Published diciembre 19, 2020 by

Sobre la nueva pandemia

Si por un momento creyó que me dispongo a hablar de la covid-19, lo lamento. No es mi intención hablar sobre los más de cuarenta y cinco millones de expertos en pandemias que vivimos en este país. Ya me despaché a gusto hace meses y me entristece ver cómo todos los vaticinios se cumplen siempre, de la a a la z. Del mismo modo como intuí las intenciones de populistas y emuladores de Trump en España. Como la que, creyéndose grande de España, ostenta el dudoso honor de construir un cutre barracón con camas apiladas y llamarle hospital de pandemias. Además, con la osadía de regalar una bola extra en forma de ofrenda, sin quirófanos ni material de cirugía por más señas, a los probables accidentes aéreos del cercano aeropuerto de Barajas (la ineptitud carece de método). En fin, que el concepto «hospital de pandemias» sólo existe en la imaginación de crédulos, acólitos y borregos sin escrúpulos. Una cutrez, en definitiva, de más de cien millones de euros que nos han metido con calzador y sin vaselina como la panacea de los hospitales de pandemias en el mundo. Lo cual, en cierto modo, tiene algo de razón: es el único en el mundo. Qué digo en el mundo el primero de toda la historia de la humanidad. Ese tipo de hospitales ni existen ni han existido nunca y cualquiera que haya estudiado medicina, o historia, lo sabe bien. Ni a Trump, con toda su pomposidad y felpudo por flequillo, se le hubiera ocurrido mejor y más grande anuncio populista de semejante calibre. En fin, que además de e ir por libre cual verso suelto, como lo que cree que es y en realidad no llega ni a puntos suspensivos, se dedica ahora a acusar a quienes le instaban a hacerlo de eludir responsabilidades, ahora que se le ha disparado los registros de fallecidos y contagiados y los hospitales vuelven a resistir la presión de los ingresos. El hormigón es pura gomaespuma comparado con su rostro. Total, que así es como funciona la pandemia del buenismo bien... Y dicho lo cual, que a nadie le extrañe que la ineptitud vestida de populismo acabe siendo la primera presidenta del gobierno en la historia de España.

Pero a lo que iba, que me voy por las ramas y me pongo a hablar de la idiosincrasia del cainita homo hispanicus. Que creemos estar a un tris de vencer a un organismo del que si acaso sólo conocemos cómo no contagiarnos y poco más, a pesar de que en pocos meses la población de los países ricos dispondrá de vacuna... los países pobres ya si eso tal. A ver quién es el guapo que da una explicación razonable de lo bien que Alemania hacía frente al coronavirus y a fecha de hoy casi triplica los fallecidos de cualquier país de Europa. Y por eso mismo, la filoterrorista, bolivariana y socialcomunista Angela Merkel ha decidido cercenar la libertad de los ciudadanos alemanes confinándolos en Navidad.

Que no, que no va por ahí la pandemia de la que quiero hablar, aunque todo siempre está interconectado. Que mira que cojo carrerilla y me lío... Aprovecho para advertirle que ni es en defensa de nada ni contra nadie. Tan sólo es una de las muchas reflexiones que uno se hace a diario y a veces me da por escribirlas, como hoy. Sigamos el consejo de Azaña: «Si cada español hablara sólo de lo que sabe, se haría un gran silencio nacional que podríamos aprovechar para estudiar». Estudiemos un poco más el comportamiento humano, que me interesa bastante, y cada vez se me hace más previsible y absurdo.

En este mundo distópico y orweliano que estamos viviendo, tenemos el dudoso honor de ansiar una vida transparente donde queremos ver hasta por dónde evacuamos los excrementos y qué hacen nuestros vecinos en todo momento, como esa parábola cuasi kafkiana de Loriga donde retrata a la perfección nuestra sociedad actual, expuesta en todo momento a la mirada de todos y al juicio de la mayoría. Nos hemos zambullido en una flama de gilipollez tan grande, que el exceso de agua y limpieza en las duchas nos está dejando sin matices, sin olor; ni siquiera la mierda nos huele ya (lo sé, lo sé; sin haber leído la novela no entenderá del todo bien este símil).

Creo a pie juntillas que hemos disfrutado en España los mejores cuarenta y pico años de su historia. Unos años que ha tenido luces y sombras (como todas las democracias del mundo). Y una de las sombras más lóbregas, góticas y siniestras ha resultado ser (presuntamente) la pieza principal del puzle constitucional de la transición, la figura del monarca Juan Carlos I; noticia de primera plana a fecha de hoy por sus continuos desajustes fiscales y líos de faldas. Dicho así, poca diferencia parece haber entre sus predecesores y él.

