Published marzo 12, 2018 by

Gabriel √


Ya he comentado alguna que otra vez que a mí me gusta darle un poco de poso a las cosas, por aquello de que hasta el vino, cuando se asienta, cuanto más envejece, mucho más cuerpo y contundencia adquiere. Pero hoy hago una excepción y me he puesto a teclear como ejercicio rápido de reflexión instantánea. Son las 00:35 del lunes 12 de Marzo de 2018. Hoy, que hace ya catorce años se perpetró el atentado terrorista más sangriento que sufrió este país en toda su historia, poco más se puede decir ya que no se haya dicho sobre el vil y cruel asesinato de una criatura indefensa. El alevoso asesinato de un niño. Aunque por mi parte lo que me apetece es imaginar, bucear, nadar como pez en el agua en uno de los charcos que más cómodo me siento, que es el de la palabra escrita.

Un niño como otro cualquiera, como el suyo, como el de su vecino, como el de su hija, como el de su cuñado, como el de su nuera,... que va al colegio, a primaria, con lo que le cuesta madrugar y lo remolón que es para salir de la cama. Hay que desayunar, ir al cole. Da sus primeros pasos en esto del aprendizaje, con la inocencia intacta todavía y con la mente y la atención puesta en desear la hora del recreo para corretear por el patio con sus compañeros, quizá con su mejor amigo, con quien compartiría el desayuno. Los deberes son una lata. Las matemáticas, lo peor, pero lo sobrelleva bien. A poco que se despista la profe, se dibuja unos pececitos nadando por los márgenes del cuaderno, procurando no hacerlo en las fichas, o quizá unos muñecotes nadando por el mar por el que nadan esas criaturas marinas. 

A la salida del cole le espera mamá, que le ha preparado ese almuerzo que tanto le gusta, quizá unas croquetas que acompañen, pero ensalada no, que la odia; le rechinan los tomates en el paladar, se le entremeten los hilachos de las hojas de lechuga entre los dientes. Oh, no, despereza quejumbroso sobre la silla. No me gustan los plátanos. Pero se lo come igual, ese que le ha pelado previamente mamá con habilidad diestra. Ni qué decir tiene que le encantaría tener un gran acuario donde naden a sus anchas varios Nemos y una olvidadiza Dory, que nunca recuerda nada de aquello que había hecho hacía un minuto. Los deberes para luego, ahora mejor ver un rato la televisión para dejar volar la imaginación en brazos de los dibujos animados de Clan. 

Le encanta pasar rato con papá y Ana. Le encantaría conducir una moto también. O mejor pilotar uno de esos coches de rally, como ese coche que le regaló para los reyes. Ese coche con el que tantas veces jugó con Ana, la novia de papá. Le gustaba ir a comparar chuches con ella. Y pasear en su coche. Aunque ella no es divertida, y más bien le resulta antipática, lo pasa bien en casa de papá.

Ayer comenzaron las clases de inglés. Quiere aprender idiomas para cuando salga a trabajar fuera de España. Ha terminado los estudios primarios y ahora anda enfrascado con el Bachiller. Su pareja le rinde cariño y amor a raudales. Estudian en el mismo Instituto. A ambos les gusta la fauna marina, ambos quieren estudiar biología en la universidad. Y les gusta el cine negro, con sus gánsteres y sus investigadores privados y sus asesinos.

La universidad se le da bien, disfruta con lo que más le gusta. Mamá dice que debería haber escogido una carrera que le proporcionara un futuro estable, pero él dice que dónde hay futuros estables en el mundo en el que viven. Ya que estudio algo, que sea provechoso para la vida, dice.

Un día muy importante para él y su pareja: la boda. Muchos invitados. Mamá y su pareja están radiantes. Papá sigue soltero desde que se llevó el chasco tremendo que sufrió con aquella pareja dominicana que tuvo, Ana. Por poco no se le va la vida a pique, ella cometió un terrible delito al que quería cargarle el muerto y al final el susto todavía le dura. Prefiere mantenerse al margen y vivir solo.

Vive el día más feliz de su vida. Acaban de llegar a casa con su primer hijo. El pequeño Gabriel recién nacido que retuerce sus minúsculas manitas en el aire protestando por comida porque lloriquea pidiendo mamar de inmediato. 

La mirada de Gabriel se pierde por el túnel de un vórtice que se retrotrae hasta el momento en que iba junto a Ana. Pero ella de repente sesga el tallo de la vida de una criatura indefensa, inocente, con alevosía. Ya no habrá más madrugones para ir al cole, ya no habrá más recreos para jugar con los amigos, ya no habrá más dibujos después de comer, ya no habrá más fines de semana con papá, ni habrá clases de inglés, ni estudios de bachiller ni universitarios, no habrá pareja, no habrá descendencia... Porque alguien, jugando a ser Dios, decidió en un arranque de envidia, celos, odio, rencor... que el pobre Gabriel no merecía nadar más entre los peces. El ser humano es una especie animal que navega como un navío perdido y prácticamente carece de brújula para reconducirse o encontrarse. En lo que otrora fue un paraíso, ahora mamá vivirá para siempre en un infierno del que nunca se recuperará. Dos asesinatos en uno.

Cuando un ser humano desea el mismo final que aquel que es capaz de sesgar la vida de alguien indefenso, no puede presumir de ser mejor. Desear lo mismo para el congénere que cumple su deseo, nos hace ser de la misma calaña y miseria. Y casi nos acerca a su calaña cuando, humanamente, caemos en el desprecio del insulto, la descalificación y el oprobio, aún siendo una reacción más que humana. Desear la justicia por nuestra propia mano nos pondría en el mismo rasero.

No merecería ni el aire que respira, lo admito. Es un pensamiento en voz alta que no me definiría como ser humano. Gabriel no es más que la punta del iceberg de cientos de niños que desaparecen en este país y tienen la desgracia de no contar con la difusión mediática. Por mucho que lo intentamos por las redes sociales, tampoco lo consiguen esos niños que mueren sepultados bajo los escombros producidos por los bombardeos que asolan ciudades enteras. Ni qué decir tienen esos niños que mueren de hambre DIARIAMENTE. Una muerte lenta y agonizante, que ni las lágrimas pueden paliar el dolor de tripas de un niño que desfallece en plena calle y acaba siendo pasto de los buitres. Perpetrar la muerte de un niño escondido tras el parapeto de un mortero, de un dron que bombardea sin piedad, de un AK47, del secuestro de las reservas de alimentos,... Esto que es capaz de permitir el ser humano contra su propio futuro, esto que es capaz de perpetrar sobre un niño, sea en el país que sea, da buena cuenta de que esa especie no merece más compasión que una cucaracha.

Es un privilegio poder verlo todo desde una pecera, y puedo comprender a Gabriel cuando preguntaba si los peces lloran. Claro que los pececitos lloran, Gabriel. Sólo quienes vivimos nadando entre lágrimas en la pecera de nuestro desconsuelo sabemos que eso es posible. La patrulla perdida que es la humanidad debería plantearse seriamente dónde está su pecera, porque la ambición de sobrevivir constantemente fuera del agua nos está dejando sin aliento.








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