Published marzo 29, 2017 by

Desahucio exprés


Al entrar en el autobús, se creyó dueño del tiempo. Tomó asiento, como siempre, con el deseo de regresar a casa cuanto antes. Durante el trayecto, navegó por mares de redes sociales con la cápsula atemporal de su teléfono. Transcurrieron apenas unos segundos en su cabeza, que en realidad fueron veinte minutos. Al mirar por el cristal se alertó de que llegaba su parada.

A la vuelta, navegaba sin descanso desperdiciando su tiempo mientras caminaba, crédulo de su omnisciencia, creyéndose propietario de esa morada. La cosa le costó cara: los minutos perdidos desahucian a su propietario y pertenecen a quien los encuentra. Escapó el último bus con los minutos malgastados acomodados en sus asientos en busca de propietario. Aquello le hizo sentirse desahuciado...







© Daniel Moscugat, 2017.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this
Published marzo 27, 2017 by

Antropología del duelo artístico

Existe un empeño casi febril entre sus señorías de retratarse para la posteridad y morar así junto a sus antecesores en los pasillos del hemiciclo. Una especie de testigo atemporal que haga de parapeto y les evite soga o patíbulo. Anhelan un lugar en la memoria del congreso para beneplácito y admiración de los futuros adalides de la democracia. Si la cosa estribase, como suele ser común entre los profesionales del sector, en que esos trabajos les sirvan de promoción a los artistas, resultaría más que digna y respetable (en especial para el contribuyente que se hace cargo de esas cuitas) no retribuir a los autores de tan magnificas obras. Tal vez la dignidad del servidor público, por una parte, y la contribución de la inmortalidad, tanto del nombre del artista como de su señoría, por la otra, tirarían de un patriotismo que honraría sus respectivas memorias.

En modo alguno quiero que se me entienda que mi deseo deriva hacia denigrar o menospreciar el trabajo de los artistas implicados (cotizado o anónimo, me importa un rábano). No obstante, si en realidad sus señorías quieren hacer algo en pos de los artistas españoles que necesiten de un pequeño impulso en sus carreras, creo que ése sería un buen trampolín. Y este pequeño aspecto lo traigo ahora aquí porque me cansa tener que soportar (lo he sufrido en mis carnes innumerables veces y a buen seguro cientos de miles como yo) las infames proposiciones por parte de los profetas del business. Me refiero a esa maldita expresión «… te servirá para promocionarte», que produce arcadas y posteriores vómitos tamaño manguera de riego a presión, al estilo obeso mórbido de Monty Python en El sentido de la vida.

Y resulta que, cuando oigo a los listillos de turno emitir aquella frase ignominiosa, me viene a la memoria las indecencias que hemos de tener que pagar todos de nuestros bolsillos, esos magníficos retratos de sus señorías que lo mismo cuestan 22.000 euros que 220.000, a la imaginería del ministro y según antojo de la pose y ambientación. Vean si no a todo un exdirector de la guardia civil retratándose con medallas de mérito militar sin serlo, o ese magnífico exministro de defensa y expresidente del congreso defendiendo a capa y espada el sentido suntuoso, solemne y sepulcral del asunto. Unos que cobran en exceso y otros que se ven obligados a veces a regalar su trabajo. Las idiosincrasias de la vida, si estas se pagan con pólvora del Rey, o no, y si a quien se paga es a un amiguete, o no.

Quisiera comprender lo que suele ser incomprensible, es decir, qué regla no escrita se ha de seguir, y cómo se regula esa regla no escrita, para que un ex ministro o ex presidente decida por imperativo legal retratarse, cómo elegir al artista, qué baremos se suelen contemplar, qué clase de tasación es la que regula el calibre para calcular el costo real, por qué no existe un concurso público de méritos… y dejo ya de parafrasear cuestiones que nunca van a ser respondidas con claridad.

La solución siempre es la misma: una elección a dedo y el pago a capricho del autor, según su caché (¿?). Usted pague y punto, que lo bonito y solemne que quedan los retratos en las paredes del congreso son de rechupete. Además, serán cotejadas por las futuras señorías; por historiadores que visitarán para estudiar a priori, y narrar a posteriori, sus aventuras y desventuras por el estado de derecho; y lo que disfrutarán los más pequeños de la casa cuando vayan con sus papás a verlos en los días de puertas abiertas, cuando sus señorías hayan pasado a mejor vida. Pues sí, esa parece la intención real… Cuando hayan pasado a mejor vida dejarán su impronta en el templo de la democracia. Una democracia que por detrimento de sus propias señorías cada día que transcurre viene siendo denostada y vilipendiada, voluntaria o involuntariamente por sucesivas peores copias generación tras generación. Porque este es un país cainita y envidioso, y si uno roba, todos quieren; del mismo modo que si uno es o se comporta como un idiota, todos los demás quieren la misma porción de tarta. Culo veo, culo deseo. A algunos se les nota más que a otros y por eso suelen pillarles con las manos en la mierda. Les delata la ambición y esa avaricia que les envenena vengan del lado del hemiciclo del que vengan