Según la Constitución la familia real la componen los ascendentes y descendientes de primer grado. Lo que significa que don Juan Carlos I, probablemente muy a pesar de su hijo, sigue perteneciendo a la Casa Real. Con todo lo que ello implica. Esto pudiera significar que deben pagar justos por pecadores, según entiendo por el modo y escarnio con el que una parte de la ciudadanía y la política se rasga las vestiduras habiendo juzgado y sentenciado al exrey de España. Y ya conocemos lo que pasa con los ex, que cuando todo era luna de miel hasta los pedos resultaban música para los oídos; pero cuando se desinfló la luna y salió el sol para darle vida con luz y nitidez todo lo que la magia nocturna oculta, hasta el murmullo de masticar con la boca cerrada, resulta insoportable. No obstante, el problema no radica precisamente ahí, sino en uno de los pecados capitales de este país, complementario e indivisible al de la picaresca: mirar para otro lado.

A lo largo de las décadas, desde las altas instituciones hasta los grandes medios informativos, pasando por los grandes grupos políticos que se han repartido el poder a lo largo de nuestra aún joven democracia, TODOS, sabían de los tejemanejes del ahora Rey emérito. Y todos, absolutamente todos, miraron para otro lado, evitaron hablar del tema e incluso dieron carpetazo a cada una de las sospechas contra el por entonces monarca. Como añadidura, el oprobio causado a quienes procuraron airear lo que ahora parece ser vox pópuli. Se presuponía que en eso consistía (erróneamente) «proteger» la corona. Y resulta indignante, sangrante y todos los «antes» del mundo que suenen a doloroso, ver cómo esos grandes medios que antes encubrían todas esas acciones sospechosamente reprobables, ahora lo presentan ante la opinión pública como un apestado, y sus máximos encubridores anden metiendo la cabeza bajo tierra como las avestruces; o peor aún, sacan pecho defendiendo sus truculentos desvaríos fiscales. Medios y dignatarios políticos me parecían entonces, y me parecen ahora, el súmmum de la hipocresía, dignos herederos del buenismo bien de la ciudad transparente de Loriga. Me recuerda ahora todo esto aquello del capitán Renault de la gendarmeria de Casablanca: «¡Qué escándalo! ¡Qué escándalo! Aquí se juega».

Y claro está, ha quedado patente. La respuesta del hombre masa no se ha hecho esperar, tanto de partidarios como de contrarios. El hombre masa, es decir, ese que es incapaz de desarrollar una visión para diferenciar los matices, el que no soporta los argumentos que entretejen la urdimbre de la sutileza o los detalles, al que no le interesan las reflexiones porque su deriva consiste en hacer bastión de las consignas y de los tuits, y cree que el mundo entero cabe en un eslogan; el hombre masa, como digo, quiere derribar muros y derruir instituciones porque sí, porque hay un presunto forajido que ha dilapidado la confianza que varias generaciones depositaron en él, o peor aún: justifican sus acciones y desvaríos fiscales porque simplemente no es un ciudadano más, fue el Rey, al que se le ha de permitir todo (hasta el derecho de pernada).

Me surge una pregunta de pura lógica clásica: si la monarquía debe caer por los negocios turbios por quien representa la institución, imagino yo que, análogamente, debemos pedir la supresión del estado de derecho por la dejadez y pasividad (eso de mirar a otro lado) del Consejo General del Poder Judicial, por aquello de que llevan algo más de dos años de legislación anticonstitucional y ni siquiera son capaces de mover un dedo para presionar a los que tienen en su mano renovar el mandato. O peor aún, por las reiteradas negativas de querer investigar al presunto corrupto real; o también la de la propia democracia, por la corrupción institucional y reiterada del Partido Popular o del terrorismo de estado socialista cuando ostentaron el poder. Nos parece absurdo, ¿verdad? Significa esto, pues, que las personas hacen las instituciones pero no son las instituciones, por mucho que algunos vociferen lo contrario. Hay una corriente, diría beligerante e intolerante, que quiere eliminar de la ecuación esta jefatura del estado por otra análoga (y muchísimo más cara). Miedo me da dejarla en manos de los representantes de los hombres masa visto lo visto...

No voy a poner en duda la honestidad o la falta de ella sobre la persona del mal llamado Rey emérito, lo que no comprendo es por qué un hijo tiene que ir al paredón por los pecados de un padre. Aunque aquí, al parecer, si a alguien se le pilla con las manos en la masa, ya está juzgado y sentenciado antes de sentarse en el banquillo. No sólo él, también toda su prole, familiares y amigos..., todos culpables y al paredón. Mirusté, primero presionemos para juzgar y probar hechos delictivos, y después hablemos. Bien es cierto que esos más de cuarenta años de bienestar social histórica de este país queda ahora más empañada que nunca. Pero de ahí a crucificar al resto de la familia porque alguien ha traicionado su confianza es como eliminar de la ecuación la fórmula matemática por haberla interpretado mal en un examen. Estudia bien antes de apresurarte a dar solución a los problemas...

