Published mayo 25, 2020 by

Fascinación por los impostores

La fascinación por los impostores, a lo largo de la historia, ha resultado en muchas ocasiones motivo de estudio y de análisis. A veces incluso roza lo canallesco. Disfrutamos con que nos roben la cartera; eso sí, la de los demás. En cualquier reunión improvisada de caña y tapa en el que alguien narra cómo le ha hecho el gato a alguien, todo el corro le ríe la gracia y aplaude su gesta, unas palmaditas en la espalda y chin chin. A nadie se le ocurriría censurar esa actitud. Porque todos saben que, de hacerlo, se convertiría en víctima propicia o en apestado. Es el modo de premiar lo que nos gustaría si fuésemos los protagonistas: hallar connivencia, condescendencia, prosélitos que encumbren el acto de pillería. El hambre agudiza el ingenio, consideraba Quevedo. No obstante, «puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo», dijo Abraham Lincoln, que de impostores sabía un rato.

El ser humano es tan cainita que hasta un concepto tan obtuso y depravado es capaz de degradarlo. Lo eleva a cotas grotescas y definen a la perfección la clase de animal social que somos. En otros tiempos el impostor tenía fondo y forma. Pero ahora es difícil saber en qué lado de la frontera se halla la dignidad y dónde el impostor, porque somos esa clase de animales que no se conforman con lo que tiene; está convencido de que merece más, siempre más. Bajo esa premisa ha acumulado (y en nuestro país muy en particular) una serie de personajes que pasarán a la historia tristemente por la falta de escrúpulos, de ética y de respeto hacia su congénere. 

Seguro que oyó hablar alguna vez del célebre «pequeño Nicolás», que hasta se coló en la mismísima Casa Real; aún con causas pendientes con la justicia. Más reciente es el caso de Paco Sanz, que estafó a catorce mil personas, famosos incluidos, exagerando una enfermedad que no tenía; aún le espera juicio por estafa. Quizá más desconocidos sean Helen Mukoro (se hacía pasar por presidenta de ONU-Mujeres en España), Javier Boo Fernández (se presentaba como director de la Fundación Amancio Ortega), Tania Head (su nombre real, Alicia Esteve: se paseó por todos los platós habidos y por haber impostando que sobrevivió al 11S, llegó incluso a ser presidenta de la Asociación de Supervivientes de los Atentados del World Trade Center)... Y el más célebre, quizá del mundo mundial, fue un tal Enric Marco, maestro de maestros. Su historia dio la vuelta al mundo cuando se supo que, siendo presidente de los sobrevivientes españoles de los campos de concentración nazis, conferenciante, escritor, articulista, narrador y suplantador en definitiva de cuantos horrores inventaba sobre él y sus compañeros republicanos en los campos de exterminio, no era más que un fraude con mucha imaginación y aún mayor poder de convicción. Su audacia y su falta de escrúpulos le valieron ser el autor de la burda construcción de la ficción más extraordinaria jamás ideada. Hasta Javier Cercas creo que publicó un ensayo sobre el personaje.

Uno de los casos que más me sobrecoge, no por la gravedad y sí por el modus operandi, repetitivo hasta la saciedad, es el del ínclito Pablo Motos. Ya arrastraba precedentes escandalosos y demenciales para alguien con escrúpulos o simplemente con dignidad. Pero ha elevado a cotas estratosféricas su impostura durante el confinamiento al esconderse tras la piel de, según comentan, un terapeuta, un psicoanalista, un maestro zen, un biólogo, un astrónomo, un virólogo experto en pandemias, y un consumado coach. Llegados a este punto, no le ha faltado escrúpulos para convertirse en, por si no fuese suficiente con lo susodicho, neurocientífico de la manera más fraudulenta, demagógica, chabacana, casposa y partidista de todas las posibles.

Es su estado natural, el elemento en el que mejor se desenvuelve. Una suerte de rape que nada en Wikipedia y descubre que el cerebro tiene dos hemisferios... Al parecer le dieron hasta en el carnet de identidad por parte de la comunidad neurocientífica (la de verdad) que dispone de cuenta en Twitter. Pues, no contento con ello, insistió en sus proclamas y aseveraciones científicas, en esa parodia de ser humano que presenta y representa en su papel de «neurocientífiquer» para recochinearse aún más, ridiculizándose por ese absurdo desprecio a la ciencia, por más que pretenda hacer de ella espectáculo semana tras semana. Cumple con la primera regla del decálogo del buen impostor: la falta de escrúpulos. Pero además es de ese tipo de impostores cobardes y capciosos que se vale de su fama, posicionamiento mediático y cohorte de borregos que alimenta para desprestigiar a quien se atreve a toserle encima o a criticar su impostura: todo un adalid ejemplificador del neoliberalismo banal de la Hispania casposa. Y representa bien ese lastre porque no intenta reivindicar nada, simplemente lo hace para conseguir los aplausos de su corro de «seguirregos» (seguidores borregos) para que le rían las gracias, palmaditas en la espalda y chin chin. Más deplorable aún: el canal que lo sustenta permite y alienta esa clase de impostor mediático, capaz de pasar de maestro Shaolín a neurocientífico en lo que dura el chasquido de los dedos. Luego hay quien se queja del paroxismo mediático de los populismos y chabacanerías políticas...