Esa ambición de ser retratado para la posteridad va in crescendo con los años, hasta el punto de copar titulares de prensa. Este o aquel exministro ha colgado su retrato en el congreso, a este le ha costado setenta y tantos mil euros, a aquel doscientos mil... Forma parte de lo que supone desde hace siglos un ritual del duelo en vida, eso de dejar constancias de la trascendencia del fulano a través del tiempo, de su cancillería y denuedo en servidumbre al estado o autoridades del momento. De algo de eso habla La muerte derrotada: antropología de la muerte y el duelo (Belacqua, 2007), del antropólogo, historiador de religiones y escritor Alfonso María Di Nola. Desgraciadamente descatalogado, el ensayo es bastante esclarecedor e interesante, disecciona tanto los diferentes ritos según la cultura social en la que se enclava el ser humano, así como los orígenes, sus rituales y supersticiones. Desde el principio de los tiempos, y en todas los estratos sociales y económicos de la historia, el ser humano cumple con una serie de rituales fúnebres como respuesta ante la pérdida, como duelo por la eterna ausencia, como recordatorio en la memoria colectiva. Un ritual entre lo religioso y lo supersticioso, porque tal vez la falta de respeto al extinto enfurezca a las diversas divinidades, que maldecirán a quienes denosten lo sagrado de la existencia al final de la vida, justo en la despedida o en los prolegómenos hacia otro camino. Entre todos esos rituales, según la sociedad y costumbres populares del grupo, no sólo el ritual del duelo se practica una vez el individuo ha fallecido, sino también en las postrimerías del fatal desenlace, así como en sus efemérides como recuerdo de su estancia entre los vivos. Para ello, incluso se erigen imágenes o símbolos que se han formado o construido en vida para su recuerdo, reconocimiento, homenaje o adoración. 

La verosimilitud y auténtico significado de esos retratos (impostados) de sus señorías vienen a determinar la emulación de todos esos históricos personajes que, mal que bien, pasaron por el congreso, por reinar o por gobernar este país. La conciencia les hace querer imitar la solemnidad de aquellos que admiran o fueron parte de la historia gloriosa (u oscura). Contemplan esos retratos de reyes, gobernantes, clérigos y otros adalides y les habla la conciencia al oído: «tú también eres parte de la historia de España». Y allí que se zambullen en su ritual antropólogo de la muerte, a cumplir con el deseo de ser recordado por la mirada de posteriores generaciones y disfrutar en vida de ese legado. Que se les recuerden una vez fenecidos en esos rituales de duelo que parecen ser las jornadas de puertas abiertas del congreso, donde niños y mayores se sientan donde se sentaron Mengano o y luego podrán verles en esos maravillosos y solemnes retratos, o viceversa.

Que no, que no estoy denigrando esa impostura, que hasta procede tener sentido ese ejercicio de egocentrismo patrio. Lo que me parece un acto de soberbia y desproporcionado, además de poco ético y democrático, son las formas: elección a dedo y cotización a  del autor (como el que paga es el contribuyente…). A falta de cámaras de fotos, las Cortes siempre contaron con artistas de contrastada calidad en sus pinceles y ojo fotográfico puestos al servicio del Reino. Obras de un valor incuestionable en su mayoría. Sin embargo, después de Velázquez el sentido del realismo retratado llegó con el daguerrotipo —conste en acta, señoría, que esto es una opinión muy personal. El realismo pictórico dejó ya de tener sentido a día de hoy, porque después de aquel genio incomparable ya no hay nada más realista que la propia fotografía. Y con la película en color, y nadando en esta revolución digital que nos desborda de superchería silícica, que tan fácil resulta darle clic a un botón e imprimir un formato de alta resolución para terminar enmarcando debidamente el producto, me parece una falta de respeto y un despilfarro económico, que pagamos todos, seguir incurriendo en el decimonónico sinsentido ritual de duelo del retrato en lienzo para colgar de la «pinacoteca de retratos políticos más importante de España». Apostar por una bonita fotografía de estudio, imprimir, enmarcar y listo es la solución definitiva que mediaría en la lógica creativa con los tiempos que corren. Porque si al menos esos retratos tuviesen un miserable valor artístico, este amago de antropología del duelo artístico quedaría en agua de borrajas. ¿O es que el ojo de un fotógrafo es menos artista?








© Daniel Moscugat, 2017.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this
Published marzo 22, 2017 by

Náufragos del paraíso

Esta es la pequeña historia de un poema que comencé a pergeñar en 1998 y acabó de formarse en 2012. No, nada tiene que ver con que le diese vueltas y más vueltas hasta que acabase por dejarlo vivir. Esta pequeña historia que comienza con la tragedia de la primera patera que no terminó de cruzar el estrecho de Gibraltar y que se cobró la vida de 13 ciudadanos marroquíes (a posteriori fueron algunos más, la memoria a veces juega alguna mala pasada que otra y mi recuerdo estribaba en que eran más vidas humanas las esparcidas por las aguas del estrecho y playas gaditanas, aunque sí fueron rescatadas 17 personas que se salvaron que aquel desastroso naufragio). Allí quedaron varados los sueños y las esperanzas de un futuro mejor y allí quedó el amor de los seres queridos que dejaban atrás, desmoronado, deconstruido, desparramado por el mar, sin vida. En aquel momento comprendí que algún tipo de compromiso había que contraer con la sociedad que estábamos pariendo todos esos países que nadábamos en la abundancia y que sobre todo Europa tanto debía a ese continente que seguirá pidiendo lo que le pertenece. Se me quedó grabada la imagen de un cadáver enclavado en la arena de la playa, parecía desmembrado aunque sus piernas y brazos descansaban sepultadas bajo la arena.

