Published diciembre 19, 2020 by

Sobre la nueva pandemia

Si por un momento creyó que me dispongo a hablar de la covid-19, lo lamento. No es mi intención hablar sobre los más de cuarenta y cinco millones de expertos en pandemias que vivimos en este país. Ya me despaché a gusto hace meses y me entristece ver cómo todos los vaticinios se cumplen siempre, de la a a la z. Del mismo modo como intuí las intenciones de populistas y emuladores de Trump en España. Como la que, creyéndose grande de España, ostenta el dudoso honor de construir un cutre barracón con camas apiladas y llamarle hospital de pandemias. Además, con la osadía de regalar una bola extra en forma de ofrenda, sin quirófanos ni material de cirugía por más señas, a los probables accidentes aéreos del cercano aeropuerto de Barajas (la ineptitud carece de método). En fin, que el concepto «hospital de pandemias» sólo existe en la imaginación de crédulos, acólitos y borregos sin escrúpulos. Una cutrez, en definitiva, de más de cien millones de euros que nos han metido con calzador y sin vaselina como la panacea de los hospitales de pandemias en el mundo. Lo cual, en cierto modo, tiene algo de razón: es el único en el mundo. Qué digo en el mundo el primero de toda la historia de la humanidad. Ese tipo de hospitales ni existen ni han existido nunca y cualquiera que haya estudiado medicina, o historia, lo sabe bien. Ni a Trump, con toda su pomposidad y felpudo por flequillo, se le hubiera ocurrido mejor y más grande anuncio populista de semejante calibre. En fin, que además de e ir por libre cual verso suelto, como lo que cree que es y en realidad no llega ni a puntos suspensivos, se dedica ahora a acusar a quienes le instaban a hacerlo de eludir responsabilidades, ahora que se le ha disparado los registros de fallecidos y contagiados y los hospitales vuelven a resistir la presión de los ingresos. El hormigón es pura gomaespuma comparado con su rostro. Total, que así es como funciona la pandemia del buenismo bien... Y dicho lo cual, que a nadie le extrañe que la ineptitud vestida de populismo acabe siendo la primera presidenta del gobierno en la historia de España.

Pero a lo que iba, que me voy por las ramas y me pongo a hablar de la idiosincrasia del cainita homo hispanicus. Que creemos estar a un tris de vencer a un organismo del que si acaso sólo conocemos cómo no contagiarnos y poco más, a pesar de que en pocos meses la población de los países ricos dispondrá de vacuna... los países pobres ya si eso tal. A ver quién es el guapo que da una explicación razonable de lo bien que Alemania hacía frente al coronavirus y a fecha de hoy casi triplica los fallecidos de cualquier país de Europa. Y por eso mismo, la filoterrorista, bolivariana y socialcomunista Angela Merkel ha decidido cercenar la libertad de los ciudadanos alemanes confinándolos en Navidad.

Que no, que no va por ahí la pandemia de la que quiero hablar, aunque todo siempre está interconectado. Que mira que cojo carrerilla y me lío... Aprovecho para advertirle que ni es en defensa de nada ni contra nadie. Tan sólo es una de las muchas reflexiones que uno se hace a diario y a veces me da por escribirlas, como hoy. Sigamos el consejo de Azaña: «Si cada español hablara sólo de lo que sabe, se haría un gran silencio nacional que podríamos aprovechar para estudiar». Estudiemos un poco más el comportamiento humano, que me interesa bastante, y cada vez se me hace más previsible y absurdo.

En este mundo distópico y orweliano que estamos viviendo, tenemos el dudoso honor de ansiar una vida transparente donde queremos ver hasta por dónde evacuamos los excrementos y qué hacen nuestros vecinos en todo momento, como esa parábola cuasi kafkiana de Loriga donde retrata a la perfección nuestra sociedad actual, expuesta en todo momento a la mirada de todos y al juicio de la mayoría. Nos hemos zambullido en una flama de gilipollez tan grande, que el exceso de agua y limpieza en las duchas nos está dejando sin matices, sin olor; ni siquiera la mierda nos huele ya (lo sé, lo sé; sin haber leído la novela no entenderá del todo bien este símil).

Creo a pie juntillas que hemos disfrutado en España los mejores cuarenta y pico años de su historia. Unos años que ha tenido luces y sombras (como todas las democracias del mundo). Y una de las sombras más lóbregas, góticas y siniestras ha resultado ser (presuntamente) la pieza principal del puzle constitucional de la transición, la figura del monarca Juan Carlos I; noticia de primera plana a fecha de hoy por sus continuos desajustes fiscales y líos de faldas. Dicho así, poca diferencia parece haber entre sus predecesores y él.

Según la Constitución la familia real la componen los ascendentes y descendientes de primer grado. Lo que significa que don Juan Carlos I, probablemente muy a pesar de su hijo, sigue perteneciendo a la Casa Real. Con todo lo que ello implica. Esto pudiera significar que deben pagar justos por pecadores, según entiendo por el modo y escarnio con el que una parte de la ciudadanía y la política se rasga las vestiduras habiendo juzgado y sentenciado al exrey de España. Y ya conocemos lo que pasa con los ex, que cuando todo era luna de miel hasta los pedos resultaban música para los oídos; pero cuando se desinfló la luna y salió el sol para darle vida con luz y nitidez todo lo que la magia nocturna oculta, hasta el murmullo de masticar con la boca cerrada, resulta insoportable. No obstante, el problema no radica precisamente ahí, sino en uno de los pecados capitales de este país, complementario e indivisible al de la picaresca: mirar para otro lado.

A lo largo de las décadas, desde las altas instituciones hasta los grandes medios informativos, pasando por los grandes grupos políticos que se han repartido el poder a lo largo de nuestra aún joven democracia, TODOS, sabían de los tejemanejes del ahora Rey emérito. Y todos, absolutamente todos, miraron para otro lado, evitaron hablar del tema e incluso dieron carpetazo a cada una de las sospechas contra el por entonces monarca. Como añadidura, el oprobio causado a quienes procuraron airear lo que ahora parece ser vox pópuli. Se presuponía que en eso consistía (erróneamente) «proteger» la corona. Y resulta indignante, sangrante y todos los «antes» del mundo que suenen a doloroso, ver cómo esos grandes medios que antes encubrían todas esas acciones sospechosamente reprobables, ahora lo presentan ante la opinión pública como un apestado, y sus máximos encubridores anden metiendo la cabeza bajo tierra como las avestruces; o peor aún, sacan pecho defendiendo sus truculentos desvaríos fiscales. Medios y dignatarios políticos me parecían entonces, y me parecen ahora, el súmmum de la hipocresía, dignos herederos del buenismo bien de la ciudad transparente de Loriga. Me recuerda ahora todo esto aquello del capitán Renault de la gendarmeria de Casablanca: «¡Qué escándalo! ¡Qué escándalo! Aquí se juega».

Y claro está, ha quedado patente. La respuesta del hombre masa no se ha hecho esperar, tanto de partidarios como de contrarios. El hombre masa, es decir, ese que es incapaz de desarrollar una visión para diferenciar los matices, el que no soporta los argumentos que entretejen la urdimbre de la sutileza o los detalles, al que no le interesan las reflexiones porque su deriva consiste en hacer bastión de las consignas y de los tuits, y cree que el mundo entero cabe en un eslogan; el hombre masa, como digo, quiere derribar muros y derruir instituciones porque sí, porque hay un presunto forajido que ha dilapidado la confianza que varias generaciones depositaron en él, o peor aún: justifican sus acciones y desvaríos fiscales porque simplemente no es un ciudadano más, fue el Rey, al que se le ha de permitir todo (hasta el derecho de pernada).

Me surge una pregunta de pura lógica clásica: si la monarquía debe caer por los negocios turbios por quien representa la institución, imagino yo que, análogamente, debemos pedir la supresión del estado de derecho por la dejadez y pasividad (eso de mirar a otro lado) del Consejo General del Poder Judicial, por aquello de que llevan algo más de dos años de legislación anticonstitucional y ni siquiera son capaces de mover un dedo para presionar a los que tienen en su mano renovar el mandato. O peor aún, por las reiteradas negativas de querer investigar al presunto corrupto real; o también la de la propia democracia, por la corrupción institucional y reiterada del Partido Popular o del terrorismo de estado socialista cuando ostentaron el poder. Nos parece absurdo, ¿verdad? Significa esto, pues, que las personas hacen las instituciones pero no son las instituciones, por mucho que algunos vociferen lo contrario. Hay una corriente, diría beligerante e intolerante, que quiere eliminar de la ecuación esta jefatura del estado por otra análoga (y muchísimo más cara). Miedo me da dejarla en manos de los representantes de los hombres masa visto lo visto...

No voy a poner en duda la honestidad o la falta de ella sobre la persona del mal llamado Rey emérito, lo que no comprendo es por qué un hijo tiene que ir al paredón por los pecados de un padre. Aunque aquí, al parecer, si a alguien se le pilla con las manos en la masa, ya está juzgado y sentenciado antes de sentarse en el banquillo. No sólo él, también toda su prole, familiares y amigos..., todos culpables y al paredón. Mirusté, primero presionemos para juzgar y probar hechos delictivos, y después hablemos. Bien es cierto que esos más de cuarenta años de bienestar social histórica de este país queda ahora más empañada que nunca. Pero de ahí a crucificar al resto de la familia porque alguien ha traicionado su confianza es como eliminar de la ecuación la fórmula matemática por haberla interpretado mal en un examen. Estudia bien antes de apresurarte a dar solución a los problemas...

La pandemia del buenismo bien es la enfermedad contagiosa que sufre el hombre masa del que hablamos antes: el que es capaz de resumirlo todo en un eslogan o de juzgar todos los hechos históricos de la humanidad con el código ético y moral del estúpido y retrógrado siglo XXI. Y en eso consiste el éxito de los líderes de los hombres masa, en contagiar a todos los de alrededor con su eslogan: si no estás con ellos, estás contra ellos (y si no, convertimos en la panacea de la sanidad un barracón moderno del siglo XV). En modo alguno exculpo de nada al que hace una fechoría. El que haga mal, que obre la justicia para ponerle en su sitio, y no para encubrir ni para mirar a otro lado. Pero si durante muchos años los que pudieron poner las cosas en su sitio estuvieron malcriando al niño y dando por bueno todo aquello que era malo, ahora me resulta indignante, qué digo indignnte: repugnante, que esos mismos le señalen con el dedo o, por contra, que tengan complejo de avestruz. Tanta culpa tiene el padre que le ríe las gracias al niño que comete las fechorías, como el niño que las perpetra.

