Published febrero 07, 2019 by

El compromiso con la solidaridad

Una bandada de zuritas hambrientas se pavoneaban en torno a la fuente al tiempo que picoteaban en el suelo desordenadamente. Apenas transitaba gente a esa hora por la plaza de la Constitución, a pesar de ser día laborable. El sol radiante palpaba con sus tentáculos coruscantes los primeros recovecos de los soportales y las esquinas. Aparece por calle Especerías un anciano, meditabundo y harapiento, que lleva consigo toda una suerte de cachivaches varios y un bocadillo en la mano. Se le adivinaba caminar con intención de ocupar algún banco de piedra donde sentarse y poder disfrutar del manjar matutino, pero entre los adornos festivos, los arreglos intempestivos aquí y allá y algunos ocupantes en los pocos asientos disponibles, le obligaron a sentarse en uno de los escalones del marco incomparable del escaparate de una de las tiendas más exclusivas de la plaza, aún clausurada al público.

Deglutía con voracidad su pequeño bocadillo de margarina con mortadela, obsequio de Fernando, el dueño de una cafetería que atendía desde bien temprano a los valientes más madrugadores, también a esas aves nocturnas de extraño pelaje que tomaban el último tentempié antes de plegar alas y anidar. Al salir de aquel templo del café, observó un enorme cartel publicitario. «Nuestro compromiso con la solidaridad». Así rezaba el pasquín justo a la izquierda, junto a la puerta. La foto hacía alusión a la abnegada labor de apoyo incondicional que la tienda exclusiva, la misma donde había decidido tomar asiento para degustar su manjar con tranquilidad, ofrecía a los más desfavorecidos. El viejo lo contempló sin embargo con desgana, escupiendo una sonrisa de hastío preñada de resignación. Y la bandada de palomas que revoloteaba por las inmediaciones perdía algunos de sus integrantes que comenzaron a pulular por sus cercanías.

A medida que descuajaba cada bocado del bocadillo, pellizcaba pequeñas migajas que repartía entre las más aventuradas a acercarse, aunque eran las más avispadas las que arrebataban de un modo hostil, casi febril, esos suculentos trofeos. Una de ellas, a unos metros, viendo que no se hacía con ningún adarme, se conformó con abrevar en el hueco de la esquina levantada y mellada de un mampuesto de mármol que acumulaba un minúsculo charquito de agua. Al viejo le llamó la atención aquella paloma de color azabache bastante lóbrego, que con las mismas alzó el vuelo y fue a mejor abrevadero, que no era otro que la fuente de Génova, pocos metros más allá.

Las correderas de la exclusiva tienda comenzaron a descubrir las impolutas cristaleras que ofrecían todo tipo de promesas al veinte, treinta y hasta el cincuenta por ciento de descuento, dejando entrever los impostados modelos sin rostro que ostentaban inertes el variopinto vestuario en actitudes inverosímiles y difícilmente creíbles. Entonces una centella apareció entre las cristaleras de la puerta del local, que se abrieron de forma repentina como si se tratase de Moisés atravesando el mar diáfano de aquel parapeto cristalino, un individuo enjutado en un traje cuyo corte casi le caía a medida, ancho de espalda, alto, repeinado de tal modo que su cabello parecía un pequeño manto hilado de fina seda blonda, buena planta y bien parecido. Un ángel querubín portador de nuevas. El distintivo de la solapa le bautizaba de manera formal don Pablo. Con la diligencia de un apóstol se dirige al viejo, que aún se debatía entre los bártulos y lo que le quedaba del bocata, que sustentaba en ese instante entre los dientes, y le espeta sin la vaselina de la educación mínima de unos buenos días: «Señor, aquí no puede quedarse. Váyase a otro sitio».

El anciano ataja como puede sus míseras pertenencias y consigue incorporarse, aún con el bocadillo sujeto entre los dientes. Dos pasos más allá tropieza con el saliente de mármol del suelo donde la única paloma negra entre la turba emigró a aguas más cristalinas para saciar su sed. El resto de bocadillo con margarina con mortadela fue a parar a las cercanías de aquella paloma negra, que por ser más discreta y menos atrevida que las demás le llegó de boca del viejo lo que para él era limosna y para ella un manjar apoteósico. Aquella montaraz zurita atacó con locura desmedida, picoteando a diestro y siniestro todo cuanto pudo antes de que la horda de compañeras se abalanzaran hacia el pan suyo de cada día, lleno de churretes de gracia, el señor siempre estaba con ellas... Desde el suelo, se sonrió el viejo viendo que aquel tropiezo, sin quererlo, supuso un pequeño pero verdadero compromiso con la solidaridad, y sin foto publicitaria que lo atestiguase. Miró al cielo, esperando alguna señal divina que pudiera otorgarle el mismo premio que recibieron aquellas desamparadas que vivían de la caridad humana, pero lo único que obtuvo fue una soberbia deposición de una de las muchas palomas que se arrojaron hacia el festín.








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