Me sentí obligado a percutir con unos versos, quitarme un poquito de ese dolor garabateándolo en el papel. Y ahí quedó, en un folio en blanco tintado de alguna otra cosa por el reverso. Di mil vueltas a aquella primera idea, taché y reescribí nuevos versos. Y por dejadez o por hastío lo abandoné en un cajón hasta varios años después, cuando me impactó otro de esos naufragios que deja esparcidos por la arena semillas muertas de esperanza (entre aquellos meses de finales del 2006, cuando volví a retomar el pulso a esta cosa de escribir). Volví a repasarlo, a construir y deconstruir con total fidelidad hacia aquéllos pobres seres humanos que solo querían un mundo mejor para ellos y sus familias y encontraron la muerte. Pero aún no me convenció y a pesar de haberle dado mil vueltas más volvió a descansar, esta vez en la carpeta del limbo para mejor ocasión. Retomé este poema que por fortuna (quien sabe si no desventura) rescaté del olvido y volví a reescribir varias veces. Al final lo di por concluido en 2012 y tal vez podría volver a corregir, aunque persigo el instinto de mi fuerza de voluntad obedeciendo sus pequeños consejos cuando me dictamina que he de abandonar tal y como está cuando encuentro dificultad en la corrección. Y así, tal y como las emociones dictaminaron, quedaron plasmados en estos versos libres. Espero y deseo la indulgencia del lector y emplazo a que realice todas las cuestiones considere necesarias de aclarar.


NÁUFRAGOS DEL PARAÍSO


Se retuerce el dolor de la despedida...
sobre la piel se esparce como gangrena
alimentada con los despojos
de un corazón deconstruido;
aliento de vida que huye
de una inocencia ahogada en el mar.

Nadar, hacia el confín,
hacia la eternidad,
hacia lo que nunca fue
ni será.
La gangrena engulle
abrazos y piernas,
se esparce por la piel de la esperanza.

Por más que busco no encuentro.
Perdidos los pedazos del corazón
por el mar que nos separa,
esos pedazos que descansan
en la profundidad del paraíso,
de ese paraíso de puertas de acero
y estrellas de fuego.


© Daniel Moscugat, 2012.
© La paradoja del salmón (inédito).
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this
Published marzo 21, 2017 by

La sangre del tiempo perdido

Regresaba de un templo que para mí era algo más que mi casa. El sol caía generoso, derramaba vapor del averno con toda su saña estival en forma de terral. Iniciado el verano, me hallaba liberado de los grilletes del colegio y gastaba los primeros días de julio. La biblioteca era algo así como mi templo, mi refugio, adonde me dirigía habitualmente para rendir pleitesía a todos esos ancestros, tutores, padres y educadores. En aquel espacio diáfano tenía a mi alcance, y gratis, clásicos de la literatura universal y todo el basto conocimiento sobre la vida y sus maravillas. Aquel día me entretuve leyendo alguno de esos relatos de Allan Poe con los que tanto disfrutaba. Se me fue el santo al cielo. El tiempo en ocasiones se escurre de entre los dedos como el agua que fluye en un riachuelo, que se escapa sin apenas percibir su corriente. Y Aquel día debí marchar antes porque esperaba mi madre en casa para que fuera a comprar billetes de autobús, eso que ahora llamamos bonobús. Si no se adquirían en horario de oficina y en los aparcamientos destinados a las cafeteras que hacían las veces de transporte urbano, no había manera de poder conseguirlos en ningún otro lugar ni tiempo.

Iba ensimismado por el camino imaginando aquel goticismo de lobreguez plasmado por la atormentada mente de Allan, ebrio de palabras y de sueños que sólo despertaba y despejaba con su botella de bourbon a la luz del candil. El camino siempre se hace eterno cuando los minutos corren río abajo, inundados de desaliento por la sordidez del tumulto de los rápidos y esperanzado en que una sola rama pueda retenerlos hasta conseguir darles alcance. Pero aquel no fue el día, y aunque lo hubiese sido, el tiempo que se lleva la corriente al final va a parar a la mar. Llegué tarde y la hora de cierre de las oficinas se acomodó en la misma desembocadura del río. Vi salir, justo cuando llegaba a las puertas, a la encarnación del espíritu de la señorita Rottenmeier, de corta estatura, talle generoso, sonrisa afilada, bajita y llena de volutas, y a quien supliqué que me facilitara un talonario de billetes que amablemente se negó. Por más que supliqué, más tajantes fueron sus negativas. «El horario de cierre fue hace cinco minutos —y sentenció:—. Haber llegado antes». La tormentosa admonición que recibí al regresar a casa fue de órdago. Palabras de desdichas e insinuaciones hacia lo grotesco, desvelando que no podía haber cosa más importante en el mundo que comprar esos billetes de autobús ni cosa más insignificante que mi presencia en aquella casa.

Llegó la tarde y tocaba ir a los entrenamientos (carrerita y estiramientos, además de la charla técnica y del partidillo habitual) sobre el albero de Segalerva (por aquellos años de mediados de los 80 era todo un símbolo para los que aspirábamos a jugar algún día en el C.D. Málaga). Era otro templo, aunque sólo para mi desahogo y esparcimiento; nunca pude llegar más lejos porque desde casa nunca hubo predisposición a que prosperase como futbolista. Para otros era una religión verdadera, pero para mí sólo un simple medio posible para conseguir otros objetivos, que tampoco pudieron cumplirse cuando al final me reventé las narices contra ese frontispicio bucólico y mordaz que es la realidad.

De regreso, ya casi en la alborada declinatoria del sol en busca de su descanso, me percaté de que debía comprar sin falta esos billetes de autobús para mi padre. Significaría mi crucifixión si fallaba. Por el camino de regreso me encontré con un compañero de fatigas futbolísticas, que estaba siendo acosado por ciertos numantinos que se reían de su aspecto. Comenzaron a empujarle y a atacarle. A riesgo de sufrir las mismas consecuencias, me metí por medio. Sabía que el tiempo volvía a correr río abajo, con destino a la mar, el mismo destino que sospechaba iba a tener como consecuencia de perder un sólo minuto más. Un tiempo que de un modo u otro nunca es perdido. Entre zarandeos y empujones, conseguimos zafarnos de las garras de aquellos miserables que sólo pretendían divertirse un rato a cuentas de un pequeño indefenso. Dándome las gracias casi de pasada, salió corriendo y desapareció cual alma huye del demonio. En cuanto a mi, yo debía correr aún más si cabía la posibilidad de hacerlo puesto que la hora límite de las oficinas que dispensaban los billetes de autobús estaba por cumplir, y ya había comprobado cómo las gastaba la versión de Botero de la señorita Rottenmeier.