Si hay algo que achacarle al ex monarca es que ha traicionado la memoria y la confianza de todos los que confiamos el timón en la persona que lideró este país durante cuatro décadas. Eso es lo más doloroso, más que todo el dinero del mundo y sus novietas de pega. Que alguien traicione tu confianza es un golpe que deja a la deriva a toda una institución y que a poco que aparezca un papel, una declaración al mejor postor (en eso hay medios expertos que han encumbrado a mamarrachos como líderes políticos), o un documento que ponga en duda la honorabilidad del actual Jefe del Estado por la mala cabeza genética de los Borbones, este país implosionará precisamente desde ahí, desde la propia jefatura. Bien podría resumirlo todo una pregunta y una respuesta, ubicada en el marco de la última entrevista concedida como monarca el actual rey emérito, aquella que protagonizó junto al desaparecido Jesús Hermida:

— ¿De qué se siente más orgulloso? —preguntó el malogrado periodista. 
— De haber cumplido con mi deber — respondió el monarca.

Sí, eso lo mas doloroso. Que presuntamente nos haya mentido a todos, que presuntamente nos haya traicionado (porque los indicios no habilitan la culpabilidad). Y no sólo a nosotros, la ciudadanía: también a su mujer, a su hijo, a sus nietos... Por eso no estaría de más que desde Casa Real se posicionara de una vez y tomase cartas en el asunto, sin desdeñar, desde luego, el papel fundamental de unas explicaciones bien clarificadoras del predecesor. Porque todos somos iguales ante la ley según la Constitución, por más que la lideresa del falso hospital de pandemias pretenda meternos con calzador y sin vaselina lo contrario y su cohorte de borregos le hagan la ola. Mirusté, no se me ocurriría siquiera pensar en derrocar la democracia porque una panda de mafiosos llamados políticos aprovechen su posición de privilegio para llenar sus bolsillos y los de sus amiguetes. 

Queremos un país transparente para ver hasta el color de la mierda que cagan especialmente los que cobran las nóminas que pagamos con nuestros impuestos. Yo lo veo bien, la verdad, es lo justo. Y si con ello conseguimos que también se nos vea la nuestra cuando procuramos en la medida de lo posible evitar impuestos (pagar y cobrar en "b"), o quedarnos con lo que no es nuestro a poco que el vecino descuide lo suyo.  Suena a disculpa, pero en modo alguno. Lo que me da miedo de todo esto en realidad es dejar en manos de los representantes de los hombres masa y líderes del buenismo bien de este país la Jefatura del Estado; por una sencilla razón: el hombre-masa, en la justificación de su incapacidad para el matiz y meter la complejidad del universo en un eslogan, es un bárbaro que acabaría llevando a su tirano populista al poder. Tenemos un ejemplo cercano, hace cuatro años, en E.E.U.U. Visto lo visto hasta el día de hoy, si hemos vivido los mejores años de nuestra historia, tampoco es menos cierto que estamos a las puertas de los peores a poco que esto continúe in crescendo en populismo, aceptando las noticias falsas como verdaderas. Se empieza haciendo un hospital de pandemias y acabamos pidiendo el voto de la tiranía, y a lo peor nos lo meten con calzador y sin vaselina... en eso tenemos experiencia y un historial muy largo.








Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat, 2020.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this
Published julio 06, 2020 by

Falsa solidaridad


Para poder escribir sobre esto, he aguardado un par de semanas con tal de cerciorarme de cuanto expongo aquí. Y visto lo visto voy a quedarme cortito. Según la RAE, solidaridad es la «adhesión circunstancial a la causa o a la empresa de otros».  Como tal, la palabra tiene una procedencia asociada por varios términos semánticos. Para no hacer de esto un panfleto filológico, digamos que el origen puede establecerse en su étimo latino in solidum, que hace una referencia directa al mundo de la construcción, y su relevancia tiene valor de cohesión, de unión entre las diversas partes implicadas, de equidad e igualdad de aportaciones estructurales. Lo que queda claro es que la adhesión a una causa de cualquier otro tiene un fin constructivo, la de levantar, con ayuda y aportación equitativa, un proyecto, trabajo o iniciativa.

Al parecer, el primero en emplear esta palabra con ese sentido etimológico fue Pierre Lerroux (1797-1871). Su intención era reemplazar la caridad del cristianismo por la solidaridad humana. En su libro De l´Humanité, hace de la solidaridad una característica antropológica convirtiéndola en apoyo o soporte para superar la división del género humano en naciones, familias o propiedades, estableciendo así una unión entre los hombres. Este concepto semántico más bien lo aproximaba al término filantropía. En última instancia he de decir que esto, con el paso de los años y el contexto histórico en el que estamos, ha sido un craso error. Y me explico. 

Solidaridad tiene que ver con sumar, con construir, con apoyo, con soporte... Aunque es un término que se ha superpuesto a la caridad hay una diferencia clara entre ambos términos, no sólo en lo etimológico. Dicho grosso modo, la caridad es una actitud solidaria (no un hecho), como dice la propia RAE, «con el sufrimiento ajeno, o limosna que se da o auxilio prestado a los necesitados». La solidaridad, en cambio, no trata de una limosna o una actitud, sino una forma de construir, un modo de arrimar el hombro para ejecutar un proyecto o trabajo, no está exenta de una actitud humilde, caritativa; del mismo modo que la caridad no está exenta de una actitud solidaria. Cuando uno construye nunca aporta lo que le sobra, sino el material del que uno dispone para solidificar su propio feudo y distribuir el peso de esa propiedad en un proyecto ajeno. Dicho de otro modo: la solidaridad es la forma de compartir y aportar lo que uno tiene para paliar las carencias de otro con el fin de construir o salvaguardar un objetivo común. Compartir lo que uno tiene, no lo que a uno le sobra.

En estos últimos tiempos se confunde en demasía estos términos, de ahí que considere craso error haber estimado oportuno sustituir solidaridad por caridad, maquillando los conceptos para procurar no denigrar, ofender u atacar ningún estamento, grupo, personas o colectivos. Dicho de modo más castizo: la gilipollez suprema a la que estamos ya acostumbrados en este siglo XXI, que por no ofender, terminamos atacando, destruyendo y borrando el pasado. No es lo mismo caridad que solidaridad, habría que dejarlo claro de una vez. Sumarse a la causa, cual fuere ésta, no significa que uno sea solidario. La suma de las fuerzas implica una «construcción», un «apoyo» o «soporte» hacia personas, instituciones o cual fuere el beneficiario. Y es precisamente ahí donde radica la confusión. Es decir, que una organización pida ayuda solidaria, no significa que los que aportemos seamos solidarios, porque eso no implica sumarse a la causa (sí el que trabaje aportando desde un mismo nivel), sino más bien una actitud solidaria; o lo que es igual, un acto de caridad. Solidarios son quienes trabajan en esa empresa y construyen un bastión en forma de soporte o ayuda hacia otros. Los que contribuyen lo hacen por mor de ayudar o por caridad. Así, quizá, conocer de qué lado estamos nos hará comprender mejor el porqué esta sociedad en la que vivimos puede ser una sociedad caritativa, pero en modo alguno una sociedad solidaria.

Esto podemos observarlo en el día a día de este sistema postapocalíptico que hemos comenzado a vivir cuando la sociedad necesita, más que nunca, de la verdadera solidaridad de cada uno de nosotros. En efecto. Cuando digo solidaridad quiero decir que entre todos podríamos construir una sociedad más segura aportando precaución, distanciamiento social, higiene frecuente de manos, mascarilla... al menos mientras dure esta pandemia que está poniendo en el foco lo peor de nosotros mismos y sobre todo ese afán de que todo el mundo vea lo «buenos y solidarios» que somos. Pero nos encontramos, en realidad, una sociedad incivil, insolidaria, que antepone su propio egoísmo al bienestar social y sanitario general. Los hay incluso que defienden que son los mínimos. Sólo hay que salir a la calle cinco minutos para comprobar que no es verdad. Alguno quizá podrá acusarme de ser un desvergonzado bocazas metomentodo. Quizá hasta tenga razón, pero alguien tenía que alzar la voz para comentar algunas verdades del barquero sobre la realidad, la auténtica realidad que vivimos, mirusté; y donde todos tenemos que pagar un precio, seamos niñas bonitas o no.

Lo único que veo en esta sociedad de egoístas caprichosos, sobrecargada de infantilismo, preñada de postureo e INSOLIDARIA es incivilidad, falta de verdadero compromiso, ignorante e inculta en sus reivindicaciones y por encima de todo postureta. De nada sirve haber inundado todos los balcones de España con banderas y aplausos, con mensajes de esperanza y alegría, cuando percibo desde todos los ángulos de esos balcones que a la inmensa mayoría (y estoy siendo indulgente) le importa un pimiento la pasada lucha de los sanitarios en las urgencias y las UCIs, le importa un huevo de pato las fuerzas de seguridad del estado y los servicios de protección civil, les importa una patata frita caducada todos esos que han estado al pie del cañón suministrándonos los alimentos necesarios para que no tengamos ningún tipo de carencias... ÉSA ES LA REALIDAD. Ni siquiera sabemos (ni queremos) utilizar las mascarillas como es debido, así que imaginen ser de verdad solidarios. Y me apena ser ese pájaro de mal agüero que se aventura en ocasiones a profetizar cosas que luego se cumplen. Pero es que la sociedad se ha vuelto tan previsible que hasta los pseudoprofesionales de la videncia se devalúan a marchas forzadas porque cualquiera que se lo proponga puede ser previsor del futuro generalizado.

Pongamos como un ejemplo de muchos, muchísimos que podría, esa inmensa mayoría del gremio de la cultura que tiene siempre como premisa hacer llamamientos a que acudan a sus presentaciones, a sus lecturas o clubes de lecturas, a sus exposiciones, a sus conciertos..., pero llega la hora de la verdad y no se les ve ni se les espera. Eso sí. Para poner la mano a las ayudas del estado y exigirles mucho más, sobre todo abrir la boca para despotricar a diestro y siniestro, para eso sí se solidarizan con la causa de luchar contra el poder. Pero para lo demás, ya si eso tal. 

