Published julio 03, 2018 by

Parásitos (II)

Hace algún tiempo escribí un capítulo sobre cierto tipo de parásitos, donde prometí seguir escribiendo sobre esta clase de especímen. Lo prometido es deuda y aquí traigo una nueva reseña de rabiosa actualidad.

Leí hace poquito un artículo bastante interesante y con cierto tino sobre periodismo en el cine. Aquellas viejas historias de periodistas sin escrúpulos para quienes todo valía. No sé si vieron a Cary Grant y a Rosalind Russell en la desternillante comedia de Howard Hawks His Girl Friday, traducida al español como Luna Nueva (aún hoy sigo sin entender el porqué de las fallidas, y en ocasiones ridículas, traducciones al español de los títulos de los metrajes foráneos). La estrella periodística Hildy Johnson (Russell) entra por las puertas del editor del periódico Walter Burns (Grant) para anunciarle que va a dejar el periodismo con el fin de casarse y fundar una familia. Desde ese mismo momento el espectador sospecha ya que el editor y ex-marido de Hildy ni está dispuesto a aceptarlo ni lo permitirá de ninguna de las maneras. Así que se sirve de toda clase de tretas, chanzas y embrollos para retenerla en el periódico y hacer que vuelva con él. En los años 70 Billy Wilder haría una versión menos hilarante pero igual de afilada (The front pagePrimera plana—), donde Billy y asesores guionistas deciden transmutar de sexo en el guión a Hildy Johnson y será pues un reconocido reportero (interpreta Jack Lemon) que está a punto de contraer matrimonio y decide abandonar su trabajo, así se lo transmite a su redactor. Por lo que el maquiavélico Burns (Walter Matthau) hará lo imposible por impedir su boda y que deje el periódico.

Lo que trataban de evidenciar ambas películas, basadas en una obra teatral original del polifacético y superdotado Ben Hecht (siendo apenas un crío ya tocaba perfectamente el violín) y Charles MacArthur, era la denuncia de la escasa moral de un periodismo que ellos mismos conocían de primera mano: ambos fueron reporteros en el Chicago de los años treinta, copada por el imperio de Al Capone y el reinado de gánsteres y corrupción por doquier. Conocían los entresijos de un oficio por el que todo valía para copar el mejor de los titulares: sobornar policías, chantajear ediles o funcionarios, etc...

Lo cierto es que en aquella primera película de Howard Hawks se materializaba en apenas 90 minutos toda una suerte de tretas y desarraigo ético y moral periodísticos, y de una incorrección política que serían hoy día impensables, así que imaginen en 1940. Peor aún aquella de 1974 de Wilder, donde el humor chusco, la incipiente homofobia, el machismo recalcitrante y la baja estofa moral de un periodismo que rozaba lo impensable, a nivel actual de concienciación social, resultaban ser premisas fundamentales para anteponer por encima de todo el interés económico, quedando en lugar secundario el interés periodístico.

Pareciese que estoy hablando ni más ni menos que del periodismo de nuestros días, porque nada parece haber cambiado desde entonces. Bueno, sí. Ahora el periodismo obedece a un amo, al que lo sustente económicamente, más allá de la necesidad de contar una buena historia o desentrañar un buen reportaje de investigación. El reportero de hoy es parte de una maquinaria dentro de una corporación dentro de una multinacional dentro del mercado de valores. Es el pequeño engranaje al servicio de quien pone la pasta para que el motor funcione. Jamás podría ponerse uno contra el servicio que facilita, mal que bien, el abono mensual de su hipoteca, el colegio de sus hijos o el sustento de cada día; que es lo mismo que decir todo a la vez. Antes, el cetro del periodismo lo copaba la palabra escrita. El poder que ahora tienen otros medios mucho más inmediatos, y de mayor recorrido, que aquéllos acaparan un poder que va mucho más allá de la incipiente televisión en los 70 y el fundamento sólido.

Se dio por calificar al periodismo, y no sin razón, el cuarto poder. Cuando se activa la maquinaria de ese poder es capaz de derrocar gobiernos, aupar a la supremacía de los estados a gobernantes corruptos, desencadenar guerras, provocar hambrunas, movilizar al fascismo, promover caídas de bolsas, sacudir la economía mundial... Y son las grandes corporaciones, aquellas que se mueven como pez en el agua y dominan en los mercados de valores, las que viven a costa de las masas que consumen y divulgan información, en su mayoría manipulada, a golpe de clic. En esos otros tiempos reflejados en aquellas pequeñas joyas del cine (y en otras muchas) la idea era la misma, pero se trataba de allanar el camino del medio sobre la verdad con tal de alcanzar notoriedad. Hoy de lo que se trata es de usar todos esos medios para allanar el camino con el único objetivo de esconder la verdad, porque el beneficio económico para los que sustentan todos los granes medios (y los pequeños) es ingente. El efecto de sacar a la luz la verdad oculta a tiempo consiste en, aunque parezca una suerte de delirio conspiranoico, manipular el curso de las cosas en sus diversas vertientes, aupar o derrocar gobiernos, desestabilizar economías, provocar guerras o invasiones, etc.