Corrí como si pudiese tomar un atajo a la corriente del río, pretendiendo pescar los minutos que volví a perder en otra alegoría más que la vida me imponía en el camino y el mismo día. Sin percatarme de nada, en el transcurso de esa carrera, al parecer debí pisar el agujero de un avispero, y casi llegando a casa me picaron una multitud de avispas: en los brazos, en la pierna izquierda, en el muslo derecho, en el cogote… Subí con rapidez a casa. Me esperaban para que fuese a la carrera por los billetes, estaba en el límite del cierre y comencé a vomitar y a sentirme mal. Me subió la fiebre y sentí los primeros síntomas de lo que más adelante supe que era un shock anafiláctico. Al final no fui a por los billetes de bus (obvio) y me cayó la del pulpo. La visceralidad de un padre que no comprendía nada más allá que aquello que transcurría entre el autobús y su puesto de trabajo, me dejó marcadas las espaldas y me reventó la nariz con la hebilla del cinturón. Los entremeses los obviaré para no soliviantar a las masas pero al final acabó la cosa en la prohibición de pisar la biblioteca y mucho menos seguir entrenando, sin descontar el brote de sangre que no se cortaba ni a la de tres. Afortunadamente no tuve que lamentar una rotura nasal, pero lo cierto es que me reventé las narices contra ese frontispicio bucólico y mordaz que es la realidad..., y las espaldas marcadas como los latigazos de un Cristo cualquiera. 

La vida no consiste en sortear la dificultad que se presenta o alcanzar las metas o las anacronías que en ella habitan. La vida consiste en discrepar y saber leer entre líneas. El ingenio suele brotar de la dificultad y nadie me prohibió pisar el bibliobús, un autobús habilitado como biblioteca ambulante que paseaba un extracto de los sueños imposibles que dormitan en el sagrado templo de los libros a la espera de ser despertados en las conciencias de los que abren sus corazones. Nunca podré agradecer lo suficiente lo que supuso este invento para mi vida. Me hice socio y allí habilité mis incipientes correrías literarias sacando libros a escondidas y leyendo a la luz de una linterna en mi habitación cuando todos dormían. Lamentablemente nunca más pude volver a entrenar. Pero como solía decir mi madre, teta y sopa no caben en la boca. Más tarde volví al fútbol, pero era eso mismo, tarde, y formó parte de uno de mis hobbys y no de la proyección de una profesión. 

Pocos años después de aquel infausto día, caminaba ensimismado en mis soledades y meditando sobre esa doble vida que debía acabar ya, cuando unos individuos, que ocupaban los asientos de un destartalado Renault 5 Copa Turbo, hicieron detener el vehículo y bajaron del mismo como creyendo haber encontrado en mí al bastardo que había abusado de la inocencia de un jovenzuelo que también iba en aquel coche. Coincidía con la descripción que al parecer había facilitado. Me increpaban como si hubiera sido yo el culpable de algo que parecía haber hecho alguien que se me parecía, y esperaba ya una paliza gratuita entre cuatro veinteañeros. Me preparaba para lo peor cuando vi salir de la puerta trasera al pequeño mindundi que años atrás salvé de unos envalentonados mocetones que querían algo más que unas risas, tal vez un par de bofetones y algunas refriegas por el suelo. Les convenció de que no era yo el que buscaban para apalizarle. Milagrosamente salí indemne de aquella tunda de palos que me esperaba. A veces el río se bifurca y la corriente hace coincidir en el trayecto, para bien o para mal, con otras corrientes que creíste perdidas para siempre...

Fue un gran aprendizaje para años posteriores. Uno ha de vivir pequeñas muertes que hagan recapacitar, reflexionar y tomar rumbos de nuevas esperanzas y perspectivas. Esas pequeñas muertes te hacen despertar la conciencia, pero aniquilan ese matiz de inocencia que ya nunca más volverá. A veces no van a buen puerto, a veces cambian los vientos y te ves obligado a virar hacia otros destinos para no perder comba en la trayectoria vital. Pero nunca ha de perderse la perspectiva, aunque se ha de tener claro que a lo largo de la vida siempre hay un sacrificio por cada meta. Nunca cabe todo en el mismo coche. Cuando uno viaja en un Renault 5 Copa Turbo y ve que el tiempo nunca se bifurca en diferentes vías sobre el mismo plano, al final ha de elegir un camino y ese es en el que ha de viajar, aunque tome otras salidas para incorporarse a otras vías, incluso aunque incurra en el error. Sólo cabe ocupar un camino. En otro momento tal vez exista una salida, otra corriente, otra carretera que te lleve a parar al camino que debiste seguir. La sangre del tiempo perdido es la sustancia de la que uno aprende a sobrevivir con el dolor y, sobre todo, a aprender de él. Y el tiempo que se escapa de las manos y se lleva el riachuelo, por mucho que uno se apresure a recuperarlo, por mucho que acelere, al final una apasionada lectura, los aguijones de unas avispas o la solidaridad hacia el prójimo te hacen tropezar con la vida, y caes en la cuenta de que todo momento que uno vive, por doloroso que sea, es el momento.








