Published junio 25, 2018 by

El ventilador

Algo se ha fracturado gravemente en este país. Allá por donde pisamos suena a cristales rotos. Parecía que corrían vientos favorables para el clima de aire irrespirable que se había viciado, y mucho, como consecuencia de la corrupción; de una crisis económica de la que será harto difícil salir puesto que la deuda de España es materialmente impagable; del repunte fascista que andaba escondido tomando resuello en cada esquina (y que irá en aumento en los próximos años); de la crisis manifiesta de valores que aúpa fundamentalmente al machismo a tomar el cetro del supremacismo de género sobre todas las cosas; de la flagrante malversación de libertad de expresión que algunos confunden con falta de respeto; del creciente nacionalismo que ha sido auspiciado por parte de quienes creían que adornándose con una bandera como bufanda podrían espantar el odio; de un largo etcétera en el que, a buen seguro, Mersault se ausentaría encogiéndose de hombros, tal y como suelen hacer quienes ostentan el cetro y quienes les votan. Parecía que alguien había abierto una ventana al fin, pero los espejismos tienen siempre esa sensación de bofetada al alma que te deja sin aliento, sin ánimo, sin esperanza, cuando uno cree que lo que ve es un paraíso y al acercarse se percata que es un vertedero.

Nos las prometíamos muy felices cuando vimos tomar posesión de sus cargos a los nuevos ministros, de abrumadora mayoría femenina por primera vez en toda la historia de las democracias habidas y por haber. Parecía que nos abrazaban nuevos tiempos, que nos acariciaba por fin aire fresco que parecía renovar el que se había viciado en ese habitáculo cerrado e irrespirable en el que se ha convertido este país. Pero también se nos había olvidado excesivamente pronto que el régimen que estalló en mil pedazos tras el fallecimiento del caudillo, se anquilosó en todos los rincones de cada pueblo, de cada pedanía, de cada ciudad, de cada provincia, de cada región... y nunca murieron: el odio se hereda como se hereda un mausoleo, como se hereda una caja de galletas de latón llena de recuerdos, como se hereda una casa.

Nos hemos dado de bruces con la realidad. Sí. Se ha renovado todo el ejecutivo, pero la constitución es la misma, el código civil y penal es el mismo, los dirigentes de la seguridad son los mismos, los que gobiernan sobre el poder judicial son los mismos, los tonsurados son los mismos..., nada ha cambiado. El blanco de las paredes continúa teniendo ese color ajado y amarillento de tanto humo de habano de cafecopaypuro tras esos menús a seis euros del congreso, de tanto roce de silencios cómplices, de tanto mirar para otro lado, de salpicaduras sanguinolentas de miles de suicidios por motivos económicos derivados de una crisis que se fraguó entre las cenizas de puros a media tarde y refrescados por gintonics de diseño... El aire parece haberse renovado, pero solo es aire de ventilador que remueve el mismo de antaño y sigue siendo vaporoso, maloliente, enmohecido y asfixiante; se remueve artificialmente y produce una sensación de falso frescor. A poco que se ha acercado la podredumbre a sus aspas, nos ha salpicado a todos en las mismísimas narices.

No voy a entretenerme en la repugnancia de ese mantra manido y fascista de «primero los de aquí», cuando se asomaron los sin patria del Aquarius, los que nadie quería que atracasen en sus puertos; o los que siguen cruzando y muriendo en el estrecho o en el mar de Alborán, ésos no van en naos de renombre y parece como si tuviesen menos importancia. Hasta parece que hay migrantes de primera y de segunda categoría. «Primeros los de aquí», dicen, mientras arremeten contra el ejecutivo con furia vomitando espumarajos por las comisuras de las uñas desde sus dispositivos móviles, que se fabrican con el corazón de coltán que esos niños esclavos se dejan las manos, la vida, por obtener una miserable recompensa con la que, en muchos casos, pagan el billete de un batel sin bandera, sin patrón y a la deriva, con el objetivo primario de salvarse, porque la inmensidad del agua es más segura que lo que dejan atrás. Y todo para que los que gritan «primero lo de aquí» puedan fabricar todo lo tecnológico que inunda sus hogares, nuestros hogares. «Primero los de aquí»... mientras se ríen, mientras aplauden con sorna, mientras se mofan, mientras apalean a esos indigentes que no tienen un techo donde dormir o un plato de comida que no sea el del comedor social, esos que son de aquí y sobre los que se orinan si es preciso mientras duermen en mitad de la nada; se creen con ese derecho porque «son de aquí». No, no voy a entretenerme con la repugnancia de los que vomitan eso de «tenemos que pagarles la seguridad social y una pensión de 530 euros» (que sólo existe en su imaginario de odio y desprecio) a la gente que viene de fuera cuando «a los de aquí» no les damos ni agua. En realidad les importan un pimiento de la patagonia que seiscientas vidas españolas, o mil, o cinco mil, de cualquier lugar, reciban o no ayudas de ningún tipo. Lo que les importa, lo que realmente defienden, es que un miserable empresario se haga multimillonario gracias a los 2,86 € que les pagan por hora trabajada y se sienten conformes «porque son de aquí»; esos mismos que reclaman que metan en sus casas a los sin patria del Aquarius que son incapaces de dar de comer, aunque solo sea por un día en sus casas, a cualquiera de «los de aquí».

