Cuando apenas daba los primeros pasos en la lectura
de la ingente e inabarcable literatura universal, hace ya más tiempo del que
quisiera, me impactó un relato de quien, con el permiso de Willian Hope Hodgson,
considero es el maestro del terror por antonomasia. Me estoy refiriendo
obviamente a Edgar Allan Poe. William Wilson, el relato que traigo a la
palestra aquí, narra la historia de cierto individuo al que le acompañaba su yo
más profundo materializado en carne y hueso; competitivo, concienzudo y tenaz, contra quien le resultaba imposible competir, y menos aún rehuir su presencia. Aquella
indolente superioridad minaba la paciencia y la calma del atormentado alter ego
del propio Allan Poe (nacido en la misma fecha que W.W. en el relato, aunque en
distintos años). Degeneraba aquella obsesión en una conversación interior que
terminó por empujarle a cometer una tropelía contra sí mismo, sin saber
siquiera que era a él a quien en realidad mancillaba.
Esa lucha que predomina inherente en el ser humano desde el principio de los tiempos, ha permanecido latente como la más despiadada de cuantas puede producirse, la pelea contra el otro yo, la conciencia que se vale de nuestra experiencia para atacarnos donde más nos duele y aleccionarnos hasta que perdemos la calma y acaba con nuestra paciencia. Es la lucha que siempre conlleva efectos colaterales en quienes nos tienen cerca, aunque creamos que sólo nos afecta a nosotros. Esa dualidad, con quien uno discute, a quien habla y con quien lucha, a quien contradice y con quien pelea, en un combate a puño desnudo, sintiendo los nudillos en el mentón, nos persigue hasta el último aliento de nuestra vida.
Esa lucha que predomina inherente en el ser humano desde el principio de los tiempos, ha permanecido latente como la más despiadada de cuantas puede producirse, la pelea contra el otro yo, la conciencia que se vale de nuestra experiencia para atacarnos donde más nos duele y aleccionarnos hasta que perdemos la calma y acaba con nuestra paciencia. Es la lucha que siempre conlleva efectos colaterales en quienes nos tienen cerca, aunque creamos que sólo nos afecta a nosotros. Esa dualidad, con quien uno discute, a quien habla y con quien lucha, a quien contradice y con quien pelea, en un combate a puño desnudo, sintiendo los nudillos en el mentón, nos persigue hasta el último aliento de nuestra vida.
Wolframio, ya metidos en el tajo del fino hilado que
teje Juan Gaitán con su novela, es un puñetazo en el rostro. Así, tal cual.
Como encender la luz en la oscuridad y la incandescencia de la corriente
eléctrica soportada por ese filamento metálico nos cegara. La sacudida
descoloca la quijada como para detenernos un momento y volver a reordenar las
piezas que se desmoronaron en el puzzle neuronal de nuestro cerebro. Uno no
puede evitar estar siempre a la sombra de lo que escribe, porque la sombra de
lo que escribimos somos nosotros mismos, voluntaria o involuntariamente, ya lo
dijo Umbral. Más aún cuando la profesión que lleva dentro trata de concatenar
una palabra tras otra como oficio cotidiano. Por eso rizar el rizo es intentar
al menos desentrañar la sombra que proyectan las palabras de un escritor que
escribe sobre un escritor que escribe sobre un escritor. Dicho así, ese dédalo
puede proporcionar algún dolor de cabeza, pero cuando se hilvana con la
sencillez de una prosa directa y honesta, uno comprende que el universo es
mucho más simple de lo que creemos pero mucho más complejo de lo que nos han
llegado a explicar.
El intercambio de golpes continuos entre los
contendientes de Wolframio, Moe y E.E. (recuerden, William Wilson -W.W.-),
entre creador y creación, se sucede al principio con una toma de contacto entre dos dignos púgiles para
conocerse hasta que descubren que se conocen demasiado como para andar con
remilgos. A posteriori, ambos se enzarzan en un cuerpo a cuerpo, casi con
desgana, pero al mismo tiempo con la saña de quien quiere depositar en los
golpes todo cuanto de frustración y de rencor se tiene hacia el maltrato que haya
padecido en la vida; e igualmente se venga E.E. de aquel que lo trae al mundo
para padecer las fechorías de su creador. La lucha fratricida, en apariencia
imposible, acaba por verter en el otro esa imposibilidad de la razón que
otorgan los infiernos personales. Preferiría no hacer incursión en un pensamiento
en voz alta, aunque a veces veo conversaciones de una divinidad universal con
su creación y la respuesta de ésta ante las vicisitudes... casi como el creador ante el repliante que se niega a aceptar la fecha de caducidad: aparcado queda esto
último que como apunte dejo en suspenso (quizá como catalizador).
A medida que uno avanza en la lectura, va lloviendo
sobre las neuronas, cuál torrente de manantial, cascadas ingentes de prosa que
recuerdan muy mucho a otros monstruos que dejan su impronta entre líneas. Entre
la honestidad y franqueza de Paul Auster y la universalidad y magnitud de
William Faulkner, luchando por un lugar en el Olimpo de la cúspide narrativa de
Moe, donde se intercambian golpes y patronímicos, quedándose en combate nulo
ese amaño entre púgiles para no diluirse entre líneas, repartiéndose el terreno
abonado ya por Gaitán. Suenan en ocasiones los ritmos en los intercambios de
pareceres de Benjy en 'El ruido y la furia', la fragilidad de la Trilogía de
Nueva York de Auster, y ciertas intensidades de las odiseas intrínsecas de
Joyce en Ulises. Son voces todas interiores que se fusionan y aparecen en el
pensamiento de Moe para verter en forma de inquina sobre E.E., quien a su vez
procura devolverle del mismo modo con golpes honrosos y no menos atinados.
Wolframio es un premio para el lector que desee
dejarse seducir por algo más allá que una buena e inteligente historia,
interesante y entretenida. Hay algo más. Nos abre los ojos al recuerdo y esos
chispazos que recuerdan a infinidad de autores, maestros todos en lo prosaico e
ingrato que es esta cosa de escribir en más ocasiones de las que quisiéramos,
hace que la novela se incruste en la conciencia una vez pasada la
última página. Se convierte casi en ese alter ego de William Wilson, esa
conciencia que toma forma material y se conmina en lucha contra el olvido,
tal como E.E frente a Moe. Es un premio a título personal, porque
consigue escarbar entre los recuerdos napados de polvo, desde la franqueza,
viejos y no tan viejos relatos que toman nuevas formas y recuerdos, y que
resulta imprescindible disponer de un relato así para dar un poco de lustre al cada vez más aburrido panorama literario, soterrado bajo tanta mediocridad enmohecida de egos y vanidades que a buen seguro el bueno de Moe dilapidaría con un par de plumazos de buena prosa.
WOLFRAMIO - EL TORO CELESTE
WOLFRAMIO - EL TORO CELESTE