© Daniel Moscugat, 2017.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this
Published marzo 15, 2017 by

Tempestuosa soledad

Intentar explicar a las hordas de profetas de la poesía que el verso libre no es tan libre como parece en un principio y que necesita de estructuras para poder ser, al menos, entendida, es entregarme al vilipendio. Aun así, me ilusiona mostrar mi absoluta falta de conocimiento al respecto y continuar viviendo en la felicidad que produce la ignorancia. Es el único escenario en el que uno puede seguir intentando poner una palabra tras otra con cierta dignidad y no ser agitado por las turbulentas aguas del conocimiento exacto de los millones de ángulos que cada predicador profesa en cada esquina.

Como digo, y voy al grano (que no desearía eternizar esto porque los hay más y mejores doctos en la literatura que este mequetrefe que les escribe) el verso libre mantiene un ritmo y una constante, que si bien aparentemente no se sujeta al mal llamado encorsetamiento de estrofas y versos métricos, lo cierto es que mantiene una estructura de elocuencia y ritmo interno. Traigo aquí un ejemplo minúsculo para visualizarlo de una manera sencilla e intentar ejemplificar el porqué estructuré uno de los poemas incluidos en “Jazmines para una Biznaga” del modo en que quedó plasmado y que dejo al final de este post.

Emilio Alarcos Llorach calificó el poemario “Hijos de la Ira”, firmado por Dámaso Alonso, como “un libro poético intenso y penetrante”. El propio Dámaso era consciente del espíritu revolucionario de su texto. El preciosismo de sus versos estribaban en una una elegancia exquisita, un léxico diría que brillante, metáforas llenas de destellos luminosos… De ese libro extraigo las primeras estrofas del poema ‘La madre’. Y digo primeras estrofas porque es un poema intenso y extenso y por facilitar la comprensión en la medida de lo posible; tampoco se trata de hacer un doctorado al respecto, pero como mi tropelía va a ser ciclópea me voy a conformar con dar unas pinceladas de ignorancia para evitar que las carcajadas sean demasiado ruidosas. No obstante, no es el único modelo que voy a traer, ni será el último que traiga por aquí para mostrarlo. Ya dedicaré más entradas en este blog que hablen de versos libres. Leemos:

*LA MADRE

No me digas
que estás llena de arrugas, que estás llena de sueño,
que se te han caído los dientes,
que ya no puedes con tus pobres remos hinchados,
                   deformados por el veneno del reuma.

No importa, madre, no importa.
Tú eres siempre joven,
eres una niña,
tienes once años.
Oh, sí, tú eres para mí eso: una candorosa niña.(…)

Así a vuela pluma vemos ya una serie de signos evidentes que acompañan las estrofas de un modo explícito. Las repeticiones en los versos: “que estás llena de… , que estás llena de … , que … , que … ,”. Estos versos, además, van cargados de ideas expresivas cuyos mensajes recuerdan al anterior: arrugas (cansancio en la vejez, o la presencia visible de ésta y sus achaques), sueño (consecuencia de la primera idea expresada), se te han caído los dientes (consecuencia de la primera idea), etc... En la siguiente estrofa, aunque parece no utilizar del mismo modo las repeticiones, quedan expresadas implícitamente si leemos la estructura de igual modo que en la estrofa anterior:  “No importa”, y continúa: “Tu eres siempre joven, (=) () eres una niña, (=) () tienes once años.(=) …() eres para mí eso: una candorosa niña”. Deja constancia pues, en ambas estrofas, la idea de lo que era para él su madre, una candorosa niña: caracterizando de esa manera tan elocuente a las personas que ya están ‘llenas de arrugas’.

Podríamos indagar mucho más tan sólo en estas dos estrofas, pero creo que es suficientemente visual como para entender la estructura que nos enseña Dámaso Alonso en el inicio de este magnífico poema de su más que revolucionario “Hijos de la ira”. En pocas palabras, la revolución del verso libre también estaba sujeta a una estructura singular y objetivamente construida con sentido, por lo que nada quedaba al azar ni todo estaba justificado porque sí. Es decir, que la llamada a escribir un verso tras otro libremente conlleva una responsabilidad, que consiste en conocer también técnica (esta y otras más que veremos más adelante) y estilo antes que la estética. La poesía es un complemento de ambos conceptos, técnica y estética. Pero todavía quedaría incompleta si no existe una reflexión tras lo que se escribe. ‘Poesía es reflexión’, como ya he comentado algunas veces que diría el maestro Machado.

Es por ello que para poner en evidencia mi torpe adiestramiento me atreví en su momento a imitar la técnica del maestro. Y recordando sus versos, inspirándome un poco en ese olor, en ese magnífico y revolucionario “Hijos de la Ira”, escribí este poema que incluí en Jazmines para una Biznaga. Les dejo la reflexión sobre la ambigua dualidad del recuerdo y la memoria, en la que dependiendo del estado en el que se recuerden las cosas así significará para nosotros: luminosa como una eterna primavera o turbia como el insomnio de una tempestuosa soledad. En ese intervalo pueden pasar largas temporadas o breves minutos. Sería muy pobre caer sólo en el aspecto estético de esos versos por lo que hay encerrado más allá. En definitiva, este modesto poema intenta aspirar al existencialismo. Espero sean indulgentes conmigo…



                   TEMPESTUOSA SOLEDAD

Amanece...
siempre sucede cuando amanece,
cuando abres los ojos,
cuando la luna ocultó ya su ensoñación;
es entones cuando la luz del sol ilumina la alcoba
y me miras y tu corazón ilumina mi sangre,
y sonríes y la callada música de tus labios
ilumina el vigoroso canto de una eterna primavera.

(La suave brisa
de tus párpados...)