Tampoco voy a entretenerme con esa misma sala de la Audiencia Provincial de Navarra que condenó a los cinco miembros de la archiconocida (por desgracia) «manada». La misma Audiencia Provincial que les deja en libertad hasta que haya sentencia firme. Era de esperar. En cuanto el ventilador se ha puesto a funcionar, la primera porquería nos ha salpicado en toda la cara. No se trata de que legalmente tengan o no derecho esos «entes» que se han dado a comparar con animales, degradando a todo el reino salvaje a la categoría de inmundicia. Se trata de que la judicatura, por completo, se dedica a hacer lo contrario de lo que deben hacer: APLICAR la ley y no interpretarla. Esa misma ley para la que unos pobres diablos que vociferan improperios repugnantes contra la corona se les castigan con casi penas similares que a esos «entes» a las que hago referencia aquí; y no es que sienta simpatía por los susodichos pobres diablos tuiteros; ni les aliento, ni me parecen siquiera individuos que tenga que tenerles consideración: repruebo esa actitud del insulto fácil y chabacano como medio de justificar sus argumentos, aunque defenderé siempre su derecho a poder hacerlo: esto es lo que significa democracia.

La ley no puede ser interpretada a capricho, ni siquiera por la protección ideológica de ciertos estamentos o representantes del estado, porque repentinamente la ley deja de ser para todos igual y es comedida e indulgente para algunos y para otros ideológicamente implacable. Y es que expresión no es lo mismo que creatividad. Aquí en España somos más chulos que un ocho y la ley se interpreta, como si de un texto de Kierkegaard o Kant o Rosseau o Nietzsche cualquiera se tratase, a juicio y gusto ideológico del flemático juez de turno. Y quizá aquellos que insisten en soslayar una diferencia entre creatividad y expresión debieran saber que en primero de carrera (y es vox populi) se estudia eso de «la justicia nace del pueblo»: «ha e ser impartida por  jueces y magistrados integrantes del poder judicial, INDEPENDIENTES, inamovibles, RESPONSABLES y sometidos únicamente al imperio de la ley». Por lo que mucho más respetable que la propia judicatura es la soberanía del pueblo, porque de ahí mismo nace el germen de la justicia. Y nada más reprobable y repugnante es la INTERPRETACIÓN de un código penal valorado desde la ideología, las creencias y las filiaciones de cada cual.

Podría entretenerme con muchas disquisiciones más: partidos políticos condenados por corrupción que la ley no es capaz de disolver u obligar, al menos, a que se refundan y devuelvan lo sisado; políticos que se autogestionan sus propios estudios a capricho y por un poco de dinero sobre la mesa resultan ser eminencias en espacialidades de las que apenas han oído hablar, mientras el resto de los mortales tienen que pasar por caja entrampándose hasta las cejas e hincando los codos como mulas; miles y miles de personas que se convierten en turbamultas peligrosas cuando se atan la bandera sobre la frente o al cuello como si de un supermán de andar por casa se tratase, obligando al vecino a que la ame como aquél la ama, a pesar de cobrar parte de su sueldo en dinero negro y su mujer lleve inventándose una depresión de aúpa para poder dedicarse a otras tareas más lúdicas y cobrando la baja sin sobresaltos; o qué decir de todos esos muertos esparcidos por las cunetas de España a los que no se permite a nadie repatriarlos al camposanto, donde deberían descansar en paz de una vez y así cauterizar la sutura de una herida histórica que aún permanece abierta y sangra a poco que se la zarandea...; cuán largo sería el etcétera de cosas en las que no quiero entretenerme.

En fin, que aunque no quiero comentar nada en especial sobre lo susodicho, sí me sirve para ejemplificar algo que siempre he considerado importante y la sociedad española ha de superar antes de que esto acabe estallando por algún sitio. Nos han vendido que pasamos una transición modélica, cuando en realidad somos víctimas de las supuestas virtudes que nos vendieron, porque ese aire fresco que parecía renovar un país apolillado se vicia cada vez que el ventilador deja de funcionar: la política española es absoluta y manifiestamente de baja calidad porque ni siquiera conoce el mecanismo de una ventana, y créanme si les digo que a medida que va creciendo en número los imbéciles que propagan bulos la cosa irá a peor.

No se trata de encender el ventilador para que corra aire fresco, ni siquiera de instalar un aparato moderno de aire acondicionado. Hasta que la ciudadanía no asuma que hay que abrir las ventanas para renovar de verdad este aire irrespirable que nos envenena a todos, jamás podremos ver más allá de nuestras narices, de nuestros ombligos, de nuestras paredes, de las cuatro paredes que quedan a nuestro alcance. Esas paredes de color ajado y amarillento de tanto humo de habano, de tanto roce de silencios cómplices, de tanto mirar para otro lado, de salpicaduras sanguinolentas... Algo se está resquebrajando, algo se ha fracturado en este país y no queremos siquiera asomarnos a la ventana por miedo al qué dirán. Suena por doquier a cristales rotos cuando caminamos. Preferimos atarnos una bandera al cuello y emular a Supermán, ondeando el trapo junto al ventilador, para obligar al vecino a que haga lo mismo que nosotros, o nos lanzaremos a su yugular. Mientras tanto, a pesar de las pataletas que de cuando en cuando se reflejan en la calle, sólo soy capaz de ver a Mersault encogiéndose de hombros y diciéndose entre las paredes de esa habitación cerrada, «¿para qué abrir la ventana?». Mejor pongamos el ventilador y vayamos a reciclar los cristales rotos al contenedor... Pero no somos conscientes siquiera que lo que se recicla no es el cristal, sino el vidrio. El cristal hay que depositarlo en la basura, sin más. Ni siquiera tenemos claro eso. Lo único que se nos da bien es enchufar a la luz el ventilador, ese espejismo infame de aire fresco.








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