Published agosto 05, 2019 by

Morir es no estar nunca más con los amigos

Pocas cosas me sorprenden de la sociedad que estamos permitiendo construir a la orilla de nuestros dominios. Es tal el nivel narcótico que impregna todo cuanto llega a nuestras fauces que apenas si consigue inquietarme algo. O me he idiotizado en demasía, o he vivido mucho más de lo que debiera. A veces incluso reflexiono sobre ello y pongo en duda si he muerto en vida, aunque parezca contundente la conclusión. Parece que aún no, todavía quedan amigos en los que apoyarse. Tampoco creo que haya vivido en demasía, porque la vida es en sí misma una droga dura de la cual es difícil desintoxicarse y por ello todos vamos directos a camposanto antes o después; nos consumimos por sobredosis de vida: siempre quedarán cosas por vivir. Puede incluso que, hasta por el hecho de que esté escribiendo esto, se me excluya de los idiotizados del mundo, aunque, a fuer de ser sincero, de esa mácula nadie escapa del todo.

Vivimos sumergidos en un nivel de indolencia e hipocresía capaz de preñar de plástico todo el mar de agua del que estamos hechos. Apenas pestañeamos y olvidamos lo sucedido hasta que alguien lo recuerda de pasada a la sombra de unas tapas en el bar virtual de Facebook o Instagram, regadas con una refrescante cerveza cibernética que nunca paladearemos... y ahí queda todo: la vecina sigue invirtiendo en plástico para su cara y sus curvas y seguimos utilizando plástico hasta para beber agua. Normalizamos todo cuanto caiga en nuestras manos desde las redes sociales. La misma muerte, por ejemplo, cuando cada cual expande como un virus con el tacto de un dedo con el fin de predicar sobre el dolor que al final permanece inerte en esa misma orilla de lo virtual que linda con la realidad. Apenas aparece un nuevo aliciente la realidad ha caducado.

Sucede con todo lo que ocurre en la nuestra vida (cuando digo «vida» me refiero al primer mundo y también al segundo, el tercero padece ya de por sí un infierno del que resulta imposible salir tal y como está diseñada la dinámica de consumo actual). Alguien tiene éxito y afilamos los colmillos  para ignorar su felicidad como lágrimas en la lluvia que cae sobre la isla Perejil. Si por otro lado cierran las fronteras de todo un país por alerta de epidemia de ébola, ni siquiera prestamos atención a las noticias porque dejamos que suene de fondo mientras acabamos el plato de comida que aquellos que sufren en aquel país remoto jamás podrán catar. Un afamado músico que nunca hemos escuchado fallece y nos apresuramos a compartir la noticia con fervor con tal de dejarnos llevar por la corriente de todas las redes sociales a las que estamos suscritos, sin dejar de lamentar la pérdida al compás de tal o cual canción...  que nunca escuchamos y olvidaremos antes de que salga el sol o un gallo cante tres veces. Todo cuanto se toca está sujeto al exhibicionismo del que más sabe, del que más bonito lo dice, del que más impresiona... eso que todos conocemos como «postureo», y que todo cristo practica sin pestañear antes de decir «yo no lo hago, yo sólo comparto».

Eso mismo... Compartimos todo cuanto sucede a nuestro alrededor, idealizando hasta la extenuación cuanto pueda captar nuestra cámara, preñando de filtros cada pixel para enmascarar así la realidad de tristeza y desamparo que nos abruma a diario. Y qué decir de las ideas políticas, que han entrado en una guerra inaudita sobre la paleta de color amalgamada de la idiotez, tan abigarradas que la imagen de una anciana rebuscando en la basura sirve de arrojo venenoso a izquierda y derecha para reivindicarse; y sin embargo ambos extremos se abrazan en el mismo espacio de inacción, porque ninguna de las partes consigue remediar que continúe sucediendo cualquier tragedia humanitaria. Les interesa tener armas arrojadizas que alimente la voracidad de sus fieles; el odio y el rencor hacia algo tan intangible y superfluo como una idea contraria: se odia el continente, no el contenido. ¿No es del todo absurdo? Tiene explicación. Amamos cuanto vemos, no lo que habita en el interior. Las ansias de parecer prevalecen sobre lo real y por eso somos capaces de comprar un objeto con tal de que nos lo presente en esa caja tan bonita donde va guardado, aunque el objeto tenga nula utilidad.

Y en la cúspide de todo lo que nos va ahogando y nos impide luchar para emerger a la superficie tenemos a ciertos animalillos que van mostrando día a día sus inauditas e incalificables habilidades, lo ostentoso de sus vidas ficticias o lo más magro de su complexión con el simple objeto de exhibirse en esa carnicería que sólo existe en la ensoñación de cuántos les imitan, que aspiran a tener una vida que nunca tendrán y acaban copiando esos modus operandi de la fauna intrépida de las redes sociales. Ya desde pequeñitos permitimos incluso que admiren en sus tabletas cómo juegan otros de su edad en un duelo en el que sólo en sus deseos ganarán; circunstancia esta que inculcará en sus cabecitas cómo de mayores ser todo un bufón medieval moderno, al que se le ha dado por denominar influencer, anulando así el bastión artístico universal de un niño: la imaginación. Se construye desde esa perspectiva una sociedad que no crea, sólo copia patrones.