Y desperezas...
siempre sucede cuando desperezas,
cuando te retuerces entre las sábanas,
cuando tu piel se estira y recuerda tu mocedad,
cuando tus senos se agitan y reafirman su turgencia,
es entonces cuando una tempestad efímera azota las paredes;
porque tus ojos se cierran,
porque tus labios se entreabren,
porque tu pecho toma aliento para inmolarme
con el ciclón de tu garganta,
ciclón débil y aterciopelado.
(La tempestad... después la calma:
mansa como tus bostezos.)

Abres los ojos y me miras,
y parpadeas y me acaricia la brisa,
y me miras y me iluminas,
y sonríes y me cantas...
pero callas:
me ensordece tu silencio,
me incomoda tu ausencia,
me irrita tu distancia.

Y amanece...
siempre sucede cuando amanece,
cuando abro los ojos,
cuando la luna ocultó ya su ensoñación;
es entonces cuando me perturba la distancia,
y miro tu ausencia y te imagino,
y entonces comprendo que mi alcoba
es ahora una tempestad infinita.

Tu ausencia presente.
Tu presencia ausente.
Y mi soledad ya no duerme.



Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat, 2016
© Jazmines para una Biznaga, 2016
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 


* Hijos de la ira, Castalia, Madrid 1986. 
Read More
    email this
Published marzo 13, 2017 by

Deuda de sangre

El pasado lunes (6/3/17) resulta que el consejero de estado para la UE, otrora asesor del presidente del Gobierno Español para la Unión Europea, un tal Jorge Toledo, se refiere a los que huyen de las guerras y las pésimas gestiones de los estados fallidos de donde proceden como «los que se tiran al mar»; como si se tratase de un ejercicio placentero de fusión entre deporte y cultura. Y aquí paz y en el cielo gloria. Se quedó tan pancho, oiga. Como era de esperar, lluvia de peticiones de dimisión por parte de todas las ONG habidas y por haber.

 Como ya dije por aquí no hace mucho, las declaraciones de los ínclitos que nos gobiernan o pretenden gobernarnos suelen ser gratuitas, en todos los sentidos, procedan de donde procedan. Aquí parece tener, además, coste cero; premios y bonificaciones incluidos. Pero la vida devuelve el daño antes o después así pasen cien doscientos años. Y en esta ocasión nosotros, los ciudadanos europeos, tenemos una deuda de sangre para con esos seres humanos que vienen de los continentes vecinos. Hay un hecho claro en todo este embrollo que todavía ni he sugerido.

Los migrantes del otro lado del Mediterráneo, ese mar que la vieja Europa usa como frontera profunda y abisal, deciden arriesgar sus vidas (lo único que tienen y, por ende, lo más valioso). Huyen de terribles conflictos, hambrunas, exterminios sistemáticos, asesinatos... Huyen de sus guerras que son un mucho nuestras, de sus golpes de estado que también son un mucho nuestros, de sus hambrunas que son derivadas de nuestra avaricia y del exacerbado consumismo casi compulsivo, de sus exterminios étnicos que fueron provocados por la idiosincrasia de unos pocos de los nuestros trazando a lápiz fronteras y reparto territorial a capricho de tal o cual terrateniente… y un largo etcétera de circunstancias que obligan a esos hijos de la tierra, que también es nuestra, emigrar a otro continente para intentar ponerse a buen recaudo, aunque se les vaya la vida en ello. Es manifiesto el hecho de que «no se tiran al mar a hacer deporte, ni para competir», como bien respondió Eduardo Madina al consejero de estado para la Unión Europea, quien dejó entrever a las claras, aún pidiendo perdón a destiempo, cuál era la postura del gobierno y de toda la caterva de irresponsables que pasean sus mejores galas por el parlamento europeo, como si la cosa no fuera con ellos, al tiempo que delinean con muros, concertinas y burocracia (no sé cuál es peor) esas fronteras de sangre.

Los hoy países punteros de la Unión Europea, cuando antaño andaban enfrascados en la revolución industrial, ardían en deseos de expandir su política económica. Pusieron sus ojos en África, con la ambición capitalista como bandera y el crecimiento económico por definición de estado. Bélgica, Francia, Inglaterra, Alemania, Portugal y (por poco, pero también) España se pusieron manos a la obra para la ocupación y reparto del territorio africano. Un capítulo histórico al que habría que echarle una ojeada con atención para darnos cuenta de por qué aquellos que cruzan «el mar de todos» vienen a reclamar en cierto modo todo cuanto Europa se agenció. Todo cuanto los abuelos de los abuelos perdieron, todo cuanto les sustrajeron. 

Es la historia la que habla en los rostros de esos náufragos. Vienen a reclamar la vida que les negamos, privamos, robamos, vilipendiamos o sesgamos. Da igual que vengan de cualquiera de los veinticinco países donde existen conflictos candentes y que dejan asolados poblados, etnias, familias, vida… o del resto de decenas de conflictos por Oriente Medio. Tal vez la persistencia de no informarnos como es debido sea procurar que dirijamos nuestra atención hacia otro lado, que pongamos nuestro punto de mira en el invasor como un enemigo. 

Esas personas que arriesgan sus vidas por cruzar la frontera del Mediterráneo huyen de guerras civiles y hambrunas (Somalia, Chad, Nigeria, Sudán del Sur, Libia...), de secuestros y genocidios propiciados por las condiciones de desestabilización (Boko Haram, Darfur), todos ellos y otros muchos más recientes, como el foco volcánico sirio, con ciudades enteras arrasadas y reducidas a ruinas o exterminadas. Creo que sobran las palabras si hablamos ya del Sahara, asunto que da de lleno en el cogote al gobierno de este país, sea del color que sea, porque acostumbra a mirar para otro lado. 

