Published mayo 18, 2020 by

Pan para hoy y hambre para mañana.

El verbo trabajar viene del latín vulgar tripaliãre, «torturar», derivado del latín tardío tripalium, «instrumento de tortura compuesto de tres maderos». Ahora, querido lector, seguro que comprenderá mejor por qué trabajar ha ido ligado siempre a la idea de esclavitud, de tortura o simplemente de vía crucis. Una contraprestación económica basta para compensar el sufrimiento, que en la mayoría de ocasiones no llega para alcanzar a fin de mes con dignidad, incluso para pagar un hogar y los gastos que ello conlleva. Vivimos una era en la que a los trabajadores se les trata como concepto y no como seres humanos. Cosa que contrasta a la perfección con ese otro lado, el que proporciona trabajo, el que subyuga a los que perciben unas monedas a cambio de la subsistencia. Esos otros, que llaman trabajar a sentarse en un sillón y contratar o despedir a decenas de personas a golpe de teléfono, se estiran en su sillón de diez mil euros y pasan los fines de semanas en la casita de la playa... o hasta son capaces de manifestar su indignación abanderando un palo de golf con el que aporrear una señal de tráfico. Que no digo yo que esté mal. Pero los que empezaron siendo esclavos y ahora son tiranos la flaca memoria les ha hecho olvidar lo que fueron y un virus indeseable les recuerda ahora su miseria.

Cuando se habla de un trabajador la jerga económica siempre deriva el concepto hacia mantras conocidos por todos: rentabilidad, costes, productividad, recursos, gastos, materia prima... una deformada visión de la realidad que el Papa Francisco (sí, ése mismo) calificó con una frase lapidaria difícilmente rebatible: «los trabajadores han pasado de un estatus de explotados al de desechos». Ése es el concepto de trabajador del siglo XXI: papel de usar y tirar, número que puede borrarse sin más.

En estos meses de pandemia hemos podido observar lo esenciales que eran esos trabajadores que han sido despreciados y denostados a más no poder por los distintos ejecutivos nacionales o autonómicos, e incluso por la ciudadanía (ésta siempre replica las actitudes de los representantes a los que votan). Éstos de los que hablo son los que conforman todo el conglomerado de la sanidad pública. También hemos podido observar cómo son de esenciales el resto de trabajadores en el mundo. Aquí, en esta España nuestra, innumerables directivos empresariales, y aún peor los representantes de ésos a la cabeza de la patronal, se jactaban en plena crisis económica de que ellos no eran ONGs para lanzar flotadores a diestro y siniestro y salvar a todo el mundo; y con el mundo querían decir trabajadores, cosa que nunca suelen articular ni como palabra: trabajadores. «Que aprendan a nadar», vociferaban envalentonados con tintes de ironía cínica. Ahora, lo que son las cosas, acuden al estado a pedir un flotador para no ahogarse. Y el argumento a esgrimir, como no podría ser de otro modo, es el chantaje: si no nos ayuda el estado, contará con un sinfín de despidos. Eso sí, como siempre suele suceder, sobre el reparto de dividendos cuando hay bonanza, ya si eso tal. El sistema capitalista ha vuelto a hacer aguas por doquier, en apenas una década, por segunda vez. Y ha quedado de manifiesto que, o se recicla o reinventa, o acabará por colapsar todo el planeta.

El pasado uno de mayo no hubo una reivindicación masiva en las calles por razones obvias. La pandemia lo condiciona todo. Salvo las representaciones habituales y declaraciones institucionales, no hubo relevancia alguna en favor de los trabajadores. Y a los pocos grupúsculos que optaron por abanderar la visibilidad de la precariedad y la «tripaliãre», las fuerzas de seguridad no dudaron un instante en disolver los conatos reivindicativos por las buenas o por las malas, cosa que me pareció, por otro lado, responsable y de puro sentido común. Hubo partidos que se dejaron ver en las redes, de mejor o peor manera; y otros, que de patriotismo andan sobrados y poco o nada se les ve de interés en lo tocante a la vida laboral del digno ciudadano de a pie, ni se les vio esa piel fina, ese ímpetu que debiera corresponderle a los defensores de una patria que en su inmensa mayoría está compuesta de trabajadores; que, por otra parte, son quienes sostienen con sus impuestos la mayor parte del sostén de su país. A esos patriotas que ni se les vio, ni se les espera nunca por estos lares, se les llena la boca de patriotismo cuando se enfundan en banderas rojigualdas, pero cuando llega la hora de defender, y sobre todo proteger, los derechos de los que sostienen la patria en un pedestal, esconden la cabeza dejando la retaguardia a la intemperie para que venga el propietario del sillón de diez mil euros y se apropie de su intimidad sin vaselina que valga. Algunos incluso se les va el alma en utilizar los instrumentos de presión, que por antonomasia son y pertenecen a la lucha del trabajador y aun sabiendo que transgredirán las medidas de confinamiento, para manifestarse (menuda paradoja) con el fin de pedir dimisiones en protesta contra el actual gobierno, sin que las fuerzas de seguridad, esta vez, hagan lo más mínimo para disolverla; besitos, pastillita y a dormir: hasta para un derecho universal hay distinciones de clases. A estos que tienen pasta hay que darles con bastones de algodón y a esos otros que no tienen donde caer muertos mejor regalamos tortas de porra y gas lacrimógeno para que al menos se vayan calentitos y bien alimentaos a casita. Lo más esperpéntico que ya podría darse es que los defensores de aquéllos sean pobres trabajadores que en su mayoría perdieron sus puestos de trabajos (y si no lo han hecho, están a un tris de hacerlo). Por ridículo que parezca, creyendo que defienden un mismo ideal político, son legiones los gilipollas catedralicios que los defienden. Con lo cual ya me hacen dudar dónde se ubica la gilipollez extrema, si en los defensores o en los defendidos. Un hecho que sólo puede darse en un país que aún persiste en reproducir la España cañí de los garrotazos de Goya: o conmigo o contra mí.