La pandemia del buenismo bien es la enfermedad contagiosa que sufre el hombre masa del que hablamos antes: el que es capaz de resumirlo todo en un eslogan o de juzgar todos los hechos históricos de la humanidad con el código ético y moral del estúpido y retrógrado siglo XXI. Y en eso consiste el éxito de los líderes de los hombres masa, en contagiar a todos los de alrededor con su eslogan: si no estás con ellos, estás contra ellos (y si no, convertimos en la panacea de la sanidad un barracón moderno del siglo XV). En modo alguno exculpo de nada al que hace una fechoría. El que haga mal, que obre la justicia para ponerle en su sitio, y no para encubrir ni para mirar a otro lado. Pero si durante muchos años los que pudieron poner las cosas en su sitio estuvieron malcriando al niño y dando por bueno todo aquello que era malo, ahora me resulta indignante, qué digo indignnte: repugnante, que esos mismos le señalen con el dedo o, por contra, que tengan complejo de avestruz. Tanta culpa tiene el padre que le ríe las gracias al niño que comete las fechorías, como el niño que las perpetra.

Si hay algo que achacarle al ex monarca es que ha traicionado la memoria y la confianza de todos los que confiamos el timón en la persona que lideró este país durante cuatro décadas. Eso es lo más doloroso, más que todo el dinero del mundo y sus novietas de pega. Que alguien traicione tu confianza es un golpe que deja a la deriva a toda una institución y que a poco que aparezca un papel, una declaración al mejor postor (en eso hay medios expertos que han encumbrado a mamarrachos como líderes políticos), o un documento que ponga en duda la honorabilidad del actual Jefe del Estado por la mala cabeza genética de los Borbones, este país implosionará precisamente desde ahí, desde la propia jefatura. Bien podría resumirlo todo una pregunta y una respuesta, ubicada en el marco de la última entrevista concedida como monarca el actual rey emérito, aquella que protagonizó junto al desaparecido Jesús Hermida:

— ¿De qué se siente más orgulloso? —preguntó el malogrado periodista. 
— De haber cumplido con mi deber — respondió el monarca.

Sí, eso lo mas doloroso. Que presuntamente nos haya mentido a todos, que presuntamente nos haya traicionado (porque los indicios no habilitan la culpabilidad). Y no sólo a nosotros, la ciudadanía: también a su mujer, a su hijo, a sus nietos... Por eso no estaría de más que desde Casa Real se posicionara de una vez y tomase cartas en el asunto, sin desdeñar, desde luego, el papel fundamental de unas explicaciones bien clarificadoras del predecesor. Porque todos somos iguales ante la ley según la Constitución, por más que la lideresa del falso hospital de pandemias pretenda meternos con calzador y sin vaselina lo contrario y su cohorte de borregos le hagan la ola. Mirusté, no se me ocurriría siquiera pensar en derrocar la democracia porque una panda de mafiosos llamados políticos aprovechen su posición de privilegio para llenar sus bolsillos y los de sus amiguetes. 

Queremos un país transparente para ver hasta el color de la mierda que cagan especialmente los que cobran las nóminas que pagamos con nuestros impuestos. Yo lo veo bien, la verdad, es lo justo. Y si con ello conseguimos que también se nos vea la nuestra cuando procuramos en la medida de lo posible evitar impuestos (pagar y cobrar en "b"), o quedarnos con lo que no es nuestro a poco que el vecino descuide lo suyo.  Suena a disculpa, pero en modo alguno. Lo que me da miedo de todo esto en realidad es dejar en manos de los representantes de los hombres masa y líderes del buenismo bien de este país la Jefatura del Estado; por una sencilla razón: el hombre-masa, en la justificación de su incapacidad para el matiz y meter la complejidad del universo en un eslogan, es un bárbaro que acabaría llevando a su tirano populista al poder. Tenemos un ejemplo cercano, hace cuatro años, en E.E.U.U. Visto lo visto hasta el día de hoy, si hemos vivido los mejores años de nuestra historia, tampoco es menos cierto que estamos a las puertas de los peores a poco que esto continúe in crescendo en populismo, aceptando las noticias falsas como verdaderas. Se empieza haciendo un hospital de pandemias y acabamos pidiendo el voto de la tiranía, y a lo peor nos lo meten con calzador y sin vaselina... en eso tenemos experiencia y un historial muy largo.








Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat, 2020.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
    email this