Desde Europa se fomenta el derecho a construir muros en las fronteras (físicos, legales e intelectuales) y un infierno en el mar por miedo, un certero miedo justificado. Un abismo de más de cinco mil muertes en dos mil dieciséis y superando los tres mil recién iniciado el 2017. Los tecnócratas del neoliberalismo europeo en pleno auge, coronado de alambradas en sus fronteras, se apresuran a vociferar despectivamente que igualdad significa lo mismo para todos, la aberración de ser iguales en cuanto a derechos y libertades, y que compartamos toda riqueza, aludiendo así a ese concepto pasado de rosca del comunismo norcoreano, rancio, retrógrado y orweliano. En realidad, igualdad no es la búsqueda de posesiones y vida común, es el concepto de acceder a la posibilidad de aspirar a tener las mismas oportunidades u oportunidades equitativas. Y ese ideario exportado desde el corazón de la Unión Europea hacia los países miembros y gracias a secretarios de estado como el que sufrimos en España gobierne quien gobierne, se transforma en realidad impostada y aplaudida por millones de borregos. Uno se da cuenta de repente de todo. La buena voluntad de la Unión Europea es tan falsa como la compostura de su palabrería.

El gran problema que ha de afrontar la vieja Europa no son los refugiados. Lo cierto es que seguirán llegando, porque reclaman ni más ni menos que lo que les pertenece, lo que les quitaron. El único modo de solventar este problema irreversible es y será reponer todo cuanto se saqueó en el continente africano. Reparar el daño de tantos regímenes nefastos provocados por la nefasta gestión europea en todos los sentidos. No podía salir gratis devorar la semilla de la vida, y donde brotó la riqueza del florecimiento de la revolución industrial del viejo continente, que quiere cercar sus dominios a todos esos nietos de los nietos que llegan ahora en cáscaras de nueces. Nada de lo que devastaron en las colonias alemanas, francesas, belgas, portuguesas, inglesas y, también, españolas podía pasar de largo, ni pasará de largo.

El reclamo de la parte del pastel en forma de futuro, bienestar, o simplemente comida caliente y techo donde dormir seguirá goteando en el mar a través de esas mafias que aprendieron bien la lección de la vieja Europa sobre cómo tratar a sus congéneres y de dónde sacar provecho de ellos. El gran problema real de Europa es la pérdida de identidad; también la falta de memoria, que en este caso significan la misma cosa. Es, además, el miedo a no saber responder «quién soy» lo que provoca que ciertas alimañas, con vocación de medrar a base de dentelladas en la conciencia de la falsa unión de Europa, salgan a la palestra con complejos de inferioridad y síntomas claros de Alzheimer, con la intención meridiana de devorar la poca dignidad que les quedan; emulan conceptos goebbelianos para reseñar la excusa de preservar la raza, la cultura y la tradición.

Aquí en España se ha aprendido bien esa lección, apenas «los pico mil, no sé, los dos o cinco pico mil», como recuerda bien poco y mal (ni conoce las cifras para poder rebatir otros puntos de vista en un debate) el susodicho ínclito del gobierno para la Unión Europea. Se apela a la desmemoria, al olvido. A aprovechar los tumultos de otros conflictos para desviar la atención. Aquí se forma tumulto y se fomenta la discordia donde no la hay para que personajes como este o como otros muchos pasen desapercibidos. Para que los más de cinco mil ahogados en dos mil dieciséis queden en el olvido. Para que los gestos y las acciones queden silenciadas. Para aprovechar el estatus de poder legislativo y decretar a dedo con el objetivo claro de cerrar aún más las fronteras y penalizar a quienes pretendan hacerlo por su cuenta y riesgo. Nada queda impune, y tarde o temprano los herederos de aquellos que perdieron su estatus e identidad como pueblo terminarán por conquistar aquí un bienestar que les pertenece por derecho. Es una deuda de sangre que antes o después tendremos que pagar y el único modo de recuperar la dignidad humana, la memoria, es ayudar a enmendar esos abusos del pasado, restañar el daño causado y producir riqueza allí para que nadie tenga necesidad de migrar a vida o muerte.

 






© Daniel Moscugat, 2017.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 





Read More
    email this
Published marzo 06, 2017 by

Poderoso caballero

Corrían aquellos años ochenta en los que un niño con un billete de cien pesetas en el bolsillo era cuasi rico por un día. Los autobuses eran ruidosos y destartalados como cafeteras. Interminables partidas de dominó o de parchís surgían en cada esquina de cada barrio. La música electro-popera flotaba en el aire compartiendo espacio con burbujas de los últimos éxitos de Los Chichos o Tijeritas. El cincel de los futbolines martilleaba en los intestinos de cada bar. Los adolescentes empapelaban con pegatinas de sus ídolos del Superpop las carpetas y libros del instituto. Y qué decir de la magia de cine de verano... 

Era uno de esos días insospechados en que la ociosidad se hacía cargo de ocupar un tiempo que no fuese la lectura. Así que me dirigí camino de la biblioteca municipal, y a kedio camino, junto a la iglesia de Cristo Rey, la diosa fortuna me bendijo y me obligó a inclinar la cabeza para que me fijara en un maravilloso billete marrón de cien pesetas que dormitaba en el suelo. Veinte duros, como quien dice y quien lo conoció. La primera vez en mi vida que encontraba dinero en la calle; y más aún, la primera vez que poseí una cantidad tan grande en manos tan pequeñas. Salí corriendo hacia ninguna parte, como electrificado. Los espasmos musculares ni me dejaban articular piernas y brazos como es debido, embargado de una sensación esquizofrénica entre emotiva y pavorosa.

