Published abril 12, 2021 by

Sin margen para la duda



No tenía intención de escribir nada por estos lares, por lo menos hasta que llegaran días de asueto veraniego, y el relax y la rehabilitación a tanta crispación social, inútil, despejaran el cielo de la templanza. Si en algo me ha afectado este período de pandemia es que he perdido las ganas de hablar con la gente, porque, entre otras cosas que ocuparían decenas de páginas, he comprobado que si no le dirijo la palabra a nadie, nadie hace nada por comprobar siquiera si estoy vivo. Me había autoimpuesto este confinamiento intelectual, más bien prolongado, dado el desánimo que me provoca la creciente deshumanización del personal por cualquier rincón del planeta. Lo hemos podido comprobar este ultimo año, con una desastrosa pandemia como panorama desolador y revelador que sólo ha servido para abrir más la brecha entre ricos y pobres. Además, he de apostillar, para quienes piensan y critican sotovoce, que en este espacio me extiendo todo lo que considero necesario, sin la limitación de palabras que impone el escaso espacio de la prensa escrita, y donde me siento absolutamente libre.

Me ha dado por hacer memoria y qué lejos quedan ya los aplausos a los abnegados sanitarios, la labor de los trabajadores esenciales, los sacrificios económicos, y nuestros obligados confinamientos, al margen de un ciento de razones que podrían hacernos pensar que después y a pesar de todo había esperanza en el ser humano; máxime cuando la ciencia ha logrado un hito histórico sin precedentes: desarrollar una vacuna para un virus desconocido y letal en menos de un año y en pleno apogeo de su actividad. Una proeza de la que no se hace todo el hincapié que se debería. En fin, no voy a retomar el tema más allá de lo que ya he declarado por aquí hasta la fecha sobre la pandemia y los efectos colaterales. Dicho esto, lo que me produce zozobra de verdad es haber sido testigo de lo depredador que es el ser humano para el ser humano. Y de ahí que quería plasmar, en este mi territorio, el circunloquio que tecleo en este momento, mal que me pese.

Que vivimos tiempos convulsos, creo que a nadie le cabe la menor duda. Tal vez sea precisamente eso, que existan demasiadas personas que albergan demasiadas certezas sobre sobre todo lo divino y humano. No veo a nadie dudar de nada, ni siquiera de sí mismo, ni un ápice. Cosa que también me produce desasosiego, incluso ansiedad, dado que la duda es el principio de la sabiduría y vivimos entre tanto individuo con tal clase de seguridad y certeza que da hasta cierto temor abrir la boca (razón de más para llevar año y medio alejado de las redes sociales). Entonces, si aparece por el horizonte alguien que pretende sembrar dudas, como un resorte se conjura, desde todos los frentes posibles que dispongan de megafonía, una caterva de opinadores profesionales lapidando sin piedad lo que en su gran mayoría desconoce. Se convalida así, en público y sin pudor, lo que se conoce como «el chivo expiatorio». Comento brevemente cómo funciona algo aparentemente sencillo y que se estudia en antropología.

Surte siempre el efecto esperado en la mayoría de las ocasiones. Es decir, marginar al señalado y perseguirle hasta la extenuación, para expulsarle del grupo o destruirle en última instancia. El origen data en esa época en la que el pueblo de Israel elegía al azar un chivo que debía sacrificarse a Jehová, a manos del sumo sacerdote, y otro que cargaba con las culpas del pueblo y acababa entregado a Azazel, abandonado en el desierto, no sin antes propinarle una buena tunda de pedradas sazonadas de una cascada de insultos recurrentes.

Tomando esto como referencia, la víctima, el chivo expiatorio, suele tener siempre el mismo perfil: alguien diferente o que piense diferente del resto del grupo o mayoría, un extranjero, alguien nuevo en la comunidad, una mujer, un discapacitado..., independientemente de si posee un cociente intelectual alto o no. Para que el resto del rebaño se pronuncie en su contra, siempre hay un instigador inicial que, o bien envidia, o bien desprecia o repele lo que representa o es esa persona. Que la novedad acapare atención supone perder el protagonismo ante el grupo porque todas las miradas se focalizan en ella. A continuación se desarrolla el proceso de contaminación, es decir, esa novedad sobre la que se arrojen todos «los pecados» del grupo y a quien se pueda lapidar con la connivencia y aprobación de todos. Por último, se desencadena la catarsis colectiva, que es cuando se sacrifica a la víctima en pos del orden «democrático», de la paz y la prosperidad inicial.

