«—Tienes mucha razón, Sancho —dijo Don Quijote—, mas, para decirte verdad, ello se me había pasado de la memoria, y también puedes tener por cierto que por la culpa de no habérmelo tú acordado en tiempo te sucedió aquello de la manta». La memoria, ese gran talón de Aquiles... Don Quijote asume la voz de quien le conmina a recordar juramentos y pactos depositados en el olvido. Cuando Sancho le recuerda a don Quijote su incumplido juramento, aquél admite las consecuencias, pero se exime de toda culpa por no habérselo recordado.
Nada ni nadie podía imaginar que un pobre ingenuo (o varios) en un confín del mundo iba a ser el causante de una pandemia, presuntamente, por zamparse entre pecho y espalda una sopa de pangolín infectado o un asado de murciélago en escabeche. Quizá peor que esto es olvidar todas las pandemias precedentes a lo largo de la historia y, a las evidencias me remito, lo poco que hemos aprendido de ellas. El desastre mayúsculo no ha hecho más que empezar. Andamos a lomos de la cresta de una ola que probablemente serán muchas más. Por ahora se mide en números de contagios y de fallecidos. Cuando nos repongamos de todo esto, el crack económico para la vieja europa, para el mundo, va a ser similar al de la crisis económica de hace una década: un desastre sobre el desastre.
Hay una buena parte de la sociedad que ha respondido positivamente y con absoluta rotundidad al llamamiento responsable de atrincherarse en casa y aguantar el chaparrón de confinarnos. Es por esas personas que siempre merecerá la pena luchar y vivir. Aunque siempre hay quienes dan buena cuenta de lo zafio, irresponsable y mal nacido que puede llegar a ser individuo contra su congénere. A ésos, les daría igual provocar una guerra que contagiar un virus letal, que a la postre viene a ser lo mismo. Esos pobres incautos que hacen acopio de papel higiénico como para sufrir gastroenteritis para todo el año, que desvalijan los supermercados de alimentos básicos y las farmacias de mascarillas y jabones antisépticos, dejando a una parte de la población (incluido el abajo firmante) sin posibilidad de protección o alimentación. Ésos dan buena cuenta del tamaño vil y cruel que puede llegar a ser el ser humano contra su propia especie. Las palabras caridad y sobre todo solidaridad sólo la postulan si con ello pueden salir en la foto o propagar un video viral por internet de lo buenos que son. Y la realidad es que hay quienes continúan acopiando productos imprescindibles por encima de sus prolongadas posibilidades de consumo, por si las moscas..., y el que venga detrás que se joda. Ese individuo que lleva en el carrito de la compra siete pollos porque con dos o tres no tiene bastante, o aquel otro que para poder tener suficiente vitamina C lleva en el carrito cinco sacos de seis kilos de naranjas, porque le puede la duda de si habrá o no habrá mañana, a pesar de que se ha garantizado por activa y por pasiva que no va a haber desabastecimiento de ninguna tipo. O peor aún: los hay tan inconscientes e irrespetuosos y degenerados como para ir cada dos por tres al supermercado a por pipas y unas cervezas porque se le han agotado para seguir la maratón de series; mañana volverán por la mañana a por leche para desayunar y a mediodía a por el pan, desafiando el riesgo de contraer el virus y llevarlo a casa.
Asoma, además, por el horizonte de guerra, un tufo bastante rastrero de infrahumano. Por más que se propaga el mensaje de no salir de casa, basta con que llegue el fin de semana como para que las carreteras se llenen de imprudentes, potencialmente criminales, camino de sus segundas residencias o de escapadas a la costa. Y es que somos así, hay que aceptarlo. Nos condena la verdadera condición de animal que llevamos dentro. A diferencia de los individuos de dos patas, cualquier animal de este planeta tiene muy en cuenta el aprendizaje de sus tropiezos a la hora de cometer un error dos veces (se ve que el olvido es cosa de humanos). El fiel reflejo de lo que somos, desde lo más pequeño de nosotros, nuestro sistema inmunológico, hasta lo más complejo, el cerebro, tiene tres vertientes indisolubles: caos, versatilidad y destrucción. Siempre salen a relucir a poco que se den las circunstancias.
Peor aún me lo ponen los zafios, repugnantes y desmemoriados que comienzan a reprochar desde las cavernas que si hemos tardado en responder..., que si vaya mala gestión que se está haciendo de esta crisis mundial. Ojo, que además dicen que los de la bancada azul son los únicos responsables de esta pandemia, como si éstos hubieran pedido murciélagos asados con salsa barbacoa a domicilio; que ellos son responsables como también lo fueron también de la crisis económica: como si dependiera de esos pobres diablos el fracaso capitalista que azotó al mundo la década pasada; «puedes tener por cierto que por la culpa de no habérmelo tú acordado en tiempo te sucedió aquello»...; como si las decisiones sobre este país no tuvieran que pasar el filtro de Europa. Esos despreciables a los que aludo no son mejores que los que salen a pecho descubierto a la calle sin miedo a contagiarse o, peor aún, sin miramientos de poder contagiar a los demás. Porque si algo tiene este SARS coV-2 es que actúa a traición y con sigilo, como todos estos desgraciados, sin aflorar sus síntomas hasta que ya se ha hecho con el control. El virus erosiona el estado de bienestar del ser humano, de manera similar que el virus que propagó la austeridad cercenó nuestro estado del bienestar.
