Published julio 31, 2019 by

Sobre la inmensa mayoría silenciada de siempre

Hace unos días leí unos comentarios despectivos hacia las escritoras de novelas románticas (el género rosa, como dicen algunos con ese afán de ponerle etiquetas a todo): nótese que no referían el genérico masculino, desde los inicios promulgaban la crítica  hacia «ellas». Comentarios que derivaron en reflexiones, a cual más misógina, salpicada de casposa testosterona por parte de esos «eruditos»: si tan importantes son, por qué nunca ganan premios de la crítica o alguno de los premios importantes del país, apuntaba uno. En cierto modo no le faltaba algo de razón. El género en cuestión siempre ha sido defenestrado y arrostrado por el fango del incómodo éxito de ventas al margen izquierdo del cuaderno intelectual; de ahí que ningún miembro del jurado quiera nunca quemarse los dedos otorgando el premio a una novela romántica.

El problema de fondo es que tiene mucho que ver con que la inmensa mayoría de autores del género (mal llamado) «rosa» son mujeres, porque hablan de esa cosa cursi del amor romántico y porque se supone no es un dechado intelectual de virtudes. No es un secreto (y si lo es, haré de Lázaro y revelaré el gran secreto de don Manuel, antes de que Blasillo se apresure a gritar las medias verdades por las calles para que no pueda oír la mía) que entre los círculos intelectuales y de gran calado es oír hablar de novela romántica y comenzar a producir urticarias, dejando escapar por la comisura de la boca una sonrisa, de esa clase que resultan ser balsámicas para sus lesiones cutáneas, con la grafía de toda una perorata de manidos clichés de ignorancia prosopopéyica que dilapida cualquier atisbo de interés literario. Ese silencio remozado con el adorno de esa curva grosera y despectiva es capaz de acallar cualquier argumento.

El silencio, en ocasiones, es delator: «brota del fondo del silencio / otro silencio, aguda torre, espada, / y sube y crece y nos suspende / y mientras sube caen / recuerdos, esperanzas, / las pequeñas mentiras y las grandes,". Ese silencio de desprecio en torno al género romántico, o «rosa», como prefieran, brota para suspenderlo entre esas pequeñas mentiras y esperanzas de quienes se atreven a juzgar qué es bueno y qué no lo es, sobre todo ésos que deben dar ejemplo de ecuanimidad e imparcialidad. A mi recuerdo, pues, viene inapelable el trabajo de una autora que ha sido leída por mas de cuatrocientos millones de personas en todo el mundo, que ha escrito casi cinco mil títulos y ha sido traducida a casi una treintena de idiomas. Ya quisieran entre todos los intelectuales de este país juntos sumar siquiera cifras parecidas a las que consiguió (y continúa haciéndolo, editorial Planeta puede dar fe de ello) María del Socorro Tellado López, también conocida con su seudónimo Ada Miller, pero mundialmente aclamada como Corín Tellado.

No deja de ser curioso que, al teclear en el buscador del navegador los escritores más leídos de la lengua castellana, nunca aparece ese nombre entre los autores. Todos los que aparecen siempre son hombres y no llegan ni a hacerle cosquillas a la magnitud del alcance de María del Socorro, sólo superada por el grande entre los grandes, don Miguel de Cervantes. Una mujer que no sólo luchó contra la inclemente y repugnante censura de la época, sino también lidiar contra el machismo imperante de una sociedad diseñada por hombres y para hombres en el sentido semántico más casposo y retrógrado. Puso en relieve de la manera más sutil que le permitieron las circunstancias trazar los parámetros de la sociedad que le tocó vivir, y edulcorar con realidad y personajes que podrían ser el vecino del cuarto y la señorita del bajo «b» todas y cada una de las historias que pergeñó para beneplácito y ensueños de medio mundo.

Es lo que tiene ser mujer, que te olvidan fácilmente en el rincón de pensar a las primeras de cambio hasta que alguien por capricho, un modo supino de calificar el interés comercial, y en especial si se cumplen efemérides de su onomástica, decide que puedes volver a tu lugar, siempre en un segundo plano y si ese reflote tiene perspectiva de dar suculentos réditos económicos.

Si por un momento cree que es exagerado todo lo susodicho, pregunte por María Andrea Casamayor, que redactó el primer libro de ciencia y tuvo que firmar con un nombre masculino para que viera la luz; o la que probablemente pudo ser la primera astrónoma española Fátima ben Ahmed, hija del Astrónomo Mosama ben Ahmed; María Andresa Casamayor, que redactó el primer libro de Aritmética publicado por una mujer en España... ¡con solo 17 a años!; y ya que hablamos de matemáticas, presente en nuestro siglo XXI hasta hace bien poco que nos dejó, la matemática especialista en álgebra María Josefa Wonenburguer, con dos doctorados a sus espaldas que nunca le fueron reconocidos por razones de testosterona diplomática, tuvo que emigrar a Estados Unidos para ver recompensada su brillantez y privilegiada lucidez. La lista de olvidos descuidados es tan ominosa que no cabría en un solo diccionario enciclopédico, habría que elaborar uno por cada materia: filosofía, artes, ciencia...

La sensación de que las mujeres, en cualquier sentido, han de trabajar el doble es tan manifiesta que a veces (casi siempre) uno siente vergüenza ajena de pertenecer al género masculino. Si de algo me hago acreedor es de poner el foco donde más duele, y en esta ocasión habría que decirles a los intelectuales de turno, a los de siempre (porque, además, no existen «las» de siempre), esos que hacen ostentación de su ominosa equiparación de género, que saquen sus cabezotas del ombligo y empiecen a desempolvar el recuerdo y el legado de cuantas mujeres contribuyeron a mejorar las vidas de los seres humanos. Si por cada homenaje a García Lorca se hiciera uno a Hipatia de Alejandría, el mundo viviría con un mayor respeto hacia el conocimiento y la reflexión... y hacia las mujeres. Y no me entienda mal, no digo que los recordatorios al legado del poeta granadino no sean de mi agrado. Digo que esos que se frotan las uñas sobre la solapa de la chaqueta, regalados de sí mismos, hagan ejercicio de esfuerzo en mirar más allá de su egocentrismo masculino y del de sus amiguetes aduladores de pandereta a los que no se cansan de premiar y dar palmaditas en el hombro de lo bien que lo hacen... pero que apenas nadie les lee. Desempolven a esa autora que, tras Cervantes, es la mas leída de toda la historia de la literatura española..., y a mucha honra escribía novelas románticas. Pero claro, no se llama Arturo, ni Carlos, ni Javier, ni Manuel. Carece de riqueza intelectual perfumada de testosterona, de silencios cómplices que lleven escritas toda una perorata de manidos clichés de ignorancia prosopopéyica que dilapide cualquier atisbo de interés literario.

... «y queremos gritar y en la garganta (continuaba Octavio Paz en su poema Silencio) / se desvanece el grito: / desembocamos al silencio / en donde los silencios enmudecen». Al final quedan esos curvilíneos silencios prolongados cuya elocuencia envilecen todo aquello que tocan y lo abocan al ostracismo, donde los silencios de las mujeres anónimas enmudecen por atragantarse de testosterona. Quién remediará esto alguna vez y le pondrá punto final.








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