Es tan simple de comprender que el mero hecho de que comiencen a proliferar los rebrotes por doquier (que llegarán, no les quepa duda) es el síntoma más claro y evidente de que estamos marcados por el pasotismo, el egoísmo y la insolidaridad, por el yo primero y que se joda el que venga detrás. Que el postureo de salir al balcón a aplaudir era puro márquetin de nosotros mismos. Que nos importa una mierda tanto la sanidad como sus sanitarios, y aún menos las decenas de miles de fallecidos por esta pandemia, que serán más. Esa es la realidad, y maquillarla con cualquier otra cosa me parece de una hipocresía fuera de toda órbita farisaica, por más dolorosa que parezca. Y, además, ser solidario no significa quedarse en casa por miedo a contagiarse. Si de verdad quiere ser solidario, póngase mascarilla, respete el distanciamiento social, higienice con frecuencia sus manos, respete las normas de la «nueva» realidad que vivimos, y luego ya si eso, cuando llegue el momento de aplaudir en el balcón (porque se reeditarán viejos éxitos), aplauda sin complejos y con orgullo a quienes lo merecen. Comience así a construir una casa por los cimientos, y no por los balcones, que es como se ha estado construyendo la 1«solidaridad» en estos últimos meses. Y si no, adhiérase a la causa de esa inmensa minoría que sí lo hace. Eso sí es SOLIDARIDAD: compartir con los demás, no lo que nos sobra para que otros tengan algo (eso es caridad), sino lo que tenemos al alcance de nuestra mano y con lo que construimos nuestra realidad, y de manera equitativa entre todos, para que todos luchemos en igualdad de condiciones frente a un problema común. Y algo importante que se me escapaba: haga lo que haga, «que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha para que tu limosna sea en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mateo 6:3,4). 

                                                                                                                                  



Licencia Creative Commons

© Daniel Moscugat, 2020.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this
Published junio 08, 2020 by

La hoguera de las vanidades


Hace muy pocas fechas se desgañitaba y destrozaba las manos todo cristo desde los balcones en reconocimiento a los sanitarios y cuerpos de seguridad del estado. Aplausos y gestos y gritos de apoyo por doquier podían sentirse en todos los rincones de esta, cada vez más, depauperada España. Es más, mucha gente lanzaba las campanas al vuelo proclamando que, superada la pandemia, nacería un ser humano nuevo de todo esto, que prestaría más atención a las cosas que importan y abrazaría un sentido de la realidad tan pragmático como emocional. Pues mire usted, nada de nada. A la ciudadanía le importa un huevo de pato la sanidad, y aún menos nacerá de todo esto (sin habernos siquiera acercado a superar la pandemia) un ser humano nuevo. 

En las sucesivas semanas he reiterado e insistido en la grave falta de memoria de la que adolece la raza humana (aquí, por ejemplo). Y no es recurrente que apele siempre a esta especie de mantra, pero la realidad deja en evidencia que, más que recurrente, es un hecho incontestable: la amnesia de este país es ya alarmante. Hace unas semanas salían a la calle una serie de descerebrados, irresponsables, y criminales en potencia, esgrimiendo cacerolas de diseño y palos de golf, con peticiones absurdas y protestas que parecían extraídas de la revista El Jueves (sospechaban ser secuestrados por el gobierno, y reclamaban libertad (sic) para salir a la calle; en realidad querían decir club de campo, chalet de la sierra o casita de la playa). Los muy irresponsables y criminales en potencia decidieron no respetar ninguna consigna sanitaria que valga; eso sí, cuando cumplidamente daban las ocho de la tarde se ponían a aplaudir y cantar eso de sobreviviré. Pues, mire usted, ahora son otros descerebrados, irresponsables y criminales en potencia que salen a la calle a protestar contra un estado racista a siete mil kilómetros de aquí, gritando consignas como «policía asesina» (supongo mal que bien que no se referirían a la que hace pocos días se le besaba los pies por la labor que realizaban en la calle), y lo de respetar la distancia social ya si eso tal... La cosa se comenta por sí sola.

Que sí, que tienen todo el derecho a manifestarse públicamente, un derecho constitucional y democrático, aunque pervertido en su misma esencia, porque toda libertad a la que tiene derecho cualquier individuo acaba siempre donde comience la de otras personas. Y se da la circunstancia que ahora la de las otras personas están fundamentadas ni más ni menos que en una urgencia sanitaria mundial. Teniendo en cuenta el grado de amnesia y de esquizofrenia que parece sufrir este país, especialmente provocado desde la continuada crispación política de quienes utilizan su bancada para deslegitimar las instituciones en un alarde de totalitarismo y populismo, lo que me extraña es que no acabe todo esto como el rosario de la Aurora, al más puro estilo La purga. Todo el mundo parece haber olvidado que han fallecido decenas de miles de personas ya; que el gremio sanitario ha sufrido y padecido calamidades infrahumanas y casi un centenar han perdido la vida; que los cuerpos de seguridad también sufrieron mismas consecuencias; que ha costado casi un diez por ciento del producto interior bruto a las arcas del estado la dichosa pandemia (y que será aún más cuando todo esto se estabilice); que se ha destruido cientos de miles de puestos de trabajo; etc.

Visto lo visto con las manifestaciones de cacerolas, palos de golf y mercedes descapotables reivindicando idioteces que dudo mucho que siquiera comprendan; y ahora las que claman contra la brutalidad policial endémica de otro país a miles de kilómetros, pero simétrica a la del nuestro, que se está desarrollando por todo el mundo como un fenómeno de masas; no es mas que una flagrante falta de respeto generalizada hacia las autoridades sanitarias y sobre todo a la vida del vecino, amigo, familia o prójimo en general. Importa un pimiento frito sin sal que Gobierno Civil la haya permitido. Sencillamente hay que tener mucha falta de escrúpulos morales y éticos para acudir a estas manifestaciones, o a cualquier otra que fomente concentraciones sociales en estos tiempos de pandemia y con la que está cayendo en las UCIs y demás pabellones sanitarios.

Conclusión, nos importa todo una mierda, hay que decirlo así de claro, y sobre todo asumirlo. Nos importa poco el respeto miles y miles de víctimas y familiares que han sufrido las consecuencias de este virus. Nos importa poco el respeto al prójimo. Nos importa poco, en definitiva, la propia democracia. Una palabra con la que todos, tanto electores como electos, suelen llenar sus bocazas hasta atragantarse, pero por sus actos demuestran que ni tangencialmente logran acercarse a su esencia. La soberanía popular deposita su confianza en representantes a los que votan para que ejerzan el poder para gobernar un estado, y deben hacerlo con las garantías de defender y tolerar todas las ideas que recaben apoyo popular, especialmente las que se ubiquen en el polo opuesto. No es difícil de entender, pero parece imposible de asimilar.

Las sacudidas por las que se rige la ciudadanía mundial discurre por una finísima frontera, la que confunde deseo con capricho. Y en este país (en todo el mundo también pero especialmente aquí) desconocemos el significado real de la palabra democracia. Ni siquiera la inmensa mayoría sabría diferenciar capricho y deseo. Hay un termómetro con el que fácilmente se confirma esa dicotomía. En cuanto alguien alza la voz esgrimiendo una reflexión contraria a la que se propugna, ipso facto se le califica de facha o rojo, según se tercie, con un tinte de desprecio aborrecible y de ignorancia propio de sectarios totalitarios. Peor aún: cuando cualquiera de nuestros amigos, conocidos, admirados, personajes públicos o famosos parece que tiene ideas contrarias a las nuestras, tachamos de nuestro ideario y extremamos nuestras reticencias hasta alejarlos de nuestro ámbito de confianza. Actuamos por el impulso de un capricho, no de un deseo. De primeras quizá no lo entienda, pero si lo piensa bien verá que estoy en lo cierto. Nuestro sentir más próximo está siempre con los borregos que más que pensar, embisten; bien lo supo Machado y toda su generación. Me gustaría saber dónde quedó aquello de «desapruebo lo que dice, pero defenderé hasta la muerte su derecho a decirlo». Porque este capricho de alzar una bandera para tapar la del vecino, sin ningún deseo de saciar el apetito de la reflexión, donde poder construir una opinión crítica capaz de llegar a un clima de consenso, va a llevar a este país a la hoguera de las vanidades. Ni siquiera nos hemos librado de la pandemia y hemos vuelto a ser los cainitas que siempre hemos sido, los cainitas que siempre seremos.







Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat, 2020.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this
Published junio 01, 2020 by

Sólo una España

Hace unos días revisité la mejor evocación que quizá se haya hecho hasta ahora sobre esa relación amor-odio entre Pat Garret y Billy The Kid. La obra maestra de uno de mis directores favoritos, Sam Peckinpah, deja muchos mensajes en ese relato que narra las peripecias de dos amigos que acaban como creo que todo el mundo sabe ya. Quizá el más evidente sea el reguero de muerte y desolación que puede dejar el ansia que provoca la locura de querer destruir a un hermano, vecino, amigo, congénere... oponente: los daños colaterales.

Uno del lado de la ley, odiado por todos, con sus habituales abusos de poder y desprecio por los demás. El otro un forajido que, sin embargo, lucha en su cruzada contra la mafia de los oligarcas por apropiarse de la comarca; un cuatrero, además, querido y admirado por todos. Entendí entonces que cobró toda una significación especial esa dicotomía simbólica y lo que orbita por ella. La esencia se desarrolla en el final de la primera secuencia. Rodeados por los secuaces de Billy, los protagonistas dejan claras sus posturas: uno que seguirá su camino de confrontación y saqueo contra el tirano oligarca; y el otro, recientemente nombrado sheriff del condado, le da cinco días para huir mientras celebran la amistad al calor del whisky de garrafón mientras rememoran viejas batallas. Cuando Pat Garret, tras reiterar la petición a su amigo, se marcha, uno de los secuaces le pregunta a Billy: «¿Por qué no le has matado?». «Porque es mi amigo», sentencia. Algo de lo que nunca dudó en hacer Pat Garret: la ley estaba por encima de la amistad.

Me gustaría hacer un inciso. Hace no mucho leí a Rafael Narbona un pensamiento que hago mío por representar a la perfección el sentir unánime de quien se decante a favor de la democracia. «Un hombre libre abraza ideas, no dogmas. No se somete a una ideología. Piensa con libertad, sin aceptar la disciplina de partido. Su visión del mundo se basa en el contraste, el análisis, no en consignas rígidas y empobrecedoras. Rectifica sin miedo y acepta los riesgos». Aquí radicó la diferencia entre Pat Garret y Billy The Kid: uno pensaba por cabeza ajena y el otro por la propia. Por lo tanto, me van a permitir que hoy me despache a gusto, porque ya está uno hasta las narices de tanto palurdo suelto diciendo barbaridades y estupideces que ni ellos mismos entienden. Y eso que el abajo firmante es sólo un piltrafa que de vez en cuando lee libros. Pues si hasta yo me doy cuenta...

