Published enero 08, 2019 by

La vida es nada, y sin embargo lo es todo

Con el objetivo de penetrar de nuevo en uno de esos mundos imaginarios en los que me sumergía con regularidad, pretendía escabullirme de la vigilancia de alguno de mis hermanos y de mi madre, cuando ésta parecía trastear en la cocina algo que me resultó extraño.  Espiaba tras el quicio de la puerta y vi cómo sacaba del refrigerador una gran bola de color rojo y la colocó sobre una tabla. Cuando agarró el cuchillo para seccionar aquella mole intuí, como es lógico, que se trataba de algo comestible. ¿Qué demonios sería eso? ¿Una fruta exótica? ¿Un dulce tal vez?

Sajó desde el centro hacia abajo y a continuación hizo otra incisión similar para separar una cuña. Cortaba un poco de aquella cosa amarillenta envuelta en una capa roja de varios milímetros, bastante maleable según comprobé al acercarme y ver cómo mi madre separaba esta capa de aquella carne ambarina. Manaba un olor nutritivo, una fragancia avainillada con un fondo azafranado y dulzón que no olvidaré jamás. Aquello podría ser una insignificancia, apenas nada, pero para mí fue un todo.

Mi madre vio el interés que ponía en ese extraño producto que cortaba en cuadraditos y me dio a probar una pequeña tira de la parte más fina de la cuña, al tiempo que ella se llevó otro trocito a la boca y deglutía, tildando cada movimiento mandibular con un sonoro «mmmmm», e invitándome a que hiciera lo mismo que ella. Palpaba esa textura maleable y amarillenta y la imité. Aquel sabor sigue aún erizándome los vellos al rememorarlo. ¡Cómo se deshacía en la boca ese trozo lechoso y extraño! Sentí ese sabor lácteo, penetrante y cremoso abrirme el estómago en canal y llamaba a continuar comiendo de aquel manjar exquisito. Le pedí un poco más y mi madre me metió otro trozo en una pequeña rebanada de pan que dividió por la mitad. Me dejó en la mano un mini bocadillo de aquella ambrosía. Cuando dio la vuelta a la bola desgajada y la cubrió con un papel graso, pude ver en la etiqueta una palabra: Edam, seguido de otra palabra que pasados los años supe que se trataba del origen, Holland. No tenía idea de lo que significaba eso. Que es de Holanda, queso de bola, me decían.

Con insistente regularidad volvía por la cocina, día sí y día también, pidiendo un poco de esa manduca celestial, esa delicia amarillenta envuelta en lo que parecía ser una especie de cera roja que la cubría. Pero no hubo suerte, aquello se reservaba para contadas ocasiones y en especial para mi padre.

Pasaron dos décadas desde aquello. Vivía en Málaga y no en la France como cuando era pequeño. Muchas otras veces había disfrutado de aquel sabor de la infancia, aquella textura suave y sedosa del comúnmente conocido queso de bola; que es decir cuasi técnicamente queso estilo edamer o de denominación de origen Edam. Quizá aquel primer episodio fuese el culpable de mi confesa devoción incondicional por el queso. Pero nunca paladeé un queso Edamer como aquel que comí en Givors..., hasta que tuve la oportunidad de visitar el lugar de origen del cuajo lácteo.

Allá por 1994 salí a conocer otros mundos por la vieja Europa. Dos compañeros y el que les firma vendimos todo lo que teníamos de valor, incluida una pequeña empresa de limpieza y servicios que sosteníamos mal que bien (dado que la crisis económica del 93, no solo nos destrozó a nosotros, sino a todas las pequeñas y medianas empresas de por entonces; con lo que tuvo aquello como consecuencia del incremento de la tasa de paro a límites que no se habían conocido hasta el momento). Salimos disparados hacia no se supo nunca bien dónde ni por qué. Sólo sabíamos que para nosotros era apostar a todo o nada.