Estamos llegando (diría que hemos llegado ya) al punto n el que el relato sustituye a la idea. Es la teatralización de la realidad la que tiene calado en una sociedad tan permeable como la nuestra. La realidad es aburrida, da poco juego y aún rinde menos beneficios. Hay una cita lapidaria en el magnífico y bien documentado ensayo de Antonio Calvo Maturana, Impostores. Sombras en la España de las luces, (Ed. Cátedra) que lo explica todo en un axioma: «El impostor es un espejo de la sociedad en la que vive». Es triste, pero cierto: el ínclito presentador es un fiel reflejo de esa España burda y sin sentido donde prima el rédito económico; el pelotazo, el maniqueo casposo, el abordaje machista de café-Reig-y-Soberano. Todo ello suele pasar por encima de la franqueza, la honestidad y el trabajo bien hecho. «Es por estos, porque el impostor sólo tiene cabida dentro de la sociedad en la que vive, por lo que cada época tiene sus propios modelos de impostura», concluye Calvo Maturana.

Dejo para el final los impostores más mediáticos de la actualidad. Los que buscan silenciar y estigmatizar a quien no ria sus gracietas en cada gesto y en cada frase; estrategia similar al del afamado presentador: son tan similares todos los impostores que apenas hayas conocido a uno, ves venir a los demás. Conforman un pseudogrupo político capaz de enarbolar, gracias a la democracia, la bandera de la dictadura y todo lo que significa su ideario. El colmo de la cara dura llega cuando, hartos de protestar contra las manifestaciones populares feministas, por ser causantes ─según dicen y así lo denuncian─ de la propagación de la pandemia, alientan y acuden a caceroladas multitudinarias en la calle, saltándose las medidas de distanciamiento social, desobedeciendo las leyes que quieren que cumplan los demás y culminando con la guinda de empujar a la calle a todo el cortejo de borregos sin fronteras e imprudentes criminales en potencia que sí les ríen las gracietas. Dan la espalda así a los miles de sanitarios que han luchado (y luchan) para paliar los estragos de la pandemia, evitando el colapso de la sanidad, y obviando en última instancia el riesgo de volver a situaciones límite. Ésos que se autoproclaman patriotas, ésos que con la consigna de «LIBERTAD» y envueltos en una bandera que con sus actitudes desprecian, alientan a sus acólitos y hooligans a que vociferen desde sus coches y fuera de ellos. Y en realidad su único y exclusivo objetivo es dilapidar el débil estado de bienestar que disfrutamos, la constitución que de verdad nos hizo libres y la libertad de expresión (la de verdad, no el espejismo que quieren representar y defender (sic) en la calle). Por lo único que suspiran en realidad es por restaurar su tan ansiado y añorado estado totalitario fascista del otrora generalísimo. Es lastimoso ver en la calle a tanta gente orgullosa de que les hayan robado sus carteras y lo celebren como si hubiesen ganado un mundial, o como si reclamasen justo que a ellos les roben, porque no quieren verse en el espejo de lo ridículo que quedan cuando los impostores se dan palmaditas en el hombro y chin chin. Pobres incautos, quieren ser protagonistas de una estafa que principalmente va dirigida a ellos. Les están robando lo más preciado que tienen, la dignidad, y ni siquiera se percatan. En fin, ejecutar la ley de partidos ya si eso tal... «El impostor es un fiel reflejo de la sociedad en la que vive».

Nos queda la esperanza de que se cumpla algo en común que tienen todos los impostores. Igual da igual que pasen tres meses o diez años. Antes o después les llega su San Martín, aunque el fastidio es que nos queda aún que soportarlos hasta que se abran los ojos a la realidad los afectados de que les faltan las carteras: no hay mayor ceguera que la que no se quiere reconocer. Porque «puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo». Tanto ruido para que, a la vuelta de la esquina, acabes siendo el hazmerreír del resto de los mortales. Y eso precisamente tienen los impostores: trabajan para recabar las risas del corro, y acaban siendo pasto de ellas. Quien no tiene dignidad, no tiene escrúpulos. Bien lo supo, tarde, el bueno de Lincoln. 

Que sirva de pos data: quien vende pan y seguridad a cambio de tu apoyo acaba saqueando tu casa y robándote el pan y la seguridad, venga del lado que venga. 








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