Sentimos la urgente necesidad de identificarnos con etiquetas o que somos o pertenecemos a algo o a alguien, curiosamente en una era marcada por ofrecernos de manera ominosa la apuesta personal por la libertad y la independencia. Compra el producto, conduce el coche, adquiere la casa..., y siéntete libre como un pájaro, como si la libertad tuviera alas. Esa libertad, cualquiera de las libertades, tiene siempre un precio, el precio que nadie te revela hasta que te toca pagar... y luego llegan los lamentos. Bob Dylan lo estampó entre signos de interrogación: «¿Acaso los pájaros no son prisioneros del cielo?». Sumamos etiquetas para identificarnos en cualquier lugar del mundo. Nos han inculcado que globalizar todo cuando sucede en cualquier rincón nos hará más libre y en realidad nos ha hecho caer en una esclavitud cuasi perfecta, sin necesidad de cadenas ni verdugos con látigos. ¿Acaso la inmensa mayoría de mortales no trabajan desde el móvil o la tableta en su período de vacaciones? Desconéctate, perderás el empleo...

Siempre tuve presente que la poesía era el único instrumento capaz de cambiar las cosas, todas estas cosas. En mi inmensa ignorancia ya sólo soy capaz de creerlo de manera utópica, porque comprendí que sólo podrá cambiar cosas en mí, no en los demás; dado que la poesía de hoy, la que alientan tanto críticos como intelectuales y sobre todo editoriales, se está ahogando en la misma orilla en la que se ahoga todo lo que nos incumbe como seres vivos, se ha alejado una inmensidad de su utilidad primordial: reflexión, metáfora, sentido. Basta una simple ocurrencia ideada desde la escatología matutina sentado en la taza del váter, apoyada por cientos, si no miles de borregos amaestrados en esas lides del deseo de las vidas ajenas, para que, como una plaga, se expanda ese mensaje erróneo por doquier, hasta llegar a las plataformas editoriales más mediáticas, que luchan por esos adalides de la escatología para hacer caja con ello.

En la poesía se concentra el universo en breves palabras. Una amalgama de reflexión que alberga tanta importancia, que tanto el mensaje como lo escrito confluyen en un mismo plano, dando a luz una realidad universal. El poeta no tiene por finalidad comunicar un pensamiento, sino despertar en los demás un estado emocional en el que nazca un pensamiento análogo (pero no idéntico) al suyo. La ‘idea’ desempeña (en él como en los demás) tan sólo un papel parcial”.  Así reflexionaba Paul Valéry y es totalmente lo opuesto a lo que nos han inculcado en este último lustro: la idea es el papel primordial y el estado emocional que surge como consecuencia es tan sólo algo secundario; tanto, que se premia la la estética, y no así la consecuencia universal de la poesía: el estado emocional que da como resultado una reflexión. Nos han inculcado de un modo pertinaz que debemos amar el continente, no el contenido. Uno llega a oír incluso cómo hay quien se decide a comprar un libro por lo bonito que es.

Tal es así, que hasta a ciertos elementos cuasi analfabetos de la sociedad se les considera adalides del abismo y, por extraño que parezca, hasta prestigiosos poetas y catedráticos de postín se apresuran a auparlos a la categoría de gestores de una cultura de la que carecen. Dicho así, dan la impresión de ser capaces de vender a una madre por salir en una foto para que se viralice su presencia por doquier a cambio de prostituir la verdadera esencia de la poesía: despertar estados emocionales con capacidad de hacer brotar vida en ese estado de reflexión permanente al que obliga, o lo que es igual, concentrar el universo en unas pocas palabras. «Nos seguirán porque salimos en la foto con fulano y mengano, ¡qué privilegio!», he llegado a oír. Quizá sea ése el quid de la cuestión por el cual todo el mundo parece haber tomado un interés desmedido en hacerse poeta: propagar su popularidad con aquestos adalides del postureo y viralizar esa aureola. Es la realidad: la poesía se ha transformado en un mero adorno que decora los muros infinitos de las redes sociales. «Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan / decir que somos quienes somos, / la poesía no puede ser sin pecado un adorno», escribió Gabriel Celaya (La poesía es un arma cargada de futuro). Un adorno de sin un claro futuro que parece morir en su misma orilla. Porque «morir es no estar nunca mas con los amigos», apuntó Gabo. Y la poesía, más que ser un elemento vinculante, se ha convertido en excluyente, y por tanto elitista e impoluto, que no toma partido por nada ni por nadie y ni tan siquiera es capaz de mancharse las manos. Podría decirse que ha dejado de ser un alarde de valentía, es todo lo contrario.

En la orilla de mis dominios yo sólo quiero y deseo que habite la amistad al cobijo de cervezas, vinos, tapas, cenas, buenas charlas, mejores reflexiones y, cómo no, abrazos y cariño. Esa orilla es un lugar donde escuchar es un instante eterno y ayuda a desoír el ruido que perece donde desfallece todo a día de hoy. A modo de profecía decían los versos del poema de Celaya que mencioné antes: «Estamos tocando fondo. / Maldigo la poesía concebida como un lujo / cultural por los neutrales / que, lavándose las manos, se desentienden y evaden. / Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse». Hay que tomar partido hasta desfallecer en la orilla, donde siempre estarán los amigos esperando para ayudarnos a tomar aliento y ponernos en pie. Y si alguna vez no los hallamos cuando nos desplomemos desfallecidos sobre la arena y casi sin aliento, entonces habremos muerto. Porque tan cierto como escribo estas últimas líneas, ser honesto y enfrentarse don dignidad y verdad a todo cuanto ha quedado atrás en esta reflexión te pone en entredicho ante un pelotón de fusilamiento, y los muros de las lamentaciones acaban repudiándote y empujándote a un mar de despecho y desprecio con el único fin de que mueras solo sobre la orilla. 








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