En realidad, a nadie le interesa el trabajador. Ni siquiera a los propios trabajadores les interesan como tales ellos mismos. Viven sumidos en el miedo, en la ignorancia y en el yugo de su propia limitación. Es el contrasentido que vive este país, este mundo, desde hace varias décadas. El único objetivo de todo ser humano, en todo el planeta, sea cual sea su condición, su credo y su estatus, es el dinero a costa de lo que haga falta, por encima de todo. En estas últimas dos décadas en especial se lucha y se innova y se diseña para tratar de adquirir dinero fácil, rápido y sin esfuerzo. En un mundo en el que cuando era un crío soñábamos con ser bomberos, policías o astronautas, ahora los niños aspiran a ser famosos, ganar mucha pasta y vivir con todos los lujos disponibles que ven en sus ídolos del papel couché y redes sociales. Quizá porque la palabra trabajar cada vez adquiere un significado esencial respecto de su origen etimológico. A fuerza de cercenar los derechos y deberes del trabajador hemos logrado que trabajar pasase de ser esclavitud a ser algo digno, honrado; pero que en última instancia parece ser un castigo lapidario, un «tripaliãre» o «tripalium», algo deleznable y marginal.

Cuando le dije al principio que seguramente comprendería mejor el porqué hoy día esa idea de esclavitud va ligada a trabajar, se le vino a la memoria que hace dos o tres décadas (los que hemos vivido esta idiosincrasia, y los que no sírvanse tomar como ejemplo estas referencias reales) cobrábamos en pesetas lo mismo que se percibe hoy por más horas de trabajo y menor poder adquisitivo; el abajo firmante se embolsaba por media jornada de trabajo en una pescadería, hace treinta años, poco más de 84.000 pesetas. En la actualidad ofrecen por algunas horas más y en el mismo puesto 520 euros (86.520 pesetas al cambio). Usted, con toda probabilidad, disfrutaba de dos días de descanso y ahora sólo uno (a menos que sea funcionario, claro). Que trabajaba unas ocho horas de media, y en la actualidad se disparan de manera vergonzante, según el sector, muy por encima de lo estipulado según convenio. Cuando se le acaba la vida laboral, se percata de que ha cotizado toda la vida para que le quede una miserable pensión que no le llega ni a dos terceras partes de lo que ganaba. Entonces también asomó por su cabeza la idea de haber sido un esclavo, torturado todos los días madrugando, pasando frío, y bajo condiciones gripales infrahumanas; te pierdes el cumple de tu hijo o sientes que no podrás desplazarte en navidad para la cena de familia. Y entonces, Agatha Christie le habla en la conciencia (sin que usted fuese consciente hasta hoy) y le dice aquello de «uno no reconoce los momentos realmente importantes en su vida hasta que es demasiado tarde». En principio supo que le valió llevar un pedazo de pan a casa cuando iba a trabajar en aquellos días de gripe o cuando faltó a la cena de navidad en familia o al cumpleaños de su hijo. Pero, sin saberlo, le ha estado privando a su prole de hacer lo propio con de manera más digna con sus propios vástagos. Lo que se dice de forma castiza, pan para hoy y hambre para mañana. Este proceso va degradándose década a década, porque los hijos imitan y aceptan lo que fueron y son sus progenitores. Hasta que llegará un momento en que un trabajador suplique trabajar de sol a sol por un miserable vale de compra en cualquier supermercado que no le servirá para llegar apenas al día siguiente. Así que nunca espere que quien se acomoda en un sillón de diez mil euros luche para que usted pueda sentarse a la mesa sin «tripaliãre», y no sin que antes se apropie de su intimidad a poco que se incline cuando se arrodille ante su presencia.








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