Cada vez que oigo esa frase en ocasiones vuelve a traerme a la cabeza aquella sensación privilegiada de emoción única: «Estás mahara, tío». Qué tontería, ¿no? Confieso que pertenezco a la raza de esa rara avis que cree en la diversidad como algo tan impredecible como imprescindible; cuanta mayor es la diversidad, mayores los fundamentos de tolerancia y respeto… Y cuando no es así, aparecen los caudillos vendiendo pan y seguridad a cambio de tu alma.

Llegados hasta aquí paree que he mezclado muchas cosas en un batiburrillo que apenas se sostiene en pie, pero prosigo en mis disquisiciones. Sea como fuere no cejaré nunca en el empeño de interconectar cuanto sucede, porque ningún cabo queda suelto en un navío y mucho menos si ese navío transita por el mar de la vida. Como decía, aquel timbre despectivo llama a la puerta del recuerdo con asiduidad y me trae cierto aroma añejo de pasado carcomido y telarañoso. Y es que… verán. En una absurda conversación en torno a la figura de Terrence Mallick y su Árbol de la vida, la cosa redirecciona hacia la serie Perdidos: extraordinaria trama, magnífica historia y puesta en escena en sus primeras tres temporadas, pero un fiasco absoluto de despropósito existencial en las tres siguientes. Defendiendo esto entre quienes abogaban por que es una serie fuera de órbita, un orgiástico maremagnum de preceptos con axiomas de corte pseudoreligiosos, me encasillaban como un walking dead de andar por casa. «Y si tuvieras que verte obligado a estar en una isla desierta, ¿qué te llevarías?» Maldita pregunta. «Pues las obras completas de Sheakespeare, Cervantes y Allan Poe, la filmografía de Stanley Kubrick, Woody Allen y Sam Pekimpah y la discografía de los Beatles y los Rollings… y, por supuesto, soportes donde reproducirlos con su consecuente alimentación eléctrica», se me ocurrió decir. «Pues no pides tú nada, majete... Estás majara, tío», sentenciaron a bote pronto. «Vamos a tomarnos un par de birras que yo invito», dijo el portador de la llave a los recuerdos; que no es en sí por lo dicho, sino el tono, la vibración, como lo dijo. Finalmente ahogamos las controversias en un par de cervezas y unas risas en La Tranka, lugar a simple vista un tanto infame, pero apenas ubicado en su escaso espacio resulta tan acogedor que abraza las risas, cosquillea las cervezas y no te deja escapar.

A veces hasta me sorprendo a mí mismo por llegar a conclusiones tan inverosímiles. La controversia, la disparidad de criterios, las diferencias de objetividad, el lugar en el que se desarrollan…, nos empujan sin querer al debate (al sano debate de escuchar y ser escuchado sin pretensiones de convencer o imponer a tu interlocutor), que suele acabar en conclusiones personales que antes ni se imaginaban; y ya se sabe: si puede imaginarse, puede hacerse.

Le conté lo sucedido a mi amigo Tomás, con quien me topé poco después de encontrar los veinte duros, lo sucedido. «Qué potra, tío. Invitarás a algo, ¿no? ¿Qué vas a hacer con los veinte pavos?». «Pues ir al cine y comprarme un libro (Los hijos del Capitán Grant, en el rastrillo de los domingos y de segunda mano; aún lo conservo)», respondí. «Tú estás mahara, tío», me responde. «Venga, hombre, que hay para dos entradas, una para ti y otra para mí, y para el libro», le repliqué… Sentencia que acató de buen grado y saltos de júbilo.

Siempre he pensado que el debate, por breve que sea, trae consigo conclusiones inimaginables, siempre y cuando se produce escuchando y siendo escuchado. Para situaciones excepcionales, medidas excepcionales. Uno aprende desde pequeño que nada tiene mayor poder de convencimiento que el dinero o lo que puede conseguirse con él. Tomás me respondió: «Joder, niño. Qué grande eres, je, je, je…». Pues sí, habiendo poderío económico de por medio, se acaban todas las disputas. Quizá por eso, después de dos cervezas free, ya no me parecieron tan desastrosas las últimas temporadas de Perdidos, tan solo pésimas. Uno se da cuenta entonces de lo poco que valen en ocasiones los criterios y hasta nuestras pequeñas verdades efímeras. Un par de cervezas bastan para suavizar o matizar opiniones... y si así lo hicieran en ocasiones los mandamases del mundo, las posiciones encontradas estarían menos encontradas. Sólo sería cuestión de quien invita primero.








© Daniel Moscugat, 2017.
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 
Read More
    email this
Published marzo 01, 2017 by

Pasos



Los pasos sordos de tus pies desnudos
visten la piel del aroma de tu abrigo.
Corto de aliento,
pólvora quemada...
paseo en el balancín de tus párpados.

Como té de nostalgia
bebo los días tibios de otoño
y vestido de grito y oro
me arrimo al pilón de tu risa
saludando a la muerte:
abrazado al veneno de un aroma.
Y si por poco fuese,
me atraganto con zumo de tiniebla,
agarrado al balcón de tu cintura
temiendo caerme de vértigo sin sol.

Los pasos...
escuchando los pasos sordos
de tus pies desnudos:
no duermas, no te sientes,
no te vistas...
solo sigue caminando
para que pueda oírte,
con tus pies desnudos sigue caminando
para poder imaginarte.
Sigue caminando sin descanso
y sin descanso
pasearé en el balancín de tus párpados
cuando me mires.


Licencia Creative Commons
© Daniel Moscugat, 2016.
© Jazmines para una Biznaga, 2016
® Texto protegido por la propiedad intelectual. 


Read More
    email this