Published octubre 22, 2018 by

El significado de las palabras

Siento un enorme pesar cada vez que me topo con noticias como la de hace ya algunas semanas y hoy vuelve a ser actualidad debido al atropello climático al que está siendo sometido el planeta en estos últimos tiempos (y quizá sea este la razón de nuestra más que probable extinción). Ha vuelto a la actualidad, como el mar que devuelve los vestigios de la tormenta que succionó de la tierra, una noticia sobrecogedora silenciada a conciencia por los medios de comunicación. Ha pasado desapercibido que el bloque de hielo más antiguo del Ártico se ha resquebrajado. Nunca se había producido antes este fenómeno en la historia geológica del planeta. Se está quejando y se siente herida, no sólo por todo lo que tiene de devastador el cambio climático por nuestro incesante e insistente maltrato, sino porque el ser humano está olvidando, perdiendo, el significado original de las palabras, del lenguaje, casi por completo. Quizá el cambio climático y todo un conglomerado de problemas que nos impiden coexistir como una raza civilizada, vienen derivados de una pérdida sistemática de la semántica original de las palabras yde su significado. No es lo mismo hablar que saber hablar...

Es cierto, el hombre siempre ha estado enemistado consigo mismo, en todas las épocas y a todos los niveles, siempre. De un modo u otro, un sector de la civilización ha tratado de dominar a los restantes de cualquiera de las formas más básicas desde su lado más desarrollado o aspectos más elementales que aún hoy son vigentes: político-militar, religiosa o económicamente. En esencia, por falta de entendimiento; y diría más: por ignorancia. Pero no se trata de eso, ya sabemos desde que Thomas Hobbes comenzara a abrirnos los ojos al concluir que «el hombre es un lobo para el hombre» a pesar de la organización social y los desarrollos económicos hasta la fecha de su contemporaneidad (hablamos que la cita data de mediados del siglo XVII), la historia de desencuentros entre la raza humana es más que evidente. El problema más elocuente radica en que cuanto más nos alejamos de Mesopotamia, más difusos son los significantes etimológicos de las palabras.

El ser humano, para poder comunicarse entre sí, desde el principio de los tiempos, necesitó de símbolos o de iconos para poder justificar aquello de lo que hablaba o intentaba expresarse. Necesitó un registro gráfico para comprender originariamente todo cuanto quería expresar. Aquello satisfizo una necesidad fundamental: la de comunicarse, la comunicación entre los pueblos. Indistintamente del tipo de género, cuando se hablaba de una cebra, iconográficamente, tanto interlocutor como receptor sabían perfectamente a qué se aludían. Eso permitió la comprensión entre personas, entre comunidades, y completó la necesidad de entender y hacerse entender. Cada palabra, cada gesto, cada forma, tenía un detonante para cada cual. Toda esa explosión que se moldeó durante cientos y cientos de años dio lugar a significantes sólidos y bien definidos para cada cosa, lugar, ser vivo, sentimientos, pensamientos..., nunca antes pudo ser calibrado de manera tan específica como con la palabra.

El «logos» (λóγος), se convirtió en el elemento indispensable para acercar al ser humano unos con otros, para comprender, para argumentar, para hablar. El «logos» conquistó ese «microcosmos que los humanos fabrican en los recovecos de su intimidad» (en palabras de don Emilio Lledó) y que hasta les acercaba o aproximaba en un mismo discurso que llega intrínsecamente a agruparles en sociedades que promulgaban el adiestramiento de la reflexión y la capacidad de comunicación como medio vehicular para entender y ser entendidos. El lenguaje, urdimbre tejida de palabras, se transformó pues en un sistema de señales que hizo característico la vida del ser humano sobre la tierra, la esencia de la convivencia, la capacidad de percibir y de sentir, potenciar y enriquecer su relación con las cosas y el medio natural en el que vive.

Por desgracia, esa esencia, el significado intrínseco y original de las palabras, del «logos», su origen, ha caído en desuso con el paso de los siglos. Epicuro sostenía que el lenguaje surgió de la relación natural entre los seres humanos. Y es posible que hasta esa relación natural haya caído en desuso debido al progresivo aislamiento del individuo, amparado al resguardo de la tecnología y el poder de los medios de comunicación para hacernos creer en la llamada y manida posverdad: la capacidad de debatir sobre si una mentira es debatible o no, o dejar en el aire la posibilidad de que una mentira pase por ser cierta si el grueso común de los mortales decide que así sea. Sin olvidar la desaforada avidez hacia el consumismo, donde se nos crean necesidades constantes sobre objetos o incluso alimentos, que en realidad ni necesitamos ni consumiremos (oferta: pague uno y llévese tres: y al final un tercio de la comida que adquieren los ciudadanos del mundo acaban en el contenedor de la basura). Debiera hacer referencia de nuevo aquí a Hobbes, porque afirmaba, además, que los seres humanos eran iguales entre sí y eso mismo les empujaba a competir entre ellos para satisfacer un deseo de conquista sobre el más débil. La guerra del «todos contra todos». Un conflicto comienza siempre en el instante mismo en el que la palabra, su significado original, se desvirtúa, se pervierte, se manifiesta contraria a su verdadera razón de ser, cuando la iconografia que tenemos de ella se ha deformado. La competencia y el mal entendimiento, raíces del conflicto.