En fin. Después de esta semana negra he podido constatar lo que fue, ha sido, es y será un país como esta España mí , esta España nuestra. Algunos creen que lo que hoy acontece (y que se viene repitiendo con asiduidad en democracia en las últimas décadas) ya lo vivimos en los prolegómenos de la guerra civil. Es una especie de cerrazón reconocer que estos momentos lo hemos vivido cientos de veces en nuestra historia. A un pueblo cuasi analfabeto como el nuestro no se le puede pedir ni exigir más de lo que ofrece. No es de extrañar que algunos países del norte no quieran ayudar a países del sur de Europa porque, en especial España, son estados que no saben gobernarse. No sólo secundo la moción sino que hasta la ratifico. NUNCA hemos sabido gobernarnos y nunca sabremos hacerlo porque nuestro sino es el cainismo y el quítate tú pa ponerme yo. Porque si usted habla en público, pongamos por ejemplo, de sentido de la camaradería, explota la cabeza de millones de españoles, y entre ellos reputados periodistas, acusándole de rojo comunista. Y así todo, oiga. El periodismo, la sociedad, la política, ha virado hacia un hooliganismo impropio de una sociedad que se presupone culturalmente avanzada y democráticamente asentada.

España es ese país que suele perder los trenes que llevan a destinos ensoñados y que toma los siguientes de manera incierta para intentar alcanzar el que se escapó; en última instancia se baja en la primera parada que ve factible ante el fracaso de alcanzar su tren, con la maleta vacía y sin dinero porque le han robado la cartera, y cuya parada suele ser siempre un lugar insospechado donde reconstruir una vida que vuelve a desmoronarse en cuanto pasa otro tren y cae en la misma desidia de perseguir los ya perdidos para repetir el mismo final. Si tan sólo hubiésemos elegido, cuando se tuvo oportunidad, el Dios de la reforma y no el de la contrarreforma, quizá éste hubiera sido un país crítico, culto, con hábitos democráticos saludables y de lectura, dados al debate dialéctico y al consenso democrático. Pero elegimos un Dios oscuro, vil, pendenciero y vengativo, que fomentó entre la ciudadanía y sus feligreses la envidia, la traición, el analfabetismo (ni siquiera nos dejaban leer la biblia para entenderla), la confrontación permanente, la represión y el engaño.

Nos han vendido que vivimos ahora en las dos Españas, la de los rojos o los azules, la de la izquierda o la derecha, la del blanco o negro, la del católico o ateo, la del monárquico o republicano, la del taurino o antitaurino; y sin embargo es la misma. El resultado de lo que somos es una herencia del veneno que durante siglos nos han obligado a tragar. Si hubiésemos elegido desde el inicio de los tiempos la guillotina, como nuestros vecinos alosanfanes, para cercenar las testas de todos esos que dirigieron los designios de este país de manera vil y pendenciera, seríamos un país distinto, quizá mejor preparado y más abierto al dialogo y el consenso. Sírvase de ejemplo que sólo aquí se permite, y sale gratis, alzar la voz en la más excelsa cámara de la democracia, el Congreso de los Diputados, y acusar de terrorista, con la consabida cobardía de vilipendiar contra alguien ausente que no puede defenderse, a quien opuso resistencia al régimen fascista del generalísimo a base de repartir octavillas en favor de los trabajadores. Eso en un parlamento como el francés o el alemán sería impensable, además de penado por la ley: llamar al hijo de un partisano o de la resistencia «terrorista», por luchar contra el fascismo nazi, sería como pegarse un tiro en el corazón. No somos capaces ni de reconocer a un hermano entre nuestros propios contrarios. No estaremos ni comprenderemos jamás el espíritu de Billy The Kid de Sam Peckinpah.

Quizá sea eso lo que mejor define lo que es España: un pueblo cuasi analfabeto que jamás podrá ser demócrata en su más amplio significado porque NUNCA ha tenido la capacidad de discernir o de esforzarse siquiera si lo manipulan o lo engañan; nunca ha tenido la capacidad crítica de alzar la voz cuando le venden una moto por un yate, gato por liebre. Sólo repite mantras o consignas de partidos políticos con los que se autocomplace, porque replica con sus actitudes lo miserables que somos para nosotros mismos, perfectos cainitas.

España es un pueblo que mira al oponente con vileza e inquina resabiada porque no ve un contrario u opositor a sus opiniones, ven a un enemigo. Y así, el que es monárquico, o antitaurino, o del Real Madrid, ve a un ser despreciable y odioso a todo el que ose poner una voz más alta que otra que piense o sienta de manera contraria. No somos capaces de ponernos de acuerdo ni para jugar al parchís. Así que imaginen acordar algo decente con el oponente político, siempre y cuando no tenga en perspectiva arañar una ventaja para sus correligionarios, aunque para ello se sirva de utilizar el dolor de las vidas de miles de personas. Sólo se puede llegar a ser ruin y canalla para solventar la papeleta de esa manera, y así lo verifica la RAE: miserables. Y en este país, mis ilustres ignorantes, esto ha sido, y es, el pan de cada día. España representa ese Pat Garret que no duda en disparar a su amigo, oculto en la oscuridad y a traición, en cuanto se le ofrece la oportunidad.

España es un país lleno de analfabetos que se dejan convencer por un pedazo de pan con chorizo mientras la oligarquía económica regala esas baratijas, porque son las que les sobran y desprecian de esa la basura de la que hacemos gala como si de exquisiteces se tratase. España es un país cuasi analfabeto porque nunca prima en su ánimo conjunto participar de un debate intelectual, ni siquiera se esfuerza en asistir a él con un mínimo de garantías informativas para poder reaccionar de modo ecuánime y con sentido, siquiera para estar informado. Todo acaba siempre en gritos e insultos. Todo se embarra siempre con mentiras, hemerotecas y el eterno «y tú más». Nunca hay margen a sentirse equivocado, nunca hay espacio en reconocer los riesgos y los errores. Somos maestros en el juego sucio, en el engaño y la pillería, si con ello sacamos provecho o partido. España es un pueblo cuasi analfabeto culturalmente, manipulable y maleable como el estaño. Porque a todos los gobernantes, reyes y dictadores de la historia les ha interesado y ha promovido tener a un pueblo inculto e ignorante que reaccione con las tripas, sin ánimo de análisis ni ecuanimidad, y les defienda con la visceralidad que aprendieron de ese Dios patrio que pretendía convertir a todo hereje a sus doctrinas y someterlos a hierro y fuego para salvar su alma. Nadie quiere a incordios que se pasen la vida preguntando y exigiendo. España, en definitiva, es ese país donde la cultura es un arma de la política cuando en realidad la cultura debería ser el armazón de la política, la base donde se sostiene; porque la cultura es educación. Pero no, la política sólo busca arrinconarla o anularla en todas sus formas o vertientes y vemos las consecuencias de tantísimos analfabetos hasta en el templo del consenso y la democracia, en las instituciones, y cómo no, en la calle. Borregos y hooligans amaestrados según el pastor que les guía.

España es un país que jamás entenderá que la democracia precisamente lo que defiende es el derecho a poder pensar de manera distinta y además es el mecanismo que ayuda a PROTEGER esa libertad a expresarlo. Sin embargo, la convertimos en nuestro salvoconducto y, a la voz de «la calle es mía», se persiguen y por último se silencian todas las opiniones distintas o contrarias o minoritarias. Amamos la censura, amamos el boicot al que no piense como nosotros. Lo ponemos en práctica hasta en el día a día cotidiano. Y si no podemos acallarle, lo desacreditamos o insultamos hasta que la desidia le impida salir a la puerta de la calle o los contrasentidos de una justicia manipulada, obsoleta y dependiente le impida abrir la boca. España es ese Pat Garret que no dudaría en abusar del poder para ajusticiar a su amigo a traición, con nocturnidad y alevosía. Joder, lo que daría yo por poder oír una conferencia de Musolini o de Stalin de sus labios y tengo que conformarme con lo que hay escrito; que no es poco, pero no es lo mismo.

Ahora ya tiene la libertad de encasillarme en la categoría de hereje, porque presuntamente estoy satanizando a la patria y la bandera con las verdades del barquero y eso probablemente ofenda su sensibilidad, su integridad y lo que entiende de forma torticera como democracia. Tanto los rojos como los azules, los monárquicos como los republicanos, los del Barça como los del Madrid, los cristianos como los ateos, me lanzarán a la hoguera y gritarán «al infierno con el hereje»; eso es lo que recibe siempre el agente libre que piensa sin rendir pleitesía a ningún dogma, ni sigue consignas políticas de ninguna clase, ni se arrodilla ante ningún Dios. Lo único que se me ocurre decir es que, antes de abrir la boca, lea un poco, porque este país lo necesita con urgencia. Necesita que usted lea, se informe y procure sacar sus propias conclusiones sin consignas políticas que enturbien las aguas límpidas de su propio criterio, aunque éste vaya en contra de su querencia, deseo o ideales. Sea valiente si sus conclusiones no concuerdan con los mantras que le han inculcado a cambio de un trozo de pan con chorizo. Y dicho todo esto, con toda probabilidad usted seguirá sin comprender el porqué un amigo, de verdad, de alma y corazón, nunca sentiría odio ni mataría otro aunque cada uno discurra por un extremo del mismo camino... así como tampoco entenderá que el abajo firmante sienta que España, a pesar de todo, es un país maravilloso. 






Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat, 2020.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this
Published mayo 25, 2020 by

Fascinación por los impostores

La fascinación por los impostores, a lo largo de la historia, ha resultado en muchas ocasiones motivo de estudio y de análisis. A veces incluso roza lo canallesco. Disfrutamos con que nos roben la cartera; eso sí, la de los demás. En cualquier reunión improvisada de caña y tapa en el que alguien narra cómo le ha hecho el gato a alguien, todo el corro le ríe la gracia y aplaude su gesta, unas palmaditas en la espalda y chin chin. A nadie se le ocurriría censurar esa actitud. Porque todos saben que, de hacerlo, se convertiría en víctima propicia o en apestado. Es el modo de premiar lo que nos gustaría si fuésemos los protagonistas: hallar connivencia, condescendencia, prosélitos que encumbren el acto de pillería. El hambre agudiza el ingenio, consideraba Quevedo. No obstante, «puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo», dijo Abraham Lincoln, que de impostores sabía un rato.

El ser humano es tan cainita que hasta un concepto tan obtuso y depravado es capaz de degradarlo. Lo eleva a cotas grotescas y definen a la perfección la clase de animal social que somos. En otros tiempos el impostor tenía fondo y forma. Pero ahora es difícil saber en qué lado de la frontera se halla la dignidad y dónde el impostor, porque somos esa clase de animales que no se conforman con lo que tiene; está convencido de que merece más, siempre más. Bajo esa premisa ha acumulado (y en nuestro país muy en particular) una serie de personajes que pasarán a la historia tristemente por la falta de escrúpulos, de ética y de respeto hacia su congénere. 

