Published noviembre 15, 2018 by

Alas para el egocentrismo









Sé que los árboles soportan estoicos
sus largos reposos, su sueño.
Y entre los abrazos del céfiro
cierran los ojos y susurran:
¿Quién pudo darte alas?

Veo la volátil mancha de su frac
como el borrón caprichoso de un niño.
Esa vanagloria le sostiene,
envenenándonos con el soplo
de quien cree ser espejo del mundo.

En sus cortos vuelos
arrastra puntos suspensivos,
en la atalaya de su reposo
derrama graznidos de arena:
espejismos de su candidez.

Todo lo mira de soslayo
sobre su mullida nube de algodón
para no ver el afilado pico de proyectil
presto siempre a derramar sangre inocente.

Bajo el brillante polvo celestial
que viste sempiterno luto
por las víctimas de sus afiladas garras,
oculta el alabastro que tiene por corazón
alimentando al grillo que ahí habita:
narrador de melodías autocomplacientes,
subrepticia constante y cíclica
cuyo estertor evita el susurro
de la sinfonía matinal que empapa el infinito.

Lástima que evite
el contacto con el suelo:
el hedor inflamable a carroña
que escapa de sus bramidos
le obliga a escapar del calor de la hierba
que arde amarillenta hasta el cadáver del Sol,
porque abrasaría sus zarpas y sus alas…
Sólo al anochecer, cuando todos duermen
y los árboles despiertan,
acerca su presencia a tierra firme.

Con el sol en guardia,
con su espada en alto,
enhiesto el orgullo
y vanidosa la insolencia,
nunca se atreve a volar sobre el mar,
porque el bruñido azul del piélago
refleja el monstruo que no quiere ver.
¿Quién pudo darte alas,
miserable cuervo del egocentrismo?



(Inétido, 2001)


                              




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