Published febrero 13, 2017 by

Un problema educacional

La idiosincrasia hispánica pasó por ser retratada con audacia supina en El Lazarillo de Tormes. Esta manifiesta realidad, sin embargo, ha servido casi de excusa (y, según leernos y oímos declaraciones políticas, también de refugio) para que una manada de sinvergüenzas, chorizos y mangantes varios hayan dilapidado el bienestar, futuro y estabilidad de este país y lo hayan sumido en una crisis económica mucho más profunda de lo que ha heredado del otro lado del charco. Peor aún es la crisis moral y ética que ha sobrepasado a toda la sociedad occidental. Esto es, en síntesis, un problema educacional. Nace en el fondo de cada hogar, en el modo de afrontar la vida desde la perspectiva individual de cada sujeto.

El vórtice cíclico en el que trasegamos por la vida me otorga el beneplácito de observar el proceder de la plebe, viendo cómo se repite como un bucle hasta que se quiebra, y da paso a otro regenerado o nuevo, distinto, porque ya logramos aprender del anterior. Un par de ejemplos espaciados en el tiempo, pero que sostienen en el pedestal de la realidad este prólogo, dan buena cuenta de la vileza y crueldad del carácter, picaresco, chabacano, rastrero, propio de catervas con reducida materia gris, que ha caracterizado la desventura de la sociedad que ha manejado los hilos de este país.

Nunca me canso de apostillar que, cuando se tuercen las cosas y la conversación toma derivas turbias y neblinosas, las respuestas siempre las hallaremos en los pequeños detalles...

Hace ya unos meses esperaba mi turno con la paciencia de un santo en una cola que aumentaba tras de mí a medida que transcurrían los minutos. Sólo quedaba por delante la señora que atendían en la ventanilla uno. Bstón en ristre, pelo enmarañado de ceniza, calzando zapatillas de andar por casa, y algún lamparón que otro en el blusón ajado que sopesaba el devenir de una falda de colores indescifrables del que resaltaban flores elefantiásticas. Por sus gestos y el modo de desenvolverse arrastraba consigo cierto grado de analfabetismo y una manifiesta torpeza para explicarse en términos formales. La operadora soplaba y resoplaba, impaciente, cualquiera diría que trataba de apagar las velas de un eterno cumpleaños. Cada poco miraba por encima de las gafas al resto del público, intentando encontrar algún gesto de complicidad para sentirse amparada y comprendida. Por momentos perdía la paciencia. Un gesto con el cuerpo de la adorable señora mayor, acomodándolo para sustentarse sobre el mostrador, me permitió ver en su totalidad el resto de la operación.

Aquella señora mantenía en gran medida cierto lustre de encanto del que, a buen seguro, hizo gala en su juventud. Era rica en humildad y se disculpaba constantemente, sabedora de que sus limitaciones e insistencia hacían perder el precioso tiempo de la agente, quien, aún así, no cejaba en sus continuos desmanes y verborrea técnica que dudo mucho que alguno de los que allí esperábamos comprendía. En última instancia, aquella señora mayor facilitaba a la señorita Rottenmeier la cantidad a ingresar. Y, tras contar y recontar manualmente el dinero, hizo un gesto que me pareció un tanto extraño, dada la costumbre del siglo XXI de ingresar los billetes en una caja aséptica que contiene una especie buzón que aspira el montante que se le ordena y devuelve el cambio probable por su rendija hermana. No cabe error posible y se elimina así el factor humano. El gesto: guardar en una esquina bajo el mostrador el dinero entregado por la señora, fuera del alcance de miradas indiscretas y en las antípodas de los cajones donde habitualmente guardan otros muchos fajos. Imposible percatarse del detalle a cierta distancia, y en modo alguno alguien desconfiaría de la «honradez» de una operadora de caja de una entidad bancaria que presume de no cobrar comisiones a sus clientes, «facilitándoles» así la vida. El ingreso se hizo efectivo, quedó reflejado en la libreta de ahorros y santas pascuas. La señora se despidió con toda la educación del mundo, agradecida por todo cuanto se hizo por ella. Y allá que salió por la puerta con dificultad al caminar y apoyándose en su bastón.

Tras un tejemaneje de tiras y aflojas en torno a unos ingresos y reintegros, además de unas comisiones que me han resultado siempre incomprensibles, la misma operadora Rottenmeier guarda el dinero de un caballero anciano, bastón en ristre, boina negra e impecable traje azul. El pobre hombre se da por vencido y asiente con el resultado. Mismo modus operandi que con la señora anterior. Quizá pueda ya pude intuir el porqué de la triquiñuela. La verdad, poco podía hacer yo ante la tesitura de una sospecha más que razonable, puesto que no podía acusar de nada ni podía prestarme para llamar la atención, en un momento en el que no parecía haber nadie, en apariencia, por la sucursal. 