Seguro que oyó hablar alguna vez del célebre «pequeño Nicolás», que hasta se coló en la mismísima Casa Real; aún con causas pendientes con la justicia. Más reciente es el caso de Paco Sanz, que estafó a catorce mil personas, famosos incluidos, exagerando una enfermedad que no tenía; aún le espera juicio por estafa. Quizá más desconocidos sean Helen Mukoro (se hacía pasar por presidenta de ONU-Mujeres en España), Javier Boo Fernández (se presentaba como director de la Fundación Amancio Ortega), Tania Head (su nombre real, Alicia Esteve: se paseó por todos los platós habidos y por haber impostando que sobrevivió al 11S, llegó incluso a ser presidenta de la Asociación de Supervivientes de los Atentados del World Trade Center)... Y el más célebre, quizá del mundo mundial, fue un tal Enric Marco, maestro de maestros. Su historia dio la vuelta al mundo cuando se supo que, siendo presidente de los sobrevivientes españoles de los campos de concentración nazis, conferenciante, escritor, articulista, narrador y suplantador en definitiva de cuantos horrores inventaba sobre él y sus compañeros republicanos en los campos de exterminio, no era más que un fraude con mucha imaginación y aún mayor poder de convicción. Su audacia y su falta de escrúpulos le valieron ser el autor de la burda construcción de la ficción más extraordinaria jamás ideada. Hasta Javier Cercas creo que publicó un ensayo sobre el personaje.

Uno de los casos que más me sobrecoge, no por la gravedad y sí por el modus operandi, repetitivo hasta la saciedad, es el del ínclito Pablo Motos. Ya arrastraba precedentes escandalosos y demenciales para alguien con escrúpulos o simplemente con dignidad. Pero ha elevado a cotas estratosféricas su impostura durante el confinamiento al esconderse tras la piel de, según comentan, un terapeuta, un psicoanalista, un maestro zen, un biólogo, un astrónomo, un virólogo experto en pandemias, y un consumado coach. Llegados a este punto, no le ha faltado escrúpulos para convertirse en, por si no fuese suficiente con lo susodicho, neurocientífico de la manera más fraudulenta, demagógica, chabacana, casposa y partidista de todas las posibles.

Es su estado natural, el elemento en el que mejor se desenvuelve. Una suerte de rape que nada en Wikipedia y descubre que el cerebro tiene dos hemisferios... Al parecer le dieron hasta en el carnet de identidad por parte de la comunidad neurocientífica (la de verdad) que dispone de cuenta en Twitter. Pues, no contento con ello, insistió en sus proclamas y aseveraciones científicas, en esa parodia de ser humano que presenta y representa en su papel de «neurocientífiquer» para recochinearse aún más, ridiculizándose por ese absurdo desprecio a la ciencia, por más que pretenda hacer de ella espectáculo semana tras semana. Cumple con la primera regla del decálogo del buen impostor: la falta de escrúpulos. Pero además es de ese tipo de impostores cobardes y capciosos que se vale de su fama, posicionamiento mediático y cohorte de borregos que alimenta para desprestigiar a quien se atreve a toserle encima o a criticar su impostura: todo un adalid ejemplificador del neoliberalismo banal de la Hispania casposa. Y representa bien ese lastre porque no intenta reivindicar nada, simplemente lo hace para conseguir los aplausos de su corro de «seguirregos» (seguidores borregos) para que le rían las gracias, palmaditas en la espalda y chin chin. Más deplorable aún: el canal que lo sustenta permite y alienta esa clase de impostor mediático, capaz de pasar de maestro Shaolín a neurocientífico en lo que dura el chasquido de los dedos. Luego hay quien se queja del paroxismo mediático de los populismos y chabacanerías políticas...

Estamos llegando (diría que hemos llegado ya) al punto n el que el relato sustituye a la idea. Es la teatralización de la realidad la que tiene calado en una sociedad tan permeable como la nuestra. La realidad es aburrida, da poco juego y aún rinde menos beneficios. Hay una cita lapidaria en el magnífico y bien documentado ensayo de Antonio Calvo Maturana, Impostores. Sombras en la España de las luces, (Ed. Cátedra) que lo explica todo en un axioma: «El impostor es un espejo de la sociedad en la que vive». Es triste, pero cierto: el ínclito presentador es un fiel reflejo de esa España burda y sin sentido donde prima el rédito económico; el pelotazo, el maniqueo casposo, el abordaje machista de café-Reig-y-Soberano. Todo ello suele pasar por encima de la franqueza, la honestidad y el trabajo bien hecho. «Es por estos, porque el impostor sólo tiene cabida dentro de la sociedad en la que vive, por lo que cada época tiene sus propios modelos de impostura», concluye Calvo Maturana.

Dejo para el final los impostores más mediáticos de la actualidad. Los que buscan silenciar y estigmatizar a quien no ria sus gracietas en cada gesto y en cada frase; estrategia similar al del afamado presentador: son tan similares todos los impostores que apenas hayas conocido a uno, ves venir a los demás. Conforman un pseudogrupo político capaz de enarbolar, gracias a la democracia, la bandera de la dictadura y todo lo que significa su ideario. El colmo de la cara dura llega cuando, hartos de protestar contra las manifestaciones populares feministas, por ser causantes ─según dicen y así lo denuncian─ de la propagación de la pandemia, alientan y acuden a caceroladas multitudinarias en la calle, saltándose las medidas de distanciamiento social, desobedeciendo las leyes que quieren que cumplan los demás y culminando con la guinda de empujar a la calle a todo el cortejo de borregos sin fronteras e imprudentes criminales en potencia que sí les ríen las gracietas. Dan la espalda así a los miles de sanitarios que han luchado (y luchan) para paliar los estragos de la pandemia, evitando el colapso de la sanidad, y obviando en última instancia el riesgo de volver a situaciones límite. Ésos que se autoproclaman patriotas, ésos que con la consigna de «LIBERTAD» y envueltos en una bandera que con sus actitudes desprecian, alientan a sus acólitos y hooligans a que vociferen desde sus coches y fuera de ellos. Y en realidad su único y exclusivo objetivo es dilapidar el débil estado de bienestar que disfrutamos, la constitución que de verdad nos hizo libres y la libertad de expresión (la de verdad, no el espejismo que quieren representar y defender (sic) en la calle). Por lo único que suspiran en realidad es por restaurar su tan ansiado y añorado estado totalitario fascista del otrora generalísimo. Es lastimoso ver en la calle a tanta gente orgullosa de que les hayan robado sus carteras y lo celebren como si hubiesen ganado un mundial, o como si reclamasen justo que a ellos les roben, porque no quieren verse en el espejo de lo ridículo que quedan cuando los impostores se dan palmaditas en el hombro y chin chin. Pobres incautos, quieren ser protagonistas de una estafa que principalmente va dirigida a ellos. Les están robando lo más preciado que tienen, la dignidad, y ni siquiera se percatan. En fin, ejecutar la ley de partidos ya si eso tal... «El impostor es un fiel reflejo de la sociedad en la que vive».

Nos queda la esperanza de que se cumpla algo en común que tienen todos los impostores. Igual da igual que pasen tres meses o diez años. Antes o después les llega su San Martín, aunque el fastidio es que nos queda aún que soportarlos hasta que se abran los ojos a la realidad los afectados de que les faltan las carteras: no hay mayor ceguera que la que no se quiere reconocer. Porque «puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo». Tanto ruido para que, a la vuelta de la esquina, acabes siendo el hazmerreír del resto de los mortales. Y eso precisamente tienen los impostores: trabajan para recabar las risas del corro, y acaban siendo pasto de ellas. Quien no tiene dignidad, no tiene escrúpulos. Bien lo supo, tarde, el bueno de Lincoln. 

Que sirva de pos data: quien vende pan y seguridad a cambio de tu apoyo acaba saqueando tu casa y robándote el pan y la seguridad, venga del lado que venga. 








Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat, 2020.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this
Published mayo 18, 2020 by

Pan para hoy y hambre para mañana.

El verbo trabajar viene del latín vulgar tripaliãre, «torturar», derivado del latín tardío tripalium, «instrumento de tortura compuesto de tres maderos». Ahora, querido lector, seguro que comprenderá mejor por qué trabajar ha ido ligado siempre a la idea de esclavitud, de tortura o simplemente de vía crucis. Una contraprestación económica basta para compensar el sufrimiento, que en la mayoría de ocasiones no llega para alcanzar a fin de mes con dignidad, incluso para pagar un hogar y los gastos que ello conlleva. Vivimos una era en la que a los trabajadores se les trata como concepto y no como seres humanos. Cosa que contrasta a la perfección con ese otro lado, el que proporciona trabajo, el que subyuga a los que perciben unas monedas a cambio de la subsistencia. Esos otros, que llaman trabajar a sentarse en un sillón y contratar o despedir a decenas de personas a golpe de teléfono, se estiran en su sillón de diez mil euros y pasan los fines de semanas en la casita de la playa... o hasta son capaces de manifestar su indignación abanderando un palo de golf con el que aporrear una señal de tráfico. Que no digo yo que esté mal. Pero los que empezaron siendo esclavos y ahora son tiranos la flaca memoria les ha hecho olvidar lo que fueron y un virus indeseable les recuerda ahora su miseria.

Cuando se habla de un trabajador la jerga económica siempre deriva el concepto hacia mantras conocidos por todos: rentabilidad, costes, productividad, recursos, gastos, materia prima... una deformada visión de la realidad que el Papa Francisco (sí, ése mismo) calificó con una frase lapidaria difícilmente rebatible: «los trabajadores han pasado de un estatus de explotados al de desechos». Ése es el concepto de trabajador del siglo XXI: papel de usar y tirar, número que puede borrarse sin más.

En estos meses de pandemia hemos podido observar lo esenciales que eran esos trabajadores que han sido despreciados y denostados a más no poder por los distintos ejecutivos nacionales o autonómicos, e incluso por la ciudadanía (ésta siempre replica las actitudes de los representantes a los que votan). Éstos de los que hablo son los que conforman todo el conglomerado de la sanidad pública. También hemos podido observar cómo son de esenciales el resto de trabajadores en el mundo. Aquí, en esta España nuestra, innumerables directivos empresariales, y aún peor los representantes de ésos a la cabeza de la patronal, se jactaban en plena crisis económica de que ellos no eran ONGs para lanzar flotadores a diestro y siniestro y salvar a todo el mundo; y con el mundo querían decir trabajadores, cosa que nunca suelen articular ni como palabra: trabajadores. «Que aprendan a nadar», vociferaban envalentonados con tintes de ironía cínica. Ahora, lo que son las cosas, acuden al estado a pedir un flotador para no ahogarse. Y el argumento a esgrimir, como no podría ser de otro modo, es el chantaje: si no nos ayuda el estado, contará con un sinfín de despidos. Eso sí, como siempre suele suceder, sobre el reparto de dividendos cuando hay bonanza, ya si eso tal. El sistema capitalista ha vuelto a hacer aguas por doquier, en apenas una década, por segunda vez. Y ha quedado de manifiesto que, o se recicla o reinventa, o acabará por colapsar todo el planeta.

