queso. Pero nunca paladeé un queso Edamer como aquel que comí en Givors..., hasta que tuve la oportunidad de visitar el lugar de origen del cuajo lácteo.

Allá por 1994 salí a conocer otros mundos por la vieja Europa. Dos compañeros y el que les firma vendimos todo lo que teníamos de valor, incluida una pequeña empresa de limpieza y servicios que sosteníamos mal que bien (dado que la crisis económica del 93, no solo nos destrozó a nosotros, sino a todas las pequeñas y medianas empresas de por entonces; con lo que tuvo aquello como consecuencia del incremento de la tasa de paro a límites que no se habían conocido hasta el momento). Salimos disparados hacia no se supo nunca bien dónde ni por qué. Sólo sabíamos que para nosotros era apostar a todo o nada.

Después de muchos avatares, llegamos a la pequeña ciudad de Edam. Me impresionaron los canales que cruzaban el pueblo de lado a lado, como si se tratasen de arterias llevando y trayendo la vida que abigarraban la pulcritud del silencio al suave rubor de la luz. Se respiraba una paz y sosiego que jamás he sentido en ningún otro lugar. Llamaba poderosamente la atención que todas y cada una de las casas mostraban amplios ventanales, como si se mofaran del cortinaje que aislase la privacidad de ojos indiscretos: todo quedaba a la vista del peatón. Por otro lado, el rumor del agua susurraba por cada recoveco invitando al remanso de paz que horadaba y quebraba la inquietud, tan untuoso como una loncha de queso cremoso sobre una hogaza de mansedumbre perpetua. Y recordé, obviamente, que aquel era el lugar de origen de uno de mis quesos predilectos.

Hicimos un pequeño inciso en nuestro paseo matutino por el pueblo y pasamos aquella mañana por los famosos diques holandeses hasta la cercana localidad de Volendam. En las lindes de unos prados con gran afluencia de vacas lecheras pastando en un frondoso verde, que se prolongaba y derramaba como el sabor lácteo de los quesos, nos encontramos con uno de los fenómenos que más me pudo impresionar; a cualquiera que le corra sangre mediterránea por las venas: en lo alto de esa frontera entre el mar y la tierra, pude comprobar por mí mismo por qué a los países bajos se les denomina así. Mirando en la dirección marcada por el muro, el mar queda un par de metros por encima de tierra firme. Resultaba poco menos que hipnótico. El abismo y el todo separado por la nada, que es una frontera, un muro..., la vida.

Regresamos a Edam. Andaba como loco en busca de alguna tienda para adquirir un buen queso de bola y hacerme un buen bocata de edamer. No tardamos demasiado en localizar un paraíso de cuajos. Uno de los cientos y cientos de quesos dispensados por todas las estanterías centelleó con especial hincapié, una pequeña estrella redonda entre todas las formas y dejos que dormitaban por doquier. Se enseñoreaba coronada por una etiqueta azul, envuelta en un círculo dorado, y cuyo interior mostraba la marca del queso en cuestión, la cabeza inconfundible de un león sobre una especie de escudo rojo. Mostraba la iconográfica ilustración de una vaca; y bajo todo ello las letras inconfundibles que tenía grabada a fuego en mi memoria: EDAM─HOLLAND. 

No hay cosa peor que intentar hacerse entender en un idioma ajeno al del extranjero. Pero nada más hermoso que lograr la comunicación y el entendimiento entre dos seres humanos, por muy contrapuestos que parezcan. Entre mi inglés macarrónico y limitado y su español más bien decente, comprendí que los mejores quesos del estilo por el que preguntaba eran el curado y uno más bien cremoso que llevaban haciéndolo toda la vida (al menos desde que aquella holandesa de mediana edad, de carnes generosas, ojos cristalinos de un azul infierno terrenal, y sonrisa abierta y sincera, tenía la tienda hacía unos quince años). Por el precio módico de seiscientas pesetas nos llevamos el más cremoso y Antje nos regaló una cuña del curado.

La experiencia única de rememorar el sabor de la infancia es como cruzar por el cenagoso lago del tiempo y volver a la isla solitaria multicolor de la niñez, paraíso que suele estar aislado por el fango espeso de la escuálida memoria madura. Algunas veces, un solo instante, un olor insignificante, un sabor peculiar, una melodía, nos retrotrae a otros mundos y otras épocas que, como diría Peter Kolosino, en efecto, «son otros mundos, pero están en este». Eso y nada lo es todo. La vida puede ser un pequeño trozo de queso Edamer cuando aún ni siquiera sabes lo que es. Cuando regresé de aquella experiencia europea llegué sin nada en las manos, quizá con piedras en los bolsillos, pero con la memoria enfangada de recuerdos y el estómago lleno de experiencia. Y supe entonces, al recordar aquel viejo episodio en Edam, que la vida es apenas nada, si acaso una cuña de queso edamer, y sin embargo lo es todo.








Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat, 2019.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this