La mañana se presentaba fría y obtusa, con el cielo embarrado de ceniza y cargado de mal humor. En la parada de autobús una madre con dos retoños, un crío que rondaba ya los trece años y una niña de nueve o diez. Como es sabido, los niños rara vez aguardan sentados tranquila y pacientemente cualquier espera. La cría se revolvía, nerviosa e inquieta, molestando a su hermano, que andaba enfrascado con un juego de moda en el móvil. La chiquilla parecía la bola de un pinball, rebotaba de soporte en soporte, aprovechando cada ida y venida para incordiar a su hermano. El objetivo era que acabase pronto la partida para poder disfrutar de un tiempo que consideraba ya que le pertenecía por derecho. A fuer de ser insistente, lo consiguió; hizo que su hermano errase para poder iniciar así su momento de juego. El niño, con toda la honradez del mundo, le cedió el teléfono a la niña, que se lo arrebató con todo el ímpetu desafiante que pudo.
Mamá andaba enfrascada mirando las últimas actualizaciones de Facebook, sonriendo con los últimos selfies de sus amigas y compañeras de trabajo. «Anda, mírala, la muy guarra. Qué callado se lo tenía», pude oírle mascullar entre dientes. Mostró abiertamente enfado después de que el preadolescente se le quejase por haber perdido la oportunidad de batir su propio récord gracias a la mosca cojonera de su hermana. Me retiré de toda aquella vorágine a distancia prudencial, porque me hallaba en medio del ojo del huracán y... hombre precavido vale por dos. Mamá hizo caso omiso a las consideraciones del jovenzuelo, que se conformó a regañadientes sentándose en el descansillo del cubículo que hace las veces de refugio en la parada del autobús. Pero la pequeña, para mayor enfado de su hermano, se mofaba en sus narices, haciendo del cuerpo de su madre un parapeto defensivo contra los amagos del púber indignado. Todo se desarrollaba en unos términos normales, hasta que un descuido propició el zarpazo definitivo. Con la habilidad de una cobra, el niño sustrajo el teléfono móvil de las manos de la ricitos de oro.
Una serie de intentos desesperados y exasperantes de la inquieta mosca cojonera, interrumpía a su madre una y otra vez haciéndole ver que su hermano le había sustraído el teléfono en mitad de una partida. El jovenzuelo, sabedor de que ella estaba intentando apropiarse del tiempo perdido, quiso actuar al margen de la ley. A todo esto, mamá recibió una llamada de teléfono y departía con su interlocutora por un problema de índole laboral. La niña, irritante, insistente e irreverente, daba saltitos infantiles de enfado, cruzando sus brazos o tirando del de la madre para llamar su atención y reclamar a la todopoderosa para que recayera infame sobre su hermano, que jugaba y se relamía sonriente para mayor irritación de la niña; quien, para serles sinceros, ya estaba tocando las narices al abajo firmante por tanta falta de educación, por insidiosa y malhablada.
A penas cortó la llamada, mamá fue directa para el niño y le quitó de las manos el teléfono móvil. «Ni para ti ni para tu hermana, a tomar por culo los dos. Se acabó el móvil», dijo, cual mandamiento bíblico tallado en las tablas de su ley. Aquél se conformó con la decisión. Pero su hermana, pecosa, rubicunda, llena de rizos enhiestos y poco domables, lejos de conformarse, rompió en lágrimas, gritos, desesperación, insultos hacia su hermano, y maledicencias entre dientes hacia su progenitora. Ese enfervorizado desafuero también fue a parar hacia mí, preguntándome desafiante que qué miraba; a lo que la madre me pidió disculpas y le lanzó una mirada torva que entendió la niña como una seria advertencia cuyo amago llegaría como un tren de alta velocidad en forma de mano abierta del revés que estallaría sin frenos sobre el carrillo derecho de la indignada mocosa.
Llegó el bus. Mamá y la niña se sientan una junto a otra. En principio, parecía que la quería cerca para sofocar el humo de su carbonizado genio y, por qué no decirlo, la poca vergüenza de la irritable chiquilla. El joven se sienta al otro lado del autobús, con el parapeto fronterizo del pasillo que dejan los asientos separados a ambos flancos del vehículo. La niña, que ya andaba resignada a su suerte y con el corazón encogido, recibe el premio de mamá del teléfono móvil que pertenece al hermano. Y claro, las reacciones no se hacen esperar. El niño protesta abiertamente y sin miramientos: «el teléfono es mío, coño»... El cielo comenzó a descargar agua sobre el autobús y el sonido de un relámpago impregnó el habitáculo de la mano de mamá. ¡Plaff!, voló sobre el nido del cuco un bofetón que resonó en todo el bús, rebotando sobre los resbaladizos cristales y accionando el resorte de los cogotes de cada viajero en dirección al chasquido. El niño comenzó a mascullar entre dientes, con mirada asesina, enfrentando la mirada de mamá que le decía «a callar ya de una vez que estoy ya hasta el coño. Que ya sois mayorcitos para andar protestando como niños chicos... ostias, ya». Y claro, la niña, que no contenta con tener su premio, sale a la palestra por el lado del parapeto de su madre mofándose a sus espaldas, burlándose y haciendo mohínes de desprecio a todo.
Pero no crean que ahí acabó la cosa. Mamá se percata de la osadía de la infame niña y también recibe un sopapo que la vuelve del revés. Aunque la furia desatada de la niña la empuja a salir como un muelle del asiento para ocupar otro alejado del ámbito familiar. «Ven ahora mismo para acá, Montse», le dice la madre. «Que me dejes,... qué ganas tengo ya de ser mayor de edad para hacer lo que me de la gana... y no verte más...» Y entre medias masticaba cosas horripilantes que voy a evitar reproducir aquí porque cosas así no debería oírlas nunca una madre.
En definitiva, esta pequeña historia me hizo comprender gráficamente dos cosas a un tiempo. Y si vuelven a leer este relato sin apenas importancia, con atención, comprenderán la metáfora que quería postular. Por una parte, el resultado de una nefasta gestión administrativa en relación a los planes de estudio de esta España mía, esta España nuestra, que va perdiendo valor a medida que cambian las tornas... Por otra, me sirve para fotografiar el porqué del independentismo catalán, que tiene su origen en cierto nepotismo e indulgente trato de favor por parte del estado, y que, a poco que este trata de poner mal y a destiempo las cosas en su sitio, consigue el efecto contrario. Y, ¿sabe lo peor de todo? Que al igual que recibí en un momento dado el retador «qué miras», del mismo modo me tocó recibir trato vejatorio por parte de la descarada y maleducada niña, desafiándome en su autoaislamiento con gestos propios de adultos y, mientras se tocada groseramente sus partes íntimas, me decía en silencio, moviendo ostensiblemente sus labios para que leyera bien lo que decía: «cómeme el coño, hijo de puta»... Por lo que me levanté del asiento y me trasladé a la parte delantera del autobús, a uno bien alejado de esos amagos de seres humanos, porque a poco que abriese la boca para protestar o decirle algo a la madre, podría llevarme el premio gordo y salir escaldado del autobús.