Suele pasar en esta sociedad preñada de redes sociales y grupos de WhatsApp que todo trata de apilarse en grupúsculos interconectados de un modo u otro, donde se congregan todos los conceptos sociales uniformados y sin fisuras: igual da el cultivo del pomelo o el punto de cruz, que ideologías fascistas o personajes públicos. A mi juicio, y lamento tener que decir esto, el periodismo actual se ha erigido como la herramienta instigadora fundamental en el ejercicio extremo de dividir y azuzar, de bipolarizar y sentenciar qué es bueno y qué no; se suma la política, como parte contratante de un binomio difícil de separar y que interpela a ese cuarto poder para que la mesa pueda ser estable. Parece que el estadio de los matices en el que debe desarrollarse una democracia es inviable y reprobable; todo debe ser blanco o negro, o rojo o azul. Ese binomio, a día de hoy indisoluble, ha permeado en la sociedad y empujado a un abismo sin control en una espiral hipnótica en la que no se duda nunca en señalar con pelos y señales a quienes el populacho debe sacrificar en la pira de las vanidades, no sin la conveniente cascada de improperios e insultos recurrentes. Cualquier sospechoso de ser contrario a las ideas que los medios y sus consortes políticos, económicos, y acólitos en general defiendan o amparen será objeto directo de una disección meticulosa e hiriente. La turbamulta del populacho lapida sin piedad, al mas viejo estilo del Israel de Jehová, sin que medie el margen de la duda, o dicho de otro modo, la presunción de inocencia contemplada y protegida por ley. Si alguien te señala con el dedo y lo promulga desde el altavoz adecuado, estás vendido.

En estos tiempos modernos nos encontramos sobresaturados de información, en su mayoría difícil de digerir y sobre todo de creer, que los cientos de miles de usuarios de las redes sociales no dudan en festejar, propagar, opinar y nunca les falta un argumento (las opiniones, como el culo: todo el mundo tiene uno); usando el teclado del teléfono móvil o del ordenador de sobremesa para lapidar al incauto de turno. El problema suele venir derivado de la poca comprensión y lo difícil de entender que suelen ser las noticias, porque los mensajes acostumbran a ser breves, los titulares atropellados y confusos (y habitualmente mal redactados) y la falta de objetividad un mantra cuyo fin único es hacer caja con cada clic del usuario en el enlace. Si te alimentas todos los días de McDonald's, no lamentes acabar perdiendo la salud, si no la vida...

Podría estar hablando hasta la saciedad sobre esto, sucede en todos los ámbitos de nuestra sociedad, y lo peor de todo es que en gran medida estos síntomas de chivo expiatorio se dan en numerosos entornos disfrazados de «democracia», infligido hasta por los grupos pseudoculturales que, dada su posición de privilegio (y en algunos casos desde las propias instituciones) emulando prácticas de la mafia calabresa o siciliana, se ceban con cualquiera que despunte o tenga perspectiva de despuntar, sea crítico con el grupo, tenga ideas diferentes o vaya por su cuenta y riesgo... Actúan al amparo del mimetismo y del silencio, la discreción y la falsa educación, aprovechando un buen nombre construido a base de lápidas que dejaron atrás en el tiempo y olvidadas.

Me apena el grado superlativo de desprecio del ser humano para el ser humano de este siglo XXI. Creí que ya sería hora de aprender una gran lección que ha quedado obsoleta cono tantas otras a lo largo de la historia. Es sobre todo la falta de humanidad y de concienciación lo que me entristece: la salud es vida y no dudamos en desprotegerla a la menor oportunidad que se nos presenta, a cambio de un plato de lentejas o un festín al becerro de oro. Con todo lo que hemos visto a lo largo y ancho de esta pandemia que aún no ha acabado, hemos logrado olvidar en tiempo récord lo solidarios y sacrificados que fuimos hace unos meses, y nos empeñamos en reflotar una y otra vez lo miserables que podemos llegar a ser. Nos hemos situado en un punto de violencia (en el más amplio sentido de la palabra) difícil de subsanar, en un estado de intransigencia del que no somos capaces de desprendernos. Hay un ansia permanente de permanecer o pertenecer a un extremo de la soga de ese patíbulo en el que acabaremos todos de continuar por este camino, el extremo de la sinrazón que nubla directamente la posibilidad de contraer una duda que nos empuje a reflexionar y mejorar las cosas. Se vive con miedo a las minorías que nos abordan desde sus endebles navíos, porque tememos nos quiten el pan, el mismo que permitimos a nuestros gobernantes devaluar. En vez de construir puentes, andamos afanados en construir muros; en vez de apostar por cosas que nos unan, lo hacemos todo al rojo o al negro (en España es al rojo o al azul) con tal de ganar y expulsar de la mesa al diferente, al distinto, a las mujeres, al discapacitado, al extranjero, y sobre todo salvaguardar la pureza de la raza y la inercia de nuestras costumbres. Se sueña, en definitiva, con ansias de libertad refugiados en un búnker amurallado desde el que nos han inculcado que es inseguro salir y sobre todo muy peligroso para nosotros que cualquiera pueda entrar.

Créanme si les digo que debemos estar preparados para lo peor, porque esto que nos ha ocurrido es sólo el principio y vienen de camino pandemias mucho más devastadoras que esta; la peor: la de la ignorancia. Allá donde no hay ninguna sombra de duda, ningún matiz para la sospecha, ningún hálito de inquietud, sólo hay autarquía, aislamiento, totalitarismo. La duda es el principio de la sabiduría, y de ahí beben las democracias más saludables. Mientras existan chivos expiatorios donde exculpar nuestros pecados, seguiremos atrincherados en nuestros búnkeres, nuestro aislamiento, nuestros muros... nuestros prejuicios. Y en cuanto a la democracia, bueno, que Dios nos pille confesados, porque parece que ya no es necesario apelar al summum: el beneficio de la duda. Se ha convertido en otro prejuicio más que perseguir.







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