Después de muchos avatares, llegamos a la pequeña ciudad de Edam. Me impresionaron los canales que cruzaban el pueblo de lado a lado, como si se tratasen de arterias llevando y trayendo la vida que abigarraban la pulcritud del silencio al suave rubor de la luz. Se respiraba una paz y sosiego que jamás he sentido en ningún otro lugar. Llamaba poderosamente la atención que todas y cada una de las casas mostraban amplios ventanales, como si se mofaran del cortinaje que aislase la privacidad de ojos indiscretos: todo quedaba a la vista del peatón. Por otro lado, el rumor del agua susurraba por cada recoveco invitando al remanso de paz que horadaba y quebraba la inquietud, tan untuoso como una loncha de queso cremoso sobre una hogaza de mansedumbre perpetua. Y recordé, obviamente, que aquel era el lugar de origen de uno de mis quesos predilectos.

Hicimos un pequeño inciso en nuestro paseo matutino por el pueblo y pasamos aquella mañana por los famosos diques holandeses hasta la cercana localidad de Volendam. En las lindes de unos prados con gran afluencia de vacas lecheras pastando en un frondoso verde, que se prolongaba y derramaba como el sabor lácteo de los quesos, nos encontramos con uno de los fenómenos que más me pudo impresionar; a cualquiera que le corra sangre mediterránea por las venas: en lo alto de esa frontera entre el mar y la tierra, pude comprobar por mí mismo por qué a los países bajos se les denomina así. Mirando en la dirección marcada por el muro, el mar queda un par de metros por encima de tierra firme. Resultaba poco menos que hipnótico. El abismo y el todo separado por la nada, que es una frontera, un muro..., la vida.

Regresamos a Edam. Andaba como loco en busca de alguna tienda para adquirir un buen queso de bola y hacerme un buen bocata de edamer. No tardamos demasiado en localizar un paraíso de cuajos. Uno de los cientos y cientos de quesos dispensados por todas las estanterías centelleó con especial hincapié, una pequeña estrella redonda entre todas las formas y dejos que dormitaban por doquier. Se enseñoreaba coronada por una etiqueta azul, envuelta en un círculo dorado, y cuyo interior mostraba la marca del queso en cuestión, la cabeza inconfundible de un león sobre una especie de escudo rojo. Mostraba la iconográfica ilustración de una vaca; y bajo todo ello las letras inconfundibles que tenía grabada a fuego en mi memoria: EDAM─HOLLAND. 

No hay cosa peor que intentar hacerse entender en un idioma ajeno al del extranjero. Pero nada más hermoso que lograr la comunicación y el entendimiento entre dos seres humanos, por muy contrapuestos que parezcan. Entre mi inglés macarrónico y limitado y su español más bien decente, comprendí que los mejores quesos del estilo por el que preguntaba eran el curado y uno más bien cremoso que llevaban haciéndolo toda la vida (al menos desde que aquella holandesa de mediana edad, de carnes generosas, ojos cristalinos de un azul infierno terrenal, y sonrisa abierta y sincera, tenía la tienda hacía unos quince años). Por el precio módico de seiscientas pesetas nos llevamos el más cremoso y Antje nos regaló una cuña del curado.

La experiencia única de rememorar el sabor de la infancia es como cruzar por el cenagoso lago del tiempo y volver a la isla solitaria multicolor de la niñez, paraíso que suele estar aislado por el fango espeso de la escuálida memoria madura. Algunas veces, un solo instante, un olor insignificante, un sabor peculiar, una melodía, nos retrotrae a otros mundos y otras épocas que, como diría Peter Kolosino, en efecto, «son otros mundos, pero están en este». Eso y nada lo es todo. La vida puede ser un pequeño trozo de queso Edamer cuando aún ni siquiera sabes lo que es. Cuando regresé de aquella experiencia europea llegué sin nada en las manos, quizá con piedras en los bolsillos, pero con la memoria enfangada de recuerdos y el estómago lleno de experiencia. Y supe entonces, al recordar aquel viejo episodio en Edam, que la vida es apenas nada, si acaso una cuña de queso edamer, y sin embargo lo es todo.








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