Hay desmemoriados que exigen en estos delicados y trágicos momentos la máxima eficiencia y capacidad a los profesionales de la salud, se rasgan las vestiduras y vociferan podredumbre (porque a buen seguro es lo único que les cabe en el alma), que son esos mismos que, o bien apoyaron, o bien pertenecieron, a ese grupo salvaje que recortó al máximo de sus posibilidades el sistema sanitario hasta dejarlo herido de muerte. Ahora el tiempo da la razón a quienes defendimos a capa y espada el servicio vital e imprescindible de la sanidad y la educación; no sólo eso: a los que defendemos que lo público es lo que nos saca las castañas del fuego cuando hay urgencia social de cualquier tipo, en especial sanitaria. Porque si dependiéramos del sector privado, le garantizo que los fallecidos se contarían ya por millares y las colas del hambre se multiplicarían por mil.
El sistema público, y muy en especial el sanitario, es un valor irrenunciable que hay que proteger, porque es sinónimo de bienestar y equidad social. Los mismos mercantilizaron la sanidad pública para beneficiar a la privada... ahora parece que se lamenta porque no hay medios para contener esta pandemia («puedes tener por cierto que por la culpa de no habérmelo tú acordado en tiempo te sucedió aquello»), ni siquiera mascarillas ni respiradores. De haber dispuesto de esos doce o trece mil millones de euros que hicieron volatilizar aquéllos, quizá este desastre hubiera sido mucho menos desastre. Ese clase de calaña, y créame que estoy siendo indulgente, sí que es un virus letal para la sociedad, un virus que actúa de manera solapada y cuyos efectos se perciben apenas llega una crisis visible, como la que padecemos, y cuando ya es tarde para atajarla. Y mucho me sorprendería que los propios sanitarios salgan a la palestra contra todas esas voces y representen la voz de Sancho recordándole a don Quijote todo aquello que prometió y no cumplió. Pero no serán ni seremos Sancho. Vivimos en un país de Quijotes y pícaros que creemos salir ganando mucho más enfrentándonos a los gigantes, azuzados por ese virus invisible de la idealización caballeresca que inventan otros, y al final acabamos magullados y mordiendo el polvo cuando despertamos y vemos la realidad: que los gigantes no eran más que molinos de viento, inventos que nos hicieron creer. No hay más evidencias que las que nos ofrecen los servicios sanitarios en las noticias y ni aún así hacemos acopio de coraje y unir fuerzas para paliar esto. Es preferible zarandear la crisis para ganar rédito electoral y magullar al enemigo.
Ése es Don Quijote, un ser desmemoriado con sus propias promesas y sus propios intereses, que no cejará en enfrentarse a los espejismos que provoca el consciente colectivo infectado por el virus, ese virus que todo lo infecta: el poder. Y una vez que el virus, que ya se ha colado por entre las rendijas de la sociedad, comience a actuar en ese acoso y derribo constante hacia este y cualquier otro gobierno, acabará con todo lo que encuentre a su paso y alcanzará el objetivo principal: quítate tú para ponerme yo, que el trono es mío. Porque la ciudadanía, en definitiva, importa un pimiento frito. Lo peor es que habrá legiones de imprudentes; lacayos, borregos, hooligans y acólitos que saldrán a la calle sin mascarilla ni guantes profilácticos que protejan del confinamiento de la memoria y se infectarán de la podredumbre populista del falso patriotismo. Ésos que sin absoluto escrúpulo ya andan contagiando el mal del olvido a todo cuanto toca o estornuda mucho antes de que la tempestad haya tocado a su fin: no se puede ser más miserable, y ni se puede tener menos respeto a los millares de personas que ya no verán el final de esta pesadilla.
Nadie recuerda, ni recordará, a aquél que se le ocurrió cocinar el pangolín de estraperlo, o el asado de murciélago, sin control sanitario que valga, para dar de comer a unos pocos, sin pensar en las consecuencias que pudieran tener para su prójimo, y todo por apenas unas monedas. Nadie exigirá al gigante chino mayores y más estrictos controles para evitar catástrofes mundiales como esta que padecemos (y que vamos a padecer económicamente los próximos diez años), y las que están por venir. Al contrario, «¡qué bien han gestionado los tíos la pandemia!», han llegado a decir algunos. Sin embargo, dando fe de lo cainitas que somos, no nos temblará el pulso cuando tengamos que dispararnos al pie mientras golpeamos al muñeco de trapo que será este recién nacido gobierno en toda esta crisis, un mero polichinela al que han tirado al fuego y demasiado trabajo tiene ya, me da la impresión, como para intentar escapar a salvo. Lo peor de todo es tratar de paliar esta emergencia sanitaria sin saber realmente a qué se enfrenta y cómo atajar el asunto. Algo así como intentar controlar una central nuclear sin el libro de instrucciones.
Al final, como buenos quijotes, la culpa la tendrá el otro por no habérselo recordado antes. Y quítate tú pa' ponerme yo. Tendremos que recortar para salir a flote, si no lo remedia a la inversa mamá Unión Europea y no aplique la misma metodología errónea por la que ya ha asumido el error y pedido perdón. Llegarán nuevas pandemias y volveremos a recordar y lamentar tiempos pasados. Se avecina un panorama funesto para la sanidad pública, ésa que, con la precariedad de trabajar con una decena de miles de millones de euros de menos, está sacando las castañas del fuego de este desastre como no se hace, ni se hará nunca, en ningún país del mundo, ni siquiera en la tan admirada China. Que nadie pueda decirme nunca «que por la culpa de no habérmelo tú acordado en tiempo te sucedió aquello de la manta». Cuando vengan a vendernos la sopa de los recortes sanitarios o estructurales para salir de la crisis, cómprenla; y luego quéjense de lo enfermo que está el sistema sanitario. Y cuando nos azote otra pandemia (no dude que esto volverá a suceder) vuelvan a lamentarse y a olvidar lo olvidado.
© Daniel Moscugat, 2020.
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