Poco ha cambiado el periodismo desde aquellas críticas ácidas, en definitiva. Peor aún. Ahora existe un submundo periodístico por las redes, cronistas de sofá, hooligans ideológicos, expertos analistas de 240 caracteres, tertulianos de tabernas con la Wikipedia en la mano... con aspiraciones todos ellos a acumular notoriedad a través de aglutinar la mayor cantidad de likes posibles, porque a la postre se traduce fama; algunos hooligans de tabernas ideológicas que desconocen el champú anticaspa incluso ganan dinero con ello. Da igual el modo de embarrar una noticia, el hecho es llamar la atención y que el titular sea capaz de captar cuanta mayor atención sea posible. Inocentemente, empresas creadas por grandes holdings, escudos de poder de otros operativos macroeconómicos, aprovechan agujeros que se crean para tal fin y así, entre los fallos deliberados de seguridad de Facebok, la intrusión de crackers en la de Twitter, la integración inocente de todo tipo de apps en todos los dispositivos que usamos a diario y en las susodichas redes sociales, o definitivos test o encuestas (como el de Kogan por el que se destapó el entramado deliberado del agujero de seguridad de Facebook), hacen de todo el conglomerado social algo maleable y manipulable; polichinelas manejados desde los hilos cual marionetas de feria para divertimento del populacho contrario, que a su vez actúan de igual modo para reírse del que tienen en frente, siendo obligados a una confrontación social con objeto de provocar fractura social. Ejemplos de esto son la todavía polémica victoria de Donald Trump, el Brexit, la incomprensible estancia en el gobierno de España del partido político más corrupto de la historia de todas las democracias de Eurpoa o el auge inaudito del fascismo llegando al poder en determinados enclaves europeos, cuyo principal objetivo es frenar la migración desde el mediterráneo o el extremo oriente.

Todos esos medios posibles, todos los periodistas formales e informales, todos ellos son hoy día un servicio que entra dentro del engranaje de una maquinaria dentro de una corporación dentro de una multinacional dentro del mercado de valores, que sólo se mueve por el interés de la riqueza y cuyo objetivo fundamental es proteger intereses y multiplicar dividendos. Son esos parásitos los que en realidad manipulan la verdad para hacernos subyacer en una realidad que en modo alguno se parece a la que debiera ser. Todo acaba sometido siempre a la tiranía del dinero. 

En este país se cumplen con especial relevancia ciertos trámites de manera flagrante: vivimos en un orden de cosas donde un grupo de periodistas más o menos independientes, tras sacar a la luz las miserias de una universidad que otorgaba títulos al oligopolio político por doquier, deben sentarse en un banquillo por ejercer su derecho a informar de la verdad. O periodistas que, tras desentrañar algunas de las muchas miserias de la soberanía universal de la corona, les obligan a abandonar sus cargos y puestos de trabajo. Pero lo que quiero que vean es que detrás de estos soldados, y de esos otros que siguen a pie juntillas su línea editorial sin salirse un ápice de la tangente, están los parásitos; los que manejan en realidad el cotarro de todo cuanto sucede y debe suceder. Es, simplemente, un pequeño tablero de ajedrez donde esos parásitos mueven sus fichas a través de todos esos medios donde los peones han de ser o no sacrificados mientras unos pocos se regodean.

Tenemos una idea muy equivocada del parasitismo. Creemos que es un reducto marginal y despreciable. Hemos tenido poco en cuenta cómo saben aprovechar los recursos que tienen a su alcance para sacar el máximo provecho con el mínimo esfuerzo. Traigo a colación lo que el DRAE define como parásito: «1) Dicho de un organismo animal o vegetal: que vive a costa de otro de distinta especie, alimentándose de él y depauperándolo sin llegar a matarlo». (...) «4) Persona que vive a costa ajena».  Y así es cómo el modus operandi de aquéllos es extraer el néctar de sus peones sin llegar a dejarles fuera de circulación, porque les necesitan para la subsistencia, que hagan frente común para sus intereses. Y en general, el populacho, en última instancia, se pone en el pellejo de Hildy Johnson (Rosalind Russell) y acaba claudicando: «Walter, eres maravilloso de un modo repugnante». Y es el redactor (Walter Matthau) el que responde del mejor modo posible que nunca se ha de dejar la información esencial para el desarrollo de una noticia. De ahí que el titular y encabezamiento han de estar lo más alejado posible de la realidad para dirigir la opinión pública: «¿Y quién demonios lee el segundo párrafo?». Eso mismo digo yo. A nadie le importa lo que de verdad importa. Lo que vende es el escándalo. Así que no dejes que la verdad te estropee una buena noticia. O, también, no te entretengas en leer el segundo párrafo: todo el meollo que genera ruido y está rebozado de azúcar está en el primero.






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