El pasado uno de mayo no hubo una reivindicación masiva en las calles por razones obvias. La pandemia lo condiciona todo. Salvo las representaciones habituales y declaraciones institucionales, no hubo relevancia alguna en favor de los trabajadores. Y a los pocos grupúsculos que optaron por abanderar la visibilidad de la precariedad y la «tripaliãre», las fuerzas de seguridad no dudaron un instante en disolver los conatos reivindicativos por las buenas o por las malas, cosa que me pareció, por otro lado, responsable y de puro sentido común. Hubo partidos que se dejaron ver en las redes, de mejor o peor manera; y otros, que de patriotismo andan sobrados y poco o nada se les ve de interés en lo tocante a la vida laboral del digno ciudadano de a pie, ni se les vio esa piel fina, ese ímpetu que debiera corresponderle a los defensores de una patria que en su inmensa mayoría está compuesta de trabajadores; que, por otra parte, son quienes sostienen con sus impuestos la mayor parte del sostén de su país. A esos patriotas que ni se les vio, ni se les espera nunca por estos lares, se les llena la boca de patriotismo cuando se enfundan en banderas rojigualdas, pero cuando llega la hora de defender, y sobre todo proteger, los derechos de los que sostienen la patria en un pedestal, esconden la cabeza dejando la retaguardia a la intemperie para que venga el propietario del sillón de diez mil euros y se apropie de su intimidad sin vaselina que valga. Algunos incluso se les va el alma en utilizar los instrumentos de presión, que por antonomasia son y pertenecen a la lucha del trabajador y aun sabiendo que transgredirán las medidas de confinamiento, para manifestarse (menuda paradoja) con el fin de pedir dimisiones en protesta contra el actual gobierno, sin que las fuerzas de seguridad, esta vez, hagan lo más mínimo para disolverla; besitos, pastillita y a dormir: hasta para un derecho universal hay distinciones de clases. A estos que tienen pasta hay que darles con bastones de algodón y a esos otros que no tienen donde caer muertos mejor regalamos tortas de porra y gas lacrimógeno para que al menos se vayan calentitos y bien alimentaos a casita. Lo más esperpéntico que ya podría darse es que los defensores de aquéllos sean pobres trabajadores que en su mayoría perdieron sus puestos de trabajos (y si no lo han hecho, están a un tris de hacerlo). Por ridículo que parezca, creyendo que defienden un mismo ideal político, son legiones los gilipollas catedralicios que los defienden. Con lo cual ya me hacen dudar dónde se ubica la gilipollez extrema, si en los defensores o en los defendidos. Un hecho que sólo puede darse en un país que aún persiste en reproducir la España cañí de los garrotazos de Goya: o conmigo o contra mí.

En realidad, a nadie le interesa el trabajador. Ni siquiera a los propios trabajadores les interesan como tales ellos mismos. Viven sumidos en el miedo, en la ignorancia y en el yugo de su propia limitación. Es el contrasentido que vive este país, este mundo, desde hace varias décadas. El único objetivo de todo ser humano, en todo el planeta, sea cual sea su condición, su credo y su estatus, es el dinero a costa de lo que haga falta, por encima de todo. En estas últimas dos décadas en especial se lucha y se innova y se diseña para tratar de adquirir dinero fácil, rápido y sin esfuerzo. En un mundo en el que cuando era un crío soñábamos con ser bomberos, policías o astronautas, ahora los niños aspiran a ser famosos, ganar mucha pasta y vivir con todos los lujos disponibles que ven en sus ídolos del papel couché y redes sociales. Quizá porque la palabra trabajar cada vez adquiere un significado esencial respecto de su origen etimológico. A fuerza de cercenar los derechos y deberes del trabajador hemos logrado que trabajar pasase de ser esclavitud a ser algo digno, honrado; pero que en última instancia parece ser un castigo lapidario, un «tripaliãre» o «tripalium», algo deleznable y marginal.

Cuando le dije al principio que seguramente comprendería mejor el porqué hoy día esa idea de esclavitud va ligada a trabajar, se le vino a la memoria que hace dos o tres décadas (los que hemos vivido esta idiosincrasia, y los que no sírvanse tomar como ejemplo estas referencias reales) cobrábamos en pesetas lo mismo que se percibe hoy por más horas de trabajo y menor poder adquisitivo; el abajo firmante se embolsaba por media jornada de trabajo en una pescadería, hace treinta años, poco más de 84.000 pesetas. En la actualidad ofrecen por algunas horas más y en el mismo puesto 520 euros (86.520 pesetas al cambio). Usted, con toda probabilidad, disfrutaba de dos días de descanso y ahora sólo uno (a menos que sea funcionario, claro). Que trabajaba unas ocho horas de media, y en la actualidad se disparan de manera vergonzante, según el sector, muy por encima de lo estipulado según convenio. Cuando se le acaba la vida laboral, se percata de que ha cotizado toda la vida para que le quede una miserable pensión que no le llega ni a dos terceras partes de lo que ganaba. Entonces también asomó por su cabeza la idea de haber sido un esclavo, torturado todos los días madrugando, pasando frío, y bajo condiciones gripales infrahumanas; te pierdes el cumple de tu hijo o sientes que no podrás desplazarte en navidad para la cena de familia. Y entonces, Agatha Christie le habla en la conciencia (sin que usted fuese consciente hasta hoy) y le dice aquello de «uno no reconoce los momentos realmente importantes en su vida hasta que es demasiado tarde». En principio supo que le valió llevar un pedazo de pan a casa cuando iba a trabajar en aquellos días de gripe o cuando faltó a la cena de navidad en familia o al cumpleaños de su hijo. Pero, sin saberlo, le ha estado privando a su prole de hacer lo propio con de manera más digna con sus propios vástagos. Lo que se dice de forma castiza, pan para hoy y hambre para mañana. Este proceso va degradándose década a década, porque los hijos imitan y aceptan lo que fueron y son sus progenitores. Hasta que llegará un momento en que un trabajador suplique trabajar de sol a sol por un miserable vale de compra en cualquier supermercado que no le servirá para llegar apenas al día siguiente. Así que nunca espere que quien se acomoda en un sillón de diez mil euros luche para que usted pueda sentarse a la mesa sin «tripaliãre», y no sin que antes se apropie de su intimidad a poco que se incline cuando se arrodille ante su presencia.








Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat, 2020.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this
Published mayo 11, 2020 by

El sueño de la razón produce monstruos

Hay quien se empeña en sacar defecto a todo, en devorar lo que su vecino hace, construye o crea por puro afán de invadir ese espacio que ocupa, por quererlo suyo. Son legión. Incluso descalifican lo que este desconocido y apátrida alarife de frases escribe por aquí. Por eso hoy limito este espacio a la cantidad de palabras que me permitieron disponer la última vez que escribí en un medio de comunicación tradicional. Y sí: mis peroratas son largas porque me da la gana.

La muestra saturnal que les he citado ejemplifica en grado superlativo el afán que tiene este país por comerse a sus hijos. El sueño de la razón produce monstruos, y no existe mejor entretenimiento que comernos a nuestros hijos. Entiéndaseme que no lo digo de un modo literal: la inmensa mayoría que aplaudía la heroicidad a las ocho de la tarde, hace diez años votaba y apoyaba a quienes estuvieron a un tris de dejar a sus hijos (muchos ni habían nacido) sin sanidad pública, la misma que nos ha salvado de milagro de ser devorados por Cronos. Aún hoy, aquéllos mismos sufragios y sus herederos, a pesar de las incalculables evidencias, volverían a hacerlo. Comerse a sus propios hijos si con ello logran vencer al enemigo.

La historia de España es una sucesión constante de frustraciones, donde el éxito nunca es suficiente, y el fracaso una diáspora cíclica precedida de enfrentamientos cainitas. Así ha sido durante siglos, desde los Godos (y aún antes) hasta hoy. Una historia gobernada por la dicotomía de pertenecer siempre a un bando ─rojos, azules; república, monarquía; cristiano, hereje…─, sinónimo de analfabetismo cultural o intelectual (o ambos). «Pues, desde siempre, ser lúcido y español aparejó gran amargura y poca esperanza» reza en los inicios de Limpieza de sangre, de Pérez-Reverte.

Francisco de Goya fue preclaro. Saturno devorando a su hijo hace alusión al dios Cronos, el gobernador y señor del curso del tiempo, pero también patrón de los septuagenarios. Resulta poco más que curioso que las víctimas de la pandemia hayan sido inmensamente mayoría de este segmento de edad en adelante. Las previsiones es que volvamos a repetir por enésima vez las pinturas negras del maestro para reescribir la historia, igual da si es a garrotazos o confabulando en un aquelarre, tal y como hemos hecho siempre. Porque si alguien lúcido asoma la cabeza, Saturno lo devorará.

Quizá sea ésta la razón de tanta inquina contra la prolongación del estado de alarma, porque la razón dictamina que sigamos confinados o, al menos, seamos precavidos «La pandemia está lejos de terminar (OMS)». Pero aquí lo primordial, por lo único que se discute, es derrocar al gobierno socialcomunista-estalinista-bolivariano-filoterrorista. Puro sentido del cainismo. Porque el espacio que ocupan esos indeseables lo reclaman Saturno y sus compinches, el cómo es pecata minuta. Lo importante es tener excusas para aniquilar de una vez la sanidad pública… o el cultivo del pomelo, igual da. Todo estará justificado con tal de lograr el objetivo de invadir un espacio que ahora es de otros, aunque el precio sea devorar a sus propios hijos. A esto ya lo llaman reconquista.








Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat, 2020.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this
Published mayo 04, 2020 by

Todo sea por no perder la dignidad

Desde hace ya unos años merodea por las inmediaciones del supermercado un ser humano llegado desde algún eco de la eternidad. En realidad, no sabría decir a ciencia cierta, ni aún a día de hoy, si es hombre o mujer o lo que sea, ni creo que eso importe. Digamos que es asexuado. A buen seguro que no compartimos idioma, porque hablar, sólo habla español para decir «veinte céntimos», «grasias», «hola» o «una ayuda, plis»; últimamente parece que se defiende un poco mejor. De cierta envergadura, piel cobriza sin llegar a ébano, aspecto de fragilidad como una espiga, gastando en torno a la cuarentena, sonrisa hierática y rictus pensativo; con un rostro peculiar que puede recordar a algún que otro secundario de Bollywood, y una voz como de muñeco de goma.