En la filosofía clásica había un nexo común entre todas las diversas corrientes de reflexión. La muerte de la palabra significaba la muerte de la vida, porque la propia vida adquiría significado gracias a ella y matar el significado equivalía a dejar sin vida su significante. Si tuviésemos presente algunas de esas enseñanzas clásicas, es muy probable que el ser humano padeciese menos sufrimientos de los que sufre desde hace siglos. «La plenitud e incorruptibilidad de un ser implica no sólo estar libre de preocupaciones, sino de no causárselas a otro» (Máximas Capitales, I), sentenció el anteriormente citado Epicuro. Y es que si volviésemos a recuperar el significado original de las palabras; la comprensión, la argumentación, el habla original, la esencia del significado iconográfico latente de las cosas; sería mucho menos probable incurrir en la carrera salvaje del «sálvese quien pueda», significando eso incluso pasar por encima de nuestra propia fuente de vida. Por muy manoseada que esté cada palabra, por muy tergiversado que esté su significado por cualesquiera de los motivos que las ha mutilado de su iconografia original, sigue encerrando su semántica primigenia. Eso es precisamente lo que debiéramos recuperar, ese quizá sea el modo de poder comenzar a suturar las heridas, que queman ya como una cicatriz.

La relación del ser humano con el medio natural de su propia existencia en la Tierra, aunque casi no parezca que haya relación, depende directamente del retorno a sus orígenes. Vivimos en un sistema que desprecia la vida, huye de la importancia de comunicarse a través de los sentidos, todo se dispensa a través de una pantalla, todo aquello que parece verdad acaba siendo mentiras tergiversadas por una equivocada definición etimológica de las palabras. Este sin vivir de una sociedad decadente en todos sus estratos (desde el mal llamado primer mundo hasta el tercero) ha producido un clímax de violencia y consumo desaforado que ha quebrado definitivamente los resortes más intrínsecos del ser humano.

Vivimos en exceso pendientes de nuestras emociones, de potenciar al individuo (yo primero, disfruta cuanto puedas y deja a un lado todo lo demás, tú eres lo más importante...) y hemos olvidado, en definitiva, el significado original de las palabras, de cada palabra, con las que identificamos la iconografía de todo aquello que queremos comprender, de lo que comprende la vida en realidad, el significado que eso encierra para el desarrollo vital del ser humano. Se ha desvirtuado tanto todo lo que nos ha costado siglos asimilar, que nadie sabría decir a ciencia cierta, con concreción, qué es la amistad, por ejemplo, y en qué consiste disponer de ella... o el amor, el orgullo, la simpatía, el olvido, el recuerdo... Nos han inculcado hasta la saciedad que debemos mirarnos en el ombligo y mostrarles al mundo cuán bello es y lo poco importa el del vecino. Poco interesa la hermandad de un solo pueblo que habita en el planeta tierra: el ser humano. Sólo importa lo que se ve, la afinidad de la piel, de la raza, del idioma, de las costumbres... Todo aquello que iconográfica, moral o espiritualmente nos separe, en vez de unirnos. Al fin y a la postre, rehusar aceptar el conocimiento del otro significa asumir un cordón sanitario hacia cualquier cosa que no conozcamos, autoaislarnos, morir de inanición...

Este planeta nuestro se queja desde lo más profundo cada vez con más insistencia y furia, porque el ser humano se halla cada vez más separado del propio ser humano. Que se haya quebrado el bloque más antiguo de hielo en el Ártico significa que algo en el complejo vitamínico de la comunicación entre los pueblos se ha roto definitivamente, el medio vital del ser humano se nos muere representado en esa metáfora de la naturaleza. Y ya hemos visto que la existencia es la palabra, el origen de la comunicación, la veracidad de la etimología y su razón de ser; la aceptación de múltiples formas de significado, según las costumbres de cada pueblo. Si nos falta eso, se desmorona todo como un castillo de naipes. Seguimos prefiriendo la disputa y el enfrentamiento al entendimiento, la argumentación, el debate..., hablar. «En una sociedad como la nuestra, radicalmente amenazada, donde el principio de la vida no se ha supeditado solamente al principio del conocimiento, sino al principio de la múltiple verdad, de la ignorancia fanatizadora, del cultivo masivo de la estupidez, de la crueldad y de la violencia, todas las supuestas teorías científicas, todos los filosofismos de los nuevos pitagóricos, todos los adelantos tecnológicos arrastran la mala conciencia de no servir absolutamente para nada, a pesar de sustentarse de la discutible liturgia de la utilidad». (El epicureísmo, Emilio Lledó. Ed. Taurus, 2014). El eje transversal más antiguo del ser humano sobre este maltrecho planeta tierra es la palabra, que anda resquebrajada en nuestro entendimiento como el bloque de hielo más antiguo del Ártico.







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