Mi turno. Realicé mis operaciones como mandan los cánones, sin ningún problema... y, como venía siendo habitual, mi dinero fue a parar al buzón, al monstruo que deglute el efectivo, capaz de dar devoluciones en papel con la exactitud de un escalpelo. Salí a la calle con cierta mezcla de pesadumbre y rabia por la indignación. Actos semejantes son de una crueldad repugnante y dan buena cuenta de todos aquellos actos vandálicos de los que jugaban con el poder como si fuesen intocables, seres divinos e inalcanzables, con derecho a hacer y deshacer a su antojo sobre las vidas del resto de seres humanos, sin importarles el cómo afectarían tal o cual decisión (en realidad debería decir vilipendio o vandalismo moral) a sus vidas.

Cuando salí de allí, en el primer caso, me encontré, en las inmediaciones del mercado de Atarazanas, a aquella señora mayor de pelo enmarañado de ceniza. Se la veía visiblemente sofocada, al borde del desmayo, sentada en una silla que algún alma caritativa se aventuró a tomar prestado del bar de la esquina frente al mercado. Se le «extraviaron» cincuenta euracos del monedero. Un dinero que sólo había sacado para ingresar en el banco y del que ahora ya no disponía para comprar. No hacía más que repetir que suponía el cincuenta por ciento de sus esperanzas para sobrellevar el mes.

Vi a lo lejos, a los pocos minutos al señor que tuvo problemas con la Rottenmeier. Lo encontré al final de calle Atarazanas, parecía que hablaba animosamente con un conocido o familiar. No sé por qué, intuí qué es lo que hablaban. Ni corto ni perezoso, en un acto de absoluto atrevimiento por mi parte, debido a la sempiterna timidez y prudencia que suelo llevar en la mochila siempre, les abordé y expliqué un poco el asunto grosso modo. Abrió los ojos de par en par, sorprendido. Comenzó a transpirar con profusión y unos goterones de sudor comenzaron a resbalar por la frente. La tez se tiñó en un instante de un preocupante color rojo avinado. Le insté a su yerno, con quien hablaba, que fuesen en busca del director o de algún responsable y le narraran lo sucedido. Deshaciéndose en miles de agradecimientos, se fueron diligentes hacia la sucursal, con el objetivo de recuperar esos cuarenta euros que, al parecer, habían desaparecido de su cartera... del mismo modo que desaparecieron cincuenta a la señora del pelo enmarañado de ceniza.

La muy espabilada señorita Rottenmeier aprovechaba la ignorancia o la reducida comprensión de algunos clientes «especiales» para sacarse un sobresueldo, procurándose una treta concisa y dejando reposar el dinero con el «extra» a buen recaudo, hasta que ningún ojo indiscreto pudiera controlarla y apropiarse entonces del líquido sobrante. Si esto sucede a niveles domésticos, el lector puede imaginar el porqué esa manada de chorizos de camisa blanca, mangantes de corbatas clonadas y sinvergüenzas de pacotilla (imitadores todos de magnates multimillonarios con aspiraciones a capitular en sus vidas las de aquellos), se han permitido sisar del erario público todo cuanto han querido, sin escrúpulos, ajenos a lo que ocurrirá con las vidas de los más desfavorecidos, los indefensos, los que necesitan de la protección del estado para poder sobrevivir en estos tiempos de miseria y desgracia. Si estos ejemplos cotidianos, y del que he sido testigo en numerosas ocasiones, y sobre multitud de comercios, se suceden las puñaladas, pueden imaginar qué han podido y pueden manejar esos maleantes de guante blanco.

Lo peor de todo es que los resortes del estado y la democracia les favorecen de un modo u otro. Se sienten liberados y ajenos a la gran cornada y capean con todo lujo de detalles el entuerto en el que estamos sumidos. Son expertos en el toro de las crisis económicas. Y hay tras estas actitudes un problema estructural y coyuntural que no le es ajeno a nadie. Un gran problema que sostiene esta actitud en todos los aspectos de la vida: la educación; o, mejor dicho, la escasez de ella. Que incluye una flagrante falta de respeto por las vidas ajenas, una ausencia de valores que determinan el devenir de cada individuo: es lo que se aprende en cada casa. El lazarillo de Tormes sigue más vigente que nunca, y la picaresca, la pillería, eso que fecunda el carácter de los de aquí desde el principio de los tiempos, es un lastre que condiciona, directa o indirectamente, a las vidas de quienes anteponen sus intereses al bien común, al respeto al prójimo, al derecho a vivir dignamente. 

¡Ah!, por cierto. Lejos de ser despedida, la señorita Rottenmeier ocupa otra ventanilla en otra sucursal de la capital, donde coincidí casualmente hace muy pocos días. Al igual que ella, el premio por vilipendiar y dilapidar las arcas del estado nunca es la cárcel, ni siquiera el paro. Y cuando, pese a las dificultades y los daños colaterales, llega a serlo, la magia del tribunal desde el palco de autoridades les libra de la cornada. Y así, la pescadilla se muerde la cola y los que vienen de camino aspiran a chorizos de camisa blanca, a mangantes de corbatas clonadas o a sinvergüenzas de pacotilla, imitadores de magnates multimillonarios con aspiraciones a capitular en sus vidas las de los demás. «Si roban esos, ¿por qué no puedo hacerlo yo también?».






© Daniel Moscugat, 2017.
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