Llegó un buen día de verano y se plantó en la puerta del supermercado para recaudar. De sol a sol, pedía mantas, ropa u objetos útiles que le ayudaran a subsistir, y dinero para poder comprar sus viandas y consuelos. Recuerdo la primera vez que lo vi. Vestía atuendos no exentos de excentricidad. Parecía no obstante inconcebible que fuese capaz de cubrir toda piel visible con el mismo escrúpulo con el que abofetea el sol en pleno verano a todo bicho viviente. Pero además resultaba pintoresco hasta soñar con el punto más álgido de la hilaridad. Diría que imposible pasar desapercibido con ese modo de vestir bizarro y extravagante; o quizá fuese una estrategia para llamar la atención, quién lo sabe. Con hechuras de mozo de almacén, solía aparecer con una falda de faralaes color blanco sucio y ribetes anaranjados de cintura hacia abajo. Cubría el torso con una casaca de tergal crema, de manga larga, y sobre la cabeza un turbante hindú que presumiblemente ocultaba un buen mazo de pelo.

«Hindi», que es como le bauticé con el paso de los días, comenzó a coger cierta confianza con el lugar y los vecinos. Era un tipo que socializaba poco, a menos que hablaras inglés y pudieras entender el suyo, más bien macarrónico y atropellado. Cada vez que me tocaba hacer la compra y pagaba en efectivo, le entregaba las monedas que me daban por cambio en la caja. «Grasias», decía, con cierto halo de dignidad principesca, sin prestar atención a la cantidad depositada en la mano, un gesto que me pareció digno y respetuoso. Pronto comencé a verle por los pasillos del supermercado: pan de molde integral, alguna que otra cerveza, arroz, verduras, botes de conservas varias, chocolate con leche... En otra ocasión, lo vi con una botella de Baileys y me llamó bastante la atención. Imaginé que, puestos a pillar una melopea, pues mejor que deje un sabor dulce en la boca... en vez del acostumbrado brick de tinto de mesa.

Levantó su campamento junto a unos eucaliptos, en un sendero que da a la playa, en la desembocadura de un riachuelo, muy cerca del supermercado. Allí, junto a su desvencijada tienda de campaña, aprovechaba la vaya metálica que cercaba una depuradora de aguas fecales para usarla como tendedero. Cada día que pasaba por sus lindes para hacer los kilómetros de caminata que me ayudan a mantenerme en forma, aparecía tendida la colada: mantas, sábanas, camisetas y complementos varios, como las chalinas con las que se hacía los turbantes. Su lavadora: unos bidones de plástico de veinticinco litros de capacidad a los que le sajó la parte alta. Con un palo en una mano le daba vueltas a la cosa, y con la otra daba pequeños azotes con otro palo. Todo un ingenio surgido de la necesidad para suplir las funciones del robot que todos ubicamos en casa sin apenas prestarle atención. Otra lección más de pulcra dignidad.

Uno de esos días en el que el silencio copaba su cenit más profundo, el cielo resultaba plomizo por la perezosa humedad estancada sobre el mar de un apacible levante, dejando las aguas en calma chicha, y el quiebro de las olas en apenas un susurro ahogado en espumosa eternidad. Encontré a «Hindi» sentado en el suelo cual flor de loto con las manos sobre las rodillas y la cabeza levantada, apuntando con el mentón en dirección hacia el sol, que presumiblemente se situaba a esas horas justo sobre nuestras cabezas. Tenía el torso desnudo y donde podía verse con claridad unos senos incipientes e inflamados, como las pequeñas protuberancias de una núbil rapaza a la que empiezan a revolucionárseles las hormonas. Se sorprendió al verme cruzando frente a donde se había situado y se ocultó los pechos, avergonzada como una inocente chiquilla por haber dejado al alcance de mi vista aquel sumarísimo secreto, o al menos así lo entendí. Pero lo que en verdad secuestró mi atención fue que, lejos de una maraña de frondoso cabello, "Hindi" lucía una brillante y tostada alopecia que se expandía en todo el cuero cabelludo. Sin atisbo siquiera de incipientes vellos naciendo de sus raíces. Una alopecia integral.

Pocas semanas después lo encontré en el pasillo de bebidas con unos yogures naturales en la mano, unos bollos de pan, un paquete de pastelillos o dulces y una botella de buen ron de caña, Legendario. Siempre arrastrando ese rebufo de dignidad de saber lo que quería y cómo lo quería. Sobre todo porque rompía con el cliché de indigente habitual, ese que anda al resguardo de la frondosidad cenital universal, el que se abona al vino de tetrabrick y que se hace acompañar con un perrito fiel e incondicional. «Hindi» ni tenía mascota, ni gastaba tinto de mesa. Vestía amagos de faldas largas o incluso de faralaes y turbante en la cabeza. El dinero lo invertía bien en alimentarse lo mejor posible, incluso elegía con certeza todo aquello que necesitaba para abrigarse, aunque no en vestirse; lo que no utilizaba, directamente iba al contenedor de reciclaje para otros que, como él, andaban necesitados de caridad.

Es habitual oírle susurrar cancioncillas ininteligibles. Un día acabó por encontrar un entretenimiento relacionado con ello mientras su jornada laboral se consumía a la puerta del supermercado. De algún modo se hizo con una flauta dulce y de la noche a la mañana comenzó a tocar melodías al tiempo en que prestaba atención a las partituras acumuladas en un atril portátil, cosas que imaginé habría recabado en alguno de los contenedores que revisaba a diario de camino a casa y procurando que nadie le viera. Otra muestra más de dignidad y orgullo de sí mismo, de querer resarcirse del oprobio al que se veía subyugado. Talento no podría decirse que tuviera, ni siquiera tocaba con sentido ni oído musical. Ni siquiera merece la pena comentar el irrisorio afán de leer partituras, porque mientras tocaba la melodía de la canción de la serie de animación Heidi, o al menos lo intentaba, hacía cumplida lectura de una partitura de la quinta sinfonía de Beethoven. En poco tiempo, su afán de convertirse en competencia para Horacio Franco quedó en el olvido.

Poco tiempo después, apareció con un cachorro mezclero. Un perrito bonito de raza indescriptible y desconocida. «Hindi» pareció encaminarse a los clichés habituales de los indigentes costumbristas. Ahora debía pensar en dos para comer y para dormir. Era una época en la que el verano estaba dispuesto a cruzar las lindes de la primavera y ocupar su lugar. El perrito se mostraba cariñoso y afable con todos los vecinos que se acercaban a entregar dinero en mano o algunas viandas... Pero un detalle me llamó la atención el día de san Juan. A un vecino le devolvió la bolsa que le había entregado con una compra en exclusiva para él. Hurgó en el interior con todo el descaro del mundo y sacó alguna fruta de dentro de una bolsa pequeña y unos bollos de pan. El resto indicó con gestos ostensibles que no lo quería. El vecino montó en cólera, pasó junto a mí masticando las palabras con evidente indignación: «... pues no dice eso que tal y cual cosa no la quiere, que sólo la fruta y el pan..., menudo hijo de la gran puta desagradecido, que me ha despreciado lo que con toda la buena intención del mundo le he comprado... Y ni un maldito gracias», sentenció mientras sacudía la cabeza de lado a lado. »Vamos, la próxima vez le va a llevar comida la madre que lo parió, porque lo que es yo...». Y desapareció al girar la esquina, todavía ofuscado. Aquel día comprobé que su dignidad y sobre todo su forma de alimentarse, estaban por encima del bien y del mal y de cualquier buena intención caritativa.

Unas semanas después desapareció sin dejar rastro y pasó todo el verano desaparecido. Apenas se asentó el otoño, «Hindi» ocupó un nuevo lugar bajo un puente, justo sobre el dique de hormigón que sustentaba un extremo y a su vez hacía de guía para el cauce, de ese modo quedaría a salvo de una posible riada. Un cambio sustancial predominaba en su aspecto. El faralaes fue sustituido por pantalones bombachos y los turbantes por pañuelos piratas. A fuer de ser sincero, a poco que se ciñera sobre las caderas una espada podría pasar por pirata, a falta de cubrirse un ojo con el correspondiente parche. Allí parecía sentirse más cómodo y protegido El consistorio decidió continuar con unas obras que dilapidaba la posibilidad de volver donde «Hindi» fijó su residencia por primera vez, de ahí su traslado. Las cosas volvieron a estar como estaban, el perrito desapareció en ese periplo de meses de ausencia. No obstante, la vetusta tiendecita de campaña pasó a ser casi una casa familiar con porche incluido.

El pasado marzo estalló la crisis de la COVID-19. Todos confinados con derecho a acudir al supermercado para poder abastecerse... «Hindi» impertérrito en la puerta del supermercado, como si con él no fuese la cosa. Al parecer, alguien le comunicó en un inglés macarronico-axárquico profundo la situación en la que estaba todo el planeta. Ni le iba ni le venía. Ni mascarillas ni falta que hacía. A él le interesaba la pasta y comer todos los días, igual daba morir por coronavirus que morir de hambre... lo que imperaba era mantener su dignidad y cubrir la necesidad más universal del ser humano: comer.

Con toda mi buena fe, acopié fuerzas para acudir al súper a comprar, en especial algunas verduras y viandas para elaborar cocidos con el fin de poder comer durante al menos un mes. El objetivo era salir lo mínimo posible. Además, incluí productos lácteos de caducidad lejana y otras necesidades que ya escaseaban como azúcar, infusiones, café, unos bollos de pan, levaduras varias y harinas, fiambre variado y distintos tipos de carne. Fruta se dio la circunstancia de que ya tenía en abundancia en casa. Me acordé de «Hindi» mientras paseaba por los pasillos del súper y le procuré una bolsa con una muestra de lo mismo que llevaba yo para mi consumo personal, junto con unas monedas que llevaba sueltas del cambio de la última compra antes del confinamiento. «Esto no, esto no, esto tampoco, ni esto....». Rehusó, para mi sorpresa, todo cuanto había en la bolsa, menos el pan: quería quedarse con el pan. Petrificado, oiga. Se explicó en un indecente castellano, o al menos lo entendí así: «yo no tomo azúcar ni nada de azúcar». Y me miró como a quien se mira después de haber violado su intimidad. Me vino a la memoria todas esas veces que le vi con pan de molde y conservas varias que incluían azúcar en sus ingredientes, con los pastelitos... ¡Ay!, que ricos esos dulces pastelitos, y sobre todo la variedad de alcohol, que a la postre viene a transformarse en el organismo en azúcares; en especial aquel día que lo vi con su flamante botella de Baileys en la mano. Poco importaba morir por coronavirus o de hambre, pero jamás perder las costumbres. Yo me fui a casa con sus viandas y las mías, incluido el pan, y él se quedó con las manos vacías, impertérrito, hierático... y desagradecido. Todo sea por no perder la dignidad... él la suya y yo la mía.








Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat, 2020.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this
Published abril 27, 2020 by

El enésimo nuevo orden mundial

Si algo reitero bastante por estos lares es la poca memoria del ser humano. Por más fatigas y calamidades que sufre, erre que erre vuelve a tropezar con la misma piedra donde se dio de bruces tiempo atrás. «Pero el hombre mismo tiene una invencible tendencia a dejarse engañar», Nietzsche. Quizá sea ésta la verdadera razón de nuestra voraz y penitente amnesia.

En la historia reciente de este siglo fuimos testigos del presunto ataque a las torres gemelas aquel infausto 11 de septiembre de 2001. Muchas fueron las voces que declararon aquel día como el primero de un nuevo orden mundial. El abajo firmante se mantuvo a la expectativa y, pasados los años, lo único que cambió fue la interesada invasión de EEUU a Irak con la excusa de poseer armas de destrucción masiva que nunca encontraron. Por si no recuerdan nada de aquel «informe de Charles Duelfer, experto de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), echen un vistazo. En resumidas cuentas, lo que ahí expone es que no había nada de nada, oiga. No sólo eso, ni siquiera se hallaron evidencias de que las hubiera. ¡Y se quedaron tan panchos! Aquí paz y en el cielo gloria...

Eso sí, lo único que cambió el desastre de presidente de los iuesei, George W. Bush, fue enfrentar a los chiíes y los suníes en una guerra fratricida que mesuraba y retenía el régimen de Sadam Husein, eso por un lado, y despertar el integrismo islámico más radical que tomó a posteriori forma con el Daesh. ¿Conclusión? Nos engañaron como a bobos (a algunos sí, a otros ni por asomo), y ningún orden mundial cambió absolutamente nada. Sólo cambiaron los cromos, pero el juego ha seguido siendo el mismo. Pretender que oriente asuma los valores de occidente es como pretender construir cimientos de cartón para levantar rascacielos. Aunque ya tenemos evidencias de que occidente sí asume «valores» de oriente, y lo hallamos en el nada despreciable resurgimiento ultrafascista, que sólo cambia el Corán por la Biblia; el resto es un calco integrista cada vez más asimilado por el populacho.

En 2008 estalló una crisis económica, alentada y exportada desde algunas empresas financieras de los iuesei (otra vez el catalizador de todos los desaguisados del mundo) como si de un virus se tratase, y no es una metáfora: el modo en que se exportó la crisis al resto del mundo tuvo un funcionamiento de propagación similar. Imagino que conocen grosso modo todo el percal. Simplemente pareció que nos enfrentábamos a un cambio de sistema o de orden mundial, otra vez. Pero apenas las economías mundiales se repusieron a duras penas del mazazo y la posterior sacudida, pronto se nos olvidó todo. En especial, en lo que a la economía se refiere, a muchas de las empresas que ahora piden, e incluso exigen, un «salvavidas» para no ahogarse en medio de la vorágine pandémica, son las mismas empresas que les decían a los ciudadanos que necesitaban un «rescate», mirándoles por encima del hombro y cierto desprecio, que aprendiesen a nadar por sí mismos, que no necesitaban salvavidas que valgan y menos con sus beneficios; lo que son las cosas. Los mismos que sacan pecho porque son los que crean riqueza ahora se ven pidiendo limosnas a papá estado. Un insignificante virus restriega por el fango toda su arrogancia. En fin, que tras aquella crisis económica, de la que aún quedan facturas pendientes, todo volvió a una relativa normalidad y el supuesto orden mundial volvió a ser un engañabobos más, porque apenas nada cambió. Cromos distintos, mismo juego.

Si dos hechos tan profundamente trágicos y claves en lo geopolítico no han podido desviar el curso del supuesto orden mundial, ¿podrá esta pandemia, que tiene a medio mundo confinado, cambiar el curso de la vida en este planeta? ¿Habrá nuevo orden mundial?

Ha vuelto a ser viral un vídeo de una conferencia, de las muchas que ofrece en todo el planeta Bill Gates, en el que confesaba que los de su generación vivían con el temor de una guerra nuclear y creía que su mayor protección sería construir refugios para poder sobrevivir a la radiación. En cambio, su mayor preocupación en la actualidad es prevenir la propagación de un virus y el exterminio de gran parte de la humanidad por una pandemia. La profecía tuvo cumplida cita apenas cinco años después. Pero no nos engañemos. El Covid-19 es un virus infeccioso, su contagio es fácil y levemente mortal, pero no es ni de lejos el más peligroso y letal de cuantos nos acechan o nos acecharán.

En 2018 la Organización Mundial de la Salud publicó un informe en el que detallaba, en su capitulo tercero, las nuevas amenazas para la población mundial. «El SARS reunía las características que conferirían a una enfermedad de importancia internacional como amenaza para la seguridad sanitaria: se transmitía de persona a persona, no necesitaba vectores, no mostraba ninguna afinidad geográfica concreta, se vinculaba silenciosamente durante más de una semana, simulaba los síntomas de muchas otras enfermedades, afectó sobre todo a personal hospitalario y causó la muerte de alrededor del 10% de los infectados». Este era el ejemplo del enemigo al que todos los países debían enfrentarse antes o después y ya lo padecimos en 2003... Quizá lo hayamos olvidado, seguro que sí, porque ningún país en el mundo puso los mecanismos necesarios para poder actuar bajo criterios protocolarios ni sanitarios. Su segunda parte ha saltado a la palestra con mucho más éxito e incluso variopintos efectos especiales. Nos ha pillado desprevenidos a todos... a todos los que hemos creído que eso era un problema en el otro confín del mundo, como su primera versión. 

Existen catalogados, según la OMS, al menos siete virus mucho mas letales y potentes que el SARS nCoV-2: la fiebre de Marburgo, con una tasa de mortalidad del 88%; el virus Nipah, con un 70%; el ébola, con una tasa del 63%; la fiebre de Crimea-Congo, con un 40%; H7N9 o gripe aviar, con un 39,3%; el MERS con un 34,4%; y el SARS, del que antes hice referencia, con una tasa de mortalidad del 9,5%. ¿Qué quiero decir con esto? La alerta sobre el virus pandémico que nos trae a todos de cabeza apenas tiene en su haber una letalidad del 3,9%. Lo que en resumidas cuentas quiere decir que lo peligroso no es su índice de mortalidad entre los afectados con esta clase de neumonía, lo que se busca es que la población siga las recomendaciones de las autoridades para prevenir su propagación. Pero ni tan siquiera se pueden establecer protocolos fiables para luchar contra un virus del que no se conoce apenas nada. Sin embargo, estos virus siguen activos en mayor o menor medida en el mundo y carecen de tratamiento o vacuna. Entonces, ¿por qué tanta urgencia por encontrar una vacuna para este coronavirus y no se ha apostado, ni se apuesta, con la misma determinación por una vacuna, por ejemplo, contra el VIH, que lleva activo desde 1981? Su tasa de contagio es de contacto estrecho y específico y su letalidad mundial no supera el 1%. La crudeza siempre tiene respuestas económicas de contundencia... El coronavirus se ha propagado por el primer mundo, a diferencia de la mayoría de virus conocidos, aun siendo infinitamente más mortíferos. Si el SIDA hubiera cruzado el umbral del porcentaje letal del coronavirus en Europa y Estados Unidos, ya se habría invertido millones de dólares en conquistar el mercado de la vacuna, si acaso no la hubiésemos encontrado ya.

Es la cruel realidad. El primer mundo juega un papel crucial en el destino de este planeta y todo lo que le afecte puede remover los cimientos del orden mundial. Y si algo ha quedado patente en estos últimos meses, es que no estamos preparados para afrontar una pandemia; ni médica, ni política, ni económica, ni socialmente. Toda esta puesta en escena debería obligar a los estados de todos los mundos posibles dentro de este, desde ayer, a encauzar esta lucha dotando a sus instituciones y los resortes económicos que posee con protocolos de actuación, fondos de liquidez para situaciones de emergencia, una estructura pública tanto organizativa como sanitaria para poder responder con solvencia en casos como el que nos ocupa y sobre todo inversiones en I+D+I para prevenir lo que pudiera llegar en el futuro... Y como colofón hemos de aprender a ser solidarios con aquellos países que queden rezagados o no dispongan de infraestructuras mínimas. Porque el azote del SARS nCoV-2 no ha sido más que un amago de lo que está por llegar. No, esta no es la enfermedad X de la que hablaba la OMS hace dos años que esperábamos sin saber muy bien cómo llegaría o actuaría. Será mucho mas potente y letal. Y la única protección que tenemos contra ella es la prevención, que no es otra cosa que dotar a las instituciones públicas y sociales afectadas en esta crisis de los mecanismos esenciales y de prevención para hacerle frente.

Contamos con un enemigo común, que nos persigue y nos acomoda, que nos acompaña y condiciona la vida: la memoria. Perdón, la falta de memoria. Tenemos precedentes de olvidos muy recientes: en apenas veinte años de siglo hemos padecido, con ésta, cuatro pandemias, ataques terroristas a nivel mundial, crisis económica semejante al crack del veintinueve... Situaciones que bien pudieron cambiar el curso de la historia, pero que sólo ha cambiado el modus vivendi en pequeñas dosis. A la vuelta de una década ─quería decir un lustro o incluso menos─ nadie se acordará de toda esta vorágine. Cuando la economía se haya repuesto, cuando la crisis social no sea más que un mal sueño y la política más bien una anécdota que se estudiará en los institutos y la universidad, volveremos a las andadas y a la normalidad acostumbrada. Todo lo que hoy es una tarima de salvación mañana se olvidará.

Hoy sabemos, y somos más conscientes que nunca, que lo que de verdad hace de pegamento en nuestra sociedad es la sanidad pública, la educación, la cultura, el pensamiento libre y crítico, el arte... todo aquello que el neofascismo integrista considera enemigo de la patria para liquidarlo y campar a sus anchas. Y ésta es la teoría que más se acerca a la realidad, la de un nuevo orden mundial populista y propagandista del neofascismo, la segunda vuelta del nacionalsocialismo. Un cambio de cromos para que todo siga igual, axioma éste de Tomassi de Lampedusa. Es fácil que el ser humano se deje engañar. Aunque nos queda la esperanza de que la memoria juegue en su contra: sugería el mismo Nietzsche que una mentira necesita de muchas más para sostenerse, y éstas de otras tantas más, y así sucesivamente. Lo que entrañaría poseer una gran memoria para evitar que alguna de ellas se desintegre por sí sola, de modo que todas las demás se desmoronen como un castillo de naipes y el nuevo orden mundial se reduzca a cenizas. Y la memoria, queridos amigos, es el talón de Aquiles del ser humano. Todo cambia para que permanezca igual.







Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat, 2020.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this