Published febrero 13, 2019 by

¿Habrá otro más pobre y triste que yo?

La mañana se mostraba desabrida, con tizne de melancólica, algo abúlica y aroma bucólico. La gente parecía llevar escrito en el rostro aquellos versos de Calderón: «¿Habrá otro, entre sí decía, / Más pobre y triste que yo?». Con esos trazos caminaba la concurrencia con parsimonia, denotando cierto hastío, que iba embotado de costumbrismo monótono cada arteria de la ciudad. Algo pareció llamar la atención de todos, como si hubieran encontrado oro en ese pequeño detalle que resalta entre la tibia ceniza de lo cotidiano. Imposible caminar por la acera para embocar el mercado de Atarazanas y al otro lado (me separaba el torrente de alquitrán que regurgita por pura diacronía folcrórica el tráfico rodado) vi cómo un par de individuos atendían a una señora mayor en el suelo; al parecer había sufrido un vahído. Zurría hasta en lo más recóndito de mis entrañas al ver, prudencialmente cerca, unos adolescentes grabando la situación con sus respectivos teléfonos, incluyendo selfies, a mi parecer, groseros y maleducados. No cabe duda que a los pocos segundos harán las delicias de sus seguidores y amigos de Instagram, Twitter o de donde demonios, a estas horas ya, hayan subido sin duda alguna esos vídeos y fotos.

El sociólogo Henri Tajfel, desarrollando la Teoría de la Identidad Social (les dejo aquí un pequeño extracto para el que no esté relacionado con ello o quiera saber algo más del asunto), llegó a la conclusión, entre otras cosas, de que tendemos a compararnos entre nosotros con estatus inferiores, porque nos hace sentirnos mejor y hace tener de nosotros mismos una imagen positiva. Algo así como hacernos un selfie junto a alguien y que el resultado nos halague por la extraordinaria fotogenia conque nos representa y quien está a nuestro lado aparezca con los ojos entreabiertos, por ejemplo, en un gesto poco ortodoxo. Cuando salimos ganando en la comparación, sentimos que el otro pierde y nosotros ganamos, en nuestro interior dibujamos una estupenda sonrisa y nos alegramos, porque nosotros ganamos, los otros pierden. Este el morbo de comportamiento social que, cuanto más individualista es el ser humano, más se encona en las entrañas va in crescendo y ocupando un espacio en todos los estratos sociales, económicos y hasta políticos. Y además es un sentimiento primitivo, ancestral, que tiene mucho que ver con repudiar lo ajeno y proteger lo que siente uno como propio, eso que ahora algunos tratan de poner de moda: los nuestros, sí; los otros, no.

Personalmente, aquel representativo gesto de los adolescentes supuso, a mi juicio, un ejemplo de muchos para evidenciar cómo disfruta el ser humano con el espectáculo del dolor ajeno. A estas alturas de la vida, quién no ha presenciado, mientras iba en el coche, a las asistencias sanitarias y la policía o la guardia civil poniendo todo de su parte para restablecer en la medida de lo posible el orden en la carretera tras el impacto de dos o tres vehículos. Todo el mundo ha ralentizado la marcha para ver todo cuanto se pueda ver. Nos produce morbosidad el mal ajeno. La teatralidad de la catástrofe. 

Morbo, dice la RAE, que es «enfermedad», «interés malsana por personas o cosas», «atracción hacia acontecimientos desagradables». Esta sociedad sucumbe cada vez con más descaro e impudicia. Cuando unos jóvenes son capaces de impresionar a sus seguidores con vídeos del síncope de una anciana en plena calle, con el espectáculo dantesco de los medios informativos recreándose hasta la saciedad en la desgracia de un pequeño atrapado en un pozo, con las interminables reproducciones de la guerra en Siria que produjo miles de masacres, o con los millares de cadáveres de los que se va nutriendo el mar mediterráneo casi a diario (mueren 2 niños ahogados cada día en el mediterráneo).

