Published junio 08, 2020 by

La hoguera de las vanidades


Hace muy pocas fechas se desgañitaba y destrozaba las manos todo cristo desde los balcones en reconocimiento a los sanitarios y cuerpos de seguridad del estado. Aplausos y gestos y gritos de apoyo por doquier podían sentirse en todos los rincones de esta, cada vez más, depauperada España. Es más, mucha gente lanzaba las campanas al vuelo proclamando que, superada la pandemia, nacería un ser humano nuevo de todo esto, que prestaría más atención a las cosas que importan y abrazaría un sentido de la realidad tan pragmático como emocional. Pues mire usted, nada de nada. A la ciudadanía le importa un huevo de pato la sanidad, y aún menos nacerá de todo esto (sin habernos siquiera acercado a superar la pandemia) un ser humano nuevo. 

En las sucesivas semanas he reiterado e insistido en la grave falta de memoria de la que adolece la raza humana (aquí, por ejemplo). Y no es recurrente que apele siempre a esta especie de mantra, pero la realidad deja en evidencia que, más que recurrente, es un hecho incontestable: la amnesia de este país es ya alarmante. Hace unas semanas salían a la calle una serie de descerebrados, irresponsables, y criminales en potencia, esgrimiendo cacerolas de diseño y palos de golf, con peticiones absurdas y protestas que parecían extraídas de la revista El Jueves (sospechaban ser secuestrados por el gobierno, y reclamaban libertad (sic) para salir a la calle; en realidad querían decir club de campo, chalet de la sierra o casita de la playa). Los muy irresponsables y criminales en potencia decidieron no respetar ninguna consigna sanitaria que valga; eso sí, cuando cumplidamente daban las ocho de la tarde se ponían a aplaudir y cantar eso de sobreviviré. Pues, mire usted, ahora son otros descerebrados, irresponsables y criminales en potencia que salen a la calle a protestar contra un estado racista a siete mil kilómetros de aquí, gritando consignas como «policía asesina» (supongo mal que bien que no se referirían a la que hace pocos días se le besaba los pies por la labor que realizaban en la calle), y lo de respetar la distancia social ya si eso tal... La cosa se comenta por sí sola.

Que sí, que tienen todo el derecho a manifestarse públicamente, un derecho constitucional y democrático, aunque pervertido en su misma esencia, porque toda libertad a la que tiene derecho cualquier individuo acaba siempre donde comience la de otras personas. Y se da la circunstancia que ahora la de las otras personas están fundamentadas ni más ni menos que en una urgencia sanitaria mundial. Teniendo en cuenta el grado de amnesia y de esquizofrenia que parece sufrir este país, especialmente provocado desde la continuada crispación política de quienes utilizan su bancada para deslegitimar las instituciones en un alarde de totalitarismo y populismo, lo que me extraña es que no acabe todo esto como el rosario de la Aurora, al más puro estilo La purga. Todo el mundo parece haber olvidado que han fallecido decenas de miles de personas ya; que el gremio sanitario ha sufrido y padecido calamidades infrahumanas y casi un centenar han perdido la vida; que los cuerpos de seguridad también sufrieron mismas consecuencias; que ha costado casi un diez por ciento del producto interior bruto a las arcas del estado la dichosa pandemia (y que será aún más cuando todo esto se estabilice); que se ha destruido cientos de miles de puestos de trabajo; etc.

Visto lo visto con las manifestaciones de cacerolas, palos de golf y mercedes descapotables reivindicando idioteces que dudo mucho que siquiera comprendan; y ahora las que claman contra la brutalidad policial endémica de otro país a miles de kilómetros, pero simétrica a la del nuestro, que se está desarrollando por todo el mundo como un fenómeno de masas; no es mas que una flagrante falta de respeto generalizada hacia las autoridades sanitarias y sobre todo a la vida del vecino, amigo, familia o prójimo en general. Importa un pimiento frito sin sal que Gobierno Civil la haya permitido. Sencillamente hay que tener mucha falta de escrúpulos morales y éticos para acudir a estas manifestaciones, o a cualquier otra que fomente concentraciones sociales en estos tiempos de pandemia y con la que está cayendo en las UCIs y demás pabellones sanitarios.

Conclusión, nos importa todo una mierda, hay que decirlo así de claro, y sobre todo asumirlo. Nos importa poco el respeto miles y miles de víctimas y familiares que han sufrido las consecuencias de este virus. Nos importa poco el respeto al prójimo. Nos importa poco, en definitiva, la propia democracia. Una palabra con la que todos, tanto electores como electos, suelen llenar sus bocazas hasta atragantarse, pero por sus actos demuestran que ni tangencialmente logran acercarse a su esencia. La soberanía popular deposita su confianza en representantes a los que votan para que ejerzan el poder para gobernar un estado, y deben hacerlo con las garantías de defender y tolerar todas las ideas que recaben apoyo popular, especialmente las que se ubiquen en el polo opuesto. No es difícil de entender, pero parece imposible de asimilar.

Las sacudidas por las que se rige la ciudadanía mundial discurre por una finísima frontera, la que confunde deseo con capricho. Y en este país (en todo el mundo también pero especialmente aquí) desconocemos el significado real de la palabra democracia. Ni siquiera la inmensa mayoría sabría diferenciar capricho y deseo. Hay un termómetro con el que fácilmente se confirma esa dicotomía. En cuanto alguien alza la voz esgrimiendo una reflexión contraria a la que se propugna, ipso facto se le califica de facha o rojo, según se tercie, con un tinte de desprecio aborrecible y de ignorancia propio de sectarios totalitarios. Peor aún: cuando cualquiera de nuestros amigos, conocidos, admirados, personajes públicos o famosos parece que tiene ideas contrarias a las nuestras, tachamos de nuestro ideario y extremamos nuestras reticencias hasta alejarlos de nuestro ámbito de confianza. Actuamos por el impulso de un capricho, no de un deseo. De primeras quizá no lo entienda, pero si lo piensa bien verá que estoy en lo cierto. Nuestro sentir más próximo está siempre con los borregos que más que pensar, embisten; bien lo supo Machado y toda su generación. Me gustaría saber dónde quedó aquello de «desapruebo lo que dice, pero defenderé hasta la muerte su derecho a decirlo». Porque este capricho de alzar una bandera para tapar la del vecino, sin ningún deseo de saciar el apetito de la reflexión, donde poder construir una opinión crítica capaz de llegar a un clima de consenso, va a llevar a este país a la hoguera de las vanidades. Ni siquiera nos hemos librado de la pandemia y hemos vuelto a ser los cainitas que siempre hemos sido, los cainitas que siempre seremos.







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