Los síntomas de que vivimos en una sociedad enferma, morbosa, interesada especialmente por los acontecimientos catastróficos o las desgracias personales, es precisamente la falta de respeto, la escasez de ética, la ausencia de tolerancia hacia lo ajeno, sobre todo a la privacidad del dolor ajeno, anda en vías de extinción. La familia del pequeño fallecido en un pozo sigue de duelo y tendrá que llevar en sus conciencias la retransmisión en vivo y en directo de la extracción de un féretro bajo la tierra y es evidente que la noticia ya no interesa a nadie, y mucho menos el dolor de esa familia. La comunión de los medios de comunicación para ponernos al día, a la hora de almorzar o de cenar, en relación a la crisis humanitaria preñada de millares de cadáveres sirios, es un escarnio que ya no interesa a nadie; que sigue su curso, pero ya ha dejado de ser novedoso, porque ésos no son los nuestros y porque la morbosidad de la desgracia ajena, la teatralidad de la catástrofe, radica en la primicia; una vez el conflicto ha llegado a los confines de la tierra, y se vuelve costumbre, deja de interesar. Hemos convertido la morbosidad, el dolor ajeno, en un entretenimiento informativo, en un espectáculo dantesco, en la perversidad más absoluta, en la falta de respeto al duelo y al dolor más repugnante. Cuando se traspasa la finísima línea que separa la información de la morbosidad, la costumbre acaba normalizando situaciones que si la sufriéramos en lo personal, difícilmente pudiéramos dormir tranquilos y apenas deglutir como almas penando por el purgatorio. Todo ello denota una falta de madurez y de desarrollo intelectual, sobre todo moral, fuera de toda órbita. Poco importa si un acto es pequeño e inofensivo o grande y universal: «El que es fiel en lo muy poco, es fiel también en lo mucho; y el que es injusto en lo muy poco, también es injusto en lo mucho». (Lucas 16:10).

Apenas si hemos desarrollado verdadera empatía desde el siglo de oro hasta ahora. Resulta incluso escabroso que perviva la sensación de estar reivindicando derechos y conquistas sociales que parecían haberse establecido y asumido por la sociedad y el estado de derecho. Cuando la moralidad se distancia del pudor, da pie a que se desarrollen hábitos, como los que he grafiado al inicio. La respuesta a la pregunta de si «¿Habrá otro más pobre y triste que yo?», el propio Calderón ya había sido el mejor ejemplo de sociólogo (y mucho antes el infante Don Juan Manuel: «Por pobreza nunca desmayéis, pues otros más pobres que vos veréis».); es de lo más elocuente y resume bien toda vorágine de lo que es la miseria del ser humano: «Y cuando el rostro volvió / Halló la respuesta, viendo / Que iba otro sabio cogiendo / Las hierbas que él arrojó». Seamos sinceros: cuando dejé atrás aquellos jóvenes regodeándose en la más absoluta repugnancia, me prometí escribir esta parrafada y quería terminar con el deseo, al menos, de que quien venga detrás, recoja las hierbas que acabo de arrojar.








Cuentan de un sabio que un día
Tan pobre y mísero estaba,
Que sólo se sustentaba
De unas hierbas que cogía.
¿Habrá otro, entre sí decía,
Más pobre y triste que yo?
Y cuando el rostro volvió
Halló la respuesta, viendo
Que iba otro sabio cogiendo
Las hierbas que él arrojó.

Quejoso de mi fortuna
yo en este mundo vivía,
y cuando entre mí decía:
¿habrá otra persona alguna
de suerte más importuna?
Piadoso me has respondido.
Pues, volviendo a mi sentido,
hallo que las penas mías,
para hacerlas tú alegrías,
las hubieras recogido.

(Calderon de la Barca, fragmento de "La vida es sueño".)






Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat, 2019.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
    email this